Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Silencio. Todos los ojos estaban clavados en ella. Marius estaba calladamente aturdido. Temía ser el que hablase de nuevo, pero aquello era peor de lo que había imaginado y las implicaciones no estaban del todo claras.
Era casi cierto que el origen de aquellos sueños no era un superviviente milenario consciente; era más probable (muy posible) que las visiones proviniesen de alguien que ahora no tenía más mente que la que tendría un animal, en el cual la memoria es un estímulo para la acción, acción que el mismo animal no pone en duda ni comprende. Eso explicaría su diafanidad; eso explicaría su repetición.
Y las visiones fugaces de algo moviéndose por las junglas: ese algo era la misma Mekare.
—Sí —dijo Maharet inmediatamente—. «En las junglas. Andando» —susurró—. Las palabras que el arqueólogo moribundo ha garabateado en un pedazo de papel y ha dejado para mí. «En las junglas. Andando». Pero ¿dónde?
Fue Louis quien rompió el silencio.
—Así pues, los sueños pueden no ser un mensaje deliberado —dijo en palabras marcadas por un ligero acento francés—. Tal vez sólo sean la efusión de un alma torturada.
—No. Son un mensaje —dijo Khayman—. Son un aviso. Tienen significado para todos nosotros, y también para la Madre.
—Pero ¿cómo puedes decir eso? —preguntó Gabrielle—. No sabemos lo que es ahora su mente, ni siquiera si sabe que estamos aquí.
—Vosotros no conocéis la historia entera —dijo Khayman—. Yo la sé. Maharet os la contará. —Volvió la vista hacia Maharet.
—Yo la he visto —dijo Jesse con discreción, con la voz dubitativa al mirar a Maharet—. Ha cruzado un gran río; viene hacia aquí. ¡La he visto! No, no es exacto. La he visto como si yo fuera ella.
—Sí —respondió Marius—. ¡A través de sus ojos!
—He visto su pelo rojo al bajar la mirada —dijo Jesse—. He visto la jungla abriendo camino a sus pasos.
—Los sueños tienen que ser una comunicación —dijo Mael con súbita impaciencia—. Si no, ¿por qué el mensaje sería tan intenso? Nuestros pensamientos particulares no llevan tal poder. Ella levanta la voz; quiere que alguien, o algo, sepa lo que está pensando…
—O está obsesionada y actúa según esta obsesión —replicó Marius—. Y se dirige a cierto destino. —Se detuvo un instante—. ¡Para reunirse contigo, su hermana! ¿Qué más podría querer?
—No —dijo Khayman—. Ese no es su destino—. De nuevo miró a Maharet—. Hizo una promesa a la Madre y la tiene que cumplir; eso es lo que significan los sueños.
Maharet lo estudió un momento a la callada; parecía que aquella discusión acerca de su hermana estuviese más allá de su aguante; no obstante, en silencio, se daba fuerzas para la terrible prueba que le aguardaba.
—Nosotros estábamos allí al principio de todo —dijo Khayman—. Fuimos los primeros hijos de la Madre; y en esos sueños radica la historia de cómo empezó todo.
—Entonces debes contárnoslo… todo —dijo Marius con tanta amabilidad como fue capaz.
—Sí —suspiró Maharet—. Lo haré. —Los miró uno a uno, y luego otra vez para Jesse—. Tengo que contaros la historia entera —prosiguió—, para que podáis comprender lo que tal vez seamos incapaces de evitar. Y fijaos en que no será simplemente la historia de los orígenes. Puede que sea también la historia del final. —Suspiró de súbito, como si tal perspectiva fuese demasiado para ella—. Nuestro mundo no se ha visto nunca en un tal trastorno —dijo mirando a Marius—. La música de Lestat, el despertar de la Madre, tanta muerte.
Bajó la vista un momento, como si se recompusiera de nuevo para el esfuerzo. Y luego miró a Khayman y a Jesse, que eran sus seres más queridos.
