La reina de los condenados (33 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—¿Qué creías que era? —había preguntado Armand, haciendo que lo ayudara con los adoquines—. ¿Una horrorosa novela barata? No comes si no puedes ocultarlo.

El edificio había estado hormigueante de amables humanos que no notaron que les habían robado las ropas que ahora vestían, uniformes de la juventud, y habían salido al callejón por una puerta reventada. «Ya no son mis hermanos y hermanas. Los bosques siempre han estado llenos de esas cosas blandas de ojos de gama, con corazones palpitando por temor a la flecha, la bala, la lanza. Y ahora al fin revelo mi identidad secreta; siempre he sido cazador.»

—¿Está bien como soy ahora? —había preguntado a Armand—. ¿Eres feliz? —Haihgt Street, las siete y treinta y cinco. Gentío entrechocando, yonkis chillando en un rincón. ¿Por qué no van al concierto? Las puertas abiertas ya. No podía soportar la espera.

Pero la casa de reunión estaba cerca, había explicado Armand, una gran mansión en ruinas, a una manzana del parque; allí aún quedaban algunos que tramaban la destrucción de Lestat. Armand quería acercarse, sólo un momento, para saber lo que se estaba cocinando.

—¿En busca de alguien? —había preguntado Daniel—. Contéstame, ¿Estás contento de mí o no?

¿Qué había visto en el rostro de Armand? ¿Un súbito destello de humor, de deseo? Armand le había dado prisa por el pavimento manchado y sucio, dejando atrás los bares, los cafés, las tiendas rebosantes de hediondas ropas viejas, los clubes de lujo con letras doradas en el grasiento espejo y los ventiladores del techo removiendo humos y vapores con paletas de madera dorada, mientras los helechos de la maceta morían de una muerte lenta en el calor y la semioscuridad. Dejando atrás a los primeros chiquillos («¡Truco o treta!») en sus relucientes vestidos de tafetán.

Armand se había detenido, rodeado de inmediato por pequeñas caras hacia arriba cubiertas de máscaras de compra, espectros de plástico, espíritus necrófagos, brujas; la luz cálida y encantadora había llenado sus ojos pardos; de ambas manos había dejado caer relucientes dólares plateados en sus pequeñas bolsitas de caramelos, luego había cogido a Daniel por el brazo y había continuado arrastrándolo.

—Me gusta mucho cómo has resultado ser —le había susurrado con una súbita sonrisa irrefrenable, con calidez aún—. Eres mi primogénito —había dicho. ¿Se había atragantado de repente? ¿Había echado una súbita ojeada a derecha e izquierda como si se hubiera sentido acorralado? Vuelta al trabajo que tenía entre manos—. Ten paciencia. Temo por ambos, ¿te acuerdas?

¡Oh, iremos juntos a las estrellas! Nada podrá detenernos. ¡Todos los fantasmas que corren por la calle son mortales!

Entonces la casa de reunión había estallado.

Había oído el estruendo antes de verlo, y un súbito penacho ondulante de humo y fuego, acompañado de un estridente sonido que nunca antes había detectado; gritos sobrenaturales como papel de plata rizándose por el calor. Repentino escampar de melenudos corriendo a ver el incendio.

Armand había sacado a Daniel de la calle y lo había empujado hacia el interior de una estrecha tienda de licores de aire estancado. Iluminación biliosa; sudor y peste a tabaco; mortales, ignorantes de la conflagración que estaba por caer, leyendo grandes y glaseadas revistas eróticas. Armand lo había empujado hasta el fondo del pequeño pasillo. Una anciana comprando de la máquina refrigeradora diminutos cartones de leche y dos latas de comida para gatos. No había salida por allí.

Pero, ¿como podía uno esconderse de lo que estaba pasando por encima de ellos, del ensordecedor fragor que ni siquiera los mortales podían oír? Se llevó las manos a los oídos, pero era una tontería, era inútil. Muerte afuera, en los callejones. Seres como él corriendo por los escombros de los patios traseros, atrapados, carbonizados en el sitio. Lo vio en destellos chisporroteantes. Luego, nada. Silencio sonoro. Las campanas tañendo y el chirrido de los neumáticos del mundo mortal.

Sin embargo, había estado demasiado cautivado aún para asustarse. Cada segundo era eterno; la escarcha en la puerta del refrigerador, bella. La anciana con la leche en la mano, ojos como dos guijarros de cobalto.

El rostro de Armand había quedado vacío tras la máscara de sus gafas oscuras, las manos metidas en los bolsillos de sus apretados pantalones. Entró un joven, y la campanilla de la puerta tintineó y no dejó de tintinear durante el tiempo en que compraba una botella pequeña de cerveza alemana y salía.

—Ha acabado ya, ¿no?

—Por ahora —había respondido Armand.

Hasta que subieron al taxi, no dijo nada más.

—Sabía que estábamos allí; nos oía.

—Entonces, ¿por qué no…?

—No lo sé. Sólo sé que sabía que estábamos allí. Lo sabía antes de que hallásemos el refugio.

