Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Le gustaban las bibliotecas donde podía encontrar fotografías de antiguos documentos en grandes libros satinados y de agradable olor. Tomaba sus propias fotografías de las nuevas ciudades por las que deambulaba, y a veces ponía en esas fotos imágenes que provenían de sus pensamientos. Por ejemplo, en su fotografía de Roma había personas en túnica y sandalias, superpuestas a sus modernas versiones vestidas en bastas ropas sin elegancia.
¡Oh, sí!, siempre tenía muy buena disposición a que le gustara mucho lo que lo rodeaba: la música para violín de Bartók, niñas en vestiditos blancos como la nieve saliendo de la iglesia a medianoche, después de haber cantado en la Misa del Gallo…
También le gustaba la sangre de sus víctimas, claro está. No hacía falta decirlo. No formaba parte de su pequeña broma. La muerte no era divertida para él. Acechaba en silencio a su presa, no quería conocer a sus víctimas. Todo lo que tenía que hacer un mortal era hablarle, y él daba media vuelta. No estaba bien, según su opinión, hablar con esos dulces seres de ojos cálidos y luego engullir su sangre, romper sus huesos y sorber su médula, estrujar sus miembros hasta escurrir totalmente la pulpa. Y era así como se alimentaba ahora, con tanta violencia. Ya no sentía mucha necesidad de sangre; pero la deseaba. Y el deseo lo dominaba en toda su pureza arrebatadora, muy distinta de la sed. En una sola noche, podía hacer un festín y despachar tres o cuatro mortales.
Pero estaba seguro, absolutamente seguro, de que una vez había sido un humano. De que había andado bajo la luz y el calor del día; sí, una vez lo había hecho, aunque, evidentemente, ahora no podía. Se imaginaba sentado en una mesa de madera, cortando por la mitad un melocotón maduro con su pequeño cuchillo de cobre. Era bello el fruto que tenía ante sí. Conocía su sabor. Conocía el sabor del pan y de la cerveza. Veía el sol brillando en la monotonía amarilla de la arena que, afuera, se extendía kilómetros y kilómetros. «Túmbate y descansa en el calor del día», le había dicho alguien una vez. ¿Era el último día en que había estado vivo? «Descansa, sí, porque hoy el Rey y la Reina llamarán a todo el mundo a la Corte y algo terrible, algo…»
Pero no podía recordar con precisión.
No, sólo lo sabía, es decir, hasta aquella noche. Aquella noche…
Ni siquiera cuando había oído a El Vampiro Lestat había recordado. El personaje lo atraía sólo un poquito: un cantante de rock que afirmaba ser bebedor de sangre. Sí, la verdad es que parecía ultra-terrenal, pero aquello era la televisión, ¿no? Muchos humanos del deslumbrante mundo de la música rock tenían un aspecto ultraterrenal. Y había mucha emoción humana en la voz de El Vampiro Lestat.
No era sólo emoción; era ambición humana, de una clase especial. El Vampiro Lestat quería ser un héroe. Cuando cantaba, decía: ¡Concededme un significado! Soy el símbolo del mal; y si soy un símbolo auténtico, entonces sirvo al bien.»
Fascinante. Sólo un ser humano podía pensar en semejante paradoja. Y él lo sabía, porque, claro, había sido humano.
Ahora tenía una comprensión sobrenatural de las cosas. Era cierto. Los humanos no podían mirar las máquinas y percibir sus principios como hacía él. Y el modo en que todo le era «familiar»: esto tenía que ver también con sus poderes sobrehumanos. Cierto, no había nada que, en realidad, lo sorprendiera. Ni la física cuántica, ni la teoría de la evolución, ni la pintura de Picasso, ni el proceso por el cual se inoculaban gérmenes a los niños para protegerlos de las enfermedades. No, era como si hubiera sido consciente de las cosas antes de que recordase estar allí. Mucho antes de que pudiera decir: «Pienso, luego existo.»
