La reina de los condenados (30 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—Si no puedes aceptar lo que te cuento, entonces, ¿por qué quieres investigar el libro?

Ella se había tomado su tiempo para responder.

—Hay algo obsceno en la novela. Hace que las vidas de esos seres parezcan atractivas. Al principio, no te das cuenta; es una pesadilla de la cual no puedes salir. Luego, de súbito, te sientes a gusto en ella. Quieres quedarte. Ni siquiera la tragedia de Claudia es capaz de disuadirte.

—¿Y?

—Quiero demostrar que es pura ficción —dijo Jesse.

Lo cual bastaba a la Talamasca, sobre todo viniendo de una investigadora experimentada.

Pero, en el largo vuelo a Nueva York, Jesse se había dado cuenta de que había algo que no podía contar a David. Lo acababa de comprender en aquel preciso momento.
Confesiones de un Vampiro
le «recordaba» al verano de muchos años atrás con Maharet, aunque Jesse no sabía por qué. Una y otra vez detenía su lectura para pensar en aquellos días. Y pequeños fragmentos le iban viniendo a la memoria. Incluso, en algún momento del viaje, soñó otra vez con aquel verano. Pero aquello quedaba bastante fuera del tema en cuestión, se dijo a sí misma. Sin embargo, había alguna relación, había algo que tenía que ver con la atmósfera del libro, con el ambiente, incluso con las actitudes de los personajes, y, en conjunto, con la manera en que las cosas parecían ser de un modo y eran de otro completamente distinto. Pero Jesse no podía explicárselo. Su razón, como su memoria, estaban curiosamente trabadas.

Los primeros días a Jesse en Nueva Orleans fueron los más extraños en toda su carrera en las Ciencias Ocultas.

La ciudad poseía una belleza casi caribeña y un persistente sabor colonial que le encantó enseguida. Sin embargo, en todas las partes adonde iba, «percibía» cosas. El lugar entero parecía encantado. Las imponentes mansiones de la preguerra eran seductoramente silenciosas y lúgubres. Incluso las calles del barrio francés, atestadas de turistas, tenían una atmósfera sensual y siniestra que la distraía de su camino o la detenía durante largos ratos a soñar sentada, desplomada, en un banco de Jackson Square.

Odiaba tener que dejar la ciudad a las cuatro de la tarde. El altísimo hotel de Baton Rouge le proporcionaba un grado sublime de lujo americano que no le desagradaba. Pero el suave ambiente perezoso de Nueva Orleans se pegaba a ella. Cada mañana despertaba con la confusa sensación de haber soñado con los personajes vampíricos. Y con Maharet.

Luego, al cabo de cuatro días de haber iniciado su investigación, hizo una serie de descubrimientos que la llevaron directamente al teléfono. Era cierto que había habido un Lestat de Lioncourt en el censo de impuestos en Louisiana. De hecho, en 1862 había entrado en posesión de una casa en Royal Street, que había comprado a su socio Louis Pointe du Lac. Louis Pointe du Lac había sido propietario de siete fincas, en Louisiana, una de las cuales había sido la plantación descrita en
Confesiones de un Vampiro.
Jesse quedó estupefacta. También tuvo un inmenso gozo.

Pero hubo más hallazgos. Alguien llamado Lestat de Lioncourt poseía en la actualidad casas en varias partes de la ciudad. Y la firma de aquella persona, que aparecía en documentos fechados en 1895 y 1910, era idéntica a las firmas de siglo XVIII.

¡Oh, era demasiado maravilloso! Jesse estaba entusiasmada.

De inmediato se dispuso a fotografiar las propiedades de Lestat. Dos eran mansiones en el Garden District, claramente inhabitables y desmoronándose tras las verjas oxidadas. Pero el resto de ellas, incluyendo la casa de Royal Street (la misma escriturada a nombre de Lestat en 1862), estaban arrendadas por una agencia local que pagaba los beneficios a un apoderado en París.

Era más de lo que Jesse podía soportar. Telegrafió a David pidiendo dinero. Tenía que conseguir que los inquilinos actuales de Royal Street hicieran el traspaso, ya que aquella era con seguridad la casa que habitaron Lestat, Louis y la niña Claudia. Quizás hubiesen sido vampiros o quizá no, ¡pero vivieron allí!

David envió el giro de inmediato, junto con instrucciones estrictas de no acercarse a las mansiones en ruinas que había mencionado. Jesse respondió en el acto que ya había examinado aquellos lugares. Nadie había estado allí durante años.

