Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Mientras Jesse permanecía tendida, en un estado de duermevela, entró una jovencita en la habitación. Jesse advirtió que conocía a aquella chica. Naturalmente: era alguien de la familia, siempre había estado allí, junto a Jesse, habían hablado montones de veces, ¿no? Y no le sorprendió nada que fuera tan dulce, tan encantadora y tan familiar. Sólo era una adolescente, no mayor que Jesse.
Se sentó en la cama de Jesse y le dijo que no se preocupara, que aquellos espíritus nunca podrían hacerle ningún daño. Ningún fantasma había hecho daño nunca a nadie. No tenían poder para hacerlo. Eran unas pobres cosas débiles y dignas de compasión. «Escribe a tía Maharet», dijo la chica; besó a Jesse y le apartó el pelo del rostro. Entonces el sedante empezó a hacer efecto de veras. Jesse ya no podía mantener los ojos abiertos. Había una pregunta que quería hacer acerca del accidente de coche a causa del cual había nacido, pero no conseguía formularla. «Adiós, vida mía», dijo la chica, y Jesse cayó dormida antes de que ella saliera de la habitación.
Cuando despertó, eran las dos de la madrugada. El piso estaba a oscuras. Se puso a escribir la carta a Maharet enseguida, narrando todos y cada uno de los extraños sucesos que recordaba.
No fue hasta la hora de comer cuando pensó con un sobresalto en la jovencita. Era imposible que aquella persona hubiera vivido allí, le fuera familiar y que siempre hubiera estado junto a ella. ¿Cómo podía haber aceptado sin más algo así? Incluso en su carta había dicho: «Naturalmente, Miriam estaba aquí y Miriam dijo…» ¿Y quién era Miriam? Un nombre en el certificado de nacimiento de Jesse. Su madre.
Jesse no contó a nadie lo sucedido. Sin embargo, ahora una agradable calidez la envolvía. Podía sentir a Miriam allí, estaba segura.
La carta de Maharet llegó cinco días después. Maharet la creía. Aquellas apariciones de espíritus no eran nada sorprendentes. Tales cosas existían, con absoluta certeza, y Jesse no era la única persona que las veía.
«Durante el paso de las generaciones, en nuestra familia ha habido muchos videntes de espíritus. Y como ya sabrás, eran los brujos y brujas de las épocas pasadas. Con frecuencia este poder aparece en aquellos que han sido agraciados con tus atributos físicos: ojos verdes, piel pálida y pelo rojo. Parece que los genes viajan juntos. Quizás algún día la ciencia nos dé alguna explicación. Pero, por ahora, ten por seguro que tus poderes son completamente naturales.
»Todo lo cual no implica, sin embargo, que los espíritus sean constructivos. Aunque son reales, no provocan casi ninguna alteración en la sociedad humana ni en el mundo físico. Pueden ser infantiles, vengativos y engañosos. En general, uno no puede ayudar a los entes que intentan comunicarse y, a veces, lo que uno contempla no es más que un fantasma sin vida, es decir, un eco visual de una personalidad que ya no está presente.
»No los temas, pero no dejes que te hagan perder el tiempo. Porque es una de las cosas que les gusta hacer, toda vez que saben que uno los puede ver. Por lo que se refiere a Miriam, si la vuelves a ver, tienes que contármelo. Pero, puesto que has hecho lo que te pidió (que me escribas), no creo que considere necesario volver. Con toda probabilidad, está muy por encima de los tristes payasos que verás más a menudo. Escríbeme acerca de esos seres siempre que te asusten. Pero procura no contarlo a los demás. Los que no los ven, nunca te creerán.»
Aquella carta demostró ser de un valor incalculable para Jesse. Durante años, la llevó consigo, en el bolso o en el bolsillo, a donde quiera que fuese. No sólo tenía en Maharet a alguien que la creía, sino que Maharet le había proporcionado un modo de comprender y de sobrevivir a aquel inquietante poder. Todo lo que Maharet dijo había tenido sentido.
Después de aquello, algunas veces los espíritus volvieron a asustar a Jesse; y compartió aquellos secretos con sus amigos más íntimos. Pero, en general, hizo tal como Maharet le había aconsejado, y los poderes cesaron de molestarla. Parecieron aletargarse. Durante largas temporadas los olvidaba.
Las cartas de Maharet llegaron todavía con más asiduidad. Maharet era su confidente, su mejor amiga. Al entrar en la Universidad, Jesse se dio cuenta de que Maharet era mucho más real para ella por medio de sus cartas que todas las personas que había conocido. Sin embargo, hacía tiempo que había aprendido a aceptar que quizá nunca se verían.
Entonces, un anochecer, durante el tercer año de Jesse en Columbia, había abierto la puerta de su piso y se había encontrado las luces encendidas, el fuego ardiendo en la chimenea, y una mujer alta, pelirroja, de pie junto a los morillos y con el atizador en la mano.
¡Qué belleza! Ésta había sido la primera y sobrecogedora impresión de Jesse. Empolvada y pintada con destreza, su rostro tenía todo el artificio oriental, excepto por la notable intensidad de los ojos verdes y el espeso y rizado pelo rojo cayendo en sus hombros.
