La reina de los condenados (19 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—Cuando tú quieras, mi amor —dijo Armand—, lo haré. Después de todo, estaremos juntos en el infierno.

—¿Lo ves? —respondió Daniel—. Todas las decisiones humanas se toman así. ¿Crees que la madre sabe qué será del hijo que lleva en su vientre? Dios mío, estamos perdidos, te lo digo. ¿Qué importancia tiene si dármelo es un error? ¡No hay error! Sólo hay desesperación, y ¡quiero tenerlo! Quiero vivir para siempre contigo.

Abrió los ojos. El techo de la cabina del avión, las suaves luces amarillas reflejadas en las cálidas paredes recubiertas de madera, y, alrededor de él, el jardín, el perfume, el espectáculo de las flores a punto de soltarse de sus tallos.

Estaban bajo el retorcido árbol muerto, lleno de purpúreas flores de glicina. Y las flores acariciaban su rostro, los racimos de pétalos cerosos. Algo le vino a la memoria, algo que había sabido hacía tiempo: que en el lenguaje de un pueblo antiguo la palabra que significaba flor era la misma que significaba sangre. Sintió el súbito y agudo aguijonazo de los dientes en su garganta.

Su corazón quedó atrapado, agarrado y apretado poderosamente. La presión era más de lo que podía soportar. Sin embargo, por encima del hombro de Armand podía ver: la noche se posaba a su alrededor y las estrellas crecían hasta ser tan grandes como las flores aromáticas y húmedas. ¡Estaban subiendo al cielo!

Por una fracción de segundo, vio al vampiro Lestat, conduciendo, zambulléndose en la noche con su aerodinámico y bruñido coche negro. ¡Cuánto se parecía a un león!, con su melena hacia atrás por el viento, los ojos llenos de humor enloquecido y ánimo excitado. Entonces Lestat se volvió y miró a Daniel, y de su garganta salió una risa suave y profunda.

Louis también estaba allí. Louis, en una habitación de Divisadero Street, mirando por la ventana, esperando; luego, dijo:

—Sí, ven, Daniel, si esto es lo que ha de suceder.

¡Pero no sabían nada de las casas de reunión incendiadas! ¡No sabían nada de las gemelas! ¡Del grito de peligro!

Ahora estaban todos en una habitación abarrotada, en el interior de la Villa, y Louis, en levita, se apoyaba en la repisa de la chimenea. ¡Todo el mundo estaba allí! ¡Incluso las gemelas!

— ¡Gracias a Dios que habéis venido! —dijo Daniel. Besó a Louis en una mejilla y en la otra, todo con mucho recato—. ¡Vaya, si mi piel es tan pálida como la vuestra!

Soltó un grito cuando su corazón quedó libre, y el aire llenó sus pulmones. El jardín otra vez. Por todas partes a su alrededor había hierba. Más alta que su estatura. «No me dejes aquí; aquí, contra la tierra, no.»

—Bebe, Daniel. —El sacerdote pronunció las palabras latinas; al mismo tiempo, vertió la Sagrada Comunión del vino en su boca. Las gemelas pelirrojas tomaron las bandejas consagradas, el corazón, el cerebro—. Estos son el cerebro y el corazón de mi madre que yo devoro con toda la reverencia por su espíritu…

— ¡Dios, dámelo! —Torpemente hizo caer el cáliz al suelo de mármol de la iglesia. ¡Pero Dios! ¡La sangre!

Se sentó, estrujando a Armand en su abrazo, succionándolo, sorbo tras sorbo. Habían caído juntos en el blando lecho de flores. Armand yacía junto a él, y su boca estaba abierta en la garganta de Armand y la sangre era una fuente inagotable.

—Entra en la Villa de los Misterios —le dijo Louis. Louis le tocaba el hombro—. Te esperamos. —Las gemelas se abrazaban, acariciándose el largo pelo rizado y rojo.