—Hasta ahora nunca lo he contado a nadie —dijo como rogando que fueran indulgentes—. Para mí tiene ahora la pureza diamantina de la mitología, de aquellos tiempos en que yo era viva. Cuando aún podía ver el sol. Pero en esta mitología están las raíces de todas las verdades que conozco. Y, si miramos atrás, tal vez sepamos ver el futuro y los medios para cambiarlo. Lo mínimo que podemos hacer es intentar comprenderlo.
Cayó un silencio. Todos esperaban, respetuosamente pacientes, a que comenzara.
—Al principio éramos hechiceras, mi hermana y yo —dijo—. Hablábamos con los espíritus y los espíritus nos amaban. Hasta que ella envió sus soldados a nuestra tierra.
Me soltó. Inmediatamente empecé a caer en picado; el viento rugía en mis oídos. Pero lo peor de todo era que no podía ver. Oí que ella me decía: «levanta».
Hubo un momento de exquisita indefensión. Me zambullía hacia la Tierra y nada iba a detenerlo; luego miré hacia arriba; los ojos me escocían, las nubes se cerraban a mi alrededor y recordé la torre y la sensación de ascender. Tomé la decisión. «¡Sube!» Y mi caída se detuvo en seco.
Era como si una corriente de aire me hubiese recogido. Subí decenas de metros en un instante, y las nubes se situaron debajo de mí (una luz blanca que apenas podía ver). Decidí ir a la deriva. De momento, ¿por qué tengo que ir a alguna parte? A lo mejor podría abrir los ojos del todo y ver a través del viento, si no temiera el dolor.
Ella se hallaba en alguna parte, riendo, dentro de mi cabeza o encima de ella. «Vamos, príncipe, sube más arriba.»
Di la vuelta sobre mí mismo y salí disparado hacia arriba, hasta que la vi venir hacia mí, con sus vestimentas girando atorbellinadas a su entorno, sus pesadas trenzas levantadas blandamente por el aire.
Me cogió y me besó. Intenté recuperar mi equilibrio agarrándome a ella, mirar hacia abajo y ver en realidad algo a través de los resquicios de las nubes. Montañas cubiertas de nieve y deslumbrantes por el claro de luna, con inmensas laderas azuladas que desaparecían en profundos valles de insondables nieves.
—Ahora levántame —me susurró al oído—. Llévame hacia el noroeste.
—No sé cuál es la dirección.
—Sí, lo sabes. El cuerpo lo sabe. Tu mente lo sabe. No les preguntes qué camino es. Diles que es el rumbo que quieres tomar. Ya conoces los principios. Cuando levantaste el fusil, mirabas al lobo que corría; no calculaste la distancia o la velocidad de la bala; disparaste; el lobo cayó.
De nuevo subí con aquella misma increíble flotabilidad; y entonces me di cuenta de que ella se había convertido en un gran peso para mis brazos. Tenía los ojos fijos en mí; hacía que yo la llevara. Sonreí. Creo que solté una carcajada. La acerqué a mí y la volví a besar, y continué la ascensión sin más interrupciones. «Hacia el noroeste.» Es decir, hacia la derecha y hacia la derecha otra vez, y más arriba. Mi mente lo sabía; conocía el terreno por encima del cual habíamos viajado. Tomé un habilidoso pequeño viraje; luego otro; di vueltas sobre mí mismo, estrechándola hacia mí, amando el peso de su cuerpo, la presión de sus pechos contra mi pecho, amando sus labios que se cerraban con delicadeza, de nuevo, en los míos.
Se acercó a mi oído.
—¿Lo oyes? —preguntó.
