La reina de los condenados (36 page)

BOOK: La reina de los condenados
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¡Había muchas más cosas que quería decir! «¡Cuéntame dónde está Maharet!» Pero era demasiado tarde para aquello. Dio media vuelta y marchó con presteza por el pasillo hasta que llegó a un espacio abierto que daba a un estrecho y largo tramo de escaleras de hormigón.

Abajo, en el escenario a oscuras, aparecieron los músicos mortales, saltando por encima de cables y altavoces para recoger los instrumentos del suelo.

El Vampiro Lestat salió de detrás del telón dando grandes zancadas, con su capa negra planeando tras él en su decidido avance hasta la parte frontal del escenario. Micrófono en mano, se encontraba a menos de un metro de Jesse.

La muchedumbre había llegado al éxtasis. Aplausos, silbidos, aullidos formaban un fragor que Khayman nunca había oído. Rió, sin querer, de aquel frenesí estupidizado, de la diminuta figura del fondo que amaba aquello por completo, que se reía mientras Khayman reía.

Entonces, con un gran destello blanco, la luz inundó el pequeño escenario. Khayman miraba, pero no a las diminutas figuras que se pavoneaban en sus galas, sino a la pantalla gigante de vídeo que, tras ellos, se alzaba hasta el techo. La viva imagen del vampiro Lestat, de diez metros de altura, resplandecía ante Khayman. La criatura sonreía; levantaba los brazos y sacudía su melena de pelo amarillo; lanzaba la cabeza atrás y aullaba.

La masa que se hallaba bajo sus pies deliraba; el mismo edificio retumbaba; pero era el aullido lo que llenaba todos los oídos. La poderosa voz del vampiro Lestat ahogaba cualquier otro sonido del público.

Khayman cerró los ojos. Por entre el monstruoso rugido del vampiro Lestat, volvió a escuchar, en busca del sonido de la Madre, pero ya no lo pudo localizar.

—Mi Reina —susurró, buscando, escudriñando, aunque en vano. ¿Estaría por ahí arriba, en alguna verde ladera, escuchando la música de su trovador? Notó la brisa húmeda y suave y vio el cielo gris y sin estrellas como cualquier mortal hubiera notado y visto algo semejante. Las luces de San Francisco, sus colinas sembradas de lentejuelas y sus refulgentes torres; ésos eran los faros de la noche urbana, de súbito tan terribles como la luna o la estela de las galaxias.

Cerró los ojos. La imaginó de nuevo como la había visto en la calle de Atenas: contemplando cómo ardía la taberna con sus hijos dentro, con su andrajosa capa colgando suelta de sus hombros y la capucha echada hacia atrás mostrando su pelo trenzado. ¡Ah, la Reina de los Cielos había aparecido, como en otro tiempo le había gustado que la conocieran, presidiendo siglos de letanías! Sus ojos habían sido brillantes y vacíos en la luz eléctrica; su boca suave, inocente. La rara dulzura de su rostro había sido infinitamente hermosa.

Ahora la visión lo arrastró siglos atrás, hasta un instante borroso y atroz, un instante en que él, un hombre mortal, había ido, con el corazón palpitando con violencia, a oír su voluntad. Su Reina, ahora condenada y consagrada a la Luna, con el demonio en su sangre exigente, su Reina, que ni siquiera permitía luces encendidas a su lado. ¡Qué agitada había estado, andando arriba y abajo por el suelo fangoso, con los muros decorados a su alrededor, muros repletos de silenciosos centinelas pintados!

—Esas gemelas —había dicho—, esas malvadas hermanas, han pronunciado grandes abominaciones.

—Tened piedad —había suplicado él—. No era su intención hacer daño; juro que dicen la verdad. Soltadlas, Vuestra Alteza. Ahora no lo pueden cambiar.

¡Oh, qué compasión había sentido por ellas! Por las gemelas y por su soberana afligida.

