Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Jesse reflexionó mucho, antes de responder. La atormentaba que Maharet no aprobase lo que había hecho. Pero Jesse sabía que en su decisión había una recriminación a Maharet: ésta la había alejado de los secretos de la Familia; y la Talamasca le había abierto sus puertas.
Cuando le escribió, insistió a Maharet en que los miembros de la orden no se hacían ilusiones acerca de la importancia de su trabajo. Habían contado a Jesse que en gran parte era secreto; no había gloria, a veces ni siquiera satisfacción auténtica. Estarían por completo de acuerdo con las opiniones de Maharet sobre la significación de los médiums, espíritus, fantasmas.
Pero, ¿no pasaba también que millones de personas consideraban que los polvorientos hallazgos de los arqueólogos tenían escasísima importancia? Jesse suplicó a Maharet que comprendiese lo que aquello significaba para ella. Y finalmente, para gran sorpresa suya, escribió las siguientes líneas:
«Nunca contaré nada de la Gran Familia a la Talamasca. No les contaré nada de la casa de Sonoma ni de las cosas misteriosas que acaecieron mientras estuve allí. Se pondrían demasiado ansiosos por conocer el misterio. Y mi lealtad es para contigo. Pero, te lo suplico, déjame volver algún día a la casa de California. Déjame hablar contigo de las cosas que vi. Después he ido recordando cosas. He tenido sueños desconcertantes. Pero confío en tu juicio para estas cuestiones. ¡Has sido tan generosa conmigo! No dudo en absoluto de que me amas. Por favor, entiende cuánto te quiero yo.»
La respuesta de Maharet fue breve.
«Jesse, soy un ser excéntrico y obstinado; muy pocas cosas me han sido negadas. Alguna vez que otra me engaño a mí misma acerca de la influencia que tengo sobre los demás. Nunca debí haberte llevado a la casa de Sonoma; fue un acto de puro egoísmo por mi parte, por el cual nunca me podré perdonar. Pero tienes que calmar mi conciencia por mí. Olvida que tuvo lugar la visita. No intentes negar la verdad de lo que recuerdes; pero tampoco le des muchas vueltas. Vive tu vida como si no hubiera sido nunca interrumpida tan imprudentemente. Algún día responderé a tus preguntas, pero nunca intentes subvertir tu destino. Te felicito por tu nueva vocación. Tienes mi amor incondicional para siempre.»
Pronto siguieron a la carta elegantes regalos. Maletas de piel para los viajes de Jesse y un encantador abrigo de visón para protegerse del frío en «el abominable clima británico». Es un país que «sólo los druidas pueden amar», escribió Maharet.
Jesse adoró el abrigo porque el pelo de visón estaba por dentro y no llamaba la atención. Las maletas le hicieron un perfecto servicio. Y Maharet siguió escribiéndole dos y tres veces por semana. Continuó tan solícita como siempre.
Y, con el paso de los años, fue Jesse quien se fue alejando de ella (sus cartas se tornaron breves; y su frecuencia, irregular), porque su trabajo en la Talamasca era confidencial. Simplemente, no podía contar lo que estaba haciendo.
Jesse continuó visitando a los miembros de la Gran Familia, por Navidades, y por Semana Santa. Siempre que sus primos viajaban a Londres, los acompañaba a hacer turismo o salía a comer con ellos. Pero todos aquellos contactos fueron breves y superficiales. La Talamasca absorbió pronto toda la vida de Jesse.
Al iniciar sus traducciones del latín, un mundo nuevo se reveló a Jesse en los archivos de la Talamasca: documentos de familias e individuos con poderes psíquicos, casos de brujería «obvia», de maleficio «auténtico», y por fin las transcripciones, repetitivas, pero fascinantes, de juicios reales a brujas, que siempre involucraban al inocente y al indefenso. Trabajaba día y noche, traduciendo con el procesador de textos, extrayendo material histórico de valor incalculable de arrugadas páginas de pergamino.
Pero otro mundo, todavía más seductor, se le abrió en el trabajo de campo. En un año que hacía que había entrado en la Talamasca, Jesse había visto casas encantadas por duendes, duendes tan pavorosos como para hacer que hombres adultos salieran corriendo a la calle. Había visto a un niño telequinético levantar una mesa de roble y lanzarla por la ventana rompiendo los cristales. Se había comunicado en total silencio con lectores mentales que recibían todos los mensajes que ella les enviaba. Había visto fantasmas más palpables que lo que nunca hubiera imaginado. Proezas de psicometría, escritura automática, levitación, médiums en trance: de todo fue testimonio; después tomaba notas de los hechos, pero siempre quedaba maravillada ante su propia sorpresa.
¿No se acostumbraría nunca? ¿No llegaría un momento en que nada le parecería nuevo? Pero incluso los miembros más antiguos de la Talamasca confesaban que no dejaban nunca de sorprenderse por lo que veían.