Y ahora, apretar y empujar en la sala, y lo amaba, amaba el gentío arrastrándolos más y más hacia las puertas interiores. Ni siquiera podía levantar el brazo, de tan apretujados que estaban; no obstante, chicos y chicas conseguían adelantarlo a base de codazos, lo zarandeaban con sus choques deliciosos; volvió a reír al ver los póster de tamaño natural de Lestat cubriendo las paredes.

Sintió los dedos de Armand en su espalda; y sintió también un cambio repentino en el cuerpo entero de Armand. Más adelante, una mujer pelirroja había vuelto la cabeza y los miraba atentamente mientras se dirigía hacia la puerta abierta.

Una suave descarga eléctrica y cálida recorrió el cuerpo de Daniel.

—Armand, el pelo rojo —¡Tan igual al de las gemelas del sueño! Pareció que sus ojos verdes se hubieran clavado en él al decir—: ¡Armand, las gemelas!

Luego ella se volvió; su rostro se esfumó y desapareció en el interior de la sala.

—No —susurró Armand. Leve balanceo de la cabeza. Tenía una furia silenciosa, Daniel podía notarla. Tenía la mirada rígida y vidriosa de cuando estaba profundamente ofendido—. Talamasca —susurró, con una sonrisa burlona poco frecuente en él.

—Talamasca. —La palabra sacudió repentinamente a Daniel por su belleza. Talamasca. La derivó del latín, comprendió sus partes. Le vino a la cabeza de algún lugar de su reserva memorística; máscara animal. Voz antigua para hechicera o shaman.

—Pero ¿qué significa en realidad? —preguntó.

—Significa que Lestat es un estúpido —respondió Armand. Centelleo de profundo dolor en sus ojos—. Pero ahora ya no tiene ninguna importancia.

2. Khayman

Khayman observaba desde la arcada el coche del vampiro Lestat que cruzaba la entrada a la zona de aparcamiento. Khayman era casi invisible, incluso con los elegantes pantalones de tejano que antes había robado de un maniquí en una tienda. No necesitaba gafas de sol que ocultasen sus ojos. Su piel resplandeciente no llamaba la atención. No cuando a todas partes a donde dirigía la mirada veía máscaras y pintura, vestidos relucientes, de gasa y de lentejuelas.

Se acercó más a Lestat, como si nadara por entre los agitados cuerpos de los jóvenes que se agolpaban en torno al coche. Por fin vislumbró el pelo rubio de la criatura, y sus ojos azul violeta, mientras sonreía y soplaba besos a sus admiradores y admiradoras ¡Qué encanto tenía el diablo! Conducía el coche él mismo, dando acelerones y abriéndose paso con el parachoques por entre los tiernecitos humanos, a la par que flirteaba, hacía guiños, seducía, como si él y su pie en el pedal de gas no estuvieran unidos.

Alegría. Triunfo. Era lo que Lestat sentía y conocía en aquel momento. Y su reticente compañero, Louis, el de pelo oscuro, que iba en el coche junto a él, contemplando con timidez a los niños chillones como si fueran aves del paraíso, no comprendía lo que en realidad estaba sucediendo.

Tampoco sabían que la Reina había despertado. Ni nada acerca de los sueños de las gemelas. Su ignorancia era asombrosa. Y sus mentes jóvenes eran tan transparentes… Aparentemente, el vampiro Lestat, que se había escondido bastante bien hasta aquella noche, estaba ahora preparado para hacer frente a todo el mundo. Llevaba sus pensamientos y sus intenciones como una banda de honor.

—¡Cazadnos! —Eso era lo que gritaba a sus
fans,
aunque no lo oyeran—. Matadnos. Somos malvados. Somos perversos. Está muy bien que ahora cantéis y os divirtáis con nosotros. Pero cuando comprendáis bien, entonces el asunto empezará en serio. Y recordaréis que nunca os mentí.

Durante un instante, sus ojos y los de Khayman se encontraron. «¡Quiero ser bueno! ¡Moriría por serlo!» Pero no hubo indicios de quién o de qué había recibido el mensaje.

Louis, el observador, el paciente, estaba allí a causa del amor puro y simple. Se habían encontrado sólo la noche anterior, y su reunión había sido una de las más extraordinarias. Louis iría a donde Lestat lo llevase. Louis moriría si Lestat moría. Pero los temores y esperanzas de ambos respecto a la noche eran de una humanidad que rompía el corazón.

Ni siquiera sabían que la airada Reina había incendiado la casa de reunión de San Francisco hacía menos de una hora. O que la infame taberna vampírica en Castro Street estaba ardiendo en aquel mismo momento mientras la Reina daba caza a los que huían.

Pero tampoco la mayoría de bebedores de sangre que había esparcidos entre la muchedumbre tenían conocimiento de aquellos simples hechos. Eran demasiado jóvenes para escuchar las advertencias de los viejos, para oír los gritos de los sentenciados a perecer. Los sueños de las gemelas sólo los habían confundido. Desde lugares diversos espiaban a Lestat, rebosantes de odio o de fervor religioso. Lo destruirían o harían de él un dios. No se percataban del peligro que se cernía sobre ellos.

Pero, ¿qué era de las gemelas? ¿Cuál era el significado de los sueños?

