La reina de los condenados (49 page)

BOOK: La reina de los condenados
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¡Oh, pero yo lo había hecho! ¿Y qué soy yo que pude hacerlo, que lo amé, que lo amé más allá de toda razón, que lo amé como los hombres siempre lo han amado en la absoluta libertad moral de la guerra…?

Pareció hacerse un silencio.

Si las mujeres aún lloraban, yo no las oía. Tampoco oía el viento. Me movía, aunque no sabía por qué. Había caído de rodillas y extendía la mano hacia el último hombre que había muerto, el cual estaba tirado en la nieve, como pedazos de leña; puse la mano en la sangre de su boca y la esparcí en mis palmas, y con ellas ensangrentadas me froté el rostro.

En doscientos años nunca había matado sin haber probado la sangre de la víctima, sin haberla tomado, junto con la vida, para mí mismo. Por eso aquello fue algo monstruoso. Y allí habían muerto más, en unos instantes horrorosos, que yo no había enviado a sus tumbas prematuramente en toda mi vida. Y había sido realizado con la facilidad del pensamiento y del aliento. ¡Oh, aquella matanza, nunca podrá expiarse! ¡Nunca podrá justificarse!

Me quedé contemplando la nieve, a través de mis dedos ensangrentados; llorando y odiando a la vez. Luego, gradualmente, noté que en las mujeres había tenido lugar un cambio. Algo estaba ocurriendo a mi alrededor, lo percibía como si el aire frío hubiese sido calentado y el viento hubiese escampado dejando la pronunciada ladera tranquila.

Luego, el cambio pareció penetrar en mí, aplacando mi angustia y disminuyendo la velocidad de los latidos de mi corazón.

Los lamentos habían cesado. Efectivamente, las mujeres bajaban por el sendero en parejas o en grupos de tres, como si estuvieran en trance, pasando por encima de los muertos. Parecía que sonase una música dulce y que de repente de la tierra hubiesen brotado flores primaverales de todo color y descripción y que el aire estuviera impregnado de su perfume.

Pero aquello no estaba sucediendo en realidad, ¿no? En una neblina de colores apagados, las mujeres pasaban junto a mí, en harapos y sedas y capas oscuras. Me estremecí de pies a cabeza. ¡Tenía que pensar con claridad! No había tiempo para estar desorientado. Aquel poder y los cuerpos muertos no eran un sueño, y yo no podía, no podía en absoluto, rendirme a aquella sobrecogedora sensación de paz y bienestar.

—¡Akasha! —exclamé en un susurro.

Luego, levantando los ojos, no porque quisiese, sino porque tuve que hacerlo, la vi subida en un promontorio lejano, y vi a las mujeres, jóvenes y viejas, que andaban hacia ella, algunas tan debilitadas por el frío y por el hambre que tenían que ser arrastradas por las demás por el suelo helado.

Un silencio absoluto se había abatido sobre todas las cosas.

Sin palabras, empezó a hablar a la asamblea reunida ante ella. Pareció que se les dirigiera en su propia lengua, o en algo más que simple lengua. No podría decirlo.

Aturdido, vi que abría los brazos en cruz para ellos. Su pelo negro se derramaba en sus blancas espaldas y los pliegues de su sencillo vestido apenas se movían en el viento insonoro. Me causó un grandioso impacto, ya que nunca en mi vida había contemplado nada tan bello como ella; no era simplemente la suma de sus atributos físicos, era la pura serenidad, la esencia, lo que percibió lo más hondo de mi alma. Una encantadora euforia me invadió mientras ella habló.

No temáis, les decía. El reino sangriento de vuestro dios se ha acabado y ahora podréis regresar a la verdad.

Suaves himnos se alzaron de las adoradoras. Algunas inclinaron las frentes hasta el suelo, ante ella. Pareció que aquello la complacía, o al menos lo permitía.

