Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Jesse se sentó bruscamente, con los ojos desorbitados. Había gritado.
Sola en la casa, sin nadie que la pudiera oír, había gritado y aún podía sentir el eco. Luego, nada; excepto la quietud que se posaba a su alrededor, y el leve crujir de la cama al moverse en sus cadenas. El canto de los pájaros en el exterior, en el bosque, en lo profundo del bosque; y su propia, rara, conciencia de que el reloj había dado las seis.
El sueño se desvanecía. Trató desesperadamente de aferrarse a él, de ver los detalles que siempre se le escapaban: los vestidos de aquella extraña gente, las armas que llevaban los soldados, los rostros de las gemelas. Pero ya había desaparecido. Sólo quedaban el hechizo y una aguda consciencia de lo que había sucedido…, y la certeza de que El Vampiro Lestat estaba relacionado con aquellos sueños.
Medio dormida aún, comprobó la hora en su reloj. No quedaba tiempo. Quería estar en el auditorio cuando El Vampiro Lestat hiciera su aparición en escena; quería estar al mismo pie del escenario.
Sin embargo, contemplando las rosas blancas de la mesita de noche, dudaba. Más allá, al otro lado de la ventana abierta, vio el cielo meridional lleno de una débil luz anaranjada. Cogió la nota que se hallaba junto a las flores y la leyó entera una vez más.
«Querida mía:
»Acabo de recibir tu carta, pues me encontraba lejos de casa y tardó algún tiempo en llegar hasta mí. Comprendo la fascinación que esta criatura, Lestat, ejerce sobre ti. Ponen su música incluso en Río. Ya he leído los libros que me enviaste con la carta. Y sé acerca de tu investigación de esta criatura para la Talamasca. Por lo que se refiere al sueño de las gemelas, debemos hablar de ello, tú y yo. Es de vital importancia. Ya que hay otros que han tenido sueños similares. Pero te pido; no…: te ordeno que no asistas al concierto. Tienes que permanecer en la villa de Sonoma hasta que yo llegue. Partiré del Brasil tan pronto como pueda.
»Espérame. Te quiere,
»tu tía Maharet.»
—Maharet, lo siento —susurró. Pero era impensable que no asistiera. Y si alguien en el mundo debía comprenderlo, era Maharet.
La Talamasca, para la que había trabajado durante doce largos años, nunca la perdonaría por haber desobedecido sus órdenes. Pero Maharet sabía la razón;
Maharet era la razón.
Maharet la perdonaría.
Mareo. La pesadilla aún no la soltaba. La diversidad de objetos esparcidos por la habitación se desvanecían en las sombras, pero el crepúsculo ardió repentinamente y con tanta claridad que incluso las colinas boscosas reflejaron la luz. Y las rosas se tornaron fosforescentes, como la blanca piel de las gemelas del sueño.
Rosas blancas… Intentó recordar algo que había oído acerca de las rosas blancas. Uno envía rosas blancas en un funeral. Pero no, Maharet no podía haber querido decir aquello.
Jesse extendió el brazo, tomó una de las flores entre ambas manos y los pétalos se abrieron al instante. Una tal dulzura… Los apretó contra sus labios, y le vino a la memoria una imagen, débil pero brillante, de aquel verano, de hacía ya mucho tiempo, con Maharet, en aquella misma casa, en una habitación a la luz de una vela, tendida en una cama de pétalos de rosa (¡tantos pétalos blancos, amarillos y rosas!); y había recogido pétalos y se los había aplicado contra el rostro y el cuello.
¿Había visto de veras Jesse una cosa así? Tantos pétalos rosas atrapados en el largo pelo rojo de Maharet. Pelo como el pelo de Jesse. Pelo como el pelo de las gemelas del sueño…, espeso, rizado, veteado de oro.
Era uno de los cien fragmentos de memoria que después nunca podía encajar para formar un todo. Pero ya no importaba, lo que podía recordar o no de aquel verano perdido de ensueño. El Vampiro Lestat esperaba: habría un final, si no una respuesta; seguro, tan seguro como la misma muerte.
Se levantó. Se puso la chaqueta gastada y con rotos que, junto con la camisa de chico, de cuello abierto, y con los vaqueros que vestía siempre, constituían su segunda piel en aquellos días. Se calzó las raídas botas de cuero. Se pasó el cepillo por el pelo.
Ahora era tiempo de dejar la casa vacía que aquella madrugada había invadido. Le dolía dejarla. Pero le habría dolido mucho más no haber venido.
A la primera luz del alba, había llegado a la margen del claro, en silencio y aturdida al descubrirlo todo tan poco cambiado después de quince años: un edificio laberíntico construido al pie de la montaña, con su tejado y porches de pilares ocultos bajo las enredaderas, azules como la gloria de la mañana. Más arriba, medio escondidas en las laderas herbosas, unas diminutas ventanas secretas captaban el primer destello de luz matutina.