Pero, dejando a un lado todo aquello, continuaba poseyendo una perspectiva humana. No lo podía negar nadie. Era capaz de sentir el dolor humano con una rara y terrorífica perfección. Sabía lo que significaba amar, y sentirse solo, ¡ah, sí!, lo sabía por encima de todo, y lo sentía con mucha mayor intensidad cuando escuchaba las canciones de El Vampiro Lestat. Por ese motivo no prestaba atención a la letra.
Y otra cosa. Cuanta más sangre bebía, más apariencia humana tenía.
Al principio de aparecerse de nuevo, ante sí mismo y ante los demás, su aspecto no había sido nada humano. Había sido un repulsivo esqueleto, andando a lo largo de la autovía de Grecia que lleva a Atenas, con los huesos envueltos en tensas venas como de caucho y el conjunto enfundado en una capa de piel blanca y endurecida. Había aterrorizado a la gente. ¡Cómo habían huido de él, pisando a fondo el gas de sus cochecitos! Pero había leído sus mentes, se había visto como ellos lo veían, y había comprendido; y lo había sentido mucho, naturalmente.
En Atenas había conseguido unos guantes, unas ropas anchas de lana con botones de plástico y aquellos curiosos zapatos modernos que cubrían el pie entero. Se había envuelto la cabeza con vendas dejando sólo agujeros para los ojos y la boca. Se había cubierto el pegajoso pelo negro con un sombrero de fieltro gris.
Continuaban mirándolo, pero ya no huían gritando. A la puesta de sol, deambulaba entre el espeso gentío de la plaza Omonia y nadie le prestaba atención. ¡Qué maravilloso era el bullicio moderno de la antiquísima ciudad, de la ciudad que épocas atrás había tenido la misma vitalidad, cuando estudiantes de todo el mundo se dirigían allí para estudiar Filosofía y Arte! Podía mirar hacia la Acrópolis y ver el Partenón como había sido entonces, perfecto, la casa de la diosa. No la ruina que era actualmente.
Los griegos, como siempre, eran un pueblo generoso, amable y confiado, aunque tenían el pelo y la piel más oscuros debido a la sangre turca. No se preocupaban por los vestidos raros. Cuando él hablaba con su voz suave y tranquilizadora, imitando a la perfección su idioma (salvando unos pocos errores al parecer muy cómicos), lo adoraban. Y en privado se había dado cuenta de que su carne se iba llenando poco a poco. Era dura al contacto como la roca. Pero estaba cambiando. Por fin, una noche, cuando desenrolló la venda que le cubría la cara, vio los contornos de un rostro humano. Así pues, aquél era su aspecto, ¿no?
Grandes ojos negros, con delicadas y suaves arrugas en las comisuras, y unos párpados bastante lisos. Tenía una boca bonita, sonriente. La nariz era de una constitución precisa y elegante; no la desdeñaba. Y las cejas: era lo que le gustaba más porque eran muy negras y rectas, y ni quebradas ni densas; estaban dibujadas muy por encima de sus ojos, de tal forma que daban al rostro una expresión abierta, una mirada de asombro velado que inspiraba confianza. Sí, era un joven rostro muy bello.
Después de esto, había marchado descubierto, vistiendo camisas y pantalones modernos. Pero tenía que permanecer en la sombra. Tenía una piel demasiado fina y demasiado blanca.
Decía que su nombre era Khayman…, cuando se lo preguntaban. Pero no sabía de dónde lo había sacado. Una vez se había llamado también Benjamín, eso lo había sabido tiempo después. Había otros nombres… Pero, ¿cuándo? Khayman. Aquél era el primer nombre, el nombre secreto, el que nunca olvidaba. Era capaz de trazar dos pequeños dibujos que significaban Khayman, pero no tenía ni idea de dónde había sacado aquellos símbolos.
