La reina de los condenados (58 page)

BOOK: La reina de los condenados
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»Pasaron meses antes de que recuperara las fuerzas suficientes para dejar los campamentos de los beduinos. Yo quería que mi hijo naciera en nuestra tierra y supliqué a Mekare que continuásemos nuestro viaje.

»Por fin, gracias a la comida y la bebida que los beduinos nos habían proporcionado y con los espíritus como guías, llegamos a los verdes campos de Palestina y encontramos el pie de la montaña y a los pueblos de pastores (tan parecidos a nuestra tribu) que habían venido a poblar nuestros terrenos de pasto.

»Nos conocían, como habían conocido a nuestra madre y a todos nuestros parientes; sabían nuestro nombre y nos acogieron enseguida.

»Y volvimos a ser muy felices, entre las verdes hierbas, los árboles y las flores conocidas; y mi hijo crecía en mis entrañas. Viviría, el desierto no lo había matado.

»Así pues, en mi propia tierra di a luz a una hija (pues era una niña) y la llamé Miriam, como habían puesto a mi madre antes que yo. El bebé tenía el pelo negro de Khayman, pero los ojos verdes de su madre. Y el amor que sentí por mi hija y la alegría que conocí en ella constituyeron el bálsamo más eficaz que mi alma pudiera desear. Volvíamos a ser tres. Mekare, que conoció los dolores de parto conmigo y que sacó a mi hija de mi cuerpo, sostenía a Miriam en brazos durante horas y le cantaba como yo misma. La hija era tanto nuestra como mía. Intentamos olvidar los horrores que habíamos sufrido en Egipto.

»Miriam crecía. Finalmente Mekare y yo decidimos subir a la montaña y buscar las cuevas donde habíamos nacido. No sabíamos aún cómo íbamos a vivir o qué haríamos, a tanta distancia de nuestro nuevo pueblo. Pero regresaríamos con Miriam al lugar dónde habíamos sido tan felices; allí invocaríamos a los espíritus para nosotras y realizaríamos el milagro de la lluvia para bendecir a mi hija recién nacida.

»Pero la idea nunca debía llevarse a cabo. Nada de ella.

»Porque, antes de que pudiéramos partir del pueblo de pastores, los soldados regresaron, esta vez bajo el mando del alto mayordomo del Rey, Khayman. Los soldados fueron repartiendo oro a toda la tribu que, a lo largo de su camino, hubiese visto a las gemelas pelirrojas, u oído hablar de ellas, y supiera dónde podían estar.

»Una vez más, a mediodía, cuando el sol derramaba su luz en los campos herbosos, vimos a los soldados egipcios blandiendo las espadas. El pueblo se dispersó en todas direcciones, pero Mekare salió corriendo al encuentro de Khayman y se echó de rodillas ante él, suplicando:

»—No vuelvas a hacer daño a mi pueblo.

»Luego Khayman vino con Mekare al lugar donde yo me escondía con mi hija, y le mostré aquel bebé, que era progenie suya, y le imploré piedad, justicia, que nos dejase en paz.

»Pero sólo tuve que mirarlo para comprender que sería condenado a muerte si no regresaba con nosotras. Tenía el rostro fatigado, demacrado y lleno de miseria; no la piel lisa, blanca e inmortal que le veis aquí, en esta mesa, esta noche.

»El tiempo enemigo ha erosionado la huella original de su sufrimiento. Pero en aquella tarde de hace muchos siglos era muy evidente.

»Nos habló con voz suave y sumisa:

»—Un grave mal ha atacado al Rey y a la Reina de Queme —dijo—. Y lo han hecho vuestros espíritus. Y vuestros espíritus me han atormentado día y noche por lo que os hice, hasta que el Rey intentó expulsarlos de mi casa.

»Abrió sus brazos a mí para que pudiera ver las pequeñas heridas que los recubrían. Por allí el espíritu había extraído la sangre. Más pequeñas cicatrices salpicaban su cara y su cuello.

