Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Era extraño también aquel modo de dialogar de Mael y Maharet: parecía que se leyeran los pensamientos. De repente, Mael comentaba: «pero te dije que no te preocuparas», cuando de hecho Maharet no había pronunciado ni una sola palabra en voz alta. Y a veces también lo hacían con Jesse. Una vez (Jesse estaba segura de ello), Maharet la había llamado, le había pedido que bajara al comedor principal, aunque Jesse podía haber jurado que sólo había oído el llamado en el interior de su cabeza.
Claro que Jesse tenía poderes psíquicos. ¿Pero los tenían también Mael y Maharet, y mucho más intensos?
La comida: aquello era otra cosa, los platos preferidos de Jesse aparecían como por arte de magia. No tenía que decir a los criados lo que le gustaba y lo que no. ¡Lo sabían ya! Caracoles, ostras hervidas,
fettucini alla carbonara,
buey a la Wellington, y todos sus platos predilectos estaban en el menú de la noche. Y el vino… Nunca había probado unas cosechas tan deliciosas. Sin embargo, Maharet y Mael comían como pajaritos, o así lo parecía. A veces permanecían sentados durante toda la cena sin quitarse los guantes.
¿Y qué decir de los curiosos visitantes? Santino, por ejemplo, un italiano de pelo oscuro, que llegó un anochecer, a pie, acompañado de un joven llamado Eric. Santino se había quedado mirando a Jesse como si ésta fuera un animal exótico, luego le había besado la mano y le había regalado un anillo con una esmeralda magnífica, el cual había desaparecido sin explicación alguna varias noches después. Durante dos horas, Santino había discutido con Maharet en la misma lengua extraordinaria; al final, había partido enfurecido, acompañado del agitado Eric.
Y también eran como para tener en cuenta aquellas extrañas fiestas nocturnas. ¿No había despertado Jesse a las tres o las cuatro de la madrugada para encontrar la casa llena de gente? Había hallado gente hablando y riendo en todas las habitaciones. Y todos tenían algo en común. Eran muy pálidos y tenían los ojos muy penetrantes, muy parecidos a los de Mael y Maharet. Pero Jesse estaba tan soñolienta… Ni siquiera podía recordar cuándo había vuelto a la cama. Sólo recordaba que, en un determinado momento, varios jóvenes bellísimos hicieron corro en torno de ella, le llenaron una copa de vino, y… lo siguiente de que tuvo conciencia fue que era de mañana. Estaba en la cama. El sol entraba por la ventana. La casa estaba vacía.
Además, Jesse había oído cosas raras a horas raras. El rugido de helicópteros, de avionetas. Pero nadie comentaba nada sobre ello.
¡Pero Jesse era tan feliz! ¡Todo aquello parecía tener tan poca importancia! Las respuestas de Maharet barrían en un instante las dudas de Jesse. Con todo, ¡qué extraño era que Jesse cambiase de opinión con tanta facilidad! Jesse era una persona muy confiada. Conocía al instante sus propios sentimientos. Y, en realidad, era bastante terca. Pero siempre tenía dos actitudes acerca de las variadas cosas que Maharet le decía. Por un lado: «¡Vaya, si eso es ridículo!», y por otro: «¡ Naturalmente!».
Pero Jesse lo estaba pasando demasiado bien como para que algo la preocupara. Pasó las primeras noches de su visita hablando con Maharet y Mael sobre arqueología. Maharet era una abundante fuente de información aunque tenía unas ideas muy extrañas.
Por ejemplo: mantenía que la implantación de la agricultura había tenido lugar porque tribus que vivían bien de la caza querían poder disponer de plantas alucinógenas para sus trances religiosos. Y porque también querían cerveza. No importaba que no hubiera rastro de evidencia arqueológica. Había que continuar cavando. Jesse lo encontraría.
Mael recitaba poesía maravillosamente; Maharet a veces tocaba el piano, muy lento, como meditando. Eric reapareció por un par de noches, añadiéndose con entusiasmo a sus canciones.
