La Reina del Sur (22 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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—Pati.

—Qué.

—El libro está padrísimo.

—Ya te lo dije.

Seguía con los ojos cerrados, el cigarrillo humeándole en la boca, y el sol acentuaba pequeñas manchitas que, como pecas, tenía en el puente de la nariz. Había sido atractiva, y en cierto modo aún lo era. O tal vez más agradable que atractiva de verdad, con el pelo güero y el metro setenta y ocho, los ojos vivos que parecían reír todo el rato por dentro, cuando miraban. Una madre Miss España Cincuenta y Tantos, casada con el O'Farrell de la manzanilla y los caballos jerezanos que salía a veces en las fotos de las revistas: un viejo arrugado y elegante con barricas de vino y cabezas de toros detrás, en una casa con tapices, cuadros y muebles llenos de cerámicas y de libros. Había más hijos, pero Patricia era la oveja negra. Un asunto de drogas en la Costa del Sol, con mafias rusas y con muertos. A un novio de tres o cuatro apellidos le dieron piso a puros plomazos, y ella salió por los pelos, con dos tiros que la tuvieron mes y medio en la UCI. Teresa había visto las cicatrices en las duchas y cuando Patricia se desnudaba en el chabolo: dos estrellitas de piel arrugada en la espalda, junto al omoplato izquierdo, a un palmo de distancia una de otra. La marca de salida de una de ellas era otra cicatriz algo más grande, por delante y bajo la clavícula. La segunda bala se la habían sacado en el quirófano, aplastada contra el hueso. Munición blindada, fue el comentario de Patricia la primera vez que Teresa se la quedó mirando. Si llega a ser plomo dum-dum no lo cuento. Y luego zanjó el asunto con una mueca silenciosa y divertida. En los días húmedos se resentía de aquella segunda herida, igual que a Teresa le dolía la fractura fresca del brazo enyesado.

—¿Qué tal Edmundo Dantés?

Edmundo Dantés soy yo, respondió Teresa casi en serio, y vio cómo las arrugas en torno a los ojos de Patricia se acentuaban y el cigarrillo le temblaba con una sonrisa. Y yo, dijo la otra. Y todas ésas, añadió señalando el patio sin abrir los ojos. Inocentes y vírgenes y soñando con un tesoro que nos aguarda al salir de aquí.

—Se murió el abate Faria —comentó Teresa, mirando las páginas abiertas del libro—. Pobre viejito.

—Ya ves. A veces unos tienen que palmar para que otros vivan.

Junto a ellas pasaron unas reclusas haciendo los doscientos treinta pasos en dirección al muro. Eran raza pesada, la media docena del grupo de Trini Sánchez, también conocida por Makoki III: morena y pequeña, masculina, agresiva, tatuada, puro artículo 10 y habitual de la cangreja, catorce años por intercambio de puñaladas con una novia a causa de medio gramo de caballo. A ésas les gusta la tortilla de patatas, advirtió Patricia la primera vez que se cruzaron con ellas en el pasillo del módulo, cuando Trini dijo algo que Teresa no pudo oír y las otras rieron a coro, compartiendo códigos. Pero no te preocupes, Mejicanita. Sólo te comerán el coño si te dejas. Teresa no se había dejado, y tras algunos avances tácticos en las duchas, en los servicios y en el patio, incluido un intento de aproximación social a base de sonrisas y cigarrillos y leche condensada en una mesa de los comedores, cada mochuelo revoloteó en torno a su propio olivo. Ahora Makoki III y sus chicas miraban a Teresa de lejos, sin complicarle la vida. A fin de cuentas, su compañera de chabolo era la Teniente O'Farrell. Y con eso, se decía, la Mejicana iba servida.

—Adiós, Teniente.

—Adiós, perras.

