Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
—Quédate junto a mí, Lestat —dijo ella; su voz se abrió paso trepanando el alboroto, pero yo la oí como si me hubiera acariciado un guante de terciopelo.
La masa se dividió, violentamente, con cuerpos empujados a izquierda y derecha. Poco después, los gritos reemplazaron a la salmodia; la sala quedó convertida en un caos mientras un sendero hacia el centro de la sala permanecía abierto para nosotros. Platillos y tambores fueron acallados; gemidos y débiles sollozos lastimosos nos envolvieron.
Y, cuando Akasha avanzó y echó su velo hacia atrás, se alzó un gran suspiro de admiración.
A algunos metros de distancia, en el centro del suelo decorado, se hallaba el dios de la sangre, Azim, tocado con un turbante de seda negra y vestido en brocados. Al mirar a Akasha, al mirarme a mí, su rostro quedó desfigurado por el odio.
A nuestro entorno, la muchedumbre elevaba plegarias; una voz estridente gritó un himno a «la madre eterna».
—¡Silencio! —ordenó Azim. Yo no conocía el idioma, pero comprendí la palabra.
Pude oír el gorgoteo de la sangre humana en su voz; pude ver la sangre que corría por sus venas. De hecho, nunca había visto ningún vampiro o bebedor de sangre tan atiborrado de sangre humana como aquel; era tan viejo como Marius, seguramente, pero su piel tenía un fulgor dorado oscuro. Una finísima película de sudor ensangrentado cubría su piel por completo, incluso los dorsos de sus enormes manos de blanda apariencia.
—¡Osas venir a mi templo! —exclamó, y otra vez el idioma se me escapó, pero el significado me quedó por telepatía claro.
—¡Morirás ahora! —sentenció Akasha, con la voz aún más suave de como lo había sido un momento antes—. Has descarriado a estos desesperados inocentes; tú, quien se ha cebado con sus vidas y su sangre como una sanguijuela a punto de reventar.
Chillidos surgieron de los fieles, gritos de piedad. De nuevo Azim los mandó callar.
—¿Qué derecho tienes a condenar mi culto? —interrogó, señalándonos con el dedo—, ¿qué derecho tienes, tú, que has permanecido sentada y callada en tu trono desde la aurora de los tiempos?
—Los tiempos no empezaron contigo, maldito hermoso —respondió Akasha—. Yo ya era vieja cuando tú naciste. Y ahora me he levantado para reinar, tal como era mi destino. Y tu morirás como ejemplo para los tuyos. Eres mi primer y gran mártir. ¡Morirás ahora mismo!
Él trató de arremeter contra ella; y yo intenté interponerme entre los dos; pero todo fue demasiado rápido para ser visto. Ella lo aferró con unos medios invisibles y lo empujó hacia atrás, de tal forma que sus pies se deslizaron por las baldosas de mármol; se tambaleó y casi cayó, pero, por medio de una especie de danza, consiguió mantener el equilibrio. Tenía lo ojos en blanco.
Un grito profundo y gorjeante salió de su garganta. Estaba ardiendo. Sus ropajes estaban ardiendo; y luego el humo salió de él, gris, fino y ondulando en la penumbra mientras la aterrorizada turba daba rienda suelta a gritos y gemidos. Azim se retorcía y el calor lo consumía; entonces, repentinamente, se dobló, se irguió y, con los ojos clavados en ella, se lanzó a su encuentro con los brazos abiertos.
Pareció que la alcanzaría antes de que ella supiese qué debía hacer. De nuevo, intenté ponerme ante ella, pero, con un rápido empujón de su mano derecha me lanzó otra vez hacia el enjambre humano. Por todas partes a mi alrededor había cuerpos desnudos, luchando por apartarse de mí, mientras yo intentaba recuperar el equilibrio.
Me di la vuelta y lo vi situado a menos de un metro de ella, gruñendo y tratando de alcanzarla al otro lado de algún obstáculo invisible e insuperable.