Su fuerza lo desconcertaba más que cualquier otra cosa. Podía cruzar paredes de cemento, levantar un automóvil y lanzarlo al aparcamiento de al lado. Sin embargo, era quebradizo y ligero. Se atravesaba la mano con un largo y estrecho cuchillo. ¡Qué sensación más extraña! Y sangre por todas partes. Enseguida las heridas se cerraban y tenía que volver a abrirlas para poder arrancar el cuchillo.
Y por lo que se refería a su levedad, bien, no había ningún lugar adonde no pudiera subir. Era como si la gravedad no tuviese control sobre él una vez la hubiera desafiado. Y una noche, después de trepar por un edificio altísimo en medio de la ciudad, se lanzó desde lo alto, y descendió suavemente a la calle.
Aquello fue encantador. Sabía que podría salvar grandes distancias sólo con atreverse a ello. Casi seguro que lo había realizado ya antes, viajando por entre las mismas nubes. Pero entonces…, quizá no.
También tenía otros poderes. Cada puesta de sol, cuando despertaba, se encontraba escuchando voces de todas partes del mundo. Permanecía tumbado en la oscuridad bañado en sonidos. Oía a gente hablando en griego, inglés, rumano, indostánico. Oía risas, gritos de dolor. Y si se quedaba muy quieto, podía oír los pensamientos de la gente, un ruido de fondo, confuso, lleno de salvaje exageración, que lo asustaba. No sabía de dónde provenían aquellas voces. O por qué una voz ahogaba a otra. Era corno si fuera Dios y estuviera escuchando las plegarias.
Y, de vez en cuando, muy distintas de la voces mortales, le llegaban también las voces inmortales. Otros como él en el mundo, pensando, sintiendo, ¿enviando un aviso? Sus poderosos gritos argentinos provenían de muy lejos, pero los podía aislar con toda claridad de la humana urdimbre.
Sin embargo, su capacidad de recepción lo hería, le traía el espantoso recuerdo de estar encerrado en un lugar oscuro, solamente con aquellas voces como compañía durante años y años. Pánico. No quería recordarlo. Hay cosas que uno no quiere recordar. Como ser quemado, encarcelado. Como recordarlo todo y llorar de angustia terrible.
Sí, le habían ocurrido cosas terribles. En otros tiempos, había estado en la Tierra bajo otros nombres. Pero siempre con la misma disposición de ánimo amable y optimista, amando las cosas. ¿Era un alma transmigratoria? No, siempre había poseído aquel cuerpo. Por eso era tan ligero y tan fuerte.
Inevitablemente, desconectaba las voces. De hecho, recordaba una antigua admonición: «Si no aprendes a desconectar las voces, te volverán loco.» Pero ahora era fácil para él. Las acallaba con el mero gesto de levantarse, abriendo los ojos. En realidad, habría requerido un esfuerzo escuchar. Hablaban y hablaban y se convertían en un ruido irritante.
El esplendor del momento lo esperaba. Y era fácil ahogar los pensamientos de los humanos más próximos. Podía cantar, por ejemplo, o fijar su atención en algo que se encontrara cerca de él. Silencio bendito. En Roma había distracciones por todas partes. ¡Cómo amaba las viejas casas romanas pintadas de ocre y siena quemada y verde oscuro! ¡Cómo amaba las estrechas callejuelas de piedra! Era capaz de conducir a toda velocidad por el ancho bulevar lleno de mortales que quedaban intactos o deambular por la vía Véneto hasta encontrar a una mujer de quien enamorarse durante unos momentos.
Y amaba tanto a la gente inteligente de la época. Aún eran personas, pero sabían tanto… Un hombre de Estado era asesinado en la India, y en menos de una hora todo el mundo podía estar de luto. Todo tipo de desastres, de invenciones y milagros médicos pesaban enormemente en el pensamiento del hombre corriente. La gente jugaba con hechos y fantasías. Camareras escribían durante la noche novelas que las harían famosas. Trabajadores se enamoraban de estrellas de cine desnudas en cintas de vídeo alquiladas. Los ricos se adornaban con joyas de papel y los pobres compraban pequeños diamantes. Y princesas andaban con majestuosidad por los Campos Elíseos en harapos cuidadosamente desteñidos.