Patricia ni había abierto los ojos. Seguía con las manos cruzadas tras la nuca. Las otras se rieron con alboroto y un par de groserías bienhumoradas, y siguieron recorriendo el patio. Teresa las miró alejarse y luego observó a su compañera. Había tardado poco en comprobar que Patricia O'Farrell gozaba de privilegios entre las reclusas: manejaba dinero que superaba la cantidad legal del peculio disponible, recibía cosas de afuera, y allí eso permitía tener a la gente dispuesta en tu favor. Hasta las boquis, las funcionarias, la trataban con más miramientos que al resto. Pero había en ella, además, cierta autoridad que nada tenía que ver con eso. Por una parte era una morra con cultura, lo que marcaba una importante diferencia en un lugar donde muy pocas internas tenían más allá de estudios primarios. Se expresaba bien, leía libros, conocía a gente de cierto nivel, y no era extraño que las reclusas acudieran a ella en busca de ayuda para redactar solicitudes de permisos, grados, recursos y otros documentos oficiales propios del abogado que ni tenían —los de oficio se esfumaban cuando la condena era firme, y algunos antes—ni podían pagarse. También conseguía droga, desde pastillas de todos los colores a perico y chocolate, y nunca le faltaba papel de liar o papel albal para que las colegas se hicieran un chino en condiciones. Además, no era de las que se dejaban ganar el jalón. Contaban que, recién ingresada en El Puerto, una presa veterana había intentado molestarla, que la O'Farrell soportó la provocación sin abrir la boca, y que a la mañana siguiente, desnudas en las duchas, le madrugó a la jaina aquella poniéndole en el cuello un pincho hecho con el junquillo del marco de una manguera contraincendios. Nunca más, cariño, fueron las palabras, mirándose muy de cerca, con el agua de la ducha que les caía por encima y las demás reclusas haciendo corro igual que para ver la tele, aunque luego todas juraron por sus mulés, o sea, sus muertos más frescos, no haber visto nada. Y la provocadora, una Kie con fama de brava a la que apodaban la Valenciana, estuvo completamente de acuerdo al respecto.

La Teniente O'Farrell. Teresa comprobó que Patricía había abierto los ojos y la miraba, y apartó despacio la vista para que la otra no penetrase sus pensamientos. A menudo las más jóvenes e indefensas compraban la protección de una Kie respetada o peligrosa —que venía a ser lo mismo—, a cambio de favores que en aquel encierro sin hombres incluían los obvios. Patricia nunca le planteó nada al respecto; pero a veces Teresa la sorprendía observándola de ese modo fijo y un poco reflexivo, como si en realidad la mirase a ella pero estuviera pensando en otra cosa. Se había sentido contemplada así al llegar a El Puerto, ruido de cerrojos y barrotes y puertas, clang, clang, eco de pasos y la voz impersonal de las boquis, y aquel olor a mujeres encerradas, ropa sucia como para saltarse la barda, colchones mal ventilados, comida rancia, sudor y lejía, mientras se desnudaba las primeras noches o al sentarse en el tigre para hacer sus necesidades, bien violenta al principio por aquella falta de intimidad hasta que se hizo costumbre, las pantaletas y los liváis bajados hasta los tobillos, y Patricia la miraba desde su catre sin decir nada, puesto boca abajo sobre el estómago el libro que estuviera leyendo —tenía un estante lleno—, estudiándola todo el tiempo de la cabeza a los pies durante días, y semanas y todavía continuaba así de vez en cuando, igual que ahora había abierto los ojos y la miraba después de que pasaran cerca las chicas de Trini Sánchez, alias Makoki III.