»—Oh, no sabéis la miseria en que he vivido —dijo—, porque no había nada que pudiera protegerme de aquellos espíritus. No sabéis las veces que os maldije, que maldije al Rey por lo que me había obligado a haceros, que maldije a mi madre por haberme traído al mundo.

»—Oh, ¡pero nosotras no somos las causantes! —replicó Mekare—. Hemos sido leales con vosotros. Por nuestras vidas os dejamos en paz. No es sino Amel, el malvado, quien lo ha hecho. ¡Oh, el espíritu maligno! ¡Y pensar que te ha torturado a ti en lugar de hacerlo al Rey y a la Reina, que fueron quienes te obligaron! ¡No podemos hacer nada para detenerlo! Te lo suplico, Khayman, dejamos en paz.

»—Amel se cansará pronto de lo que haga, sea lo que sea —dije yo—. Si el Rey y la Reina son fuertes, él, al final, se irá. Khayman, estás ante la madre de tu hija. Déjanos en paz. Por amor a esta hija: di a tu Rey y a tu Reina que no nos has encontrado. Déjanos aquí si respetas algún tipo de justicia.

»Pero él sólo miraba a aquella niña como si no supiera lo que veía. Él era egipcio. ¿Era aquella niña egipcia? Levantó la vista hacia nosotras.

»—De acuerdo, vosotras no enviasteis al espíritu —dijo—. Os creo. Pero evidentemente no comprendéis lo que ha llegado a realizar este espíritu. Su perversión ha llegado al límite. ¡Ha entrado dentro del Rey y de la Reina de Queme! ¡Está en el interior de sus cuerpos! ¡Ha transformado la misma sustancia de su carne!

»Durante largo tiempo nos quedamos mirándolo y considerando sus palabras. Comprendimos que con aquello no quería indicar que el Rey y la Reina estuvieran poseídos. Y comprendimos también que él había presenciado unos hechos tales que no había podido sino venir en nuestra busca, él en persona, aunque le costase la vida.

»Pero yo no creí lo que decía. ¿Cómo un espíritu podía hacerse carne?

»—No comprendéis lo que ha ocurrido en nuestro reino —susurró—. Tenéis que venir a verlo con vuestros propios ojos. —Y se interrumpió, porque había más, mucho más, que nos quería contar, y tenía miedo. Con amargura, dijo—: Debéis deshacer lo que está hecho, ¡aunque no sea obra vuestra!

»Ah, pero no pudimos deshacerlo, aquello fue el horror. Ya lo sabíamos entonces, lo presentíamos. Recordamos a nuestra madre de pie ante la cueva, mirando las diminutas heridas de su mano.

»Mekare echó atrás la cabeza e invocó a Amel, el malvado; le dijo que viniera a ella, que obedeciera sus órdenes. En nuestra lengua propia, la lengua gemela, gritó:

»—Sal del Rey y de la Reina de Queme y ven a mí, Amel. Inclínate ante mi voluntad. No hiciste esto bajo órdenes mías.

«Pareció como si todos los espíritus del mundo se hubieran puesto a escuchar en silencio; aquel era el grito de una hechicera poderosa; pero no hubo respuesta. Entonces lo sentimos: una gran inhibición de muchos espíritus en masa, como si algo más allá de sus conocimientos y más allá de su aceptación les hubiese sido revelado de súbito. Pareció que los espíritus se alejaran de nosotros en retirada y que luego volvieran, tristes e indecisos; buscando nuestro amor pero sintiendo repulsión.

»—Pero ¿qué es? —gritó Mekare—. ¡Qué es! —Invocó a los espíritus que pululaban cerca de ella, a sus elegidos. Por fin, en la quietud del momento, mientras los pastores aguardaban temerosos, mientras los soldados se preparaban para lo inesperado y Khayman nos miraba con los ojos vidriosos y cansados, oímos la respuesta. Nos llegó con expresión maravillada, incierta.

»—Amel tiene ahora lo que siempre había querido;
Amel tiene la carne. Pero Amel ya no existe.

»¿Qué querría decir?

