Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
»Pero no había habido botín valioso que llevarse de nuestro pueblo; no había habido territorio que el Rey quisiese conservar. Sí, había sido un ataque para capturarnos, lo sabía. Y también sentía asco por la mentira de la guerra santa contra los caníbales. Y sentía una tristeza que aún era mayor que su abatimiento. Él pertenecía a una antigua familia; él había comido la carne de sus antepasados; y ahora se encontraba castigando aquella misma tradición en los que había conocido y amado. Consideraba repugnante la momificación de los muertos, pero sentía aún más repugnancia por la ceremonia que la acompañaba, por la profunda superstición en que había caído su país. Tantas riquezas dilapidadas en los muertos; tanta atención a los cadáveres en putrefacción, solamente para que hombres y mujeres no se sintieran culpables de abandonar sus costumbres más antiguas.
»Tales pensamientos lo dejaron exhausto; no eran naturales en él; lo que en definitiva lo obsesionaba era las muertes que había presenciado; las ejecuciones; las masacres. Del mismo modo que la Reina no podía detenerse a pensar ni un momento en tales cosas, él no podía olvidarlas, y ahora era un hombre que estaba perdiendo su capacidad de aguante; un hombre arrastrado a unas arenas movedizas en donde podía ahogarse.
»Finalmente se despidió de mí. Pero antes de irse prometió que haría todo lo que estuviera en sus manos para liberarnos. No sabía cómo podría realizarlo, pero lo intentaría, y me rogó que no tuviera miedo. En aquel momento sentí un gran amor hacia él. Tenía entonces el mismo bello rostro que ahora, la misma figura; sólo que antes era más moreno y más delgado, y su pelo rizado había sido alisado y trenzado y le colgaba hasta los hombros; toda su persona tenía un aire de cortesano, el aire de uno que manda y de uno que tiene el caluroso afecto de su príncipe.
»A la mañana siguiente, la Reina envió de nuevo a por nosotras. Esta vez nos condujeron a sus aposentos particulares; con ella se hallaban solamente el Rey y Khayman.
»Era una pieza aun más lujosa que la gran sala de palacio; el lugar estaba repleto, rebosante, de cosas preciosas: un sofá con leopardos esculpidos, una cama recubierta de seda pura, espejos pulidos hasta una perfección que rayaba lo mágico. Y la misma Reina, qué atractiva estaba, adornada con sus mejores galas y perfumada con sus mejores perfumes, modelada por la naturaleza y hecha algo tan encantador como los tesoros que la rodeaban.
»De nuevo insirió con sus preguntas.
»En pie, juntas, con las manos atadas, tuvimos que escuchar las mismas tonterías.
»Y de nuevo Mekare habló a la Reina de los espíritus; le explicó que los espíritus siempre habían existido; le explicó que alardeaban de jugar con los sacerdotes de otras tierras. Le dijo que los espíritus le habían contado que les gustaban las canciones y los cánticos de los egipcios. Todo era un juego para ellos, nada más.
»—Pero, ¡estos espíritus, son dioses, pues! ¡Es lo que estás diciendo! —exclamó Akasha con gran fervor—. ¡Y tú hablas con ellos! ¡Quiero ver cómo lo haces! ¡Hazlo por mí, ahora!
»—¡Pero no son dioses! —intervine yo—. Es lo que tratamos de deciros. Y no aborrecen a los comedores de carne humana como decís que hacen vuestros dioses. No se preocupan de esas cosas. Nunca se han preocupado. —Con una paciencia fuera de todo límite bregué para mostrarle la diferencia; aquellos espíritus no tenían código de conducta; eran moralmente inferiores a nosotros. Sin embargo, sabía que aquella mujer no podía captar lo que le estaba explicando.
»Percibí la agitación en su interior, la lucha entre la servidora de la diosa Inanna que quería creerse herida y la oscura e indecisa alma que en definitiva no creía en nada. Su alma era un lugar glacial; su fervor religioso no era sino una llamarada que ella misma alimentaba sin descanso, intentando dar calor a aquel lugar glacial.
»—¡Todo lo que decís es una patraña! —explotó al final—. ¡Sois mujeres perversas! —Y ordenó nuestra ejecución. Nos quemarían vivas al día siguiente, y juntas, para que nos pudiéramos ver sufrir y morir. ¿Por qué se había preocupado nunca por nosotras?
»Al instante el Rey la interrumpió. Le dijo que él sí había visto el poder de los espíritus; y también Khayman. ¿Qué no serían capaces de hacer los espíritus si éramos tratadas de aquel modo? ¿No sería mejor dejarnos ir?
»Pero había algo repulsivo y duro en la mirada de la Reina. Las palabras del Rey no tenían valor; nos iban a quitar la vida. ¿Qué podíamos hacer? Parecía que estaba furiosa con nosotras porque no había sido capaz de adoptar nuestras verdades de modo que pudiera utilizarlas o disfrutar de ellas. Ah, era una agonía tratar con la Reina. Con todo, su mente era una mente normal; existen incontables humanos que piensan y sienten como ella pensaba y sentía entonces… y ahora, con toda probabilidad.
