La reina de los condenados (54 page)

BOOK: La reina de los condenados
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»Pero fue principalmente de la ceremonia de lo que hablamos; creíamos que el espíritu de nuestra madre se había ido. A causa de su respeto por ella, consumíamos esos órganos para que no se pudrieran. Así pues, fue fácil para nosotras llegar a un acuerdo. Mekare tomaría el cerebro y los ojos; y yo tomaría el corazón.

»Mekare era la hechicera con más poderes; la que había nacido primera; y la que siempre tomaba la iniciativa en las cosas; la que hablaba claro y en el acto; la que se comportaba como la hermana mayor, como inevitablemente ocurre con uno de los gemelos. Pareció correcto que ella tomase el cerebro y los ojos; y yo, que siempre había sido de una disposición más tranquila y más lenta, debería tomar el órgano asociado con el sentimiento profundo y con el amor: el corazón.

»Quedamos complacidas con la partición y, cuando el cielo de la madrugada se iluminó, dormimos unas pocas horas, con nuestros cuerpos debilitados por el hambre y el ayuno que nos preparaba para el banquete.

»Algún tiempo antes de la salida del sol, los espíritus nos despertaron. Enviaban de nuevo el viento. Salí de la cueva; el fuego ardía bajo el horno. La gente que velaba se había dormido. Furiosa, dije a los espíritus que guardaran silencio. Pero uno de ellos, mi espíritu más amado, dijo que había extranjeros reunidos en la montaña, muchos, muchos extranjeros, que estaban muy impresionados por nuestro poder y que sentían una peligrosa curiosidad por el banquete.

»—Esos hombres quieren algo de ti y de Mekare —me dijo el espíritu—. Esos hombres no están aquí para bien.

»Yo le respondí que siempre habían venido extranjeros; que no era nada y que ahora debía tranquilizarse y dejarnos cumplir con nuestros deberes. No obstante fui a uno de los hombres de nuestro pueblo y le pedí que estuvieran preparados en caso de que ocurriera algo; le dije que los hombres trajesen sus armas consigo cuando se reunieran al empezar el banquete.

»No era una petición desorbitada. La mayoría de hombres llevaban sus armas adonde quiera que fueran. Los pocos que habían sido soldados profesionales, o podían permitirse el lujo de poseer una espada, siempre la cargaban consigo; y muchos llevaban habitualmente un cuchillo metido en el cinto.

»Pero no me preocupé demasiado; después de todo, extranjeros de todas partes venían a menudo al pueblo; no era sino muy natural que vinieran con motivo de un acontecimiento tan especial: la muerte de una hechicera.

»Pero ya sabéis lo que ocurrió. Lo habéis visto en vuestros sueños. Habéis visto a la gente del pueblo reunida en el claro cuando el sol llegaba al cenit. Quizá hayáis visto cómo desmontaban lentamente el horno ya enfriado, ladrillo a ladrillo; o sólo el cuerpo de nuestra madre, ennegrecido, carbonizado, pero en paz, como si durmiese, ahora descubierto, en la losa aún caliente. Habéis visto las flores quemadas cubriendo el cuerpo, y el corazón, el cerebro y los ojos en las bandejas.

»Habéis visto que nos arrodillábamos a cada lado del cadáver de nuestra madre. Y habéis visto a los músicos que empezaban a tocar.

»Lo que no habéis podido ver, pero ahora ya lo sabéis, es que durante miles de años la gente de nuestro pueblo tuvo la costumbre de reunirse para tales banquetes. Durante miles de años habíamos vivido en aquel valle y en las laderas de la montaña, donde la hierba crecía alta y los frutos caían de los árboles. Aquella era nuestra tierra, nuestras costumbres, nuestro momento.

«Nuestro momento sagrado.