—Ah, pero ¿no te das cuerna?, tenemos que ponerlas a prueba, sus repugnantes mentiras —había dicho ella—. Tienes que acercarte más, mi fiel mayordomo, tú que siempre me has servido con tanta devoción…

—Mi Reina, mi querida Reina, ¿qué queréis de mí?

Y con la misma encantadora expresión en su rostro, ella había alzado sus heladas manos para tocarle la garganta, para abrazarlo súbita y estrechamente con una fuerza que lo aterrorizó. Petrificado, había visto cómo los ojos de ella perdían toda expresión, la boca abierta. La Reina se había levantado, se había puesto de puntillas con una misteriosa elegancia de pesadilla y él había visto sus dos pequeños colmillos.
A mí no. ¡No me lo hagáis! Mi Reina, ¡soy Khayman!

Hacía ya tiempo que él debería haber muerto, como muchos bebedores de sangre habían muerto a partir de entonces. Desaparecido sin dejar rastro, como las anónimas multitudes disueltas en el interior de la tierra de todos los países y naciones. Pero él no había muerto. Y las gemelas, al menos una, también habían seguido viviendo.

¿Lo sabía la Reina? ¿Conocía aquellos terribles sueños? ¿Habían llegado a ella provenientes de las mentes de otros que sí los habían recibido? ¿O había viajado durante toda la noche alrededor del mundo, sin soñar, y sin cesar, y se había dedicado a una sola tarea desde su resurrección?

«Viven, mi Reina, siguen viviendo, en una, si no en las dos juntas. ¡Recordad la antigua profecía!» ¡Si ella pudiera oír su voz!

Khayman abrió los ojos. De nuevo estaba en el momento presente, dentro de la osificación que era su cuerpo. Y la creciente música lo saturaba con su ritmo despiadado. Golpeaba contra sus oídos. Las deslumbrantes luces lo cegaban.

Volvió la espalda y apoyó la mano en la pared. Nunca se había sentido tan sumergido en sonido. Notaba que perdía la conciencia, pero la voz de Lestat lo llamó a la realidad.

Con la mano extendida ante sus ojos, Khayman miró hacia abajo, hacia el llameante cuadrado que era el escenario. Contemplad al diablo bailando y cantando con alegría desbordante. Llegó al corazón de Khayman, a pesar suyo.

La poderosa voz de tenor de Lestat no necesitaba amplificación eléctrica. Incluso los inmortales perdidos entre sus presas posibles cantaban con él, tan contagiosa era la pasión. Por todas partes adonde mirase, Khayman los veía a todos pendientes de él, mortales e inmortales por igual. Los cuerpos se retorcían al compás de los cuerpos del escenario. Las voces se alzaban; la sala entera se balanceaba en oleadas de la masa que se sucedían sin cesar.

El rostro gigante de Lestat se expandía en la pantalla de vídeo mientras la cámara recorría sus facciones. Los ojos azules se clavaron en Khayman y le hicieron un guiño.

—¿POR QUÉ NO ME MATÁIS? ¡YA SABÉIS QUIÉN SOY!

La risa de Lestat se alzaba por encima de los arpegios chillones de las guitarras.

—¿NO DISTINGUÍS EL MAL A PRIMERA VISTA?

¡Ah, qué credulidad en la bondad, en el heroísmo! Khayman podía captarlo en los ojos de la criatura: una sombra gris oscura de trágica necesidad. Lestat echaba atrás la cabeza y rugía de nuevo; daba una patada en el suelo y aullaba; miraba las vigas del techo como si del firmamento se tratara.

Khayman hizo un esfuerzo para moverse: tenía que escapar. Torpemente, como ahogado por el ensordecedor ruido, se dirigió hacia la puerta. Incluso su sentido del equilibrio había sido afectado. La estruendosa música lo perseguía por las escaleras, pero al menos había conseguido ponerse a cubierto de las relampagueantes luces. Apoyándose en la pared, intentó aclarar su visión.