Era la otra casa la que importaba. Al final de la semana ya había conseguido el traspaso. Los antiguos inquilinos se marcharon contentísimos con los bolsillos repletos de dinero. Y el lunes, de buena mañana, Jesse se paseaba por el suelo de la ahora vacía primera planta.

Deliciosamente abandonada. Las viejas chimeneas, las molduras, las puertas, ¡todo allí!

Jesse se puso a trabajar con un destornillador y un cincel en las piezas principales. Louis había descrito un incendio en esos salones, incendio en el cual Lestat había sufrido graves quemaduras. Bien, Jesse lo aclararía.

Al cabo de una hora, ya había descubierto las vigas quemadas. Y los yeseros (¡que Dios los bendijera!) que habían acudido para reparar los daños, habían tapado los agujeros con viejos periódicos, fechados en el 1862. Lo cual encajaba a la perfección con el relato de Louis. Había cedido la casa a Lestat, había trazado los planes para marchar a París, y luego tuvo lugar el fuego durante el cual Louis y Claudia habían huido.

Naturalmente, Jesse se decía a sí misma que continuaba escéptica, pero los personajes del libro estaban adquiriendo una rara realidad. El viejo teléfono negro en el vestíbulo había sido desconectado. Tenía que salir, para telefonear a David, lo cual en aquellos momentos era un fastidio. Quería contárselo todo en el acto.

Pero no salió de la casa. Al contrario, permaneció sentada en el salón durante horas, sintiendo la calidez del sol que caía en las toscas tablas que constituían el suelo a su alrededor, escuchando los crujidos del edificio. Una casa con aquella antigüedad nunca está en silencio, y menos aun en un clima húmedo. Se siente como algo vivo. Allí no había fantasmas, al menos que ella pudiera ver. Sin embargo, no se sentía sola. Al contrario, había allí una calidez acogedora. De repente, alguien la sacudió para despertarla. No, desde luego que no. No había nadie más que ella. Un reloj dando las cuatro…

Al día siguiente, alquiló una máquina de vapor para quitar el papel de la pared y se puso a trabajar en las otras habitaciones. Tenía que llegar al recubrimiento original. El estilo podría ser fechado, y además, estaba buscando algo concreto. Pero había un canario cantando cerca, quizás en otro piso o en una tienda, y su canto la distraía. Tan encantador… No olvides el canario. El canario morirá si lo olvidas. De nuevo, cayó dormida.

Cuando despertó, hacía rato que había oscurecido. Podía oír la música de un clavicordio próximo. Durante largos minutos, permaneció escuchando con los ojos cerrados. Mozart, muy rápido. Demasiado rápido, pero ¡qué digitación! Una gran frase musical ondulante, una asombrosa virtuosidad. Por fin, hizo un esfuerzo para levantarse, ir a encender las luces del techo y volver a enchufar la máquina de vapor.

Era una máquina pesada; el agua caliente goteaba y se escurría a lo largo de su brazo. En cada habitación, arrancaba el papel de una sección de pared hasta llegar al enyesado original; luego se iba a otra. Pero el continuo zumbido de la máquina la atontaba. Le parecía que oía voces en el interior de la máquina: personas que reían, charlaban entre ellas, alguien que hablaba francés en un murmullo grave y rápido, una niña llorando…, ¿o era una mujer?

Había apagado el maldito trasto. Nada. Sólo un engaño del mismo ruido en una resonante casa vacía.

Volvió de nuevo al trabajo sin tener conciencia de la hora, o de que no había comido, o de que se estaba durmiendo. Cargó con la pesada máquina de un lado a otro hasta que, cuando menos lo pensaba, en la habitación del centro encontró lo que había estado buscando: un mural pintado a mano en una pared lisa de yeso.

Durante unos momentos, estuvo demasiado emocionada para moverse. Luego se puso a trabajar frenéticamente. Sí, era el mural del «bosque mágico» que Lestat había encargado para Claudia. Y, en rápidos barridos de la goteante máquina, fue descubriendo más y más del mural.

«Unicornios y pájaros dorados y árboles llenos de frutos por encima de ríos deslumbrantes.» Era exactamente como Louis lo había descrito. Al final, consiguió dejar al descubierto una gran parte del mural, que ocupaba las cuatro paredes de la habitación. La habitación de Claudia, sin duda alguna. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Se sentía mareada, pero no era por comer. Echó un vistazo a su reloj. La una.