Y, sin duda, el poder de Jesse para «ver» era muy intenso. Y con su constante uso lo desarrolló en gran manera. Dos años después de ingresar en la Talamasca, Jesse fue enviada a visitar casas encantadas por toda Europa y Estados Unidos. Por cada uno o dos días que pasaba en la paz y tranquilidad de la biblioteca, pasaba una semana en un corredor fustigado por corrientes de aire, observando las apariciones intermitentes de un espectro silencioso que había atemorizado a otros.
Jesse apenas llegaba a alguna conclusión acerca de aquellas apariciones. En efecto, aprendió lo que ya sabían todos los miembros de la Talamasca: no había una única teoría de lo oculto que abarcase todos los extraños fenómenos que uno veía u oía. El trabajo era atormentador, y, en el fondo, frustrante. Jesse se sentía insegura de sí misma cuando se dirigía a aquellos «entes inquietos» o espíritus perturbados, como una vez Mael los había descrito con mucho acierto. No obstante, Jesse les aconsejaba que se desplazaran a «niveles superiores», que buscaran las paz para sí mismos y que, por lo tanto, dejaran a los mortales en paz también.
Este parecía el único camino posible a tomar, aunque la asustaba que pudiera estar obligando a los fantasmas a salir de la única forma de vida que les quedaba. ¿Y si la muerte era el final y los fantasmas existían sólo cuando almas tenaces no querían aceptarla? Demasiado atroz pensar en ello, pensar en el espíritu del mundo como un brillo crepuscular borroso y caótico precediendo a las tinieblas definitivas.
Cualquiera que fuera el caso de encantamiento, Jesse lo disipaba. Y era siempre reconfortada por el alivio de los vivos. Lo cual desarrolló en ella un profundo sentido de excepcionalidad de su vida. Era muy emocionante. No lo habría cambiado por nada del mundo.
Bien, por casi nada. Ya que podría dejarlo todo en un instante si Maharet apareciera en la puerta y le pidiera que volviera a la villa de Sonoma y se pusiera a trabajar en serio en los documentos de la Gran Familia. Pero quizá no podría.
Sin embargo, Jesse tuvo una experiencia con los documentos de la Talamasca que le causó una considerable confusión personal en lo concerniente a la Gran Familia.
Al transcribir los documentos acerca de brujas, Jesse descubrió que la Talamasca había seguido durante siglos la pista a ciertas «familias de brujas», en cuyas fortunas parecía tener una cierta influencia una sobrenatural intervención de tipo verificable y predecible. ¡La Talamasca estaba observando cierto número de tales familias en aquel mismo momento! Por lo general había una «bruja» en cada generación de la familia, y aquella bruja podía, según el documento, atraer y manipular fuerzas sobrenaturales para asegurar a la familia una regular acumulación de riqueza y otros éxitos en los asuntos humanos. El poder parecía ser hereditario, es decir, basado en lo físico, pero nadie lo sabía con toda seguridad. Algunas de aquellas familias ignoraban su propia historia; no comprendían a las «brujas» que habían hecho su aparición en el siglo XX. Y, aunque la Talamasca intentaba con cierta regularidad entrar en «contacto» con ellas, muchas veces se veía rechazada o llegaba un momento en que descubría que el trabajo era demasiado «peligroso» para ser proseguido. Después de todo, las brujas podían echar maleficios auténticos.
Estupefacta e incrédula por aquel descubrimiento, Jesse no hizo nada durante semanas. Pero no podía sacarse aquel «esquema familiar» de la cabeza. Era demasiado semejante al de Maharet y la Gran Familia.
Luego hizo lo único que podía hacer sin quebrantar su lealtad para con nadie. Revisó con cuidado todos los documentos de cada familia de brujas que había en los archivos de la Talamasca. Los comprobó y los volvió a comprobar. Se remontó hasta los documentos más antiguos en existencia y los repasó con minuciosidad.
No se mencionaba a nadie llamado Maharet. No había nadie relacionado con ninguna rama ni con ningún apellido de la Gran Familia que Jesse hubiera oído alguna vez. No había mención de nada que fuese siquiera vagamente sospechoso.
Su alivio fue enorme; pero, al fin y al cabo, no estaba tan sorprendida. Su instinto le decía que había seguido una pista falsa. Maharet no era una bruja. No en aquel sentido de la palabra.
Había algo más.
Pero, a decir verdad, Jesse nunca trató de descubrirlo. Se resistía a teorizar acerca de lo que había ocurrido, como se resistía a teorizar acerca de todo. Y se le ocurrió, más de una vez, que en la Talamasca había buscado olvidar su misterio personal entre una infinidad de misterios ajenos. Rodeada de fantasmas y duendes y niños poseídos, pensaba cada vez menos en Maharet y en la Gran Familia.
Cuando Jesse se convirtió en miembro de pleno derecho de la Talamasca, ya era una experta en sus reglas, los procedimientos, el modo de documentar investigaciones, cuándo y cómo ayudar a la policía en casos criminales, cómo evitar todo contacto con la prensa. También llegó a aprender que la Talamasca no era una organización dogmática. No requería a sus miembros que creyeran en algo, sino que se limitaran a ser honrados y cautelosos con todos los fenómenos que observaban.