Volvió al libro. A Edmundo Dantés acababan de tirarlo por un acantilado dentro de un saco y con una bala de cañón a los pies como lastre, creyendo habérselas con el cuerpo difunto del abate viejito.
El cementerio del castillo de If era el mar…
leyó, ávida. Espero que salga de ésta, se dijo pasando con rapidez a la siguiente página y al siguiente capítulo:
Dantés, sobrecogido, casi sofocado, tuvo con todo suficiente serenidad para contener la respiración…
Híjole. Ojalá consiga salir a flote, y volver a Marsella para recuperar su barco y vengarse de los tres hijos de la chingada, carnales suyos decían ser los malnacidos, que nomás se lo vendieron de una manera tan cabrona. Teresa nunca había imaginado que un libro absorbiera la atención hasta el punto de estar deseando quedarse tranquila y seguir justo donde lo acababa de dejar, con una señalita puesta para no perder la página. Patricia le proporcionó aquél después de hablar mucho de ello, admirada Teresa de verla tanto tiempo quieta mirando las páginas de sus libros; de que se metiera todo eso en la cabeza y prefiriese aquello a las telenovelas —a ella le encantaban las series mejicanas, que traían acento de su tierra— y las películas y los concursos que las otras reclusas se agolpaban a ver en la sala de la televisión. Los libros son puertas que te llevan a la calle, decía Patricia. Con ellos aprendes, te educas, viajas, sueñas, imaginas, vives otras vidas y multiplicas la tuya por mil. A ver quién te da más por menos, Mejicanita. Y también sirven para tener a raya muchas cosas malas: fantasmas, soledades y mierdas así. A veces me pregunto cómo conseguís montároslo las que no leéis. Pero nunca dijo deberías leer alguno, o mira éste o aquel otro; esperó a que Teresa se decidiera ella sola, después de sorprenderla varias veces curioseando entre los veinte o treinta libros que renovaba de vez en cuando, ejemplares de la biblioteca de la prisión y otros que le mandaba algún familiar o amigo de afuera o encargaba a compañeras con permisos de tercer grado. Por fin, un día, Teresa dijo me gustaría leer uno porque nunca lo hice. Tenía en las manos aquel titulado
Suave es la noche
o algo parecido, que llamaba su atención porque sonaba así como requeterromántico, y además traía una linda estampa en la portada de una chava elegante y delgada con sombrero, muy en plan fresita estilo años veinte. Pero Patricia movió la cabeza y se lo tomó de las manos y dijo espera, cada cosa a su tiempo, antes debes leer otro que te gustará más. De modo que al día siguiente fueron a la biblioteca de la prisión y le pidieron a Marcela Conejo, la encargada —Conejo era su apodo: le puso a su suegra lejía de esa marca en la botella de vino—, el libro que ahora Teresa tenía en las manos. Habla de un preso como nosotras, explicó Patricia cuando la vio preocupada por tener que leerse algo tan gordo. Y fíjate: colección Sepan Cuántos, Editorial Porrúa, México. Vino de allá, como tú. Estáis predestinados el uno al otro.

