Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
»Fue Khayman, el leal mayordomo del Rey y la Reina, quien tomó una antorcha y fue en ayuda de sus soberanos.
»Nadie intentó detenerlo. Todos se alejaron despavoridos. Sólo Khayman entró en la casa.
»Dentro, salvo por la luz de la antorcha, todo estaba negro como un pozo. Y Khayman vio lo siguiente:
»La Reina estaba tendida en el suelo, retorciéndose de agonía, mientras la sangre brotaba de sus heridas y una gran nube rojiza la envolvía; era como si un remolino diera vueltas a su alrededor, como una ráfaga de viento huracanado arrastrando incontables gotitas de sangre. Y, en el centro de aquel viento atorbellinado o lluvia o como pudiera llamársele, la Reina se retorcía y daba vueltas sobre sí misma, con los ojos en blanco. El Rey yacía espatarrado de espaldas al suelo.
»El primer instinto de Khayman fue abandonar el lugar. Irse tan lejos como pudiese. En aquel momento, deseó marcharse de su país para siempre. Pero aquella era su Reina, aquella que yacía jadeando terriblemente, con la espalda arqueada, con las manos arañando el suelo.
»Luego, la gran nube de sangre que cubría a la Reina, hinchándose y contrayéndose a su entorno, se hizo más densa y, de súbito, como absorbida por las heridas de la Reina, desapareció. El cuerpo de la Reina quedó inmóvil; pero, a los pocos momentos, se incorporó despacio hasta quedarse sentada, con los ojos mirando al frente y, antes de que se inmovilizara de nuevo, un grandioso grito gutural salió desgarrando su garganta.
«Mientras la Reina miraba fijamente a Khayman, no se oyó ni un solo sonido, excepto el chisporroteo de la antorcha. Entonces, Akasha, con los ojos desorbitados, empezó a jadear con aspereza, como si fueran los estertores de la muerte; pero no lo eran. Con la mano se protegió los ojos de la brillante luz de la antorcha, como si le hiriera la vista; y se volvió y vio a su esposo tendido junto a ella como si estuviera muerto.
»En su agonía, lo negó a gritos: no podía ser. Y, en el mismo instante, Khayman se percató de que las heridas de la Reina estaban cicatrizando, de que las profundas cuchilladas ya no eran más que arañazos en la piel, superficiales.
»—¡Alteza! —dijo Khayman. Y se acercó a ella, que permanecía de rodillas, agachadas, llorando y contemplando sus brazos, que los cortes de las dagas habían desgarrado, y sus pechos, que volvían a estar enteros. Sollozaba patéticamente al contemplar aquellas heridas que sanaban. De súbito, con sus largas uñas, rasgó su propia piel, la sangre brotó con fuerza, y ¡la herida cicatrizó de inmediato!
»—¡Khayman, mi Khayman! —gritó, cubriendo sus ojos para no ver la luz de la antorcha—. ¡Qué me ha ocurrido! —Y sus gritos se hicieron más y más fuertes; cayó encima del Rey, en un ataque de pánico, chillando—: Enkil, ayúdame. ¡Enkil, no te mueras! —Y otras exclamaciones y locuras que uno grita en medio de una desgracia. Y mientras contemplaba al Rey, un cambio horroroso se operó en ella.
Se lanzó al Rey como si fuera un animal hambriento y, con su larga lengua, lamió la sangre que le recubría la garganta y el pecho.
»Khayman nunca había visto tal espectáculo. Akasha era una leona del desierto lamiendo la sangre de una presa recién cazada. Con la espalda encorvada y con las rodillas levantadas, tiró hacia ella del cuerpo indefenso del Rey y le mordió la arteria de la garganta.
»Khayman dejó caer la antorcha. Retrocedió hasta llegar a medio camino de la puerta abierta. Aunque estaba decidido a correr por su vida, oyó la voz del Rey y se detuvo. Débilmente, el Rey hablaba:
»—Akasha —decía—, mi Reina. —Y ella, incorporándose, temblando, llorando, miró su propio cuerpo y el cuerpo de Enkil, su propia piel lisa y la de él, desgarrada aún por numerosas heridas.