—Querida —dijo la mujer—. Soy Maharet.
Jesse se había lanzado a sus brazos. Pero Maharet la había frenado, manteniéndola apartada de sí como para contemplarla. Luego la había cubierto de besos como si no se atreviera a tocarla de ninguna otra manera, con sus manos enguantadas apenas cogiendo los brazos de Jesse. Había sido un momento encantador y de una extrema delicadeza. Jesse había acariciado el suave y espeso pelo rojo de Maharet. Tan parecido al suyo.
—Tú eres mi hija —había susurrado Maharet—. Eres todo lo que yo había esperado que fueras. ¿Sabes lo feliz que soy?
Como hielo y como fuego, le había parecido Maharet aquella noche. Inmensamente fuerte, pero con una irremediable calidez. Una criatura delgada y con calidad de estatua clásica, de cintura estrecha y con falda ondulante, que tenía el porte misterioso de las modelos, el maravilloso encanto de las mujeres que han hecho de sí mismas una escultura. Su larga capa parda flotaba extendida con elegancia majestuosa cuando salieron juntas del piso. Pero, a pesar de todo, ¡qué fácil les había sido entenderse!
Había sido una larga noche por la ciudad; habían visitado galerías de arte, habían ido al teatro y luego a cenar de madrugada, aunque Maharet no había querido comer nada. Estaba demasiado emocionada, dijo. Ni siquiera se sacó los guantes. Sólo quería oír lo que Jesse tenía que contarle. Y Jesse había hablado sin parar acerca de todo: Columbia, su trabajo en arqueología, sus sueños de un campo de trabajo en Mesopotamia.
¡Tan diferente de la intimidad de las cartas! Incluso habían paseado por Central Park en la más absoluta oscuridad, y Maharet le decía que no había la más ligera razón para tener miedo. Entonces había parecido completamente normal, ¿no? Y tan bello, como si siguieran los senderos de un bosque encantado, sin temer nada, hablando con voces animadas pero susurrantes. ¡Qué divino era sentirse tan segura! Casi al alba, Maharet acompañaba a Jesse al piso con la promesa de llevarla a visitar California muy pronto. Maharet tenía una casa, en las montañas Sonoma.
Pero iban a transcurrir dos años antes de que llegase la invitación. Jesse acababa de licenciarse. Estaba inscrita para trabajar en una excavación en el Líbano, en julio.
«Tienes que venir a pasar dos semanas», había escrito Maharet. El billete de avión acompañaba a la nota. Mael, «un amigo querido», la recogería en el aeropuerto.
Aunque entonces Jesse no lo había admitido, habían sucedido cosas muy extrañas ya desde el principio.
Mael, por ejemplo, un hombre extraordinariamente alto, de ondulado y largo pelo rubio, y unos ojos hundidos y azules. Había algo casi misterioso en su modo de andar, en el timbre de su voz, en la precisión con que conducía el coche mientras se dirigían al norte del condado de Sonoma. Vestía ropas de piel, que parecían de ranchero; las botas eran de piel de cocodrilo sin curtir, pero los guantes eran de exquisita cabritilla negra, y llevaba unas grandes gafas de montura de oro y cristales azules.
Pero había sido tan acogedor, había estado tan contento de verla, que a ella le había caído bien en el acto. Y le había contado la historia entera de su vida antes de que llegaran a Santa Rosa. Mael tenía una risa de lo más encantadora. Pero Jesse había quedado mareada al mirarlo fijamente una dos veces. ¿Por qué? La villa en sí misma era increíble. ¿Quién podía haber construido un lugar semejante? Se hallaba al final de un sinuoso camino sin asfaltar, eso para empezar; y sus habitaciones traseras habían estado excavadas en la montaña, como por medio de enormes máquinas. Luego estaba aquel llamativo techo de vigas. ¿Eran de secoyas vírgenes? Debían de haber medido cuatro metros de circunferencia. Y las paredes de adobe, antiguas sin lugar a dudas. ¿Había habido europeos en California tantos siglos atrás para poder…? ¡Pero qué importaba! La casa era magnífica. Adoraba los hogares redondos de hierro y las pieles de animales y la enorme biblioteca y el rudimentario observatorio con su antiguo telescopio de cobre.
Había adorado a los sirvientes bonachones que venían cada mañana de Santa Rosa para hacer la limpieza, lavar la ropa, preparar comidas suntuosas. Ni siquiera la molestaba estar sola tanto tiempo. Le gustaba pasear por el bosque. Iba a Santa Rosa en busca de novelas y de periódicos. Estudiaba los tapices de retales. Eran antiguas obras de artesanía que no podía clasificar; amaba examinar aquellas cosas.
Y el lugar tenía todas las comodidades. Antenas situadas en lo alto de la montaña recibían emisiones de televisión de todas partes del mundo. Había una sala de cine subterránea, completa, con proyector, pantalla y una inmensa colección de filmes. En tardes cálidas nadaba en el estanque situado al sur de la casa. Cuando caía la noche trayendo consigo el inevitable frío de la California septentrional, fuegos inmensos llameaban en cada hogar.