Había una pequeña reyerta al extremo del patio. Moras y gitanas jóvenes a la greña, madreándose a gusto. Desde allí podía verse una ventana enrejada del módulo de hombres, donde los reclusos varones acostumbraban a cambiar mensajes a gritos y señas con sus amigas o compañeras. Más de un idilio carcelario se cocía en aquel rincón —un preso que realizaba trabajos de albañilería consiguió preñar a una reclusa en los tres minutos que tardaron los funcionarios en descubrirlos—, y el sitio era frecuentado por las mujeres con intereses masculinos al otro lado del muro y la alambrada. Ahora tres o cuatro presas discutían y llegaban a las manos, bien picudas, por celos o por disputarse el mejor lugar del improvisado observatorio, mientras el guardia civil de la garita de arriba se inclinaba sobre el muro a echar un vistazo. Teresa había comprobado que, en prisión, las rucas tenían más redaños que algunos hombres. Iban maquilladas, se arreglaban con las colegas que eran peluqueras, y gustaban de lucir sus joyas, sobre todo las que iban a misa los domingos —Teresa, sin reflexionar sobre ello, dejó de hacerlo tras la muerte de Santiago Fisterra— y las que tenían destinos en las cocinas o en zonas donde era posible algún contacto con hombres. Eso también daba ocasión a celos, sirlas y ajustes de cuentas. Había visto a mujeres dar palizas increíbles a otras mujeres por una discusión, por un cigarrillo, por un bocata de tortilla a la francesa —los huevos no estaban incluidos en el menú, y podían darse puñaladas por uno—, por una mala palabra o un qué pasó, con puñetazos de verdad y patadas que dejaban a la víctima sangrando por la nariz y las orejas. Los robos de droga o de comida también eran motivo de bronca: latas de conservas, perico o pastillas sustraídas de los chabolos a la hora del desayuno, cuando las celdas quedaban abiertas. O incumplimiento de los códigos no escritos que regían la vida allí. Hacía un mes que una chota que limpiaba la garita de las funcionarias, y aprovechaba para dar pequeños pitazos de las compañeras, se había ganado una madriza de muerte en el tigre del patio cuando entraba a mear, apenas levantada la falda: cuatro reclusas ocupándose y las demás tapando la puerta, y luego todas sordas y ciegas y mudas, y la chusquela todavía estaba en el hospital de la prisión, la mandíbula sujeta con alambres y varias costillas rotas.

Seguía la bronca al extremo del patio. Tras la reja, los batos del módulo de hombres animaban a las contendientes; y la jefe de servicio y otras dos boquis cruzaban el patio a la carrera para resolver el asunto. Tras dedicarles un vistazo distraído, Teresa volvió junto a Edmundo Dantés, de quien andaba enamorada hasta las trancas. Y mientras pasaba las páginas —el fugitivo acababa de ser rescatado del mar por unos pescadores— sentía fijos en ella los ojos de Patricia O'Farrell, mirándola del mismo modo que aquella otra mujer a la que tantas veces había sorprendido acechándola desde las sombras y desde los espejos.

La despertó la lluvia en la ventana y abrió los ojos aterrada en el alba gris, porque creía hallarse de vuelta en el mar, junto a la piedra de León, en el centro de una esfera negra, cayendo hacia lo profundo del mismo modo que Edmundo Dantés en la mortaja del abate Faria. Después de la piedra y el impacto y la noche, los días siguientes a su despertar en el hospital con un brazo entablillado hasta el hombro, el cuerpo lleno de contusiones y arañazos, había ido reconstruyendo poco a poco —comentarios de médicos y enfermeras, la visita de dos policías y una asistente social, el flash de una foto, los dedos manchados de tinta tras una impresión digital— los pormenores de lo ocurrido. Sin embargo, cada vez que alguien pronunciaba el nombre de Santiago Fisterra ponía la mente en blanco. Todo aquel tiempo, los sedantes y su propio estado de ánimo la mantuvieron en un estado de duermevela que rechazaba cualquier reflexión. Ni un momento durante los primeros cuatro o cinco días quiso pensar en Santiago; y cuando el recuerdo acudía a su mente, lo alejaba sumiéndose en aquel sopor que tenía mucho de voluntario. Todavía no, murmuraba en sus adentros. Mas vale que todavía no. Hasta que una mañana, al abrir los ojos, vio sentado a Óscar Lobato, el periodista del
Diario de Cádiz
que era amigo de Santiago. Y junto a la puerta, de pie y apoyado en la pared, a otro hombre cuyo rostro le resultaba vagamente conocido. Fue entonces, mientras éste escuchaba sin decir palabra —al principio lo tomó por un policía—, cuando ella aceptó de boca de Lobato lo que de muchos modos ya sabía o adivinaba: que aquella noche la Phantom se había estrellado a cincuenta nudos contra la piedra, destrozándose, y que Santiago murió allí mismo mientras Teresa salía proyectada entre los fragmentos de la planeadora, rompiéndose el brazo derecho al golpear contra la superficie del agua y hundiéndose cinco metros hasta el fondo.

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