»—Khayman —gritó—. Tu puñal. Dámelo. Se han llevado todas las armas. Tu puñal. Dámelo ahora mismo.
»Khayman obedeció de inmediato, aunque pensaba que vería a su Rey morir definitivamente. Pero la Reina, con el puñal, se cortó sus propias muñecas y procuró que la sangre cayese en las heridas de su esposo: y vio que las curaba. Y, con grandes exclamaciones de júbilo, manchó con sangre el rostro desgarrado del Rey.
»Las heridas de éste cicatrizaron. Khayman lo vio. Vio cómo los grandes cuchillazos se cerraban. Vio al Rey agitarse, levantar los brazos a un lado y a otro. Con la lengua lamió la sangre que Akasha le había esparcido por el rostro y que ahora se escurría hacia el pecho. Luego, alzándose en aquella misma postura animal en que se había colocado la Reina poco antes, el Rey abrazó a su esposa y abrió su boca en la garganta de ella.
»Khayman había visto ya suficiente. En la luz parpadeante de la moribunda antorcha, aquellas dos figuras se habían convertido, para él, en fantasmas, en espíritus malignos. Retrocedió, salió de la pequeña casa y se dirigió hacia el muro del jardín. Y allí pareció perder la consciencia: cayó y notó el contacto de la hierba en su rostro.
»Cuando despertó, se hallaba tumbado en una cama dorada de los aposentos de la Reina. Todo el palacio estaba en un silencio absoluto. Advirtió que le habían cambiado las ropas, que le habían lavado la cara y las manos, y que en la estancia sólo había una tenue luz y dulce incienso, y que las puertas que daban al jardín estaban abiertas como si no hubiera nada que temer.
»Luego, en las sombras, vio al Rey y a la Reina, que estaban junto a él y lo miraban; sólo que aquellos no eran su Rey y su Reina. Iba a gritar, iba a dar voz a gritos tan horripilantes como los que nunca había oído; pero la Reina lo apaciguó.
»—Khayman, mi Khayman —dijo. Y le entregó su bellísimo puñal de mango dorado—. Nos has servido bien.
»Aquí Khayman hizo una pausa en su relato.
»—Mañana por la noche —dijo—, cuando el sol se ponga, veréis con vuestros propios ojos lo que ha sucedido. Porque entonces y sólo entonces, cuando toda claridad se haya desvanecido en el cielo de poniente, el Rey y la Reina aparecerán en las estancias de palacio y veréis lo que yo he visto.
»—Pero ¿por qué sólo de noche? —le pregunté—. ¿Qué significa todo esto?
»Y nos contó que, no hacía aún una hora que había despertado, y el sol ni siquiera había salido, el Rey y la Reina habían empezado a apartarse de las puertas abiertas del palacio gritando que la luz les hería los ojos. Anteriormente ya habían huido de antorchas y lámparas; y ahora parecía que el amanecer los persiguiera; y que no hubiese lugar en el palacio que pudiera ocultarlos.
«Escabullidos, envueltos en ropas, abandonaron el palacio. Corrieron con una rapidez que ningún ser humano era capaz de igualar. Corrieron hacia las mastabas, o tumbas de las familias antiguas, de las familias que habían sido obligadas, con toda pompa y ceremonia, a hacer momias de sus muertos. Es decir, a los lugares sagrados que nadie profanaría. Corrieron tan aprisa que Khayman no los pudo alcanzar. No obstante, el Rey se detuvo un momento e imploró misericordia al dios del sol Ra. Luego, sollozando, protegiendo los ojos del sol, gritando como si el astro los quemase aunque su luz apenas había llegado al cielo, el Rey y la Reina desaparecieron de la vista de Khayman.
