Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
—¿Y volar con el cuerpo no te asusta? —preguntó ella.
—Me asusta, y lo sabes —respondí—. ¿Cuándo descubriré los límites? ¿Desde aquí sentado, puedo llevar la muerte a mortales que están a kilómetros de distancia?
—No —contestó—. Descubrirás los límites más pronto de lo que crees. Es como cualquier otro misterio. Realmente no hay misterio.
Durante una fracción de segundo volví a oír las voces, la marea subiendo; luego se diluyó en un sonido audible; gritos en el viento, gritos provenientes de los pueblos de la isla. Habían quemado el pequeño museo, con las antiguas estatuas griegas que contenía; y los iconos y pinturas bizantinas.
Todo aquel arte convertido en humo. La vida convertida en humo.
Tenía que verla enseguida. No podía hallarla en los espejos, por la forma en que estaban colocados. Me levanté.
Ella estaba junto al tocador; también se había cambiado de ropa y de estilo de peinado. Aun más arrebatadoramente encantadora y, sin embargo, tan intemporal como antes. En la mano tenía un espejo pequeño; se miraba en él; pero parecía que, en realidad, no mirase nada; estaba escuchando las voces; de nuevo yo también pude oírlas.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo; Akasha se parecía a su vieja imagen, a la helada estatua de la cripta.
Luego pareció despertar, volver a mirarse en el espejo y, finalmente, al dejarlo a un lado, mirarme a mí.
Se había soltado el pelo; había deshecho todas las trenzas. Y ahora, las rizadas ondas negras caían libres en sus hombros, pesadas, lustrosas, invitando a ser besadas. El vestido era similar al anterior, como si las mujeres se lo hubieran hecho con la seda magenta oscura que ella había encontrado allí. El vestido le daba un atisbo de rubor rosado a las mejillas y a los pechos, que sólo estaban tapados a medias con los pliegues sueltos, que subían a reunirse en los hombros con dos pequeños broches de oro.
Los collares que llevaba eran todos joyas modernas, pero la excesiva profusión le daba un aire arcaico: perlas, cadenas de oro, ópalos y rubíes.
Contra el resplandor de su piel, ¡todos aquellos adornos parecían tan irreales! Se reflejaban en el lustre de toda su persona; eran como la luz de sus ojos, como el brillo de sus labios.
Era bien digna del palacio más lujoso que la mente pudiese imaginarse; algo sensual, y a la vez, divino. Quería otra vez su sangre, la sangre sin fragancia y sin muerte. Quería ir a ella, llevar la mano a su cuello y tocarle aquella piel que tan impenetrable parecía, pero que se rompía súbitamente como la costra más frágil.
—Todos los hombres de la isla están muertos, ¿no? —pregunté. Y la pregunta me sorprendió a mí mismo.
—Todos menos diez. Había setecientos habitantes en esta isla. Siete han sido elegidos para vivir.
—¿Y los otros tres?
—Son para ti.
Me quedé mirándola. ¿Para mí? El deseo de la sangre varió un poco, se revisó, incluyó la sangre de ella y la sangre humana: la cálida y burbujeante, con su fragancia, la especie de sangre que… Pero no había necesidad física. Todavía podía llamarlo sed, técnicamente, pero era algo mucho peor.
—¿No los quieres? —dijo, burlona, sonriéndome—. ¿Es reticente, mi dios, se retrae de su deber? ¿Sabes?, todos esos años, cuando te escuchaba, mucho antes de que me dedicaras canciones, me gustaba que sólo tomases a los duros, a los jóvenes. Me gustaba que cazases ladrones y asesinos; me gustaba que disfrutases tragándote toda su maldad. ¿Dónde está tu coraje ahora? ¿Tu impetuosidad? ¿Dónde están tus ganas de zambullirte, por decirlo de algún modo?
—¿Son malvadas —pregunté— las víctimas que me esperan?
Ella entrecerró los ojos un momento.