Olor a sangre. Hambre de tantos bebedores de sangre en la sala. Y el batir de la música a través de la madera y del cemento.

Bajó las escaleras, incapaz de oír sus propios pies en el hormigón, y terminó por desplomarse en un rellano vacío. Se envolvió las rodillas con los brazos y agachó la cabeza.

La música era como la música de antaño, cuando todas las canciones eran las canciones del cuerpo, y las canciones de la mente aún no habían sido inventadas.

Se vio a sí mismo danzando; vio al Rey (el rey mortal a quien tanto había amado) girar y saltar en el aire; oyó el redoblar de los tambores; oyó el sonido creciente de las trompetas; el Rey puso la cerveza en manos de Khayman. La mesa se tambaleaba bajo el peso de la abundancia de la caza asada y de los frutos relucientes, de las humeantes hogazas de pan. La Reina estaba sentada en su trono de oro, inmaculada y serena, una mujer mortal con un pequeño cucurucho de cera aromatizada en la cima de su elaborado peinado, que se disolvía lentamente con el color y perfumaba así sus trenzas.

Luego alguien había puesto el ataúd en sus manos; el pequeño ataúd que ahora pasaba de comensal en comensal; el pequeño recordatorio: Come. Bebe. Porque la Muerte nos aguarda a todos.

Lo sostuvo firmemente: ¿debía pasarlo al Rey?

De repente, sintió los labios del Rey en su cara.

—Danza, Khayman. Bebe. Mañana partimos hacia el norte para aniquilar a los últimos comedores de carne, —El Rey ni siquiera miró el pequeño ataúd al cogerlo; lo deslizó en las manos de la Reina, y ésta, sin bajar la vista, lo pasó a otro.

Los últimos comedores de carne. Qué simple había parecido; qué bueno. Hasta que había visto a las gemelas arrodilladas ante el altar.

El gran redoble de la batería ahogaba la voz de Lestat. Los mortales que pasaban por delante de Khayman apenas se daban cuenta de su presencia acurrucada; y un bebedor de sangre pasó corriendo por su lado sin prestarle ni la más mínima atención.

¡A la luz

hemos salido,

Hermanos y Hermanas míos!

¡MATADNOS!

¡Hermanos y Hermanas míos!

Muy despacio, Khayman se levantó. Aún andaba con paso inseguro, pero prosiguió su descanso hasta llegar al vestíbulo, donde el ruido quedaba algo apagado, y descansó allí, frente a las puertas interiores, en una renovadora corriente de aire fresco.

Estaba poco a poco retornando a la calma, cuando se percató de que dos mortales se habían detenido cerca de él y lo estaban escrutando, mientras él permanecía apoyado en la pared, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha.

Y entonces se vio como lo veían ellos. Percibió su aprehensión, mezclada con una súbita e irreprimible sensación de victoria. Hombres que habían sabido algo de su especie, hombres que habían vivido por llegar a un momento como aquél, aunque lo habían temido y nunca habían tenido verdaderas esperanzas de conseguirlo.

Levantó la cabeza poco a poco. Se hallaban a unos cinco metros, cerca de un atiborrado tenderete, como si ello pudiera ocultarlos…, educados caballeros ingleses. Eran dos individuos de cierta edad, instruidos, de rostros surcados por profundas arrugas y de aspecto exterior pulquérrimo. Allí, con sus elegantes abrigos grises, con el cuello almidonado que se insinuaba, con el brillante nudo de la corbata de seda, estaban completamente fuera de lugar. Parecían exploradores de otro mundo, entre la juventud llamativa que sin cesar iba de un lado para otro, entre la juventud que crecía entre ruidos bárbaros y charlas fragmentadas.

Y lo miraban con una gran reticencia natural, como si fueran demasiado educados para tener miedo. Miembros antiguos de la Talamasca buscando a Jessica.