Escuché; el viento parecía devastador; pero a mis oídos llegó un sordo coro de la tierra; voces humanas salmodiando; algunas a compás con las otras, otras al azar; voces rezando en voz alta en una lengua asiática. Las oía muy lejos, y también más cerca. Era importante distinguir los dos sonidos. Primero, había una larga procesión de fíeles que ascendían por la montaña, cruzando puertos y salvando desfiladeros, salmodiando para mantenerse vivos al tiempo que, con gran esfuerzo, andaban y andaban a pesar de la fatiga y del frío. Y luego, en el interior de un edificio, un coro potente, extático, salmodiando furiosamente por encima del repiqueteo de los platillos y tambores.
Aproximé su cabeza a la mía y miré hacia abajo, pero las nubes se habían convertido en un sólido colchón de blancura. Sin embargo, logré captar, por medio de las mentes de los fieles, la brillante visión de un patio y un templo de arcos de mármol y vastas salas recubiertas de pinturas. La procesión serpenteaba hacia el templo.
—¡Quiero verlo! —dije yo. Ella no respondió, pero no me detuvo cuando me dirigí hacia abajo, planeando por el aire como los mismísimos pájaros, descendiendo hasta que nos encontramos en el mismo centro de las nubes. Ella se había vuelto ligera de nuevo, como si no fuera nada.
Y, al dejar atrás el mar de blancura, abajo vi el templo reluciente, que ahora parecía un pequeño modelo en arcilla de sí mismo, vi el terreno combándose aquí y allá bajo sus zigzagueantes muros. El hedor de cadáveres ardiendo se elevaba de sus hogueras llameantes. Y, hacia aquel grupo de torres y tejados, hombres y mujeres seguían, en una hilera hasta donde alcanzaba la vista, su peligroso sendero de vueltas y revueltas.
—Dime quién hay dentro, príncipe mío —dijo—. Dime quién es el dios del templo.
«¡Velo! Acércate a él.» El viejo truco, pero en el acto empecé a caer. Solté un terrible grito. Ella me cogió.
—Ten más cuidado, mi príncipe —dijo, frenándome.
Creí que el corazón me iba a estallar.
—No puedes salir de tu cuerpo para mirar en el interior del templo y, al mismo tiempo, volar. Mira por mediación de los ojos de los mortales, como hiciste antes.
Yo seguía temblando con violentas sacudidas, agarrado fuertemente a ella.
—Te vuelvo a dejar caer si no te calmas —dijo con suavidad—. Dile a tu corazón que haga como quieras hacerlo.
Solté un largo suspiro. El cuerpo me empezó a doler de repente a causa de la fuerza continua del viento. Y los ojos volvían a escocerme con virulencia; no podía ver nada. Pero intenté dominar aquellos pequeños dolores; o mejor, desoírlos, como si no existieran. La abracé con firmeza y emprendí el vuelo hacia abajo, diciéndome a mí mismo que debía ir despacio; y de nuevo intenté encontrar las mentes de los mortales y ver lo que ellos veían:
Paredes doradas, arcos en cúspide, toda superficie centelleando con decoraciones; incienso elevándose y mezclándose con el olor a sangre fresca. En imágenes fugaces y difusas lo vi a él, «el dios del templo».
—Un vampiro —susurré—. Un diablo chupador de sangre. Los atrae hacia sí y lleva a cabo la matanza cuando le viene en gana. El lugar hiede a muerte.
—Y todavía habrá más muerte —susurró ella, besando otra vez mi rostro con ternura—. Ahora, muy deprisa, tan deprisa que los ojos mortales no te puedan localizar, bájanos al patio, junto a la pira funeraria.
Habría jurado que se realizó antes de yo haberlo decidido; ¡no había hecho más que considerar la idea! Y había caído contra una rudimentaria pared de yeso, de pie contra las piedras macizas, temblando, con la cabeza que me daba vueltas y las entrañas que se me retorcían de dolor. Mi cuerpo hubiera querido seguir bajando, atravesar la sólida roca.
Apoyé la espalda en la pared y oí la salmodia antes de que pudiera ver nada. Olí el fuego, los cuerpos ardiendo; luego vi las llamas.
—Eso ha sido muy torpe, príncipe —dijo ella con dulzura—. Casi nos aplastamos contra la pared.