»No lo podíamos imaginar. De nuevo Mekare exigió a los espíritus que respondieran, pero parecía que la incertidumbre de los espíritus se estaba transformando en miedo.

»—¡Decidme qué ha ocurrido! —conminó Mekare—. ¡Hacedme saber lo que sabéis! —Era un antigua orden utilizada por incontables hechiceras—. Dadme el conocimiento que me debéis.

»Y otra vez los espíritus respondieron dubitativos:

»—Amel está en la carne; Amel ya no es Amel; ya no puede responder.

»—Tenéis que venir conmigo —dijo Khayman—. Tenéis que venir. ¡El Rey y la Reina quieren que vayáis!

»En silencio y, aparentemente, sin emoción alguna, miró cómo yo besaba a mi hija y la entregaba a las mujeres de los pastores para que la cuidaran como suya. Y Mekare y yo nos rendimos a él; pero esta vez no lloramos. Era como si ya hubiéramos vertido todas las lágrimas. Nuestro breve año de felicidad con el nacimiento de Miriam ya había pasado, y el horror que había salido de Egipto nos alcanzaba para engullirnos una vez más.

Maharet cerró los ojos un instante, se frotó los párpados con las puntas de los dedos y luego levantó la mirada hacia los demás, que aguardaban cada uno con sus propios pensamientos y consideraciones, todos reticentes a que se interrumpiera la narración, aunque todos sabían que así debía ser.

Los jóvenes estaban cansados, agotados; la expresión extática de Daniel había cambiado poco. Louis estaba demacrado y la necesidad de la sangre lo hería, aunque no le importaba mucho.

—No os puedo contar más por ahora —dijo Maharet—. Casi es de día y los jóvenes deben ir bajo tierra. Tengo que prepararles el camino.

»Mañana por la noche nos reuniremos aquí otra vez y yo continuaré. Es decir, si nuestra Reina nos lo permite. La Reina no está en nuestras proximidades por ahora; no puedo oír ni el más leve rumor de su presencia; no puedo vislumbrar la más leve imagen de su rostro en los ojos de otro. Si sabe lo que estábamos haciendo, lo permite. O bien está lejos y es indiferente, y debemos esperar para conocer su voluntad.

»Mañana os diré lo que vimos cuando llegamos a Queme.

»Hasta entonces descansad a salvo en el interior de la montaña. Todos vosotros. La casa ha mantenido mis secretos ocultos a los ojos curiosos de los mortales durante incontables años. Recordad que ni siquiera la Reina puede herirnos hasta la caída de la noche.

Marius se levantó al mismo tiempo que Maharet. Se dirigió a la ventana más alejada mientras los demás salían despacio de la sala. Era como si la voz de Maharet aún continuase hablándole. Lo que más le afectaba era la evocación de Akasha y el odio que Maharet sentía por ella; porque Marius también sentía aquel odio; y sentía más intensamente que nunca que, mientras había tenido poder para hacerlo, podía haber puesto fin a aquella pesadilla.

Pero quizá la mujer pelirroja no hubiera querido que ocurriera. Nadie quería morir, y él tampoco. Y Maharet ansiaba vivir, tal vez con más pasión que cualquier inmortal que hubiera conocido nunca.

Sin embargo su relato parecía confirmar la desesperanza de todo. ¿Qué se había accionado al levantarse la Reina de su trono? ¿Qué era aquel ser que tenía a Lestat en sus fauces? No podía imaginarlo.

«Cambiamos, pero no cambiamos —pensó—. Crecemos en sabiduría pero no estamos libres de errores. Solamente somos humanos durante todo el tiempo que vivamos; éste es el milagro y la maldición.»

De nuevo vio el rostro sonriente que había vislumbrado cuando el hielo le había empezado a caer encima. ¿Era posible que amase con tanta intensidad como aún odiaba; que, en su gran humillación, la evidencia le hubiese pasado inadvertida por completo? Honradamente, no lo sabía.

