Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Los principales personajes de la obra (inmortales muy encantadores, cuando uno había entrado bien en el texto) habían formado una pequeña y malvada familia en la Nueva Orleans de la preguerra, donde se alimentaron del populacho durante más de cincuenta años. Lestat era el malo de la historia, y el protagonista. Louis, su angustiado subordinado, era el héroe y el narrador. Claudia, su exquisita «hija», vampira, era una figura auténticamente trágica: su mente maduraba año tras año, pero su cuerpo sería por siempre el de una chiquilla. La fructuosa búsqueda de la redención por parte de Louis era el tema del libro, estaba claro, pero el odio de Claudia por los dos vampiros que habían hecho de ella lo que era, y su propia destrucción final habían impresionado mucho más a Jesse.
—El libro no es una ficción —explicó David—. Sin embargo, con qué objetivo fue escrito el libro, aún no está claro. Y el hecho de que se haya publicado en forma de novela, más bien nos ha alarmado.
—¿No es ficción? —preguntó Jesse—. No comprendo.
—El nombre del autor es un seudónimo —prosiguió David—; los cheques para los derechos de autor van a parar a un joven viajero incesante que resiste todo intento de entrar en contacto con él. Sea como sea, es un reportero muy semejante al muchacho entrevistador de la novela. Pero nunca se lo encuentra en ninguna parte. Tu trabajo será ir a Nueva Orleans y documentar los acontecimientos de la narración que tuvieron lugar allí antes de la Guerra de Secesión.
—Espera un momento. ¿Con esto me estás queriendo decir que los vampiros existen? ¿Que estos personajes, Louis, Lestat y la pequeña Claudia, son reales?
—Sí, eso mismo —respondió David—. Y no olvides a Armand, el mentor del
Théàtre des Vampires
de París. ¿Recuerdas a Armand?
Jesse no tuvo dificultades para recordar a Armand ni el teatro. Armand, el inmortal más viejo de la novela, el que tenía el rostro y el cuerpo de un adolescente. Y por lo que se refería al teatro, había sido un horripilante establecimiento en cuyo escenario se mataba a seres humanos, ante un confiado público parisino, lo cual formaba parte habitual del espectáculo.
Jesse estaba reviviendo el tono de pesadilla del libro. Especialmente las partes que trataban de Claudia. Claudia había muerto en el Teatro de los Vampiros. La asamblea de vampiros, bajo las órdenes de Armand, la había destruido.
—David, no sé si he comprendido bien. ¿Lo que me estás diciendo es que los vampiros existen?
—Exactamente —respondió David—. Hemos estado observando este tipo de seres desde el principio de nuestra existencia. Hablando con propiedad, se creó la Talamasca para estudiar esta clase de criaturas, pero esto es otra historia. Con toda seguridad, no son personajes de ficción los de esta novelita o lo que sea; pero ésta será tu misión: documentar la existencia del grupo de Nueva Orleans, como está descrito aquí: Claudia, Louis, Lestat.
Jesse rió. No pudo evitarlo. Rió de veras. La paciente expresión de David la animó a reír más. Pero Jesse no sorprendió a David, no más que su risa había sorprendido a Aaron Lightner ocho años antes, cuando se encontraron por primera vez.
—Excelente actitud —dijo David con una sonrisa maliciosa—. No queremos que seas demasiado imaginativa ni demasiado confiada. Pero este campo requiere gran precaución, Jesse, y estricta obediencia a las reglas. Créeme cuando te digo que esta área puede ser extremadamente peligrosa. Por supuesto, eres libre de renunciar a la misión ahora mismo.
—Voy a echarme a reír de nuevo —dijo Jesse. Raras veces, si no ninguna, había oído la palabra «peligroso» en la Talamasca. Sólo la había visto al hacer anotaciones en los ficheros de las familias de brujas. Ahora podía creer sin demasiada dificultad en una familia de brujas. Las brujas eran seres humanos, y los espíritus, muy probablemente podían ser manipulados. ¿Pero los vampiros?
—Bien, planteemos el asunto de este modo —dijo David—. Antes de que te decidas, examinemos ciertos objetos pertenecientes a esas criaturas, que conservamos en los sótanos.
La idea fue irresistible. Había veintenas de sótanos bajo la Casa Madre en los cuales Jesse nunca había sido admitida. No iba a dejar pasar aquella oportunidad.
Mientras descendían juntos las escaleras, la atmósfera de la villa de Sonoma le vino a la memoria de súbito y muy vividamente. El largo pasillo con sus difusas bombillas eléctricas le recordaron el sótano de Maharet. Se sintió más y más emocionada.
Siguió en silencio a David, pasando almacén tras almacén, todos cerrados. Vio libros, una calavera en un estante, lo que parecía ropa vieja amontonada en el suelo, muebles, pinturas al óleo, baúles y cajas fuertes, polvo.