»Y, cuando Mekare y yo nos sentamos una frente a la otra, ataviadas con nuestros vestidos más preciosos y llevando las joyas de nuestra madre y también nuestros propios adornos, vimos ante nosotras, no los avisos de los espíritus, o la aflicción de nuestra madre cuando tocó la tablilla del Rey y la Reina de Queme, no. Vimos nuestras propias vidas (esperanzadoras, largas, felices) para ser vividas allí, entre los nuestros.

»No sé cuánto tiempo permanecimos arrodilladas; cuánto tiempo preparamos nuestras almas. Recuerdo que, finalmente, al unísono, levantamos las bandejas que contenían los órganos de nuestra madre; y los músicos empezaron a tocar. La música de la flauta y de los tambores llenó el aire que nos rodeaba; se oía el canto de los pájaros.

»Y, entonces, la maldad cayó sobre nosotras; llegó tan repentinamente, con el ruido de las pisadas y los poderosos y agudos gritos de guerra de los soldados egipcios, que apenas supimos lo que estaba ocurriendo. Nos lanzamos encima del cadáver de nuestra madre, en un intento de proteger el sagrado banquete funerario; pero de inmediato nos arrancaron y nos alejaron de ella, y vimos las bandejas caer en el polvo y la losa volcada.

»Oí a Mekare gritar como nunca había oído gritar a un ser humano. Pero yo también estaba gritando, gritando al ver el cuerpo de mi madre tirado en las cenizas.

»Sin embargo, los insultos llenaban mis oídos; de hombres acusándonos de comedores de carne humana, de caníbales, de hombres acusándonos de salvajes y diciendo que nos ajusticiarían con sus espadas.

»Sólo que nadie nos hizo nada. Gritando, luchando, fuimos atadas, dejadas indefensas, y todos nuestros amigos y parientes fueron aniquilados ante nuestros propios ojos. Los soldados pisotearon el cuerpo de mi madre; pisotearon su corazón, su cerebro y sus ojos. Pisotearon y volvieron a pisotear las cenizas, mientras sus cohortes ensartaban a hombres, mujeres y niños de nuestro pueblo.

»Y luego, a través del coro de gritos, a través del horripilante clamor de aquellos cientos de personas muriendo en la ladera de la montaña, oí a Mekare invocar a nuestros espíritus a vengarse, incitarlos a castigar a los soldados por lo que habían hecho.

»Pero ¿qué era el viento o la lluvia para hombres como aquellos? Los árboles se agitaron, pareció que la misma tierra temblaba; las hojas llenaron el aire como la noche anterior. Rocas rodaron cuesta abajo; se alzaron nubes de polvo. Pero no hubo más que un momento de duda antes de que el Rey, Enkil en persona, avanzara, destacándose de los demás, y dijera que aquello no eran sino trucos que todos los hombres habían presenciado ya otras veces y que nosotras o nuestros espíritus no podríamos hacer nada más.

»Eran demasiado ciertas, aquellas palabras; y la masacre continuó con el mismo ímpetu. Mi hermana y yo nos dispusimos a morir. Pero no nos mataron. No era su intención matarnos; se nos llevaron a rastras y vimos nuestro pueblo ardiendo, vimos los campos de trigo silvestre en llamas, vimos a todos los hombres y mujeres de nuestra tribu yaciendo muertos y supimos que todos sus cadáveres serían dejados a la intemperie para los animales salvajes, para que se consumieran en el polvo, con una indiferencia y un desprecio absolutos.

Maharet se interrumpió. Había juntado las manos haciendo un pequeño tejado en forma de aguja y ahora se tocaba la frente con la punta de los dedos, como descansando antes de proseguir. Cuando reemprendió la narración, su voz fue un poco áspera y más grave, pero tan firme como lo había sido antes.

—¿Qué es una pequeña nación de pueblos? ¿Qué es un pueblo… o incluso una vida?

»Miles de pueblos así están enterrados bajo tierra. Y así nuestro pueblo permanece enterrado aún hoy en día.