Había traído consigo películas del Japón y de Italia, y disfrutaron mucho mirándolas.
Kwaidan,
en especial, había sido bastante impresionante, aunque aterrorizadora. Y la italiana
Julieta de los espíritus
había hecho que Jesse prorrumpiera en lágrimas.
Toda aquella gente parecía encontrar a Jesse muy interesante. De hecho, Mael le hacía preguntas muy raras. ¿Había fumado alguna vez en su vida un cigarrillo? ¿Qué gusto tenía el chocolate? ¿Cómo se atrevía a ir con chicos, sola, en sus coches o a sus apartamentos? ¿No se daba cuenta de que podían matarla? Ella casi se echaba a reír. No, en serio, podría ocurrir, insistía él. Y dándole vueltas a la cosa se puso furioso. «Mira los periódicos. Las mujeres de las ciudades modernas son perseguidas por los hombres como venados por el bosque.»
Mejor sacarlo de aquel tema y tratar el de viajes. Las descripciones de los lugares donde había estado eran maravillosas. Había vivido durante años en la selva del Amazonas. Sin embargo, no volaría nunca en un «aeroplano». Era demasiado peligroso. ¿Y si explotaba? Y no le gustaban los «vestidos de ropa» porque se rompían con demasiada facilidad.
Jesse tuvo un momento de especial emoción con Mael. Habían estado hablando en la mesa del comedor. Ella le había estado explicando lo de los fantasmas que a veces veía, y él, muy malhumorado, se había referido a ellos como muertos perturbados, muertos dementes, lo cual la había hecho reír a su pesar. Pero era cierto; los fantasmas se comportaban en realidad como si estuvieran un poco perturbados, y aquello era su horror. ¿Cesamos de existir cuando morimos? ¿O erramos en un estado de estupidez, apareciendo a la gente en momentos inesperados y haciendo comentarios sin sentido a los médiums? ¿Cuándo un fantasma había dicho algo interesante?
—Pero son meramente terrestres, desde luego —había dicho Mael—. ¿Quién sabe adonde vamos cuando nos libramos de la carne y de sus placeres seductores?
En aquellos momentos, Jesse estaba casi borracha; sintió que un terrible pavor se abatía sobre ella: recuerdos de la vieja mansión fantasma de Stanford White y de los espíritus vagando a través del bullicio de Nueva York. Fijó los ojos en Mael, quien por una vez no llevaba sus guantes ni sus gafas de color. Elegante Mael, de ojos muy azules excepto por un punto de negrura en el centro.
—Además —había dicho Mael—, hay otros espíritus que siempre han estado aquí, que nunca fueron ni carne ni sangre; y eso los enfurece en gran manera.
¡Qué idea más curiosa!
—¿Cómo lo sabes? —había preguntado Jesse, todavía con los ojos clavados en Mael. Mael era hermoso. Su hermosura era una suma de defectos: nariz aguileña, mandíbula inferior demasiado prominente, rostro flaco, pelo salvaje, ondulado y de color paja. Incluso los ojos estaban demasiado hundidos, y, sin embargo, eran igualmente muy visibles. Sí, hermoso, para abrazarlo, para besarlo, para acostarse con él… Y entonces, de repente, la atracción que siempre había sentido por él se hizo sobrecogedora.
Luego, una singular conclusión se apoderó de ella.
No es un ser humano.
Es algo que finge ser un ser humano. Era clarísimo. Pero también era ridículo. Si no era un ser humano, ¿entonces qué diablos era? Ciertamente no un fantasma o un espíritu. Obvio.