—¿Es cobardía en definitiva? —preguntó—. ¿Te asusta la grandiosidad del plan? Ya que seguramente la matanza significa poco.
—Oh, estás totalmente equivocada —dije—. La matanza siempre significa algo. Pero sí, la grandiosidad del plan me asusta. El caos, la pérdida absoluta de todo equilibrio moral, lo significa todo. Pero eso no es cobardía, ¿verdad? —¡Con qué tranquilidad lo dije! ¡Qué seguro de mí mismo parecí! No era la verdad, pero ella lo sabía.
—Deja que te libere de toda obligación a resistirte —dijo—. No puedes detenerme. Te quiero, como ya te dije. Amo contemplarte. Me llena de felicidad. Pero tú no puedes influirme. Es una idea absurda.
Nos miramos fijamente en silencio. Intentaba encontrar palabras para decirle que era encantadora, que tenía un enorme parecido con las antiguas pinturas egipcias de princesas con melenas lustrosas, cuyos nombres se han perdido para siempre. Intentaba comprender por qué mi corazón me dolía al mirarla; y sin embargo no me importaba que fuera bella; me importaba lo que nos decíamos.
—¿Por qué has elegido este camino? —pregunté.
—Tú sabes bien por qué —dijo con su paciente sonrisa—. Porque es el mejor camino. Es el único camino, es la clara visión después de siglos en busca de una solución.
—Pero eso no puede ser verdad, no lo puedo creer.
—Desde luego que puede ser la verdad. ¿Crees que para mí es un impulso? Yo no tomo las decisiones como tú, príncipe mío. Tu juvenil exuberancia es algo que aprecio, pero tales pequeñas posibilidades hace tiempo que ya no existen para mí. Tú piensas en términos de vidas, en términos de pequeños logros y de placeres humanos. Durante miles de años he meditado acerca de mis propósitos para con el mundo, que ahora es mío. Y la evidencia de que tengo que proceder como he decidido es abrumadora. No puedo convertir esta tierra en un jardín, no puedo crear el Edén de la imaginación humana…, a menos que elimine casi por completo a los hombres.
—¿Y con eso quieres decir matar al cuarenta por ciento de la población de la Tierra? ¿Al noventa por cien de los varones?
—¿No me negarás que esto pondrá fin a las guerras, a las violaciones, a la violencia?
—Pero la cuestión…
—No, responde a mi pregunta. ¿Niegas que pondrá fin a la guerra, a las violaciones, a la violencia?
—¡Matar a todo el mundo acabaría con todo eso!
—Hablo en serio. Contesta a mi pregunta.
—¿No es eso serio? El precio es inaceptable. Es locura; es genocidio, va contra la naturaleza.
—Cálmate. Nada de lo que dices es verdad. Lo que es natural es simplemente lo que he hecho. ¿No sabes que los pueblos de la Tierra limitaron, en el pasado, la descendencia femenina? ¿No sabes que mataron a las niñas a millones porque sólo querían hijos varones, para que esos hijos pudieran ir a la guerra? Oh, no puedes imaginar hasta donde llegó el alcance de esos actos.
»Y ahora se va a preferir a las hembras en lugar de los varones, y no habrá guerra. Y respecto a los crímenes que los hombres han cometido contra las mujeres: si en la Tierra hubiera una nación que hubiese cometido estos crímenes contra otra nación, ¿no sería considerado como un exterminio? Y no obstante, cada noche, cada día, en todos los rincones de la Tierra, se cometen crímenes semejantes, sin parar.
—De acuerdo, es cierto. Sin duda alguna, es cierto. Pero ¿tu solución es mejor? La matanza de todo lo masculino sería algo horroroso. Seguramente, si quieres reinar… —Pero eso era inconcebible para mí. Pensé en las viejas palabras de Marius, palabras que me había dicho mientras nuestra existencia transcurría en la época de las pelucas empolvadas y de las zapatillas de satén: que la vieja religión, el cristianismo, estaba agotada y que quizá no aparecería ninguna nueva religión.
