La reina de los condenados (50 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Pero ahora todo el sueño se había desvanecido. Las voces, las inquietantes imágenes; el momento de apremio.

El lugar donde yacía era oscuro, húmedo y lleno de olores nauseabundos. En pequeñas moradas a nuestro alrededor, los mortales vivían en la miseria, los bebés lloraban de hambre entre olor a hogueras y a grasa rancia.

En aquel lugar había guerra, verdadera guerra. No la guerra de la ladera de la montaña, sino la guerra al estilo típico del siglo. Por las mentes de los afligidos la capté en imágenes viscosas (un interminable ejercicio de carnicería y de amenaza): autobuses incendiados, gente atrapada en el interior golpeando las ventanas cerradas; camiones explotando, mujeres y niños huyendo del fuego de las ametralladoras.

Yacía en el suelo como si alguien me hubiese tirado allí. Y Akasha estaba en el umbral de la puerta, estrechamente envuelta en su capa, hasta sus ojos, que escrutaban en la oscuridad.

Cuando me hube incorporado y me acerqué a ella, vi un fangoso callejón lleno de charcos y de otras pequeñas construcciones, algunas con techos de hojalata y otras con techos de periódicos que se hundían. Los hombres dormían apoyados contra las sucias paredes, envueltos de pies a cabeza como por mortajas. Pero no estaban muertos; y las ratas que ellos trataban de esquivar lo sabían. Y las ratas mordisqueaban sus envolturas y los hombres se agitaban y soltaban sacudidas en su sueño.

Hacía mucho calor, y el calor exacerbaba los hedores del lugar; orina, heces, los vómitos de los niños moribundos. Podía incluso oler el hambre de los niños cuando lloraban espasmódicamente. Podía oler el penetrante olor a humedad marina de los desagües y de los pozos negros.

Aquello no era un pueblo; era una agrupación de casuchas y chozas, era un lugar de desesperación. Entre las construcciones yacían cadáveres. Las epidemias se extendían; y los viejos y los enfermos permanecían sentados en silencio, en la oscuridad, soñando en nada, o en la muerte quizás, que era nada, mientras los bebés lloraban.

Por la callejuela bajaba un niño con paso vacilante y vientre inflado, sollozando y frotándose con su pequeño puño su ojo hinchado.

Pareció no vernos en la oscuridad. De puerta a puerta pasaba gritando, con su lisa piel tostada reluciendo al alejarse, por el difuminado parpadeo de las hogueras.

—¿Dónde estamos? —le pregunté a ella.

Aturdido, vi que se volvía y levantaba cariñosamente sus manos para acariciar mi pelo y mi cara. El alivio se derramó por todo mi cuerpo. Pero el crudo sufrimiento del lugar era demasiado intenso para que el alivio tuviese mucha importancia. Así pues, ella no me había destruido; me había llevado al infierno. ¿Con qué propósito?

Alrededor de mí, todo era miseria, desesperación. ¿Qué cosa o acto podría anular el sufrimiento de todas aquellas miserables gentes?

—Mi pobre guerrero —dijo con los ojos llenos de lágrimas ensangrentadas—. ¿No sabes dónde estamos?

No respondí.

Habló despacio, cerca de mi oído:

—¿Quieres que te recite los nombres como un poema? —interrogó—. Calcuta, si lo deseas, o Etiopía; o las calles de Bombay; esas pobres almas podrían ser campesinos de Sri Lanka; o del Pakistán; o de Nicaragua o de El Salvador. No importa lo que es; lo que importa es cuánto hay; lo que importa es que, por todas partes, alrededor de los oasis de vuestras rutilantes ciudades occidentales, existe; ¡es tres cuartas partes del mundo! Abre los oídos, querido; escucha sus plegarias; escucha el silencio de los que han aprendido a rezar para nada. Porque nada ha sido siempre su parte, sea cual sea el nombre de su nación, de su ciudad, de su tribu.