»Todo lo que conocíamos, todo lo que habíamos sido, fue arrasado en el espacio de una hora. Un ejército bien entrenado había hecho una carnicería con nuestros sencillos pastores, nuestras mujeres y nuestros jóvenes indefensos. Nuestro pueblo yacía en ruinas, con las chozas derribadas; todo lo que podía arder había sido quemado.

»Por encima de la montaña, por encima del pueblo que se extendía a sus pies, percibí la presencia de los espíritus de los muertos; una gran nube de espíritus, algunos tan agitados y confusos por la violencia desatada contra ellos que se aferraban a la tierra de pavor y de dolor; otros se levantaban y salían de la carne, para no sufrir ya más.

»¿Y qué podían hacer los espíritus?

«Siguieron nuestra procesión durante todo el camino a Egipto; endemoniaban a los hombres que nos mantenían atadas y nos llevaban en una litera a sus hombros, dos mujeres solas, arrimadas una a la otra, horrorizadas y apenadas.

»Cada noche, cuando la compañía montaba el campamento, los espíritus enviaban el viento a rasgar sus tiendas y a dispersarlos. Pero el Rey exhortaba a sus soldados a no tener miedo. El Rey les decía que los dioses de Egipto eran más poderosos que los espíritus de las hechiceras. Y como verdaderamente los espíritus estaban haciendo todo lo que les era posible, como no conseguían empeorar las cosas, los soldados obedecían.

»Cada noche el Rey nos hacía llevar a su presencia. Nos hablaba en nuestra lengua, que era una de las corrientes en el mundo de entonces, y que se utilizaba en todo el valle del Tigris y del Eufrates y también en las faldas del monte Carmelo.

»—Sois grandes hechiceras —decía, con voz amable y exasperantemente sincera—. Por este motivo os he perdonado la vida, aunque sois comedoras de carne humana, como vuestro pueblo, y yo y mis hombres os cogimos en el momento de cometer el delito. Os he perdonado la vida porque quiero sacar provecho de vuestra sabiduría. Quiero aprender de vosotras y mi Reina también quiere aprender. Decidme qué puedo hacer para aliviar vuestro sufrimiento y lo haré. Ahora estáis bajo mi protección; yo soy vuestro Rey.

«Llorando, evitando mirarlo a los ojos, permanecíamos allí sin decir nada, hasta que se hartaba de nosotras y nos mandaba de nuevo a dormir a nuestra pequeña y apretada litera (un minúsculo habitáculo de madera, con sólo diminutas ventanas), donde habíamos estado hasta que nos había llamado.

»Solas de nuevo, mi hermana y yo nos hablábamos en silencio o por medio de nuestro lenguaje, el lenguaje de los gemelos, de gestos y palabras abreviadas que sólo nosotras conocíamos. Recordábamos lo que los espíritus habían dicho a nuestra madre; recordábamos que había caído enferma después de la carta del Rey de Queme y que nunca se había recuperado. Sin embargo, no teníamos miedo.

«Estábamos demasiado conmovidas por la desgracia para tener miedo. Era como si ya estuviéramos muertas. Habíamos visto nuestro pueblo masacrado, habíamos visto el cadáver de nuestra madre profanado. No sabíamos de nada que pudiera ser peor. Estábamos juntas; quizá nuestra separación sí sería peor.

»Pero durante nuestro viaje a Egipto, tuvimos un pequeño consuelo que más tarde no olvidaríamos. Khayman, el mayordomo del Rey, sintió compasión de nosotras e hizo todo lo que estuvo en su mano, en secreto, para suavizar nuestro dolor.»

Maharet se detuvo de nuevo y miró a Khayman, que estaba sentado con las manos enlazadas encima de la mesa y con los ojos humillados. Parecía que se hallaba profundamente inmerso en el recuerdo de los hechos que Maharet describía. Aceptó el tributo, pero ello no pareció consolarlo. Terminó por levantar la vista hacia Maharet como signo de agradecimiento. Parecía aturdido y lleno de preguntas. Pero no las formuló. Dirigió la vista a los demás, agradeciendo también sus miradas, agradeciendo la firme de Armand y la de Gabrielle, pero de nuevo quedó sin decir nada.