En el exterior del auditorio, los jóvenes
fans
gritaban porque no había más entradas. Acamparían en el aparcamiento hasta la noche siguiente.

—¿Tenemos las entradas? —preguntó— ¡Armand, las entradas!

Peligro.
Hielo. ¡Proviene de alguien que está atrapado bajo el hielo!

Algo lo golpeó, con fuerza. El flotaba,.

—Duerme, querido.

—Quiero regresar al jardín, a la Villa. —Intentó abrir los ojos. Le dolía el estómago. Extrañísimo dolor, parecía tan lejano…

—¿Sabes que está enterrado bajo el hielo?

—Duerme —dijo Armand, tapándolo con la manta—. Y cuando despiertes, serás como yo. Muerto.

San Francisco. Antes de abrir los ojos, ya sabía que estaba allí. Y se alegraba de dejar aquel sueño tan espantoso: asfixia, negrura, ¡aterrorizador viaje por las encrespadas corrientes marinas! Pero el sueño se desvanecía. Un sueño a ciegas, sólo con el bramido del agua, ¡la sensación del agua! Un sueño de pavor indecible. En él, él había sido una mujer, sin lengua para gritar.

Déjalo ir.

Algo acerca del aire glacial en su rostro, una blanca frescura que casi podía saborear. San Francisco, naturalmente. El frío lo recubría como una vestimenta apretada; dentro, sin embargo, el calor era delicioso.

«Inmortal. Para siempre.»

Abrió los ojos. Armand lo había colocado allí. A través de la viscosa oscuridad del sueño, había oído a Armand que le decía que se quedase allí. Armand le había dicho que allí estaría a salvo.

Allí.

Las puertas vidrieras de la pared más alejada estaban abiertas. Y la habitación en sí misma era opulenta, desordenada, uno de los lugares espléndidos que tan a menudo encontraba Armand, tan afectuosamente queridos.

«Fíjate en la fina cortina de encajes que se hincha por la brisa de las puertas vidrieras. Fíjate en las blancas plumas que se doblan y resplandecen en la alfombra de Aubusson.» Con esfuerzo se puso en pie y salió por las puertas abiertas.

Un gran tejido de ramas se alzaba entre él y el húmedo cielo brillante. Follaje rígido de los cipreses de Monterrey. Y a lo lejos, por entre las ramas, recortado contra la oscuridad aterciopelada, vio el gran arco encendido del puente colgante de la Golden Gate. La niebla surgía como un espeso humano blanco y subía más allá de las inmensas torres. En bandazos y ráfagas intentaba tragarse los pilones, los cables, y luego se desvanecía, como si el mismo puente, con su centelleante flujo de tráfico, la incendiara.

Demasiado magnificente este espectáculo, y también la profunda y oscura silueta de las distantes colinas bajo su capa de luces cálidas. ¡Ah!, tomar sólo un pequeño detalle: los tejados húmedos derramándose desde donde estaba él hacia abajo, o las nudosas ramas alzándose ante él. Como la piel de elefante, aquella corteza, aquella piel viviente.

«Inmortal… para siempre.»

Pasó los dedos por entre su pelo, y un agradable cosquilleo le recorrió la espalda. Sintió los suaves surcos de los dedos en el cuero cabelludo después de pasar al arado de las manos. El viento lo azotaba. Recordó algo; levantó la mano para buscar sus colmillos. Sí, eran hermosos: largos y afilados.

Alguien lo tocó. Se volvió, tan rápido que casi perdió el equilibrio. ¡Era todo tan diferente! Afianzó su pie, pero la vista de Armand hizo que le entraran ganas de llorar. Incluso en las sombras profundas, los ojos pardo oscuros de Armand estaban llenos de una luz vibrante. Y la expresión de su rostro, tan encantadora. Extendió el brazo con mucho cuidado y tocó las pestañas de Armand. Quería tocar las diminutas y delicadas formas de los labios de Armand. Armand lo besó. Empezó a temblar. ¡Qué sensación, la fresca boca sedosa, como un beso en el cerebro, la pureza eléctrica de un pensamiento!