Naturalmente, el mayor descubrimiento para ella había sido la historia de la familia, es decir, la existencia de incontables volúmenes encuadernados en piel que trazaban el linaje de todas las ramas de la Gran Familia hasta muchos siglos atrás. Había quedado emocionadísima al descubrir cientos de álbumes de fotografías, y baúles llenos de retratos pintados, algunos tan sólo miniaturas ovales, otros largas telas ahora cubiertas con una capa de polvo.
De inmediato devoró la historia de los Reeves de Carolina del Sur, su propia familia, ricos antes de la Guerra Civil, y arruinados después. Sus fotografías eran casi más de lo que podía soportar. Allí, al fin, aparecían los antepasados con los que tenía ciertas semejanzas: podía distinguir sus propios rasgos en aquellos rostros. Su piel pálida, ¡incluso su expresión! Y dos de ellos lucían el largo pelo rizado y rojo. Para Jesse, una niña adoptada, todo aquello tenía un significado muy especial.
Hasta el final de su estancia, al abrir los rollos escritos en latín antiguo, griego y jeroglíficos egipcios, Jesse no comenzó a comprender las implicaciones de los documentos familiares. Después de aquel verano, jamás fue capaz de recordar con exactitud dónde había hallado las tablillas de arcilla, ocultas en alguna parte del sótano. Pero la memoria de las conversaciones con Maharet nunca se borró. Habían hablado durante horas de la crónicas familiares.
Jesse había pedido poder trabajar en la historia de la familia. Por aquella biblioteca habría abandonado la Universidad. Quería traducir y adaptar los antiguos documentos e introducirlos en ordenadores. ¿Por qué no publicar la historia de la Gran Familia? Ya que seguramente un linaje tan largo era algo muy infrecuente, si no único. Incluso las testas coronadas de Europa no podían remontarse más allá de los primeros siglos de la Baja Edad Media.
Maharet había sido comprensiva con el entusiasmo de Jesse y había intentado hacerle ver que sería una pérdida de tiempo y un trabajo sin recompensa. Después de todo, sólo era la historia de la evolución de una familia a través de los siglos; y, a veces, sólo había documentos con listas de nombres, o breves descripciones de vidas anodinas, registros de nacimientos y de muertos, documentos de emigraciones.
Buenos recuerdos, aquellas conversaciones. Y la suave y difusa luz de la biblioteca, el delicioso olor a piel y pergamino, a velas y a fuego. Y Maharet junto a la chimenea, la encantadora modelo, con sus pálidos ojos verdes protegidos con gafas de color suave, advertía a Jesse de que aquel trabajo podría absorberla demasiado, y le decía que ella había de reservarse para cosas mejores. Era la Gran Familia lo que importaba, no documentarla, era la vitalidad de cada generación y el conocimiento y el amor de los parientes. Los papeles se limitaban a hacer esto posible.
El anhelo de Jesse por llevar a cabo aquel trabajo era mucho mayor de lo que nunca había experimentado. ¡Seguro que Maharet la dejaría quedarse allí! ¡Pasaría años en aquella biblioteca, descubriría por fin los orígenes exactos de la familia!
Sólo tiempo después, lo vislumbró como un asombroso misterio, uno entre los muchos que contempló durante aquel verano. Sólo después… Tantos pequeños detalles en la cabeza que fueron como una carcoma para su mente.
Por ejemplo, Maharet y Mael nunca aparecían antes de que oscureciera, y la explicación que daban para ello (que dormían de día) no era en absoluto satisfactoria. ¿Y dónde dormían? Esa era otra pregunta. Sus aposentos permanecían vacíos durante todo el día y con las puertas abiertas, que dejaban ver los armarios roperos rebosantes de trajes exóticos y llamativos. A la puesta de sol, aparecían como si se hubieran materializado. Jesse levantaba la vista. Maharet se hallaba junto al fuego, con un maquillaje elaborado y sin defecto alguno, el vestido teatral, sus joyas, pendientes y collar, centelleando a la luz oscilante. Mael, vestido como siempre con suave ante pardo, chaqueta y pantalones, se apoyaba en la pared.
Pero cuando Jesse les preguntaba acerca de su horario intempestivo, las respuestas de Maharet la dejaban convencida del todo. Mael y Maharet eran unos seres pálidos, que detestaban la luz del sol y que permanecían en vela hasta muy tarde. Cierto. A las cuatro de la madrugada, aún podían estar discutiendo sobre política o historia, siempre desde una rara perspectiva, grandiosa, llamando a las ciudades por sus nombres antiguos, y a veces hablando en una lengua rápida y desconocida que Jesse ni siquiera podía clasificar, y no digamos comprender. Con su don psíquico, a veces sabía lo que estaban diciendo; pero la fonética extraña la confundía.
Y era obvio que alguna cosa en Mael molestaba a Maharet. ¿Era el amante de ella? La verdad…, no lo parecía.