—Todo este batiburrillo —dijo David con un gesto de abandono— está relacionado, de un modo u otro, con nuestros inmortales amigos bebedores de sangre. En realidad, tienden a ser bastante materialistas. Y dejan detrás de sí toda clase de restos. No es raro en ellos abandonar el menaje entero de una casa: muebles, ropas e incluso ataúdes (muy adornados e interesantes ataúdes), cuando se cansan de un sitio o de una identidad concretos. Pero hay algunas cosas especiales que debo enseñarte. Creo que serán muy concluyentes para tu decisión.
¿Concluyentes? ¿Había algo concluyente en aquel trabajo? Verdaderamente, aquella era una tarde de sorpresas.
David la llevó a un cuarto final, una estancia muy grande, con las paredes recubiertas de zinc e iluminada por una hilera de luces en el techo.
Vio un enorme cuadro en la pared del fondo. De inmediato lo situó en el Renacimiento, y probablemente veneciano. Estaba realizado en pintura al temple sobre madera. Y tenía el maravilloso brillo de aquel tipo de pinturas, un lustro que ningún material sintético podía crear. Leyó el título en latín, junto con el nombre del artista, en unas pequeñas letras de estilo romano, pintadas en la esquina inferior derecha.
LA TENTACIÓN DE AMADEO
por Marius
Retrocedió para observarlo mejor.
Un espléndido coro de ángeles de alas negras flotaba alrededor de una sola figura arrodillada, un joven de pelo castaño. El cielo cobalto tras ellos, visto a través de una serie de arcos, estaba magníficamente logrado, con masas de nubes doradas. Y el suelo de mármol ante las figuras tenía una perfección fotográfica. Se podía percibir su frialdad, ver las vetas de la roca.
Pero las figuras eran la auténtica gloria del cuadro. Las caras de los ángeles estaban muy bien perfiladas, sus ropajes al pastel y sus alas de plumas negras, extraordinariamente detallados. Y el chico… ¿cómo decirlo?, ¡el chico estaba vivo! Sus ojos pardos resplandecían en su mirada al frente, hacia fuera del cuadro. Su piel aparecía húmeda. Estaba a punto de moverse o de hablar.
De hecho, era demasiado realista para ser del Renacimiento. Las figuras eran más concretas que ideales. Los ángeles tenían una expresión poco alegre, casi amarga. Y la tela de la túnica del chico y sus polainas estaba dibujadas con demasiada precisión. Hasta se podían ver las costuras, una ligera rasgadura, el polvo en la manga. Había otros detalles así: hojas secas esparcidas por el suelo, y dos pinceles reposando en un lado, sin razón aparente.
—¿Quién es Marius? —susurró ella. El nombre no le decía nada. Y nunca había visto un cuadro italiano con tantos elementos turbadores. Ángeles de alas negras…
David no respondió. Señaló al chico.
—Es en el chico en lo que quiero que te fijes —dijo—. No será el verdadero tema de tu trabajo, pero sí un eslabón muy importante.
¿Tema? ¿Eslabón?… Estaba demasiado absorta en la pintura.
—Mira, huesos en un rincón, huesos humanos cubiertos de polvo, como si alguien simplemente los hubiera apartado del medio. ¿Pero qué diablos significa todo esto?
—Sí —murmuró David—. Cuando aparece la palabra «atención», normalmente hay demonios que rodean a un santo.
—Exactamente —respondió—. Y el arte es excepcional. —Cuanto más contemplaba el cuadro, más alterada se sentía—. ¿Dónde conseguisteis el cuadro?
—La orden lo compró hace siglos —respondió David—. Nuestro emisario en Venecia lo recuperó de una mansión quemada en el Canal Grande. Por cierto, estos vampiros están siempre relacionados con incendios. Es la única arma efectiva que pueden utilizar contra ellos mismos. Siempre hay algo en llamas. En las
Confesiones de un Vampiro
hay varios incendios, no sé si lo recuerdas. Louis prende fuego a la casa de Nueva Orleans en un intento de destruir a su hacedor y mentor, Lestat. Y, más tarde, Louis quema el Teatro de los Vampiros en París, después de la muerte de Claudia.
La muerte de Claudia… Un escalofrío recorrió la espalda de Jesse, la sobresaltó.
—Pero fíjate con atención en el muchacho —dijo David—. Es de él de quien tenemos que hablar.
Amadeo. Significa «el que ama a Dios». Era una criatura bella, perfecta. Dieciséis años, quizá diecisiete, de rostro cuadrado y de proporciones fuertes y con una curiosa expresión implorante.
David había puesto algo en la mano de ella. Contra su voluntad, arrancó la vista de la pintura. Se encontró escrutando un daguerrotipo, una fotografía de finales del siglo XIX. Al cabo de un momento susurró:
—¡Es el mismo muchacho!
—Sí. Y es una especie de experimento —dijo David—. Lo más probable es que fuera tomada al anochecer en unas condiciones de luz imposible, unas condiciones de luz que no habrían funcionado con otro individuo. Fíjate que, salvo su cara, poco más es realmente visible.
Cierto, pero aún distinguió que el estilo de peinado era del período que decía.