Juntos salimos a las calles embarradas; pasamos por delante de montones de excrementos y putrefactos charcos, los perros famélicos nos salían al encuentro y las ratas cruzaban disparadas ante nuestro paso. Llegamos a las ruinas de un antiguo palacio. Los reptiles se deslizaban por entre las piedras. Enjambres de mosquitos llenaban la oscuridad. Piltrafas de hombres yacían en una larga hilera junto a las aguas de un arroyo pestilente. Más allá, en la ciénaga, cadáveres henchidos, podridos, olvidados.

A los lejos, por la carretera, pasaban los camiones, enviando sus ronquidos a través del sofocante calor como si fueran truenos. La miseria del lugar era como un gas letal, que me envenenaba mientras permanecía allí. Aquel era el confín mísero del jardín salvaje del mundo, el rincón en donde la esperanza no podía florecer. Aquello era un pozo negro.

—Pero ¿qué podemos hacer? —pregunté en un susurro—. ¿Por qué hemos venido aquí? —De nuevo su belleza me distrajo; la mirada de compasión que súbitamente la afectó me provocó ganas de llorar.

—Podemos reformar el mundo —dijo—, tal como te expliqué. Podemos hacer que los mitos sean reales; y vendrá el tiempo en que esto será un mito, en que los humanos no conocerán una tal degradación. Nos encargaremos de ello, mi amor.

—Pero son ellos quienes tienen que resolverlo, ¿no? No es solamente su obligación, es su derecho. ¿Cómo podemos ayudarlos en algo así? ¿Cómo puede nuestra intervención no conducir a la catástrofe?

—Tendremos que cuidar de que eso no ocurra —dijo con calma—. Ah, aún no has empezado a comprender. No te das cuenta de la fuerza que poseemos. Nada puede detenernos. Pero ahora tienes que observar. Todavía no estás preparado y no quiero forzarte otra vez. Cuando vuelvas a matar para mí, deberás tener fe total, absoluta convicción. Ten por seguro que te quiero y que sé que no puede educarse a un corazón en el espacio de una noche. Pero aprende de lo que veas y oigas.

Volvió a salir a la calle. Durante un instante no fue más que una frágil figura, avanzando a través de las sombras. Luego, de pronto, pude oír seres que se levantaban en las pequeñas casuchas a nuestro entorno y vi salir a las mujeres y a los niños. Junto a mí, las formas durmientes empezaron a agitarse. Me retiré hacia la oscuridad.

Temblaba. Me desesperaba por hacer algo, suplicarle que tuviera paciencia.

Pero de nuevo me inundó aquella sensación de paz, aquel hechizo de perfecta felicidad; y viajaba hacia atrás en el tiempo, hacia la pequeña iglesia francesa de mi infancia y llegué cuando se iniciaban los himnos. A través de mis lágrimas vi el resplandeciente altar. Vi la imagen de la Virgen, aquel brillante cuadro dorado encima de las flores; oí el murmullo de las avemarías como si fuera un hechizo. Bajo los arcos de Nuestra Señora de París oí a los sacerdotes cantando la salve.

La voz de Akasha llegó clara, ineludible, como había ocurrido la noche anterior, como si estuviera dentro de mi cerebro. Seguro que los mortales la oían con el mismo poder irresistible. El mandato en sí mismo era sin palabras; y la esencia estaba más allá de toda discusión; que un nuevo orden iba a empezar, un nuevo mundo en el que los seres ofendidos y los maltratados encontrarían por fin la paz y la justicia. Exhortaba a las mujeres y a los niños a sublevarse y a aniquilar a los hombres de su poblado. De cada cien varones, todos menos uno debían ser aniquilados y de cada cien bebés niños, todos menos uno debían ser sacrificados inmediatamente. Una vez esto se hubiera ejecutado a lo largo y ancho del mundo, vendría la paz en la Tierra, no habría más guerras, habría comida y abundancia.