«¿Nos conocen? Sí, claro que sí. No van a sufrir daño alguno. No se preocupen.»

Sus mensajes silenciosos empujaron un paso atrás al que se llamaba David Talbot. La respiración del hombre se aceleró y una súbita humedad apareció en su frente y encima de su labio superior. Pero supo guardar la noble compostura. David Talbot entrecerró los ojos como si no quisiera quedar deslumbrado por lo que veía; como si quisiese ver las minúsculas moléculas danzarinas en los haces de claridad.

¡Qué pequeño parecía de pronto el alcance de la vida humana! Mirad a este frágil humano, para quien la educación y el refinamiento no habían hecho más que incrementar sus riesgos. ¡Qué simple era alterar el tejido de su pensamiento, de sus esperanzas! ¿Debía Khayman decirles dónde se encontraba Jesse? ¿Debía mezclarse en el asunto? En definitiva, no alteraría nada.

Khayman percibió que temían quedarse y que temían irse, que los había casi paralizado, como si los hubiera hipnotizado. En cierto sentido, era el respeto lo que los mantenía allí, contemplándolo. Parecía que estuviera en la obligación de ofrecer algo, aunque sólo fuera para concluir aquel atroz examen.

«No vayan por ella. Serán unos estúpidos si lo hacen. Ahora ella tiene a otros como yo que la cuidan. Mejor que se marchen. Yo, en su lugar, me iría.»

Ahora bien, ¿cómo se interpretaría aquello en los archivos de la Talamasca? Alguna noche se acercaría a descubrirlo. ¿A qué modernos lugares habían trasladado sus antiguos documentos y tesoros?

«Benjamín el Diablo. Ése soy. ¿No me conocen?» Sonrió para sí. Dejó que su cabeza cayera, mirando al suelo. No se había sabido poseedor de aquella vanidad. Y de repente dejó de interesarle lo que aquel momento significaba para ellos.

Con indiferencia, pensó en aquellos tiempos pasados, en Francia, cuando había jugado con los de la orden. «¡Tan sólo deja que podamos hablar contigo!», suplicaban. Eruditos polvorientos de pálidos ojos con eternas ojeras y ropas de terciopelo gastado, tan diferentes a aquellos elegantes caballeros, para quienes el ocultismo era una cuestión de ciencia, no de filosofía. La desesperación del tiempo pasado lo asustó; la desesperación del tiempo presente era igualmente atemorizadora.

«Váyanse.»

Sin levantar los ojos, supo que David Talbot había asentido. El y su compañero se retiraron. Dieron una mirada por encima del hombro, se apresuraron hacia la vuelta del vestíbulo y entraron en el concierto.

Khayman se hallaba solo de nuevo; el ritmo de la música le llegaba a través de la puerta; se hallaba solo y se preguntaba por qué había venido, qué era lo que quería; deseaba poder olvidar otra vez; deseaba estar en algún lugar encantador, un lugar acariciado por las brisas cálidas y habitado por mortales que no lo conocieran, lleno de resplandecientes luces eléctricas bajo las nubes desteñidas, lleno de inacabables y planas calles urbanas para pasear hasta el amanecer.

5. Jesse

—¡Déjame en paz, hijo puta! —Jesse dio una patada al hombre que estaba junto a ella, al que le había deslizado el brazo alrededor de la cintura y la había levantado y apartado del escenario—. ¡Cabrón! —Doblado en dos por el dolor del puntapié, quedó completamente indefenso ante el súbito empujón. Perdió el equilibrio y se derrumbó.

Cinco veces ya la habían echado del escenario. Agachó de nuevo la cabeza, y, empujando, se abrió paso a través del pequeño grupo que había ocupado su lugar, escurriéndose entre paredes de piel negra como si fuera un pez, y levantándose por fin para agarrarse a la madera sin pintar; y con una mano se asió a la resistente tela sintética que la decoraba retorciéndola en una cuerda.

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