De repente se sintió cansado, anhelando dormir, anhelando comodidad, anhelando el suave placer de yacer en una cama limpia. De espatarrarse en ella y hundir la cabeza en la almohada; de dejar que sus miembros se agrupasen en la más natural y relajada de las posiciones.

Al otro lado del muro de cristal, una suave y radiante luz azul llenaba el cielo del este; pero las estrellas retenían aún su brillo, aunque aparecían diminutas y distantes. Los oscuros troncos de las secoyas se habían hecho visibles; y una encantadora fragancia verde había entrado en la casa, proveniente del bosque, como siempre sucedía al alba.

A lo lejos, donde la pendiente de la montaña acababa y un claro sembrado de trébol se abría a los bosques, Marius distinguió a Khayman caminando solo. Sus manos parecían resplandecer en la levísima oscuridad azulada y, al volverse y mirar hacia arriba, hacia Marius, su faz apareció una máscara sin ojos, de puro blanco.

Marius se dio cuenta de que había levantado una mano en un pequeño gesto de amistad hacia Khayman. Khayman devolvió el gesto y entró en la arboleda.

Luego Marius se volvió y vio lo que ya sabía: en la sala con él, sólo quedaba Louis. Éste estaba muy quieto, mirándolo aún, como antes, como si estuviera viendo un mito hecho realidad.

Entonces le hizo la pregunta que le estaba obsesionando, la pregunta que no perdía de vista, por más absorbente que fuera el hechizo de Maharet.

—Tú sabes si Lestat aún esta vivo, ¿no? —preguntó. Y lo hizo con un tono humano, un tono conmovedor, pero con la voz muy reservada.

Marius asintió.

—Está vivo. Pero no lo sé a través del medio que piensas. No lo sé por medio de preguntas o respuestas. Lo sé simplemente porque lo sé.

Sonrió a Louis. Algo en la manera de actuar de éste hizo que Marius se sintiera feliz, aunque no estaba seguro de por qué. Le hizo una indicación para que se le acercara; se encontraron en un extremo de la mesa y salieron de la sala. Marius puso su brazo en el hombro de Louis y juntos bajaron las escaleras de hierro, a través de la tierra húmeda; Marius andaba lentamente, pesado, como podría andar un ser humano.

—¿Estás seguro? —insistió Louis.

Marius se paró.

—Oh, sí, muy seguro. —Se miraron unos momentos y Marius volvió a sonreír. Éste estaba tan dotado y al mismo tiempo tan poco… Se preguntaba si la luz humana se apagaría en los ojos de Louis si obtenía más poderes, si tuviera, por ejemplo, un poco de sangre de Marius en sus venas.

Y este joven también estaba hambriento; estaba sufriendo; pero parecía gustarle, parecía gustarle el hambre y el dolor.

—Deja que te cuente algo —dijo Marius ahora, muy amable. Desde el primer momento en que vi a Lestat supe que nada podría matarlo. Eso es así en algunos de nosotros. No podemos morir. —Pero ¿por qué le decía esto? ¿Lo creía aún, como lo había creído antes de que empezara todo? Recordó de nuevo aquella noche, en San Francisco, cuando había paseado por las calzadas recién barridas y limpias de Market Street con las manos en los bolsillos, ignorado de los mortales.

—Perdona —dijo Louis—, pero esto me recuerda lo que decían de él en La Hija de Drácula, las conversaciones entre los que querían reunirse con él ayer noche.

—Lo sé —dijo Marius—. Pero ellos eran estúpidos y yo sensato. —Rió suavemente. Sí, lo creía. Y abrazó a Louis con calidez. Sólo un poco de sangre y Louis sería más fuerte, cierto, pero quizás entonces perdiera la ternura humana, la sabiduría humana que nadie podía transmitir; el don de conocer los sufrimientos de los demás, que casi seguro era innato en él.

Pero ahora la noche había acabado para éste. Louis apretó la mano de Marius, se volvió y se dirigió hacia el pasillo de paredes recubiertas de zinc, donde Eric lo esperaba para mostrarle el camino.

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