—Supongo que no sabemos lo que es real o lo que es irreal —había dicho sin pensar—. Uno se queda mirando algo durante largo tiempo y de súbito se le aparece monstruoso. —Y en realidad había desviado la vista de él para mirar el jarrón de flores del centro de la mesa. Flores secas de té, cayendo pétalo tras pétalo entre el aliento de una chica, helechos y zinnias púrpuras. ¡Y parecían tan extrañas al mundo, del mismo modo en que nos aparecen los insectos, y tan horribles! ¿Qué eran en realidad? Luego el jarrón se rompió en pedazos y el agua se desparramó por todas partes. Y Mael dijo con absoluta naturalidad:
—Oh, perdona, no quería hacerlo.
Ahora bien, que aquello había ocurrido estaba fuera de dudas. Sin embargo, no había tenido lugar el más mínimo impacto. Mael se había escabullido a dar un paseo por el bosque, le había besado la frente antes de irse, y , al intentar acariciarle el pelo con la mano temblorosa, la retiró de pronto.
Naturalmente, Jesse había estado bebiendo. De hecho, Jesse bebió demasiado todo el tiempo de su estancia. Pero nadie parecía notarlo.
De tanto en tanto, salían y bailaban en el claro, bajo la luz de la luna. No era un baile organizado. Se movían individualmente, en círculos, con la vista fija en el cielo. Mael tarareaba o Maharet cantaba canciones en la lengua desconocida.
¿Cuál había sido su estado mental para hacer tales cosas durante tantas horas? ¿Y por qué nunca había preguntado, ni siquiera interiormente, acerca del curioso hábito de llevar guantes por la casa o andar en la oscuridad con las gafas puestas?
Una madrugada, mucho antes del alba, Jesse había ido ebria a la cama y había tenido un sueño terrible. Mael y Maharet estaban enzarzados en una pelea. Mael no paraba de decir, una y otra vez:
—Pero, ¿y si muere? ¿Y si alguien la mata, o un coche la atropella? ¿Pero y si, y si, y si…? —Y se había convertido en un estruendo ensordecedor.
Algunas noches después, la atroz y definitiva catástrofe había empezado. Mael había salido un rato; pero luego había vuelto. Ella había estado bebiendo Borgoña toda la tarde y ahora estaba en la terraza con él; él la había besado y ella había perdido la conciencia, y no obstante sabía lo que estaba sucediendo. La estaba abrazando, le besaba los pechos, y ella resbalaba hacia una oscuridad insondable. Y la chica había regresado, la adolescente que la había visitado en Nueva York, cuando ella había estado tan asustada. Pero Mael no podía ver a la chica, y era claro que Jesse sabía con exactitud quién era: era la madre de Jesse, Miriam, y además sabía que Miriam tenía miedo. Mael había soltado de repente a Jesse.
—¿Dónde está ella? —había exclamado él enfurecido.
Jesse había abierto los ojos. Maharet estaba allí. Atizó un golpe tan fuerte a Mael, que éste salió despedido por encima de la barandilla de la terraza. Jesse chilló, y, apartando de sí con un gesto a la jovencita, corrió a mirar hacia el margen.
Abajo, a lo lejos, en el claro, Mael estaba indemne. Imposible, y sin embargo así era. Ya estaba en pie; hizo una profunda reverencia a Maharet. Se hallaba en una zona iluminada por la luz de las ventanas de las habitaciones inferiores; envió un beso a Maharet. Maharet parecía triste, pero sonrió. Dijo algo por lo bajo e hizo a Mael ademán de que se fuera, como diciendo que no estaba enojada.
Jesse temía que Maharet se hubiera enfadado con ella, pero, cuando miró en sus ojos, supo que no había motivo para preocuparse. Luego, Jesse bajó la vista y vio que la parte delantera de su propio vestido estaba rasgada. Sintió un agudo dolor allí donde Mael la había estado besando, y, cuando se volvió hacia Maharet, quedó desorientada, incapaz de oír sus palabras.
Sin saber cómo, estaba sentada en la cama, apoyada contra las almohadas, y llevaba una larga bata de franela. Le contaba a Maharet que su madre había regresado, que la había visto en la terraza. Pero aquello era sólo parte de lo que había estado diciendo, porque ella y Maharet habían estado hablando durante horas de lo sucedido. ¿Pero qué era lo sucedido? Maharet le dijo que lo olvidara.