¡Ah!, habría deseado ser humano. Después de todo, ¿qué era? ¿Cómo eran los demás, los de las voces que desconectaba? No eran de la Primera Generación, estaba seguro. Los de la Primera Generación jamás podían relacionarse entre ellos sólo por medio de la mente. Pero, ¿qué diablos era la Primera Generación? ¡No podía recordarlo! Sintió cierto pánico. «No pienses en esas cosas.» Escribía poemas en un cuaderno de notas, modernos y simples; sin embargo, sabía que eran poemas en el primer estilo que había aprendido.
Viajaba sin cesar por Europa y Asia Menor, a veces andando, a veces levantándose en el aire y volando hacia algún lugar concreto. Hechizaba a los que se metían con él y dormitaba tranquilo en escondrijos durante el día. Después de todo, el sol ya no lo quemaba. Pero su organismo no funcionaba bajo la luz del sol. Sus ojos empezaban a cerrarse tan pronto como veía el primer rayo de sol en la mañana. Voces, todas aquellas voces, otros bebedores de sangre gritando de angustia…; luego, nada. Y despertaba al crepúsculo, deseoso de leer los antiquísimos dibujos de las estrellas.
Finalmente, se envalentonó con sus vuelos. En las afueras de Estambul se izaba, subiendo como un globo más allá de las azoteas. Daba vueltas, daba tumbos, riendo libremente, y volaba a Viena, a donde llegaba antes del alba. Nadie lo veía. Viajaba demasiado aprisa como para que los demás lo vieran. Y, además, no ponía en práctica tales experimentos ante ojos curiosos.
También tenía otro poder extraordinario. Podía trasladarse sin su cuerpo. Bien, no era trasladarse realmente. Podía enviar su visión, por decirlo de algún modo, a mirar cosas muy distantes. Tumbado y quieto pensaba, por ejemplo, en algún lugar lejano que le gustaría ver y, de repente, se encontraba ante él. Había algunos mortales que podían hacerlo también, en sueños o cuando estaba despiertos, con una gran y deliberada concentración. Ocasionalmente pasaba junto a sus cuerpos dormidos y sentía que sus almas viajaban por otra parte. Pero nunca podía ver fantasmas ni ninguna clase de espíritus.
Pero sabía que estaban allí. Tenían que estar.
Y se le hacía presente un antiguo recuerdo: una vez, como hombre mortal, en el templo, había bebido una fuerte poción que le habían dado los sacerdotes y había viajado de la misma forma, saliendo de su cuerpo y entrando en el firmamento. Los sacerdotes lo llamaron para que regresara. Pero él no quería volver. Estaba con ciertos muertos a quienes quería. Pero sabía que debía regresar. Era lo que se esperaba de él.
Entonces había sido un ser humano, cierto. Sí, con toda seguridad. Podía recordar la sensación de sudor en su pecho desnudo cuando yacía en la polvorienta sala y le llevaban la poción. Miedo. Pero todos tenían que pasar por ello.
Quizás era mejor ser lo que era ahora y poder volar con el cuerpo y el alma juntos.
Pero no saber, no recordar realmente, no comprender cómo podía hacer tales cosas, o por qué vivía de la sangre de los humanos, le causaba un inconmensurable dolor.
En París, iba a ver películas de «vampiros», y se rompía la cabeza intentando discernir lo que era verdad de lo que era falso. Todo aquello le resultaba familiar, aunque gran parte eran tonterías. El Vampiro Lestat había tomado su vestimenta de aquellas películas en blanco y negro. La mayoría de las «criaturas de la noche» vestían el mismo atuendo: la capa negra, la camisa blanca almidonada, el elegante esmoquin, los pantalones negros.