—Entra, pupilo mío —dijo Armand—. Nos queda menos de una hora.

—Pero los demás…

Armand había descubierto algo muy importante. ¿Qué era? Que ocurrían cosas terribles, casas de reunión incendiadas. Sin embargo, por el momento, nada parecía más importante que la calidez de su interior, y el cosquilleo al mover los miembros.

—Aumentan, traman —dijo Armand. ¿Estaba hablando en voz alta? Debía de haber hablado en voz alta. Pero era una voz tan clara…—. Están asustados por la destrucción en masa, pero San Francisco no ha sido tocado. Algunos dicen que la causa es Lestat, que quiere atraer a todo el mundo. Otros dicen que es obra de Marius, o incluso de las gemelas. O de Los Que Deben Ser Guardados, que, desde su cripta, fustigan con un poder infinito.

¡Las gemelas! Volvió a sentir la oscuridad del sueño a su alrededor, el cadáver de una mujer sin lengua asediándolo. ¡Ah!, nada podría hacerle daño ahora. Ni sueños ni tramas. Era el hijo de Armand.

—Pero esas cosas deben esperar —dijo Armand afablemente—. Tienes que venir y hacer lo que yo te diga. Debemos terminar lo que está empezado.

—¿Terminar? —Estaba terminado. Había renacido.

Armand lo hizo entrar, salir del viento. Destello de la cama de cobre amarillo en la oscuridad, de un jarrón de cerámica animado con dragones dorados. Del gran piano de cola con sus teclas como dientes sonriendo. Sí, tócalo, nota el marfil, las borlas de terciopelo colgando de la pantalla de la lámpara…

La música, ¿de dónde venía la música? Una trompeta grave, melancólica, jazz, tocando en solitario. Lo detuvo, aquella canción hueca y melancólica, las notas fluyendo lentamente una en otra. En aquel preciso instante, no quería moverse. Quería decir que comprendía lo que sucedía, pero estaba absorbiendo cada sonido.

Iba a decir «muchas gracias por la música», pero de nuevo su voz sonó tan extraña…, aguda y sin embargo con más resonancia. Incluso el contacto de su lengua; y fuera, la niebla. «Mira», señaló, «la niebla soplando más allá de la terraza, ¡la niebla comiéndose la noche!»

Armand era paciente. Armand era comprensivo. Armand lo condujo despacio a la habitación a oscuras.

—Te quiero —dijo Daniel.

—¿Estas seguro? —respondió Armand.

Esto lo hizo reír.

Habían entrado a un largo y alto pasillo. Unas escaleras descendían hacia sombras oscuras. Una barandilla pulida. Armand lo apremió en su avance. Quería mirar la alfombra bajo sus pies, una larga cadena de medallones tejida con azucenas, pero Armand lo había conducido a una habitación brillantemente iluminada.

Contuvo la respiración ante la absoluta inundación de luz, luz moviéndose por encima de los bajos sofás de piel, de las sillas. ¡Ah, el cuadro de la pared!

Tan vividas las figuras del cuadro, criaturas informes que, en realidad, eran grandes manchas espesas de deslumbrante pintura amarilla y roja. Todo lo que parecía vivo estaba vivo, era una neta posibilidad. Pintaste seres desarmados, nadando en un color cegador y tuvieron que existir así para siempre. ¿Podían verte con esos ojos diminutos y esparcidos? ¿O sólo veían el cielo y el infierno de su propio reino resplandeciente, anclado en un clavo de la pared por medio de una pedacito de acero retorcido?

Pensar en ello podría haberlo hecho llorar, llorar por el hondo gemido gutural de la trompeta…, pero no lloró. Había captado un aroma fuerte, seductor.
¿Dios, qué era?
Su cuerpo entero parecía endurecerse inexplicablemente. Luego, de pronto, estaba contemplando a una muchacha.