¡La una! Había estado allí casi la mitad de la noche. Debía irse ahora, ¡inmediatamente! ¡Era la primera vez, en todos los años de Talamasca, que había quebrantado una regla!

Pero no conseguía ponerse en movimiento. Estaba tan cansada, a pesar de su agitación… Estaba sentada, apoyada en la repisa de mármol de la chimenea, y la luz de la bombilla del techo era tan triste…, y, además, le dolía la cabeza. Pero continuó contemplando los pájaros dorados, las diminutas y trabajadas flores, y los árboles. El cielo era de un bermellón profundo, pero había luna llena y no sol, y un gran barrido de minúsculas estrellas errantes. Fragmentos de plata maleada seguían pegados a las estrellas.

Poco a poco se fue percatando de un muro de piedra, pintado como fondo en una esquina. Tras él había un castillo. ¡Qué encantador sería andar por el bosque hacia el castillo, cruzar la puerta de madera cuidadosamente pintada! Entrar en otro reino. Oyó una canción en el interior de su cabeza, algo que había olvidado por completo, algo que Maharet solía cantar.

Luego, de súbito, vio que la puerta estaba pintada en una auténtica abertura en la pared.

Aun sentada, se inclinó hacia delante. Pudo distinguir las junturas en el yeso. Sí, una abertura cuadrada que, trabajando tras la pesada máquina, le había pasado inadvertida. Fue a arrodillarse frente a ella y la palpó. Una puerta de madera. Cogió el destornillador e intentó abrirla haciendo palanca. No hubo suerte. Trabajó en un costado y luego en el otro. Pero lo único que consiguió fue estropear la pintura.

Se sentó en cuclillas y la estudió atentamente. Una puerta pintada ocultando una puerta de madera… Y había una franja desgastada allí donde estaba dibujada la empuñadura. ¡Sí! Alargó la mano y dio un golpe seco a la empuñadura. La puerta se abrió de par en par. Fue así de simple.

Levantó su linterna. Un armario empotrado, de paredes revestidas de cedro, apareció ante ella. Y había objetos en su interior. ¡Un libro blanco de tamaño pequeño y encuadernado en cuero! También algo que parecía un rosario; y una muñeca, una muñeca de porcelana, muy antigua.

Durante unos momentos, no tuvo valor suficiente para tocar aquellos objetos. Era como profanar una tumba. Y había un leve olor como de perfume. No estaba soñando, ¿verdad? No, la cabeza le dolía demasiado como para que aquello fuera un sueño. Alargó la mano hacia el interior antes que nada sacó la muñeca.

El cuerpo era tosco en comparación con los modelos actuales, pero las extremidades de madera estaban bien formadas y bien articuladas. El vestido blanco y el lazo lavanda estaban raídos y se caían a trizas. Pero la cabeza de porcelana era encantadora; y los grandes ojos de cristal, perfectos; y la peluca de pelo rubio y suelto, aún intacta.

—Claudia —susurró.

Su voz la hizo consciente del silencio imperante. En aquella hora no había tráfico. Sólo los viejos maderos crujiendo. Y el suave y relajante parpadeo de un quinqué en una mesa cercana. Y, además, la música del clavicordio seguía llegando de algún lugar; alguien tocaba Chopin ahora, el
Pequeño Vals,
con la misma asombrosa digitación que Jesse había oído antes. Se sentó, inmovilizada, mirando la muñeca que tenía en el regazo. Quería cepillarle el pelo, arreglarle el lazo.

Los acontecimientos culminantes de
Confesiones de un Vampiro
le volvieron a la memoria: Claudia destruida en París. Claudia atrapada por la luz mortal del sol naciente en un pequeño patio de paredes de ladrillo del cual no podía escapar. Jesse sintió un golpe apagado, y el rápido y silencioso latir de su corazón contra su cuello. Claudia desaparecida, mientras los demás continuaban existiendo. Lestat, Louis, Armand…

Luego, con un sobresalto, se dio cuenta de que tenía la vista fija en los demás objetos del interior del armario. Extendió el brazo y cogió el libro.