Cuando subió por la escalera principal con la vieja llave en la mano, se sintió como una espía. Hacía meses que nadie había estado por allí, o eso parecía. Polvo y hojas en todas partes era lo que aparecía a la vista.
Sin embargo, la esperaban rosas en un jarrón de cristal y una carta para ella clavada en la puerta, con la nueva llave en el sobre.
Durante horas había deambulado, reconocido, explorado. No importaba que estuviera cansada, que hubiera conducido toda la noche. Tenía que pasear por los largos corredores sombríos, tenía que errar por las espaciosas y sobrecogedoras habitaciones. Nunca como ahora le había parecido el lugar tan semejante a un primitivo palacio, con sus enormes vigas sosteniendo los maderos rústicamente cortados del tejado, las chimeneas oxidadas levantándose de los hogares redondos de piedra.
Incluso los muebles eran macizos: mesas como ruedas de molino, sillas y sofás de madera sin pulir, con montones de blandísimos almohadones, estanterías para libros y huecos abiertos, esculpidos, en las paredes de adobe sin pintar.
Poseía la ruda grandiosidad medieval. Los pequeños objetos de arte maya, las copas etruscas y las estatuas hititas, parecían formar parte íntima del lugar, entre las profundas ventanas y el suelo de piedra. Era como una fortaleza. Daba la sensación de seguridad.
Sólo las creaciones de Maharet rebosaban de colores brillantes, como si las hubiera sacado de los árboles y del cielo del exterior. El recuerdo no había exagerado en nada su belleza. Alfombras de lana de nudo profundo, suaves y gruesas, mostrando la misma libre disposición de las flores del bosque y de la hierba por todas partes, como si la alfombra fuera la misma tierra. Y los incontables almohadones de retales, con sus curiosas figuras y raros símbolos cosidos, y finalmente los gigantescos tapices colgantes, hechos de retales: tapices modernos que cubrían las paredes con infantiles ilustraciones de campos, riachuelos, montañas y bosques, cielos llenos de sol y luna a la vez, de gloriosas nubes y lluvia cayendo. Tenían el vibrante poder de la pintura primitiva, con sus miríadas de minúsculos pedacitos de tela cosidos con mucho cuidado para poder crear el detalle de una cascada de agua o de una hoja que cae.
Volver a ver todo aquello había causado un dolor de muerte a Jesse.
A mediodía, hambrienta y con gran pesadez de cabeza por la larga noche sin dormir, había logrado el valor necesario para levantar el cerrojo de la puerta trasera; esta puerta daba a las habitaciones secretas sin ventanas situadas en el mismo interior de la montaña. Sin aliento, había seguido el corredor de roca. Su corazón latió con fuerza al encontrar la biblioteca abierta y al encender las luces.
¡Ah!, quince años atrás, simplemente el verano más feliz de su vida. Todas sus maravillosas aventuras posteriores (la caza de fantasmas para la Talamasca) no habían sido nada comparadas con aquella temporada mágica e inolvidable.
Maharet y ella, en aquella biblioteca, juntas, con el fuego llameante del hogar. Y los incontables volúmenes de la historia familiar, asombrándola y deleitándola. El linaje de «la Gran Familia», como Maharet siempre la llamaba, «el hilo que agarramos en el laberinto que es la vida». ¡Con cuánto amor había bajado los libros para Jesse, le había abierto los cofres que contenían los antiguos rollos de pergamino!
Aquel verano, Jesse no había aceptado por completo lo que podía implicar todo lo que había visto. Había habido una lenta confusión, una deliciosa suspensión de la realidad cotidiana, como si los papiros recubiertos de una escritura que no podía clasificar pertenecieran más bien a un sueño. Después de todo, Jesse, por aquella época, ya se había convertido en una experta arqueóloga. Había realizado sus prácticas en excavaciones en Egipto y Jericó. Sin embargo, no podía descifrar aquellos extraños jeroglíficos. «En nombre del Señor, ¿qué antigüedad tenían?»
Durante los años posteriores intentó recordar otros documentos que había visto. Seguramente, una mañana había entrado en la biblioteca y había descubierto un cuarto trasero con la puerta abierta.
Siguiendo un largo corredor, había pasado por otros cuartos sin iluminar. Por fin, había encontrado un interruptor y había descubierto un gran almacén lleno de tablillas de arcilla…, ¡de tablillas de arcilla cubiertas de diminutos dibujos! Sin duda alguna, había tomado aquellos objetos en sus manos.
Algo más había ocurrido; algo que, en verdad, nunca quería recordar. ¿Había otro pasillo? Estaba segura de que allí había habido una escalera de caracol, de hierro, que la llevó a cuartos inferiores con simples paredes de tierra. Pequeñas bombillas colgaban de viejos casquillos de porcelana. Había tirado de las cadenillas para encenderlas.