Debéis regresar a vuestros hogares, decía. Debéis contar a vuestros conocidos que el dios de la sangre ha muerto. La Reina de los Cielos lo ha destruido. La Reina de los Cielos destruirá a todos los varones que aún crean en él. La Reina de los Cielos traerá un nuevo reino de paz en la tierra. Habrá muerte para los varones que os han oprimido, pero debéis esperar a mi señal.

Cuando hacía una pausa, los himnos se elevaban de nuevo. La Reina de los Cielos, la Diosa, la Santa Madre… la vieja letanía, cantada en mil lenguas por todo el mundo, encontraba una nueva forma.

Temblé. Me hice temblar. ¡Tenía que comprender aquel hechizo! Era un truco del poder, igual que la matanza había sido un truco del poder… algo definible y mensurable, pero permanecía drogado por la contemplación de ella, por los himnos, por el suave envolvimiento de aquella sensación: todo está bien, todo es como debería ser. Todos estamos a salvo.

Desde los recovecos soleados de mi mente mortal, me vino a la memoria un día (un día como muchos otros antes de él), un día del mes de mayo, en nuestro pueblo, el día en que habíamos coronado una estatua de la Virgen entre los campos de flores de suave fragancia, en que habíamos cantado exquisitos himnos. Ah, el encanto de aquel momento, cuando habían levantado la corona de azucenas blancas a la cabeza de la Virgen, cubierta con un velo. Por la noche había regresado a casa cantando aquellos himnos. En un viejo libro de plegarias encontré una imagen de la Virgen, y me llenó de encanto y maravilloso fervor religioso, como el que sentía ahora.

Y, desde algún lugar en lo más profundo de mí, donde el sol no había penetrado nunca, me llegó la conclusión de que si creía en ella y en lo que estaba diciendo, aquel hecho inenarrable, aquella matanza cometida en frágiles e indefensos mortales, se redimiría de alguna forma.

«Ahora matarás en mi nombre y en nombre de la causa y yo te daré la libertad más grande que nunca se ha dado al hombre: yo te digo que matar al hermano mortal es justo.»

—Seguid vuestro camino —decía en voz alta—. Dejad este templo para siempre. Dejad a los muertos a la nieve y a los vientos. Contadlo a la gente. Una nueva era está al llegar, una era en que esos hombres que glorifican la muerte y la matanza recibirán su merecido; y la era de paz será para vosotras. Volveré a vosotras. Os enseñaré el camino. Esperad a mi llegada. Y entonces os diré lo que tenéis que hacer. Por ahora, creed en mí y en lo que aquí habéis visto. Y decid a las demás que también pueden creer. Dejad que vengan los hombres a ver lo que les aguarda. Esperad mis señales.

Como un solo cuerpo se movieron para obedecer su mandato; echaron a correr por el sendero montaña abajo, hacia las distanciadas adoradoras que habían escapado de la masacre; sus gritos sonaban ahogados y extáticos en el vacío nevado.

El viento arreciaba con violencia a lo largo del valle; arriba, en la montaña, la campana del templo tañó con otro repique apagado. El viento desgarraba las escasas ropas de los muertos. Había empezado a nevar, al principio con suavidad, después intensamente, cubriendo piernas, brazos y rostros morenos, rostros con los ojos abiertos.

La sensación de bienestar se había disipado, y todos los aspectos crudos del momento estaban de nuevo claros, eran ineludibles. Aquellas mujeres, aquel castigo divino… ¡Cadáveres en la nieve! Innegables demostraciones de poder, trastornador, sobrecogedor.

Luego un dulce y leve sonido rompió el silencio; cosas que se hacían añicos arriba en el templo; cosas cayendo, rompiéndose.

Me volví y la miré. Continuaba en el pequeño promontorio, con la capa suelta en sus hombros, su piel tan blanca como la nieve que caía. Ella tenía los ojos fijos en el templo. Y, como los sonidos seguían, supe lo que estaba ocurriendo en el interior.