—¡Muere, maldito! —exclamó ella. Y me llevé las manos a los oídos—. Vete al pozo de la perdición. Lo he creado especialmente para ti.
La cabeza de Azim explotó. Humo y llamaradas brotaron de su cráneo reventado. Sus ojos quedaron negros. Como un relámpago, su cuerpo entero se incendió; sin embargo cayó en una postura humana, con el puño levantado, amenazador, contra ella, las piernas dobladas como si quisiese tratar de levantarse de nuevo. Luego su forma desapareció por completo en un gran resplandor anaranjado.
El pánico se abatió en la congregación, como había ocurrido con los
fans
roqueros en el exterior de la sala del concierto, cuando los fuegos habían estallado y Gabrielle, Louis y yo habíamos emprendido la huida.
No obstante, aquí parecía que la histeria había alcanzado un tono más peligroso. Cuerpos chocaban contra las esbeltas columnas de mármol. Hombres y mujeres quedaban aplastados al instante cuando otros pasaban por encima de ellos precipitándose hacia las puertas.
Akasha se dio la vuelta, sus ropajes atrapados en una breve danza de sedas blancas y negras a su alrededor; y, por todas partes, seres humanos eran cogidos como por manos invisibles y lanzados al suelo.
Sus cuerpos se retorcían convulsamente. Las mujeres, contemplando las víctimas del ataque, aullaban y se mesaban el cabello.
Tardé aún unos momentos en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, en darme cuenta de que ella estaba matando a los hombres. No era por medio del fuego. Era un golpe invisible en los órganos vitales. La sangre les salía por los oídos y por los ojos, y expiraban. Enfurecidas, varias mujeres se lanzaron hacia ella, sólo para encontrarse con el mismo destino. Los hombres que la atacaban eran abatidos al instante.
Luego oí su voz en el interior de mi cabeza:
«Mátalos, Lestat. Aniquila a los hombres, hasta el último.»
Quedé paralizado. Yo estaba a su lado, por si uno de ellos se le acercaba demasiado. Pero no tenían ninguna oportunidad. Aquello iba más allá de cualquier pesadilla, más allá de los estúpidos horrores en que había tomado parte durante toda mi maldita vida.
De pronto se situó frente a mí, cogiéndome los brazos. Su suave voz helada se había convertido en un sonido arrollador en mi cerebro.
«Príncipe mío, amor mío. Lo harás por mí. Mata a los varones para que así la leyenda de su castigo sobrepase la leyenda del templo. Son los secuaces del dios de la sangre. Las mujeres están indefensas. Castiga a los varones en mi nombre.»
—¡Oh, Dios, ayúdame! ¡Por favor, no me pidas que haga una cosa así! —mascullé—. ¡Son míseros humanos!
La muchedumbre parecía haber perdido toda razón. Los que habían huido hacia el patio trasero estaban acorralados. Los muertos y los que los lloraban yacían esparcidos por todas partes, mientras que, de la multitud que esperaba ante las puertas principales, ignorante de lo que sucedía, se elevaban las súplicas más patéticas.
—Déjalos ir, Akasha, por favor —le dije. ¿Alguna vez en mi vida había rogado por algo como lo hacía ahora? ¿Qué tenían que ver aquellos pobres seres con nosotros?
Ella se acercó a mí. No podía ver sino sus ojos negrísimos.
—Amor mío, esto es una Guerra Santa. No es el aborrecible alimentarse de vidas humanas que has hecho noche tras noche sin plan ni razón, sólo para sobrevivir. Ahora matarás en mi nombre y en nombre de la causa y yo te daré la libertad más grande que nunca se ha dado al hombre; yo te digo que matar al hermano mortal es justo. Ahora utiliza el nuevo poder con que te he dotado. Elige a tus víctimas una a una, usa tu fuerza invisible o la fuerza de tus manos.