¡Un diario! Las hojas eran frágiles, manchadas como de puntos. Pero la anticuada escritura sepia aún era legible, especialmente ahora que los quinqués estaban todos encendidos y la habitación tenía una acogedora luminosidad. Podía traducir del francés sin demasiado esfuerzo. La primera anotación estaba fechada el 21 de setiembre de 1836:

«Éste es el regalo de cumpleaños de Louis. Que haga con él lo que quiera, me dice. Quizá me gustaría copiar en él aquellos poemas ocasionales que cautivan mi imaginación y leérselos de vez en cuando.

No acabo de comprender qué quieren decir con mi cumpleaños. ¿Nací al mundo un 21 de setiembre o en este día fue cuando abandoné todo lo humano para convertirme en lo que soy?

Mis distinguidos padres son reacios siempre a iluminarme en tales simples materias. Uno pensaría que es de mal gusto tratar esos temas. Louis parece desconcertado, luego miserable, y después vuelve a su periódico de la tarde. Y Lestat sonríe y toca un poco de Mozart para mí; después, con un encogimiento de hombros, contesta:

—Fue el día en que naciste
para nosotros.

Por supuesto, me ha regalado una muñeca, como de costumbre, una doble de mí, que siempre viste un duplicado de mi vestido más reciente. Quiere que sepa que envía a buscar esas muñecas a Francia. ¿Y qué debo hacer con ella? ¿Jugar como si fuera de veras una niña?

—¿Hay alguna insinuación en esto, queridísimo padre? —le he preguntado esta noche—. ¿Que debo ser una muñeca para siempre? —A lo largo de los años me ha regalado treinta muñecas iguales, si no me falla la memoria. Y la memoria nunca me falla. Cada muñeca ha sido idéntica a la anterior. Si las guardase, abarrotarían mi habitación hasta sacarme de ella. Pero no las guardo. Las quemo, más tarde o más temprano. Hago añicos sus caras de porcelana con el atizador. Contemplo cómo el fuego quema su pelo. No puedo decir que me guste hacer eso. Después de todo, las muñecas son bonitas. Y se parecen realmente a mí. Sí, se ha convertido en el gesto adecuado. La muñeca lo espera. Y yo también.

Y ahora me ha traído otra y se ha quedado en el hueco de la puerta, mirándome, como si mi pregunta lo agarrotara. Y de repente la expresión de su rostro se ensombrece tanto que creo que éste no puede ser mi Lestat.

Desearía poder odiarlo. Desearía poder odiarlos a ambos.

Pero me derrotan, no con su fuerza, sino con su debilidad. ¡Son tan encantadores! Y me gusta tanto mirarlos. ¡Dios mío, cuántas mujeres van tras ellos!

Mientras está quieto allí, mirándome, mirando cómo examino la muñeca que me ha regalado, le pregunto abruptamente:

—¿Te gusta lo que ves?

—Ya no las quieres más, ¿no? —susurra.

—¿Las querrías tú, si fueras yo? —pregunto.

La expresión de su rostro se ha ensombrecido aún más. Nunca lo había visto de esa manera. Un calor abrasador le sube al rostro y parece que parpadea para alcanzar su visión. Su perfecta visión. Me ha dejado y ha vuelto al salón. He ido tras él. A decir verdad, no puedo soportar verlo de esta manera, pero lo he perseguido.

—¿Te gustarían, si fueras yo? —he vuelto a preguntar.

Se ha quedado mirándome como si le diera miedo, a él, a un hombre de metro ochenta, yo, una niña de la mitad, como máximo, de su estatura.

—¿Me consideras bonita? —inquiero.

Ha pasado por delante de mí y se ha ido por el vestíbulo hacia la puerta trasera. Pero lo he alcanzado. Lo he cogido fuertemente por la manga cuando se encontraba en el último escalón.

—¡Contéstame! —le he dicho—. Mírame. ¿Qué ves?

Se encontraba en un estado terrible. He creído que se soltaría, se reiría y lanzaría un destello de sus habitualmente exuberantes colores. Pero, en lugar de ello, se ha dejado caer de rodillas ante mí y me ha cogido ambos brazos. Me ha besado rudamente en la boca.

—Te quiero —ha susurrado—. ¡Te quiero! —ha repetido como si fuera una maldición que echara a mi persona; y enseguida me ha recitado estos versos:

Cubrid su rostro;

me deslumbra;

ha muerto joven.

Es Webster, estoy casi segura. Una de esas obras de teatro que Lestat ama tanto. Me pregunto… ¿le agradarán a Louis estos breves versos? No puedo imaginarme por qué no. Son breves pero muy bonitos.»

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