»—Desde entonces no hubo ni un solo día que aparecieran antes del ocaso; salían del cementerio sagrado, aunque nadie sabía exactamente de dónde. De hecho, el pueblo los esperaba ahora reunido en una gran multitud, los saludaba como si fueran dios y diosa, la misma imagen de Isis y Osiris, divinidades de la Luna, echaba flores a su paso, se inclinaba ante ellos.
»"Porque por todas partes corrió la voz de que el Rey y la Reina, con algún poder celestial, habían vencido a la muerte de manos de sus enemigos; que eran dioses, inmortales e invencibles; y que con aquel mismo poder eran capaces de leer los corazones de los hombres. Que no se les podía ocultar ningún secreto; que sus enemigos serían castigados en el acto; que podían oír las palabras que uno sólo oye en el interior de su cabeza. Eran y son temidos por todos.
»"Sin embargo yo sé, como todos sus criados fíeles, que no pueden soportar una vela o una luz muy cerca; que se ponen a chillar ante el brillo de la luz de una antorcha; y que cuando ejecutan a sus enemigos en secreto, ¡beben su sangre! La beben, os lo aseguro. Como felinos salvajes, se alimentan de sus víctimas; después de la carnicería, el lugar parece la guarida de un león. Y soy yo, Khayman, su mayordomo de confianza, quien debe recoger esos cadáveres y arrastrarlos hasta la fosa. —Khayman se interrumpió y dio rienda suelta a sus sollozos.
»Pero la historia había terminado; y era casi el amanecer. El sol salía detrás de las montañas del este; nos preparamos para cruzar el poderoso Nilo. El calor del desierto aumentaba; Khayman se acercó al río mientras la primera gabarra de soldados emprendía la travesía. Aún estaba llorando cuando el sol dio de lleno en el río, cuando vimos las aguas incendiarse.
»—El dios sol, Ra, es el dios más antiguo y más grande de todo Queme —susurró—. Y este dios se ha vuelto contra ellos. ¿Por qué? En secreto, el Rey y la Reina lloran su destino; la sed los enloquece; temen que aumente más de lo que puedan soportar. Tenéis que salvarlos. Tenéis que hacerlo por nuestro pueblo. No han enviado en vuestra busca para acusaros ni haceros daño alguno. Os necesitan. Sois hechiceras poderosas. Haced que el espíritu deshaga su maleficio. —Luego, mirándonos, recordando todo lo que nos había ocurrido, estalló en lágrimas de desesperación.
»Mekare y yo no respondimos. La gabarra estaba esperándonos para llevarnos a palacio. Y, a través del reflejo del agua, contemplamos la interminable hilera de edificios con las paredes decoradas con pinturas que formaban la ciudad regia, y nos preguntamos qué consecuencias acarrearía finalmente aquel horror.
»Al poner el pie en la gabarra pensé en mi hija y, de repente, supe que yo moriría en Queme. Quise cerrar los ojos y preguntar a los espíritus en un hilo de secreta voz si era realmente lo que iba a ocurrir, pero no osé. No podía permitir que me arrebataran mi última esperanza.»
Maharet se puso en tensión.
Jesse observó que sus hombros se erguían, que los finos dedos de su mano derecha se movían encima de la mesa, encogiéndose y extendiéndose, al tiempo que las uñas doradas centelleaban por el fulgor del fuego.
—No quiero que temáis —dijo con una voz que se deslizaba hacia la monotonía—. Pero quiero que sepáis que la Madre ha cruzado el gran océano occidental. Ella y Lestat están ahora más cerca…
Jesse percibió el estremecimiento de alarma que recorrió a todos los que estaban entorno a la mesa. Maharet continuó rígida, escuchando, o quizá viendo; las pupilas de sus ojos se movían imperceptiblemente.
—Lestat llama —dijo Maharet—. Pero su llamada es demasiado débil para que podamos oír palabras, demasiado débil para formar imágenes. No ha sufrido daño alguno, sin embargo; ese extremo lo puedo confirmar… y también que ahora me queda poco tiempo para acabar la historia.