La cabeza me daba vueltas. ¿Tenía yo ese poder de derribar a los hombres en el sitio? Miré a la sala humeante a mi entorno, donde el incienso continuaba brotando de los braseros y los cuerpos caían unos encima de otros, donde hombres y mujeres se abrazaban aterrados, mientras unos pocos se arrastraban hacia los rincones, como si allí pudieran encontrarse a salvo.
—Ahora no queda vida para ellos, salvo para constituir un ejemplo —dijo—. Haz como te ordeno.
Me pareció tener una visión; porque seguro que aquello no provenía de mi corazón o de mi mente, vi una figura delgada y demacrada alzarse ante mí; mis dientes rechinaron al mirarla con ferocidad, concentrando mi malignidad como si fuera un rayo láser, y vi a la víctima levantarse del suelo y salir disparada hacia atrás, al tiempo que la sangre salía a borbotones de su boca. Sin vida, reseca, cayó al suelo. Había sido como un espasmo; había ocurrido sólo con el esfuerzo que haría falta para gritar, para lanzar la voz, invisible pero poderosa, a través de un gran espacio.
«Sí, mátalos. Dales en los órganos más tiernos; reviéntaselos; haz que la sangre salga en un manantial. Tú sabes que siempre lo habías querido hacer. ¡Matar como si no fuera nada, destruir sin escrúpulo o remordimiento!»
Era cierto, tan cierto…; pero también era prohibido, prohibido como nada más en la Tierra está prohibido…
«Amor mío, es tan común como el hambre, tan común como el tiempo. Y ahora tienes mi poder y mi mandato. Tú y yo vamos a ponerle fin con lo que ahora vamos a realizar.»
Un joven me embistió, enloquecido, con las manos extendidas para coger mi cuello. «Mátalo.» El joven me maldijo mientras yo lo empujaba hacia atrás con el poder invisible; sentí el espasmo muy en lo hondo de mi garganta y de mi vientre, y luego un súbito apretón en las sienes; sentí que el poder lo tocaba, sentí que salía de mí; lo sentí con tanta certeza como si hubiera penetrado su cráneo con mis dedos y estuviera estrujando su cerebro. Verlo habría sido muy crudo; no había necesidad. Lo único que necesitaba ver era la sangre saliendo a chorro de su boca y de sus oídos y derramándose por su pecho desnudo.
¡Oh, ella tenía razón! ¡Cuánto había deseado hacerlo! ¡Cómo había soñado con ello en mis primeros años mortales! La rara dicha de matarlos, de matarlos, con todos sus nombres, que eran el mismo nombre (enemigo), de matar a los que se merecían la muerte, a los que habían nacido para ser carne de matanza, la matanza con plena fuerza, con todo mi cuerpo tornándose pura musculatura, con mis dientes apretados, con mi odio y mi invisible fuerza hechos uno.
Corrían en todas direcciones, pero aquello sólo hacía que me inflamara más y más. Los empujaba, el poder los aplastaba contra los muros. Apuntaba a su corazón con aquella invisible lengua y oía su corazón estallar. Giraba y giraba sobre mí mismo, dirigiendo el poder cuidadosamente pero enseguida a éste, a aquél y luego a aquel otro que cruzaba la puerta corriendo y a otro que se precipitaba por el pasillo y a otro que arrancaba la lámpara de sus cadenas y me la lanzaba estúpidamente.
Los perseguí hacia las estancias traseras del templo, atravesando con regocijante facilidad montones de oro y plata, tumbándolos de espaldas como con largos dedos invisibles, y después, con esos dedos invisibles, atenazando sus arterias hasta que la sangre brotaba de la carne reventada.