¡Oh, Dios, cómo intentó recordarlo después! Fragmentos de memorias la habían atormentado durante años. Maharet llevaba el pelo suelto, y era muy largo y espeso. Habían paseado por la oscura casa juntas, como fantasmas, Maharet y ella; Maharet la tenía cogida, y de vez en cuando se detenía para besarla; y ella había abrazado a Maharet. El cuerpo de ésta se sentía como una piedra que respirase.
Se encontraban en lo alto de la montaña, en un cuarto secreto. Allí había unos ordenadores macizos, con sus bobinas y sus luces rojas, produciendo un zumbido electrónico, grave. Y allí, en una inmensa pantalla rectangular, de varios metros de altura, aparecía un enorme árbol genealógico, dibujado electrónicamente por medio de luces. Era la Gran Familia, remontándose milenios atrás. Ah, sí, hasta llegar a la raíz. El esquema era matrilineal, cornos siempre había sido en los pueblos antiguos, incluso en los egipcios, que trazaban su descendencia por medio de las princesas de la casa real. Y como era, en cierto modo, con las tribus hebreas hasta el presente día.
En aquel instante, todos los detalles se aclararon para Jesse: nombres antiguos, lugares, el principio (Dios, ¿había llegado a saber incluso el principio), la asombrosa realidad de cientos y cientos de generaciones exhibida ante sus propios ojos. Había visto el desarrollo de la familia a través de los antiguos países del Asia Menor, Macedonia, Italia, para llegar finalmente a Europa y luego al Nuevo Mundo. Aquello podía haber sido el mapa de cualquier familia humana.
Después, nunca más fue capaz de evocar los detalles del plano electrónico. No, Maharet le había dicho que lo olvidara. El milagro era que recordase algo.
Pero, ¿qué más había sucedido? ¿Qué había sido lo que había motivado realmente su larga charla?
Maharet llorando, aquello lo recordaba. Maharet sollozando con el delicado tono de una muchacha. Maharet nunca había parecido tan atractiva; su rostro se había ablandado aunque sin dejar de poseer su luminosidad, sus pocas y finas arrugas. Pero luego había quedado sombrío, y Jesse apenas podía recordar con claridad, los ojos verdes y pálidos, nublados pero vibrantes, y las pestañas rubias lanzando destellos como si los diminutos pelitos fuesen pinceladas de oro.
Velas que ardían en su habitación. El bosque que aparecía tras la ventana. Jesse había estado suplicando, protestando. Pero, en el nombre de Dios, ¿de qué trataba la discusión?
«Lo olvidarás todo. No recordarás nada.»
Cuando había abierto los ojos a la luz del sol, había sabido que todo había terminado: se habían ido. Nada había recordado en aquellos primeros momentos, excepto que se había dicho algo irrevocable.
Luego había encontrado la nota en la mesita de noche:
«Querida mía:
»Ya no es bueno para ti que estés con nosotros. Temo que todos nos hayamos enamorado de ti y temo que te arrebataríamos de tu lugar y que te apartaríamos de las cosas que estás destinada a emprender.
»Perdónanos por marcharnos tan de improviso. Estoy segura de que es lo mejor para ti. He llamado un coche que te llevará al aeropuerto. Tu avión sale a las cuatro. Tus primos Maria y Matthew te esperarán en Nueva York.
»Ten por seguro que te quiero más de lo que las palabras pueden expresar. Al llegar a tu hogar, encontrarás carta mía esperándote. Una noche, a muchos años de este día, volveremos a discutir la historia de la familia. Quizá puedas ser mi ayudante en el trabajo de documentación, si aún lo deseas. Pero ahora esto no ha de absorberte. No debe alejarte de la vida misma.
»Tuya siempre, con incuestionable amor,
»Maharet