Tinajas de aceite quebrándose; braseros cayendo. El suave crepitar de la ropa al prender en llamas. Finalmente surgió el humo, espeso y negro, ondulando desde el campanario y desde encima del muro trasero.

El campanario se estremeció; un estruendo estrepitoso hizo eco en los desfiladeros más alejados; y las piedras se derrumbaron, el campanario se desmoronó. Cayó hacia el valle, y la campana, con un repique final, desapareció en el blando abismo blanco.

El templo se consumió en llamas.

Me quedé mirándolo, con los ojos húmedos por el humo que el viento arrastraba por el sendero, llevando consigo cenizas y partículas de hollín.

Yo era consciente de que mi cuerpo no tenía frío a pesar de la nieve. Que no estaba cansado por el esfuerzo de matar. Ciertamente mi piel estaba más blanca que nunca. Y mis pulmones tomaban el aire con tanta eficacia que no podía oír siquiera mi propia respiración; incluso mi corazón marchaba con más suavidad, con más regularidad. Sólo mi alma estaba magullada y dolorida.

Por primera vez en mi vida, tanto mortal como inmortal, tuve miedo de morir. Tuve miedo de que ella pudiera destruirme, y con razón, porque yo, simplemente, no podría volver a hacer lo que acababa de hacer. No podría colaborar en aquel plan. Y rogué para que ella no pudiera obligarme a hacerlo, para que yo tuviera fuerzas para negarme a hacerlo.

Sentí sus manos en mis hombros.

—Vuélvete y mírame, Lestat —dijo.

Hice lo que me pedía. Y allí estaba de nuevo: la belleza más seductora que jamás contemplé.

«Y yo soy tuya, amor mío. Eres mi único compañero, mi instrumento más preciado. Lo sabes, ¿no?»

De nuevo, un temblor deliberado. En nombre de Dios, ¿dónde estás, Lestat? ¿Vas a reprimir que tu corazón hable con toda sinceridad?

—Akasha, ayúdame —susurré—. Dime. ¿Por qué quieres que lleve a cabo esto, esta matanza? ¿Qué querías decir cuando les anunciaste que los hombres serían castigados, que habría un reino de paz en la Tierra? —Qué estúpidas sonaron mis palabras. Mirando en sus ojos podía creer realmente que era la diosa. Era como si ella me extrajera la convicción, como si me extrajera la sangre.

De súbito eché a temblar de miedo. Temblaba. Por primera vez supe lo que significaba de verdad aquella palabra. Intenté decir algo más, pero tan sólo tartamudeé. Finalmente exploté:

—¿En nombre de qué moralidad vas a hacerlo?

—¡En el nombre de mi moralidad! —respondió, con su leve sonrisa, tan hermosa como siempre—. ¡Yo soy la razón, yo soy la justificación, yo soy el bien por el cual se va a hacer! —Su voz tuvo una frialdad colérica, pero su expresión vacía y dulce no había cambiado—. Ahora escúchame, hermoso mío —prosiguió—. Yo te quiero. Me has despertado de mi largo letargo, me has despertado para mi gran objetivo; me produce alegría simplemente mirarte, ver la luz en tus ojos azules, escuchar el timbre de tu voz. Verte morir me produciría un dolor incomprensible para ti. Pero pongo a las estrellas por testigo que tú me vas a ayudar en esta misión. O no serás más que el instrumento para el inicio, como Judas lo fue para Cristo. Y te destruiré como Cristo destruyó a Judas en cuanto acabó su papel.

La rabia me abrumó. No pude evitarlo. El paso del miedo a la rabia fue tan inmediato que mi interior se puso a hervir.

—¡Pero cómo osas cometer esos actos! —exclamé—. ¡Enviar a esas almas ignorantes a predicar por el mundo mentiras delirantes!