»Al fin, Mekare aprovechó el momento. Hizo lo que yo no osaba hacer. Invocó a los espíritus, a todos, y por su nombre, pero tan deprisa que la Reina nunca recordaría las palabras. Los llamó a gritos, les dijo que accedieran a sus ruegos; y les dijo que expresaran su desagrado por lo que estaba ocurriendo a aquellas mortales (a Mekare y a Maharet), mortales que ellos se preciaban de amar.
»Fue una jugada arriesgada. Pero si no sucedía nada, si nos habían abandonado como yo temía, entonces podría llamar a Amel, ya que éste sí estaba allí; estaba al acecho, esperando. Era la única oportunidad, la última que teníamos.
»Al instante el viento comenzó a soplar. Aulló por el patio y silbó a través de los pasillos de palacio. Desgarró los cortinajes; batió las puertas; rompió la frágil cerámica. La Reina, al sentirse rodeada por el viento, quedó aterrorizada. Luego, pequeños objetos empezaron a volar por el aire. Los espíritus cogieron los adornos de su tocador y empezaron a lanzárselos; el Rey se puso junto a ella, intentando protegerla, mientras Khayman quedaba paralizado de terror.
»Ahora bien, aquel era el mismo límite del poder de los espíritus; y no serían capaces de hacerlo durar mucho. Pero antes de que la demostración finalizase, Khayman suplicó al Rey y a la Reina que revocasen la sentencia de muerte. Lo cual hicieron en el acto.
»De inmediato, Mekare, al percibir que los espíritus ya estaban agotados de todas formas, con gran solemnidad les ordenó que se aplacaran. Se hizo el silencio. Y los aterrorizados esclavos corrieron de un lado para otro para recoger los objetos que los espíritus habían tirado.
»La Reina estaba vencida. El Rey intentaba decirle que él ya había contemplado aquel espectáculo antes y que no había recibido daño alguno; pero la Reina había recibido una herida en lo más profundo de su corazón. Nunca había sido testigo de la más mínima experiencia sobrenatural; y ahora estaba muda y petrificada. En aquel rincón oscuro y sin fe de su interior se había hecho una chispa de luz, de auténtica luz. Y, tan antiguo era y asentado estaba su secreto escepticismo, que aquel pequeño milagro fue para ella una revelación de gran magnitud; fue como si hubiera visto la faz de su dios.
»Pidió al Rey y a Khayman que se retiraran. Dijo que quería hablar con nosotras a solas. Y entonces nos imploró que habláramos a los espíritus para que ella pudiera oírlo. Había lágrimas en sus ojos.
»Fue un momento extraordinario, porque sentí lo que había sentido hacía meses al tocar la tablilla de arcilla: una mezcla de bien y de mal que parecía más peligrosa que el mismo mal.
»Por supuesto, no podíamos hacer que los espíritus hablaran de tal forma que ella pudiera entenderlos, le dijimos. Pero quizá podría ponernos algunas preguntas que ellos responderían. Lo cual hizo al instante.
»No eran más que preguntas que la gente ha estado formulando, desde tiempos remotos, a los brujos, hechiceras y santos.
»—¿Dónde está el collar que perdí de niña? ¿Qué quiso decirme mi madre la noche en que murió y ya no podía hablar? ¿Por qué mi hermana detesta mi compañía? ¿Se hará un hombre mi hijo? ¿Será fuerte y valiente?
»En lucha por nuestras vidas, con gran paciencia formulamos aquellas preguntas a los espíritus, engatusándolos y adulándolos hasta que conseguimos atraer su atención. Y obtuvimos respuestas que dejaron atónita a Akasha. Los espíritus sabían el nombre de su hermana; sabían el nombre de su hijo. Al considerar aquellos simples trucos pareció llegar al borde de la locura.
»Entonces, Amel, el maligno, apareció (evidentemente celoso de todo aquel espectáculo) y de improviso lanzó a los pies de Akasha el collar perdido del cual había hablado, un collar perdido en Uruk. Aquello fue el golpe final. Akasha estaba estupefacta.
»Se puso a llorar, agarrando con fuerza su collar. Y nos pidió que pusiéramos a los espíritus las preguntas en verdad importantes cuyas respuestas debía conocer sin falta.
»Sí, los pueblos inventaban a sus dioses, dijeron los espíritus. No, los nombres en las plegarias no importaban. A los espíritus les gustaba meramente la musicalidad y el ritmo del lenguaje, la forma de las palabras, por decirlo de algún modo. Sí, existían espíritus malvados que gustaban de hacer daño a la gente, ¿por qué no? Y también existían espíritus que amaban a esa gente. Y, ¿hablarían a Akasha si nosotras nos íbamos de su reino? Nunca. Si ahora estaban hablando y ella no los podía oír, ¿qué esperaba que hicieran si nosotras no estábamos? Bien, pero había hechiceras en su reino que los podrían oír y ellas dirían a esas hechiceras que vinieran a la Corte de inmediato, si eso era lo que la Reina deseaba.
»Pero mientras ese diálogo seguía su curso, un profundo cambio se fue operando en Akasha.