«Quizá tenga lugar algo más maravilloso», había dicho Marius. »El mundo progresará, dejará atrás a los dioses y diosas, dejará atrás a todos los demonios y ángeles…»
¿Era éste en verdad el destino del mundo? ¿El destino al cual se dirigía sin nuestra intervención?
—Ah, no eres más que un soñador, hermoso mío —dijo con voz áspera—. ¡Cómo eliges tus ilusiones! ¡Fíjate en los países orientales, donde las tribus del desierto, ahora ricas por el petróleo que han extraído de bajo las arenas, se matan unas a otras en nombre de Alá, su dios! La religión no está muerta en la Tierra; y nunca morirá. Tú y Marius, ¡que ajedrecistas no sois!; vuestras ideas no son más que piezas de ajedrez. Y no podéis ver más allá del tablero en donde las colocáis, dispuestas de éste o aquél modo, según convenga a vuestras pequeñas almas éticas.
—Estás equivocada —dije furioso—. Quizá no acerca de nosotros. Pero nosotros no importamos. Estás equivocada en lo que has empezado. Estás equivocada.
—No, no estoy equivocada —replicó—. Y no hay nadie que pueda detenerme, hombre o mujer. Y, por primera vez desde que el hombre levantó la quijada para matar a su hermano, veremos el mundo que pueden llegar a crear las mujeres y lo que las mujeres enseñarán a los hombres. Y, sólo cuando los hombres aprendan, se les permitirá circular otra vez libres entre las mujeres.
—¡Tiene que haber otro camino! Oh, dios, yo no soy perfecto, soy débil, no soy mejor que la mayoría de hombres que han vivido. Ahora no puedo abogar por sus vidas. No podría defender la mía propia. Pero, Akasha, por el amor de todas las cosas vivientes, te suplico que abandones esta idea, esta matanza total…
—¿Me hablas de matanza, tú? Dime cuál es el valor de la vida humana, Lestat. ¿No es infinito? ¿Ya cuántos has enviado tú a la tumba? Tenemos las manos sucias de sangre, todos nosotros, como sangre tenemos en las venas.
—Sí, exactamente. Y no todos somos sensatos y sabios. Te pido que te detengas, que consideres… Akasha, casi seguro que Marius…
— ¡Marius! —rió suavemente—. ¿Qué te enseñó Marius? ¿Qué te dio? ¿Qué te dio en realidad?
No respondí. No pude. ¡Y su belleza me estaba turbando! Ver la redondez de sus brazos, los hoyuelos de sus mejillas, ¡era tan turbador!
—Querido —dijo ella, con la expresión súbitamente tan tierna y suave como su voz—. Recuerda tu visión del Jardín Salvaje, en la cual los principios estéticos son los únicos principios duraderos: las leyes que gobiernan la evolución de todas las cosas, grandes y pequeñas, de los colores y las formas en gloriosa profusión, y de la belleza. Belleza por todas partes. Eso es naturaleza. Y la muerte está en ella, en todas partes de ella.
»Lo que voy a crear es el Edén, el Edén eterno, y será mejor que la naturaleza. Haré dar un paso más a las cosas; y redimiré la violencia de la naturaleza, esta violencia dañina e inmoral. ¿No comprendes que los hombres nunca harán nada por la paz, si no es soñar con ella? Las mujeres pueden realizar ese sueño. Mi visión se ensancha en el corazón de cada mujer. ¡Pero no puede sufrir al ardor de la violencia masculina! Y este ardor es tan terrible que la misma tierra no sobrevivirá a él.
—¿Y si hay algo que no comprendes? —repliqué. Yo bregaba en busca de palabras, luchaba para aferrarlas—. Supón que la dualidad masculino/femenino es indispensable para el animal humano. Supón que las mujeres quieren a los hombres; supón que se levantan contra ti e intentan proteger a los hombres. ¡El mundo no es esta pequeña isla cruel! ¡No todas las mujeres son campesinas cegadas por visiones!