El Caribe. Haití. El Jardín de Dios.
Me hallaba en la cima de la colina, bajo el claro de luna, e intentaba no ver aquel paraíso. Intentaba imaginarme a los que amaba. ¿Estarían reunidos aún en el bosque de cuento de hadas, en el bosque de árboles monstruosos donde yo había visto rondar a mi madre? ¡Si pudiera ver sus caras, oír sus voces! Marius, no seas el padre furioso. ¡Ayúdame! ¡Ayúdanos a todos! No me rindo, pero me doy cuenta de que estoy perdiendo. Estoy perdiendo mi mente y mi alma. Mi corazón, ya no lo tengo. Le pertenece a ella.
Pero estaban más allá de mi alcance; una gran extensión de kilómetros nos separaba; no tenía el poder de salvar tal distancia.
En lugar de ello, contemplé aquellas colinas verdosas, salpicadas de pequeñas granjas, una imagen del mundo de ilustración de libro, con flores creciendo en profusión, con las rojas
poinsettias
elevadas como árboles. Y las nubes, siempre cambiantes, zallando como altos veleros con viento en popa. ¿Qué pensaron los europeos al ver por primera vez aquella tierra fecunda rodeada por el mar centelleante? ¿Que era el Jardín de Dios?
Y pensar que los europeos habían llevado allí la muerte, provocando la desaparición de los nativos en pocos años, destruidos por la esclavitud, por las enfermedades y las crueldades sin fin. No queda ni un sólo descendiente de sangre de aquellos seres pacíficos que habían respirado aquel aire balsámico, que habían recogido los frutos de los árboles que maduraban todo el año, y que quizá habían creído que sus visitantes eran dioses que no podrían sino devolverles su amabilidad.
Ahora, a lo lejos, en las calles de Puerto Príncipe, tumultos y muerte se desataban, y no por causa nuestra. La historia invariable de este lugar sangriento, donde la violencia ha florecido durante cuatrocientos años como florecen las flores; y eso a pesar de que el espectáculo de las colinas surgiendo a través de la niebla podía romper el corazón.
Pero nosotros habíamos llevado a cabo a la perfección nuestro trabajo (ella, porque era la autora, y yo, porque no hice nada para detenerla), nuestra tarea en los pequeños pueblos desparramados a lo largo de la sinuosa carretera que conduce a esta cima boscosa. Pueblos de diminutas casas pintadas de colores pastel y bananos silvestres, y de gente tan pobre, con tanta hambre. Aún en aquellos momentos las mujeres cantaban sus himnos y, a la luz de las velas y de la iglesia en llamas, enterraban a sus muertos.
Estábamos solos. Mucho más allá del final de la estrecha carretera, donde el bosque crece de nuevo, ocultando las ruinas de una antigua mansión que un tiempo había presidido el valle como si de un castillo se tratara. Hacía siglos que los colonos la habían abandonado, siglos que habían danzado, cantado y bebido su propio vino en el interior de aquellas estancias (que ahora se desmoronaban) mientras los esclavos lloraban.
La buganvilla, fluorescente bajo la luz del claro de luna, trepaba por las paredes de ladrillo. Un gran árbol había brotado de entre las baldosas del suelo, y ahora, cargado de capullos blancos, empujaba con sus nudosas ramas los últimos restos de vigas que un tiempo habían sostenido el tejado.
Ah, quedarse allí para siempre, y con ella. Y olvidar el resto. Sin muerte, sin matanza.
Ella suspiró; dijo:
—Este es el Reino de los Cielos.
En la pequeña aldea de más abajo, las mujeres habían perseguido, descalzas y con porras en la mano, a los hombres. Y el sacerdote vudú había echado sus antiguas maldiciones mientras lo atrapaban en el cementerio. Yo me había ido de la escena de la carnicería; había subido solo a la montaña. Huyendo, furioso, incapaz de soportar por más tiempo ser testigo de la atrocidad.