»Pasó del éxtasis a la sospecha, y de la sospecha a la miseria. Porque aquellos espíritus sólo le confirmaban las mismas cosas deprimentes que nosotras ya le habíamos dicho.
»—¿Qué sabéis de la vida del más allá? —preguntó. Y cuando los espíritus respondieron que las almas de los muertos o bien erraban por encima de la Tierra, confusos y apenados, o bien se elevaban y se vaporizaban por completo, quedó brutalmente decepcionada. El brillo de sus ojos se apagó; estaba perdiendo todo apetito acerca de aquello. Cuando preguntó lo que ocurría con los que habían vivido vidas malvadas, en contraposición a los que habían vivido vidas buenas, los espíritus no pudieron dar respuesta alguna. No sabían a lo que se refería.
»Sin embargo prosiguió con aquel interrogatorio. Pudimos advertir que los espíritus se estaban cansando y que estaban jugando con ella, y que las respuestas serían cada vez más idiotas.
»—¿Cuál es la voluntad de los dioses? —preguntó.
»—Que cantes todo el tiempo —dijeron los espíritus—. Nos gusta.
»Luego, de repente, el maligno, Amel, tan enorgullecido por el truco del collar, lanzó otro collar de pedrería a los pies de Akasha. Pero ella retrocedió horrorizada ante la nueva joya.
»Al momento nos percatamos del error. Había sido el collar de su madre, el collar que llevaba el cadáver de su madre, enterrada en una tumba cerca de Uruk; y, naturalmente, Amel, al no ser más que un espíritu, no podía imaginarse qué desagradable y atroz sería traer aquel objeto ante su presencia. Incluso después no lo comprendió. Había vislumbrado el segundo collar en la mente de Akasha cuando ésta había hablado del primero. ¿Por qué no lo quería también? ¿No le gustaban los collares?
»Mekare dijo a Amel que aquello no había gustado. Que era un milagro equivocado. ¿Haría el favor de esperarse a sus órdenes, puesto que ella entendía a la Reina y él no?
»Pero ya era demasiado tarde. Algo irremediable le había ocurrido a la Reina. Había visto dos muestras evidentes del poder de los espíritus y había oído verdades y disparates y ni lo uno ni lo otro podía compararse a la belleza de la mitología de los dioses en los cuales siempre se había auto obligado a creer. Y, no obstante, los espíritus estaban destruyendo su frágil fe. ¿Cómo podría liberarse del oscuro escepticismo que abrigaba su alma si proseguían aquellas manifestaciones?
»Se agachó y recogió el collar sacado de la tumba de su madre.
»—¿Cómo lo consiguió? —preguntó. Pero su corazón no estaba realmente en la pregunta. Ella sabía que la respuesta sería otro tanto de lo mismo que había oído desde nuestra llegada. Estaba asustada.
»No obstante, se lo expliqué; y escuchó cada una de mis palabras.
»Los espíritus leen nuestras mentes; y son enormes y poderosos. Su auténtico tamaño es inimaginable para nosotros; y pueden moverse con la ligereza del pensamiento; cuando Akasha pensó en este segundo collar, el espíritu lo vio; fue en busca de él; después de todo, un primer collar le había gustado, ¿por qué no el segundo? Así pues había encontrado la tumba de su madre, y lo había sacado fuera, quizá por medio de un orificio. Ya que era seguro que no podía pasar a través de las piedras. Sería ridículo.
»Pero, mientras relataba esto último, comprendí la auténtica verdad. Lo más probable era que aquel collar había sido robado del cadáver de la madre de Akasha, y muy posiblemente el autor del robo había sido el padre de Akasha. El collar nunca había sido enterrado en una tumba. Por eso Amel había podido encontrarlo. O quizá lo había robado un sacerdote. Al menos, así lo creía Akasha, que ahora sostenía el collar en sus manos. Y aborreció al espíritu que le había dado a conocer una verdad tan desagradable.
»En resumen, todas las ilusiones de aquella mujer quedaron arrasadas por completo; y lo único que le quedaba era la estéril verdad que siempre había sabido. Le había hecho preguntas sobre lo sobrenatural (algo muy insensato) y lo sobrenatural le había dado respuestas que ella no podía aceptar; pero tampoco las podía refutar.
»—¿Dónde están las almas de los muertos? —susurró, contemplando aquel collar.
»Con toda la suavidad de que fui capaz, respondí:
»—Los espíritus no lo saben. Eso es todo.
»Horror. Pavor. Y su mente empezó de nuevo a maquinar, a hacer lo que siempre había hecho: encontrar algún gran sistema para explicar lo que le causaba dolor; algún gran método para justificar lo que había visto con sus ojos. El oscuro lugar secreto en su interior se estaba agrandando; amenazaba con consumirla desde dentro; y no podía permitir que algo así ocurriera; tenía que proseguir. Era la Reina de Queme.
»Por otro lado, estaba furiosa, y la rabia que sentía era contra sus padres y sus maestros, contra los sacerdotes y sacerdotisas de su infancia, contra los dioses que había adorado y contra todos los que le habían dado consuelo o le habían dicho que la vida era buena.