Las mujeres se agruparon llorando; algunas huyeron. Oí como se partían los huesos al pisar los cadáveres. Entonces me di cuenta de que ella también los estaba matando; de que lo estábamos haciendo conjuntamente; ahora la sala estaba llena de muertos y mutilados. Un oscuro y fétido olor a sangre lo impregnaba todo; el viento renovador y fresco no podía disiparlo; el aire estaba cargado con débiles gritos de desesperación.
Un hombre gigantesco me arremetió, con los ojos desorbitados, intentando detenerme con una gran espada curva. Enfurecido, le arrebaté el arma y con ella le corté el cuello en redondo. Atravesó la espina dorsal, rompiéndola y rompiéndose, y cabeza y hoja cayeron a mis pies.
De una patada aparté el cuerpo. Salí al patio y contemplé a los que retrocedían ante mí, aterrorizados. Yo ya no razonaba, ya no tenía conciencia. Perseguirlos, acorralarlos, apartar a un lado a las mujeres detrás de quienes se escondían, a las mujeres que se esforzaban, tan patéticamente, por ocultarlos, dirigir el poder al lugar exacto, y bombear el poder a aquel punto vulnerable hasta que yacían inmóviles; era un juego sin sentido.
¡Las puertas del recinto! Ella me llamaba. Los hombres del patio estaban todos muertos; las mujeres se mesaban los cabellos sollozando. Andando crucé el templo profanado, por entre los muertos y las que lloraban esos muertos. La muchedumbre de las puertas se había arrodillado en la nieve, ignorante de lo que había sucedido en el interior, con las voces alzadas en súplica desesperada.
«Admitidme a la cámara, admitidme a la visión y al hambre del señor.»
A la vista de Akasha, sus gritos aumentaron de volumen. Extendieron los brazos para tocar sus ropajes; los cerrojos se rompieron y las puertas se abrieron de par en par. El viento aullaba al acanalarse en el puerto de montaña; la campana de la torre tañía con sonido débil, hueco.
De nuevo empecé a derribarlos, reventando cerebros, corazones y arterias. Vi sus delgados brazos abiertos en cruz en la nieve. El mismo viento apestaba a sangre. La voz de Akasha se oía por encima de los horripilantes gritos; decía a las mujeres que se retirasen, que se fuesen, que así quedarían a salvo.
Al final, yo estaba matando tan aprisa que ni siquiera podía verlo. Los varones. Los varones deben morir. Me apresuraba a la consecución de aquel objetivo: que todo hombre que se moviese, se agitase o gimotease debía morir.
Como un ángel descendí con una espada invisible por el serpenteante sendero. Y al final, a lo largo de todo el recorrido que bordeaba el precipicio, cayeron todos de rodillas esperando la muerte. ¡La aceptaron con una horrorosa pasividad!
De repente sentí que ella me abrazaba, aunque no estaba cerca de mí. Oí su voz en el interior de mi cabeza:
«Bien hecho, príncipe.»
No podía parar. Aquel poder invisible era ahora uno de mis miembros. No podía frenarlo y devolverlo a mi interior. Era como si mi vida dependiera de tomar aire en aquel momento, como si no tomarlo me llevara a la muerte. Pero ella me inmovilizó y una gran calma se abatió sobre mí, como si me hubieran inyectado una droga en las venas. Finalmente me inmovilicé aun más y el poder se concentró en mi interior, se convirtió en parte de mí y nada más.
Me di la vuelta despacio. Miré hacia las claras cimas nevadas, al cielo perfectamente negro y la larga fila de cadáveres oscuros yaciendo en la senda de las puertas del templo. Las mujeres se abrazaban entre ellas, fuertemente, sollozando de incredulidad o soltando graves y terribles gimoteos. Olí a muerte como nunca había olido en mi vida; bajé la vista hacia las migajas de carne y coágulos de sangre que habían salpicado mi atuendo. ¡Pero mis manos! Mis manos estaban blanquísimas, limpísimas. «Buen Dios, ¡yo no lo hice! Yo no. No lo hice. ¡Y mis manos están limpias!»