—¿Crees que son hombres lo que las mujeres quieren? —preguntó. Se acercó más; su rostro cambió imperceptiblemente con la oscilación de la luz—. ¿Es esto lo que tratas de decir? Si es así, entonces vamos a perdonar la vida a unos cuantos hombres más y los vamos a guardar donde las mujeres puedan mirarlos, como éstas te miraron a ti, los puedan tocar, como éstas te tocaron a ti. Vamos a guardarlos donde las mujeres puedan tenerlos cuando lo deseen, y te aseguro que no serán maltratados como lo han sido las mujeres por los hombres.
Solté un suspiro. Era inútil discutir. Tenía absolutamente toda la razón y no la tenía en absoluto.
—Te haces una injusticia —prosiguió—. Conozco tus argumentos. Durante siglos he estado meditando sobre ellos, como he meditado sobre muchas cosas. Crees que hago lo que hago con limitaciones humanas. No es así. Para llegar a entenderme tienes que pensar en términos de capacidades aún no imaginadas. Pronto comprenderás el misterio de la fisión de los átomos o de los agujeros negros en el espacio.
—Tiene que haber un medio sin muertes. Tiene que haber un sistema que triunfe sobre la muerte.
—Eso, hermosura, va contra la naturaleza —repuso—. Ni siquiera yo puedo poner término a la muerte. —Se interrumpió; y pareció ausente; o más bien muy afligida por las palabras que acababa de pronunciar—. Término a la muerte… —musitó. Pareció que un dolor muy personal se hubiera introducido en sus pensamientos—. Término a la muerte —repitió. Pero estaba errando muy lejos de mí. Vi como cerraba los ojos y se llevaba los dedos a las sienes.
Akasha volvía a oír las voces; las dejaba acercarse. O quizá, durante un momento, no fue capaz de detenerlas. Dijo algunas palabras en una lengua antigua, que yo no comprendí. Estaba perplejo por su súbita y aparente vulnerabilidad, por la manera en que las voces parecían sitiarla; por la manera en que sus ojos parecían buscar en la habitación, luego posarse en mí y brillar.
Estaba mudo, sobrecogido de tristeza. ¡Qué insignificantes habían sido siempre mis visiones del poder! El poder para derrotar a un simple puñado de enemigos, para ser visto y amado por los mortales como un ídolo; para encontrar algún lugar en el gran drama de las cosas, que era infinitamente mayor que yo, un drama cuyo estudio podría ocupar la mente de un ser durante mil años. Y de repente, nos hallábamos fuera del tiempo, fuera de la justicia, capaces de colapsar sistemas enteros de pensamiento. ¿O era solamente una ilusión? ¿Cuántos habían buscado tal poder, en una forma u otra?
—No eran inmortales, querido —fue casi una súplica.
—Pero es un accidente que nosotros lo seamos —dije—. Somos algo que nunca debiera haber llegado a existir.
—¡No digas eso!
—No puedo evitarlo.
—Ahora ya no importa. No consigues comprender lo poco que importa nada. No te doy ninguna sublime razón por lo que hago porque las razones son simples y prácticas. Cómo llegamos a existir es irrelevante; lo que importa es que hemos sobrevivido. ¿No te das cuenta? Esto es su belleza total, la belleza de la que nacerán todas las demás bellezas: que hayamos sobrevivido.
Sacudí la cabeza. Estaba horrorizado. Volví a ver el museo que la gente de la isla acababa de incendiar. Vi las estatuas ennegrecidas, tiradas por los suelos. Una espantosa sensación de pérdida me envolvió.
—La Historia no importa —dijo—. El Arte no importa; son cosas que implican continuidades que en realidad no existen. Sacian nuestra necesidad de modelos, nuestra hambre de significados. Pero al final nos estafan. El significado lo hemos de crear nosotros.