Era incapaz de moverme, o de dar voz a mi terror. Horrorizado oía los gritos frenéticos de las mujeres. A mi entorno, las piltrafas de hombres dormidos se levantaban de sus envolturas, sólo para ser lanzados contra las paredes, muriendo de la misma forma que los había visto morir en el templo de Azim.

La calle era un griterío. En imágenes fugaces y difuminadas veía a la gente corriendo; veía a los hombres precipitarse fuera de sus casas, sólo para caer en el fango. En la distante carretera, los camiones estallaban en llamas, las ruedas chirriaban al perder el control los conductores. Metal chocaba violentamente contra metal. Depósitos de gasolina explotaban; la noche rebosaba de luz magnífica. Corriendo de casa en casa, las mujeres rodeaban a los hombres y los mataban a golpes, con cualquier arma que tuvieran a mano. El poblado de chozas y barracas, ¿había conocido alguna vez tanta vitalidad como ahora en nombre de la muerte?

Y ella, la Reina de los Cielos, había ascendido y permanecía suspendida en el aire, por encima de los techos de hojalata, una figura pura y delicada resplandeciente, recortada contra las nubes como si estuviera hecha de llamas blancas.

Cerré mis ojos y me volví hacia la pared, clavando los dedos en la roca que se desmigajaba. Pensar que éramos tan firmes como la roca, ella y yo. Sin embargo, no éramos de roca. No, nunca lo fuimos. ¡Y no pertenecíamos al lugar! No teníamos derecho.

Pero mientras lloraba, sentí el suave abrazo del hechizo otra vez; la dulce sensación adormecedora de estar rodeado de flores, de música lenta, de ritmo inevitable y cautivador. Sentí que el cálido aire me entraba en los pulmones; sentí las antiguas baldosas de piedra bajo mis pies.

Verdes colinas suaves se extendían ante mí en una perfección alucinante: un mundo sin guerras ni privaciones, en el que las mujeres andarían libres y sin temores, las mujeres, que, incluso bajo provocación, se retraerían ante la violencia común que acecha en el corazón de todo hombre.

Contra mi voluntad yo vagaba por aquel nuevo mundo, desoyendo el sonido sordo de los cuerpos cayendo en el suelo mojado, y los gritos y las maldiciones finales de los que eran aniquilados.

En grandes imágenes de ensueño, vi ciudades enteras transformadas; vi calles sin el miedo a los depredadores y a los dementes destructivos; calles en las cuales los seres caminaban sin urgencia o desesperación. Las casas ya no eran fortalezas, los jardines ya no necesitaban vallas.

—Oh, Marius, ayúdame —murmuré mientras el sol se vertía en los caminos bordeados de árboles y en los verdes campos infinitos—. Por favor, ayúdame.

Y entonces otra visión me cogió por sorpresa, expulsando el hechizo. Volví a ver los campos, pero no había luz del sol; era un lugar real, en alguna parte, y yo miraba a través de los ojos de alguien o algo que andaba en línea recta, con pasos largos y decididos a una velocidad increíble. Pero ¿quién era ese alguien? ¿Cuál era el destino de ese ser? Ese alguien me enviaba aquella visión; era poderosa, se negaba a ser olvidada. Pero ¿por qué?

Se esfumó tan deprisa como había venido.

De nuevo me hallaba en la arcada derruida del palacio, entre los muertos por allí esparcidos; desde el umbral contemplaba las figuras que corrían; oía los penetrantes gritos de victoria y alegría.

«Sal, guerrero, donde te puedan ver. Ven a mí.»

Ella estaba ante mí, con los brazos abiertos. Dios, ¿qué creían que estaban viendo? Durante un instante permanecí inmóvil; luego me dirigí hacia ella, aturdido y subyugado, sintiendo los ojos de las mujeres en mí, sintiendo su mirada de adoración. Y cayeron de rodillas cuando ella y yo nos reunimos. Sentí su mano cerrarse con demasiada fuerza; sentí mi corazón palpitar con violencia. «Akasha, esto es una mentira, una terrible mentira. Y el mal que has sembrado aquí dará frutos durante un siglo.»