Se sentaba en una pequeña silla dorada, mirándolo, con las piernas cruzadas por los tobillos; su espeso pelo castaño formaba una melena reluciente que enmarcaba su pálido rostro. Sus escasas ropas estaban sucias. Una pequeña fugitiva, con los téjanos rotos y la camisa manchada. ¡Qué imagen más perfecta, incluso con el rocío de pecas que le cruzaba la nariz, y la mugrienta mochila a sus pies! ¡Pero la forma de sus bracitos, la forma de sus piernas! ¡Y sus ojos, sus ojos pardos! Reía dulcemente, pero era una risa sin humor, una risa loca. Tenía un tono siniestro; ¡qué extraño! Se percató de que había tomado aquel rostro entre sus manos y que ella lo contemplaba sonriendo, y un leve rubor aparecía en sus pequeñas y cálidas mejillas.

Sangre, ¡aquél era el aroma! Le quemaba los dedos. ¡Hasta podía distinguir las venas bajo la piel! Y podía oír el sonido de su corazón. Se hacía más intenso; era un sonido… tan húmedo. Se apartó de ella.

—Dios, ¡sácala de aquí! —gritó.

—Tómala —susurró Armand—. Y hazlo ahora.

5. KHAYMAN, MI KHAYMAN

Nadie está escuchando.

Ahora puedes cantar tu canto,

como hace el pájaro, no para el territorio

o el dominio,

sino para tu auto expansión.

Deja que algo

provenga de nada,

[…]

STAN RICE

de «Suite Tejana»

Cuerpo de trabajo
(1983)

Hasta aquella noche, aquella terrible noche, se había hecho  una pequeña broma acerca de sí mismo: no sabía quién era  ni de dónde provenía, pero sabía qué le gustaba.

Y lo que le gustaba estaba a su alrededor: los parterres de flores en los rincones, los grandes edificios de acero y cristal llenos de láctea iluminación nocturna, los árboles, la hierba bajo sus pies. Y las cosas que compraba, de plástico brillante y de metal: juguetes, ordenadores, teléfonos, lo que fuera. Le gustaba descubrir cómo funcionaban, dominarlos, y finalmente aplastarlos hasta hacer de ellos pedacitos multicolores con los que jugueteaba o lanzaba a los cristales de las ventanas cuando no había nadie cerca.

Le gustaban la música de piano, las películas de cine y los poemas que encontraba en los libros.

También le gustaban los automóviles que consumían líquido extraído de debajo de la tierra, como los quinqués. Y los grandes aviones
jets
que volaban con los mismos principios científicos, por encima de las nubes.

Siempre se paraba a escuchar a la gente que reía y charlaba en los aviones que volaban por encima de su cabeza.

Conducir era para él un placer extraordinario. En un Mercedes-Benz plateado, en una sola noche había recorrido a toda velocidad, por carreteras lisas y vacías, la distancia de Roma a Florencia y a Venecia. También le gustaba la televisión, su proceso eléctrico en un conjunto, con sus diminutos puntos de luz. ¡Qué relajante era tener la compañía de la televisión, la intimidad de tantos rostros pintados con habilidad hablando amistosamente desde la brillante pantalla!

El rock and roll también le gustaba. Le gustaba toda la música. Le gustaba El Vampiro Lestat cantando
Réquiem por la Marquesa.
No prestaba demasiada atención a la letra. Era la melancolía, y el apagado fondo de la batería y de los platillos. Le hacía entrar ganas de bailar.

Le gustaban las grandes máquinas amarillas que excavaban la tierra a altas horas de la noche en las grandes ciudades, con hombres uniformados que hormigueaban a su alrededor; le gustaban los autobuses de doble techo de Londres; y las personas (los mortales inteligentes de todas partes) le gustaban también, desde luego.

Le gustaba pasear por Damasco durante la entrada de la noche y en aquellas calles descubrir, en repentinas evocaciones fugaces e inconexas, la ciudad de los antiguos romanos, griegos, persas, egipcios.

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