Modelos, similitudes, repeticiones, eso fascinaba a la Talamasca. Los términos abundaban, pero el vocabulario no era estricto. Sencillamente, los ficheros tenían docenas de maneras diferentes de remitirse unos a otros.
No obstante, había miembros de la Talamasca que estudiaban a los teóricos. Jesse leyó todos los trabajos de los grandes detectives psíquicos, médiums y mentalistas. Estudió todas y cada una de las obras relacionadas con las Ciencias Ocultas.
Y muchas veces pensó en el consejo de Maharet. Lo que Maharet había dicho era verdad. Fantasmas, apariciones, personas con poderes psíquicos que podían leer la mente y mover los objetos por telequinesia, todo era fascinante para los que lo presenciaban en vivo. Pero para la raza humana, a largo plazo, significaba muy poco. De momento no había, ni habría nunca, un gran descubrimiento en ocultismo que alterase la historia humana.
No obstante Jesse nunca se cansaba de su trabajo. Se convirtió en una adicta a las emociones, al secreto. Se hallaba en las entrañas de la Talamasca, y, aunque se acostumbró al lujo de su entorno (a los bordados antiguos, a las camas con dosel, a los cubiertos de plata de ley, a los coches con chofer y a los criados), ella, en sí misma, se volvió más simple y reservada.
A los treinta años, era una mujer de aspecto frágil y de piel blanca, con el pelo rojo rizado, peinado con una simple raya en medio; se lo dejaba tan largo que le colgaba en los hombros. No se maquillaba, ni se ponía perfume, ni joyas, salvo el brazalete celta. Una chaqueta de
sport
de cachemira era su pieza de vestir favorita, y pantalones de lana, o téjanos, si estaba en América. Pero todavía era atractiva, y llamaba la atención de los hombres más de lo que creía que era conveniente. Tuvo líos amorosos, pero siempre fueron breves. Y raramente de alguna importancia.
Lo que le importaba más era su amistad con el resto de los miembros de la orden; en ellos tenía muchos hermanos y hermanas. Y ellos se preocupaban de ella como ella de ellos. Adoraba la sensación de pertenecer a una comunidad. A cualquier hora de la noche, uno podía bajar a la planta principal, y, con toda seguridad, encontraría un salón alumbrado y con gente en vela, leyendo, charlando, quizá discutiendo en voz baja. Podía ir a la cocina donde el cocinero del turno de noche estaba siempre dispuesto a preparar un desayuno temprano o una cena tardía, todo lo que uno pudiese desear.
Jesse podría haber seguido siempre en la Talamasca. Como una orden religiosa católica, la Talamasca cuidaba de sus ancianos y de sus enfermos. Morir en el seno de la orden era conocer todo lujo y atención médica, era pasar los últimos momentos de la vida del modo que uno quería, solo en la cama, o con la compañía de otros miembros, dándole consuelo, cogiéndole la mano. Uno podía ir a casa de sus parientes, si lo deseaba. Pero la mayoría, con el paso de los años, prefería morir en la Casa Madre. Los funerales eran dignos y suntuosos. En la Talamasca, la muerte formaba parte de la vida. Una gran reunión de hombres y mujeres de luto asistía al funeral.
Sí, aquella gente se había convertido en la familia de Jesse. Y si los acontecimientos hubiesen seguido su curso normal, lo habrían sido para siempre. Pero cuando llegó al final de su octavo año, ocurrió algo que lo cambiaría todo, algo que la llevaría a romper definitivamente con la orden.
Los logros de Jesse hasta aquel momento habían sido impresionantes. Pero, en el verano de 1981, continuaba trabajando bajo la dirección de Aaron Lightner y raras veces había hablado con el consejo de gobierno de la Talamasca ni con el reducido grupo de hombres y mujeres que estaba en realidad a cargo de la orden.
Así pues, cuando David Talbot, el director supremo de la orden, la llamó a su oficina de Londres, quedó muy sorprendida. David era un hombre enérgico, de sesenta y cinco años, de complexión pesada y con el pelo gris canoso; tenía unas maneras moderadamente alegres, y no tardaron en tutearse. Ofreció una copa de jerez a Jesse y habló de temas intrascendentes durante un cuarto de hora, antes de entrar realmente en el tema.
Estaba ofreciendo a Jesse una misión de muy diferente clase. Le dio una novela titulada
Confesiones de un Vampiro.
Dijo:
—Quiero que leas este libro.
Jesse quedó desconcertada.
—El hecho es que ya lo he leído —respondió ella—. Hace un par de años. Pero, ¿qué tiene que ver con nosotros una novela como ésta?
Jesse había comprado un ejemplar de una edición de bolsillo en un aeropuerto y lo había devorado en un largo vuelo transcontinental. El relato, supuestamente contado por un vampiro a un joven reportero en el San Francisco actual, había afectado a Jesse como una pesadilla. No podía asegurar que le hubiese gustado. En realidad, después lo había tirado; había preferido esto a dejarlo en un banco del aeropuerto de llegada y permitir que una persona confiada tropezase con él.