De repente el mundo se inclinó. Ya no estábamos en el suelo. Ella me sostenía en sus brazos; ascendíamos más allá de los tejados de hojalata; abajo, las mujeres hacían reverencias y saludaban con las manos y con sus frentes tocaban el barro.

Contemplad el milagro, contemplad a la Madre, contemplad a la Madre y a su Ángel…

Luego, en un momento, el pueblo se convirtió en una diminuta salpicadura de tejados plateados a mucha distancia por debajo de nosotros; toda aquella miseria se transmutó en imágenes; de nuevo viajábamos en el viento.

Eché un vistazo atrás, intentando en vano reconocer el lugar concreto, las negras ciénagas, las luces de la ciudad próxima, la delgada cinta que era la carretera donde los camiones volcados aún quemaban. Pero ella tenía razón: en realidad no tenía ninguna importancia.

Sea lo que fuere lo que iba a suceder, ya había comenzado, y yo no sabía qué podría detenerlo.

4. LA HISTORIA DE LAS GEMELAS, PRIMERA PARTE

Todos los ojos estaban puestos en Maharet mientras ésta reflexionaba. Al poco tiempo, reanudó la narración, con palabras de apariencia espontánea, aunque de fluir lento y pronunciación cuidada. No parecía triste, sino impaciente por examinar de nuevo lo que iba a relatar.

—Bien, cuando digo que mi hermana y yo éramos hechiceras, quiero decir lo siguiente: heredamos de nuestra madre (como ella había heredado de la suya) el poder de comunicarse con los espíritus y de conseguir que cumpliesen nuestras órdenes. Podíamos percibir la presencia de los espíritus (que son, en general, invisibles a los ojos humanos) y los espíritus se sentían atraídos por nosotras.

»Y los que poseían poderes como nosotras tenían el respeto y el afecto de la gente de nuestro pueblo, que nos solicitaba para pedirnos consejos, para hacer milagros y predecir el futuro, y a veces para dar descanso a los espíritus de los muertos.

»Lo que estoy tratando de decir es que éramos consideradas buenas; teníamos nuestro lugar y nuestra función en la sociedad.

»Por lo que sé, siempre han existido hechiceras, o brujas. Ahora también existen, aunque ya no comprenden cuáles son sus poderes o cómo se deben utilizar. Luego hay esos que se llaman clarividentes o médiums, o medio. O incluso detectives espiritistas. Todo es lo mismo. Son personas que, por razones que nunca llegaremos a entender, atraen a los espíritus. Los espíritus las encuentran absolutamente irresistibles; y, para captar la atención de esas personas, usan todo tipo de trucos.

»Por lo que se refiere a los espíritus en sí, sé que tenéis mucha curiosidad acerca de su naturaleza y propiedades; sé que no creéis (todos vosotros) en la historia del libro de Lestat, la historia que nos cuenta cómo fueron creados la Madre y el Padre. No estoy segura de si el mismo Marius, cuando se la contaron, la creyó; o la creía cuando se la transmitió a Lestat.

Marius asintió. En aquellos momentos ya había acumulado numerosos interrogantes. Pero Maharet le hizo un ademán, indicándole que no se impacientara.

—Tened paciencia conmigo —dijo—. Os contaré todo lo que sabíamos entonces de los espíritus, que es lo mismo que sé ahora. Comprenderéis, por supuesto, que otros pueden dar a estos entes nombres diferentes. Y otros quizá los definirían más de acuerdo que no lo haré yo, con el lenguaje de la ciencia.

»Los espíritus hablaban con nosotras sólo por telepatía; como he dicho, son invisibles; pero se puede percibir su presencia; poseen distintas personalidades y nuestra familia de hechiceras, con el paso de las muchas generaciones, les había dado nombres diversos.

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