Ella se quedó mirándome en silencio; pareció que iba a golpearme; su rostro se convirtió de nuevo en el de una estatua; y yo pensé «Bien, ha llegado mi hora, moriré como vi morir a Azim. No puedo salvar ni a Gabrielle ni a Louis. No puedo salvar a Armand. No voy a luchar porque sería inútil. Ni me moveré cuando suceda. Iré más adentro de mí, tal vez, si debo escapar del dolor. Encontraré alguna última ilusión como Baby Jenks, y me aferraré a ella hasta que ya no sea Lestat.»

Ella no se movió. Las hogueras de la montaña se iban apagando. La nieve caía más tupida, y ella, al quedarse bajo la silenciosa nevada, blanca como blanca era la nieve, se había convertido en un fantasma.

—En realidad no tienes miedo de nada, ¿verdad? —dijo ella.

—Tengo miedo de ti —dije.

—Oh, no, no lo creo.

Asentí.

—Tengo miedo. Y te diré además lo que soy: soy una alimaña para la tierra. Nada más que eso. Un aborrecible asesino de seres humanos. ¡Sé que soy eso! ¡Y no pretendo ser lo que no soy! ¡Has dicho a esas ignorantes gentes que eres la Reina de los Cielos! ¿Cómo tienes intención de dar significado a esas palabras? ¿Qué efecto tendrán entre mentes simples y estúpidas?

—¡Qué arrogancia! —dijo—. ¡Qué increíble arrogancia!, pero te amo. Amo tu valor, tu arrojo, que siempre ha sido tu gracia salvadora. Amo incluso tu estupidez. ¿No comprendes? ¡Ahora no hay promesa que no pueda cumplir! ¡Acabaré con los mitos! Soy la Reina de los Cielos. Y finalmente los Cielos gobernarán en la Tierra. ¡Seré lo que diga que soy!

—¡Oh, señor, oh, Dios! —mascullé.

—No pronuncies esas palabras huecas. ¡Esas palabras que nunca han significado nada para nadie! Te hallas en presencia de la única diosa que conocerás. Y tú eres el único dios que la gente conocerá. Bien, ahora tendrás que pensar como un dios, hermosura. Tienes que pensar en algo más allá de tus pequeñas ambiciones egoístas. ¿No te das cuenta de lo que ha tenido lugar?

Negué con la cabeza.

—No sé nada. Me estoy volviendo loco.

Ella rió. Echó la cabeza hacia atrás y rió.

—Nosotros somos lo que ellos sueñan, Lestat. No podemos decepcionarlos. Si lo hacemos, la verdad implícita en la tierra bajo nuestros pies será traicionada.

Se volvió y se alejó de mí. Regresó al pequeño promontorio de piedra que afloraba entre la nieve, a la roca donde había permanecido antes. Miraba hacia el valle, hacia el sendero que seguía el despeñadero vertical que quedaba bajo sus pies, hacia los peregrinos que se volvían atrás cuando las mujeres que huían les transmitían el mensaje.

Oí gritos que resonaban en las laderas rocosas de las montañas. Oí hombres que morían, más abajo, mientras ella, invisible, los abatía con su gran poder, aquel gran, seductor, simple poder. Y las mujeres balbuceaban como dementes acerca de milagros y visiones. Luego se arreció el viento, engulléndolo todo, o así pareció; el gran viento indiferente. Vi el rostro de ella que resplandecía un instante; se acercó a mí; pensé: «Esto es otra vez la muerte, la muerte que llega, los bosques y los lobos que vienen, y no hay lugar para esconderse»; y mis ojos se cerraron.

Cuando desperté me hallaba en una pequeña casa o barraca. No sabía cómo había llegado hasta allí ni cuánto tiempo había pasado desde la matanza de las montañas. Había estado ahogado en las voces y, de vez en cuando, un sueño me había asaltado, un sueño terrible pero ya familiar. Había visto a dos mujeres pelirrojas en el sueño. Estaban arrodilladas ante el altar, donde un cadáver yacía en espera del cumplimiento de un ritual, un ritual crucial. Y había estado luchando desesperadamente por comprender el contenido del sueño, porque parecía que todo dependía de él; no debo volver a olvidarlo.

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