—No sé exactamente cómo ha sucedido.
—Ah, pero ahí está la clave —respondió—; en la palabra «exacto». El espíritu que hay en tu interior te obedece veloz de una forma total. Considera las cosas un poco más de tiempo. Mientras desciendes, no cesas de oír y de ver; simplemente ocurre más rápido de lo que piensas. ¿Conoces la mecánica pura para chasquear los dedos? No, claro que no. Y sin embargo, sabes hacerlo. Un niño mortal sabe hacerlo.
Asentí. El principio era muy claro, como lo había sido el principio del blanco y el fusil.
—Simplemente una cuestión de grados de intensidad —dije yo.
—Y de entrega, de una entrega sin temor.
Asentí. La verdad era que quería tumbarme en una cama blanda y dormir. Mis ojos parpadeaban por la hoguera bramadora, ante la vista de los cuerpos que las llamas carbonizaban. Uno de ellos no estaba muerto; levantó un brazo, con los dedos crispados. Ahora sí estaba muerto. Pobre diablo. Muy bien.
La fría mano de ella tocó mi mejilla. Tocó mis labios y luego alisó hacia atrás la melena enmarañada de mi cabeza.
—Nunca has tenido un maestro, ¿verdad? —me preguntó—. Magnus te dejó huérfano la misma noche en que te creó. Tu padre y tus hermanos eran unos estúpidos. Y, respecto a tu madre, odiaba a sus hijos.
—Yo siempre he sido mi propio maestro —dije seriamente—. Y debo confesar que también he sido mi alumno preferido.
Risas.
—Quizás era una pequeña conspiración —añadí—. De alumno y maestro. Pero, como tú has dicho, nunca hubo nadie más.
Me sonreía. El fuego jugueteaba en sus ojos. Su rostro era luminoso, aterradoramente bellísimo.
—Entrégate —dijo—, y te enseñaré cosas que nunca hubieras soñado. Nunca has visto una batalla. Una batalla auténtica. Nunca has sentido la pureza de una causa justa.
No respondí. Me sentía mareado, no sólo por el largo viaje por los aires, sino por la suavísima caricia de sus palabras y por la insondable negrura de sus ojos. Parecía que una gran parte de su belleza consistía en la dulzura de su expresión, en su serenidad, en la forma en que sus ojos se mantenían firmes incluso cuando el resplandor de la piel blanca de su rostro cambiaba súbitamente, por una sonrisa o un sutil fruncimiento. Yo sabía que si daba rienda suelta a mis sentimientos, quedaría aterrorizado por lo que estaba sucediendo. Ella también debió notarlo. Me volvió a tomar en sus brazos.
—Bebe, príncipe —susurró—. Toma de mí toda la fuerza que necesites para hacer lo que quiero que hagas.
No sé cuánto tiempo pasó. Cuando ella se arrancó de mí, yo quedé como drogado, un instante; luego, la claridad fue, como siempre, sobrecogedora. La monótona música del templo retronaba a través de los muros.
—¡Azim! ¡Azim! ¡Azim!
Al arrástrame ella consigo, pareció como si mi cuerpo ya no existiera, excepto como una visión que mantenía en su lugar. Sentía mi propio rostro, los huesos bajo la piel, sentía que tocaba algo sólido que era yo mismo; pero aquella piel, aquella sensación. Era completamente nueva. ¿Qué quedaba de mí?
Las puertas de madera se abrieron ante nuestra presencia como por arte de magia. En silencio entramos en un largo pasillo sostenido por esbeltas columnas de mármol y arcos festoneados, pero aquello no era sino el extremo exterior de una inmensa sala central. Esta sala estaba atestada de fieles que gritaban frenéticos y que ni siquiera nos vieron o percibieron nuestra presencia, ya que prosiguieron danzando, salmodiando, saltando en el aire con la esperanza de vislumbrar a su dios, a su único dios.