Seguro que lo había hecho. Seguro que había abierto una maciza puerta de secoya…
Después, durante años, le había vuelto a la memoria en minúsculos y fugaces recuerdos: una vasta sala de techo bajo, con sillas de roble y una mesa y bancos que parecían estar hechos de roca. ¿Y qué más? Algo que al principio le había parecido muy familiar. Y luego…
Más tarde, aquella noche, no había recordado nada más que la escalera. De pronto, dieron las diez: acababa de despertar y Maharet estaba a los pies de su cama. Maharet se le había acercado y la había besado. Un beso cálido y encantador: había enviado una profunda y palpitante sensación a través de su cuerpo. Maharet dijo que la habían encontrado en el claro junto al riachuelo, dormida, y, a la puesta de sol, la habían llevado dentro.
Junto al riachuelo? Durante los meses siguientes, había «recordado» haberse dormido allí realmente. De hecho, era otra rica «evocación» de la paz y la quietud del bosque, del agua cantando en las rocas. Pero nunca había sucedido, ahora estaba segura de ello.
Pero lo mismo ahora, unos quince años después, no había encontrado evidencia, en absoluto, de aquellos hechos y lugares de recuerdo difuso. Las habitaciones estaban cerradas para ella. Incluso los pulcros volúmenes de la historia familiar estaban cerrados en cajas de cristal que no se atrevió a tocar.
No obstante, nunca había creído tan firmemente en su capacidad de recordar. Sí, tabletas de arcilla repletas de nada más que diminutas figuras que representaban a personas, árboles, animales. Las había visto, las había bajado de los estantes y las había sostenido bajo la débil luz que colgaba del techo. Y la escalera de caracol, y el cuarto que la asustaba, que la aterrorizaba, sí…, todo allí.
Sin embargo, el lugar había sido como un paraíso, en aquellos cálidos días y noches de verano, cuando había pasado horas y horas sentada hablando con Maharet, cuando había bailado con Mael y Maharet a la luz del claro de luna. Olvida de momento el dolor posterior, intentando comprender por qué Maharet la había enviado de nuevo a Nueva York para no volver nunca más.
«Querida mía:
»El hecho es que te quiero demasiado. Mi vida absorbería la tuya si no nos separáramos. Tienes que tener tu libertad, Jesse, para concebir tus propios planes, ambiciones, sueños…»
No era para revivir el antiguo dolor que ella había regresado, era para volver a experimentar, por un breve espacio de tiempo, la alegría que se había desvanecido años atrás.
Por la tarde, luchando contra el cansancio, había salido a dar una vuelta por los alrededores de la casa y había bajado hasta el largo pasaje entre los robles. Era tan fácil encontrar los viejos senderos entre las espesas secoyas… Y el claro, circundado de helechos; y trébol en los empinados márgenes rocosos del umbrío e impetuoso riachuelo.
Aquí, una vez, Maharet la había guiado a través de la total oscuridad, la había bajado al agua y la había conducido por un sendero de piedras. Mael se había unido a ellos. Maharet había servido vino a Jesse y juntos habían cantado una canción que Jesse nunca más había podido recordar, aunque de tanto en tanto se hallaba tarareando aquella misteriosa melodía con una inexplicable exactitud; luego se paraba, consciente de ello, y no era capaz de entonar la nota adecuada.
Tal vez hubiese quedado dormida junto al riachuelo, en los sonidos entremezclados del bosque, como decía el falso «recuerdo» de años atrás.
¡Tan deslumbrante el verde brillante de los arces, recogiendo los esparcidos rayos de luz…! Y las secoyas, ¡qué monstruosas parecían en la quietud ininterrumpida! Descomunales, indiferentes, elevándose decenas y decenas de metros hasta que su sombrío follaje dentado cerraba la deshilachada banda de cielo.
Y había sabido qué exigiría de ella el concierto de la noche, con
los fans
de Lestat chillando a todo pulmón. Pero había tenido miedo de que el sueño de las gemelas empezara de nuevo.
Luego había regresado a la casa y había tomado consigo las rosas y la carta. Su antigua habitación. Las tres. ¿Quién daría cuerda a los relojes en aquel lugar, para que dieran la hora? El sueño de las gemelas estaba al acecho. Y simplemente ella estaba demasiado cansada para luchar más. Se sentía tan bien en aquel lugar… Allí no había fantasmas del tipo con que se había tropezado tantas veces en su trabajo. Sólo paz. Se había tumbado en la vieja cama colgante, en la colcha que ella misma, con Maharet, había cosido con tanto esmero aquel verano. Y el sopor le había llegado al mismo tiempo que las gemelas.
Ahora le quedaban dos horas para llegar a San Francisco, y debía abandonar la casa, quizá con lágrimas otra vez. Comprobó sus bolsillos. Pasaporte, papeles, dinero, llaves.
Recogió su bolso de piel, se lo colgó del hombro y, por el largo corredor, se apresuró hacia las escaleras. El crepúsculo caía rápidamente, y cuando la oscuridad cubriera el bosque nada sería visible.
Cuando llegó a la sala principal, aún había un poco de luz solar. Por las ventanas que daban al poniente, unos pocos largos rayos polvorientos iluminaban el gigante tapiz de retales de la pared.