Y Maharet continuó:

—Khayman nos aflojaba las ataduras siempre que era posible; nos permitía dar un paseo al anochecer; nos llevaba comida y bebida. Y era una gran delicadeza por parte suya que no nos hablara cuando lo hacía; no pedía nuestra gratitud. Hacía aquello con toda generosidad. Simplemente, no era de su agrado ver a la gente sufrir.

»Creo recordar que viajamos diez días para llegar al país de Queme. Quizá fue más, quizá fue menos. En algún momento durante el viaje, los espíritus se cansaron de sus trucos; y nosotras, desalentadas y ya sin coraje, dejamos de invocarlos. Al final nos hundimos en el silencio, y sólo de vez en cuando nos mirábamos a los ojos.

«Finalmente entramos en un país cuyo paisaje no habíamos visto nunca. A través de un desierto abrasador fuimos llevadas a la rica tierra negra que bordeaba el río Nilo, el suelo negro del que deriva la palabra Queme; luego cruzamos el poderoso río en una almadía, cruzó todo el ejército, y llegamos a una vasta ciudad de construcciones de ladrillo y techos de paja, con grandes templos y palacios construidos con los mismos materiales rudimentarios, pero todos muy bellos.

»Eso tuvo lugar mucho tiempo antes de la arquitectura de piedra que ha dado fama a los egipcios: los templos de los faraones que han permanecido hasta nuestros días.

»Pero ya existía un gran amor por la decoración fastuosa, una tendencia hacia lo monumental. Ladrillos sin cocer, juncos, argamasa…, todos esos materiales simples eran los que utilizaban para construir altos muros, que después eran encalados y decorados con pinturas encantadoras.

»Frente al palacio al cual nos llevaban como prisioneras, se levantaban dos grandes columnas, construidas con enormes juncos de la jungla, secados, atados entre ellos y cimentados con fango del río; en el interior, dentro de un patio cerrado, habían creado un estanque, lleno de flores de loto y rodeado de árboles floridos.

»Nunca había visto un pueblo tan rico como el de los egipcios, un pueblo cargado de tantas joyas, un pueblo con un pelo trenzado con tanto primor y unos ojos tan hermosamente pintados. Aquellos ojos pintados tendían a minarnos la moral. Porque el maquillaje endurecía su mirada; daba una ilusión de profundidad donde quizá no la había; instintivamente nos retraíamos ante aquel artificio.

»Pero todo lo que veíamos no hacía más que aumentar nuestra miseria. ¡Cuánto odiábamos todo lo que había a nuestro alrededor! Lo único que percibíamos en aquella gente (aunque no comprendíamos su extraña lengua) era que nos odiaban y que también nos temían. Parecía que nuestro pelo rojo causaba gran confusión entre ellos; y que fuésemos gemelas también les daba miedo.

»Porque entre ellos, en ciertas épocas, habían tenido la costumbre de matar a los bebés gemelos; y los pelirrojos eran invariablemente sacrificados a los dioses. Se creía que daba suerte.

»Todo eso se hizo claro para nosotras en instantáneas y salvajes visiones comprensivas; encarceladas, aguardábamos con pensamientos lúgubres cuál sería nuestro destino.

»Como antes, Khayman fue nuestro único consuelo en aquellas primeras horas. Khayman, el mayordomo general del Rey, procuró que tuviéramos ciertas comodidades en nuestro encierro. Nos trajo sábanas lavadas, frutos para comer, cerveza para beber. Nos trajo incluso peines para el pelo y vestidos limpios; y, por primera vez, nos habló; nos dijo que la Reina era amable y buena y que no debíamos temer.

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