Khayman observaba el avance del vehículo, labrando su camino hacia la parte posterior del auditorio. Levantó la vista hacia las estrellas de encima de su cabeza; diminutos puntos de luz tras la niebla suspendida encima de la ciudad. Creyó poder sentir la proximidad de su antigua soberana.

Se volvió hacia el auditorio y avanzó con cuidado a través de la masa. Olvidar su fuerza entre una tal muchedumbre habría sido desastroso. Magullaría la carne y quebraría los huesos sin darse cuenta siquiera.

Lanzó una última ojeada al cielo y entró, confundiendo al portero mientras pasaba el pequeño torniquete y se dirigía hacia la escalera más cercana.

El auditorio estaba ya casi lleno. Miró su persona saboreando aquel momento como lo saboreaba todo. El local en sí no era nada: una concha para contener la luz y el sonido. Muy moderno y de una fealdad sin remedio.

Pero los mortales, ¡qué bellos eran!, luciendo su salud, con los bolsillos llenos de oro, cuerpos en plenitud por todas partes, cuerpos en los cuales ningún órgano había sido carcomido por los gusanos de la enfermedad, ningún hueso nunca roto.

En realidad, el bienestar saludable de la ciudad entera sorprendía a Khayman. Cierto, en Europa había visto riquezas que nunca hubiera imaginado, pero nada igualaba el aspecto exterior sin defecto del pequeño y superpoblado lugar, lo cual valía incluso para los proletarios, que ahogaban sus casitas de paredes de estuco con lujos indescriptibles. Los pasajes privados estaban atestados de elegantes automóviles. Los pobres sacaban su dinero de cajeros automáticos con mágicas tarjetas de plástico. No había barracas en ninguna parte. La ciudad tenía grandes torres, fabulosos hoteles y profusión de mansiones; no obstante, rodeada como estaba por el mar, las montañas y las resplandecientes aguas de la famosa Bahía, no parecía tanto una capital como un balneario de reposo, una escapada del grandioso dolor y de la hórrida fealdad del mundo.

No era extraño que Lestat hubiese elegido aquel lugar para arrojar el guante. En general, aquellos niños mimados eran buena gente. Las privaciones nunca los habían herido o debilitado. Podían demostrar ser perfectos combatientes para el mal auténtico. Es decir, si llegaban a la conclusión de que el símbolo y la cosa eran únicos e indivisibles. ¡Despertad y oled la sangre, jóvenes!

Pero, ¿habría ahora tiempo para ello?

El plan de Lestat, por más bueno que fuera, podía fallar; ya que seguramente la Reina tenía un plan propio, y Lestat no lo conocía.

Khayman se encaminó hacia la parte superior del local. Hasta la última hilera de asientos de madera, donde ya había estado antes. Se sentó en el mismo lugar, apartando los dos «libros de vampiros» que aún se hallaban en el suelo, abandonados.

Antes había devorado los textos: el testamento de Louis («Contemplad: el vacío.») y la historia de Lestat («Y esto, esto y lo otro no significa nada.»). Le habían esclarecido muchas cosas. Y lo que Khayman había adivinado de las intenciones de Lestat había sido confirmado plenamente. Pero, del misterio de las gemelas, por supuesto, el libro no decía nada.

Y por lo que se refería a los verdaderos propósitos de la Reina, continuaban desconcertándolo.

La Reina había aniquilado a cientos de bebedores de sangre por todas partes del mundo; y, sin embargo, dejaba a otros inermes.

Incluso Marius estaba vivo. Al destruir su cripta, lo había castigado pero no lo había matado, lo cual habría sido muy fácil. Marius llamaba a los viejos desde su cárcel de hielo, advirtiendo, suplicando ayuda. Sin esfuerzo alguno, Khayman percibió a dos inmortales que viajaban para responder a la llamada, aunque uno de los dos, la misma hija de Marius, ni siquiera podía oír la llamada. Pandora era su nombre: era un ser alto, era un ser fuerte. El otro, llamado Santino, no tenía sus poderes, pero podía oír la voz de Marius; también tenía que hacer grandes esfuerzos para seguir el paso de Pandora.

Sin duda alguna, la Reina podría haberlos abatido, si hubiese querido hacerlo. No obstante, viajaban y viajaban, claramente visibles, claramente audibles, pero sin que nadie los turbara.

¿Cómo hacía tales elecciones la Reina? Seguro que en aquella misma sala había alguien a quien la Reina había perdonado la vida, con algún propósito…

3. Daniel

Habían alcanzado las puertas; ahora tenían que avanzar a empujones los últimos metros por una estrecha rampa que bajaba al enorme óvalo abierto de lo que constituía la planta principal.

La masa se desparramó, como canicas rodando en todas direcciones. Daniel avanzó hacia el centro, con los dedos enganchados en el cinto de Armand para no perderlo, con los ojos errando por el teatro en forma de herradura, por las altas gradas de asientos que subían hasta el techo. Por todas partes, los mortales llenaban como enjambres las escaleras de hormigón, se colgaban por las barandillas de hierro o se mezclaban con la multitud aplastante de su alrededor.

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