—Puedes echar un vistazo a esto también —dijo David. Y ahora le dio una antigua publicación, un diario del siglo XIX, del tipo con columnas estrechas, diminutas letras e ilustraciones a la tinta. Allí estaba otra vez el mismo muchacho, descendiendo de un birlocho, un apunte apresurado, aunque se podía observar que el muchacho estaba sonriendo.
—El artículo habla de él y del Teatro de los Vampiros. Aquí hay un periódico inglés del mil setecientos ochenta y nueve. Más de ochenta años antes, creo. Pero encontrarás otra descripción muy completa del establecimiento y del mismo joven.
—El Teatro de los Vampiros… —Levantó la mirada hacia el chico de pelo castaño arrodillado en el cuadro—. ¡Pero si es Armand, el personaje de la novela!
—Precisamente. Parece que le gusta el nombre. Podía haber sido Amadeo cuando estaba en Italia, pero se convirtió en Armand en el siglo dieciocho, y ha usado Armand desde entonces.
—Despacio, por favor —dijo Jesse—. ¿Tratas de decirme que el Teatro de los Vampiros ha sido documentado? ¿Por nosotros?
—Completamente. El archivo es enorme. Incontables memorias describen el teatro. También tenemos las escrituras de propiedad. Aquí llegamos a otro eslabón que une nuestros archivos con esta novela,
Confesiones de un Vampiro.
El nombre del propietario del teatro era Lestat de Lioncourt, quien lo adquirió en mil setecientos ochenta y nueve. Y la propiedad, en el París moderno, incluso el de hoy en día, está en manos de un hombre que se llama igual.
—¿Está esto verificado? —interrogó Jesse.
—Todo está en los archivos —dijo David—; fototipias de los antiguos documentos y de los recientes. Puedes estudiar la firma de Lestat, si así lo deseas. Lestat lo hace todo a lo grande: ocupa la mitad de la página con su magnífica escritura. Tenemos fototipias de varios ejemplos. Queremos que lleves estas fototipias contigo a nueva Orleans. Hay un relato periodístico del fuego que destruyó el teatro, exacto a la descripción que hizo Louis. La fecha es acorde con los hechos de la historia. Puedes revisarlo todo, por supuesto. Y la novela, léela de nuevo, y hazlo con mucha atención.
A finales de semana, Jesse volaba ya hacia Nueva Orleans. Su trabajo consistiría en comentar y documentar la novela desde todos los aspectos posibles, buscando títulos de propiedad, traslados, periódicos y publicaciones antiguos, cualquier cosa que pudiera encontrar que apoyase la teoría de que los personajes y los acontecimientos eran reales.
Pero Jesse todavía no lo creía. Sin duda, allí había «algo», pero tenía que ser un engaño. Y el engaño era con toda probabilidad un novelista histórico muy inteligente que había realizado una interesante investigación y la había convertido en una historia ficticia. Después de todo, las entradas de teatro, las escrituras de propiedad, los programas y lo demás no probaban en modo alguno la existencia de los inmortales chupadores de sangre.
Y por lo que se refería a las precauciones que Jesse tenía que tomar, pensó que eran una mera broma.
No le era permitido quedarse en Nueva Orleans más que entre la hora de la salida del sol y las cuatro de la tarde. A ésta hora tenía que tomar un coche y dirigirse hacia el norte, a Baton Rouge, y pasar la noche a salvo en una habitación de la planta dieciséis de un moderno hotel. Si tenía la mínima sensación de que alguien la observaba o la seguía, buscaría de inmediato colocarse a salvo entre la muchedumbre. Y, desde un lugar bullicioso y bien iluminado, llamaría en el acto por teléfono a Londres.
Nunca, bajo ninguna circunstancia, debía intentar la «visión» de uno de esos individuos vampiros. La Talamasca no conocía los parámetros de los poderes vampíricos. Pero una cosa era segura: esos seres podían leer las mentes. También podían crear confusión mental en los seres humanos. Había evidencias considerables de que eran muy fuertes. Y con toda certeza, podían matar.
Además, algunos de ellos, sin duda, conocían la existencia de la Talamasca. A lo largo de los siglos, varios miembros de la orden habían desaparecido mientras llevaban una investigación en este campo.
Jesse tenía que leer con mucha atención las noticias de los diarios. La Talamasca tenía motivos para creer que, en la actualidad, ya no había vampiros en Nueva Orleans. En caso afirmativo, Jesse no habría ido. Pero, en cualquier momento, Lestat, Armand o Louis podían hacer acto de presencia. Si Jesse tropezaba con un artículo acerca de una muerte sospechosa, tenía que salir de inmediato de la ciudad y no volver a ella.
Jesse opinó que todo aquello era hilarante. Ni siquiera un puñado de antiguas noticias acerca de misteriosas muertes la impresionó o la asustó. Después de todo, aquellas personas podían haber muerto víctimas de un rito satánico. Eran muertes demasiado humanas.
Pero Jesse había aceptado la misión.
De camino al aeropuerto, David le preguntó por qué.