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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (18 page)

BOOK: La Reina del Sur
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Al principio la gente se lo tomaba a coña, ésta de qué va y todo eso. Hasta los de Aduanas y los picoletos se choteaban. Pero cuando corrió la voz de que le echaba los mismos cojones que un tío, la cosa cambió.

Le pregunté por qué tenía buen cartel Santiago Fisterra, y Lobato juntó el pulgar y el índice en un círculo de aprobación. Era legal, dijo. Callado, cumplidor. Muy gallego en el buen sentido. Me refiero a que no era uno de esos cabrones encallecidos y peligrosos, ni tampoco de los informales o los fantasmas que menudean en el bisnes del hachís. Éste era discreto, nada broncas. Cabal. Muy poco chulo, para que me entiendas. Iba a lo suyo como quien va a la oficina. Los otros, los llanitos, podían decirte mañana a las tres, y a esa hora le estaban echando un polvo a la parienta o de copas en un bar, y tú apoyado en una farola con telarañas en la espalda, mirando el reloj. Pero si el gallego te decía mañana salgo, no había más que hablar. Salía, con un par, aunque hubiera olas de cuatro metros. Un tipo de palabra. Un profesional. Lo que no siempre era bueno, porque hacía sombra a muchos. Su aspiración era reunir suficiente viruta para dedicarse a otra cosa. Y a lo mejor por eso se llevaban bien Teresa y él. Parecían enamorados, desde luego. Tomados de la mano, abracitos, ya sabes. Lo normal. Lo que pasa es que en ella había algo que no podías nunca controlar del todo. No sé si me explico. Algo que obligaba a preguntarte si era sincera. Ojo, no me refiero a hipocresía ni nada de eso. Pondría la mano en el fuego a que era una buena chica… Hablo de otra cosa. Yo diría que Santiago la quería más a ella que ella a él. ¿Capisci?… Porque Teresa se quedaba siempre un poco lejos. Sonreía, era discreta y buena mujer, y estoy seguro de que en la cama se lo pasaban de puta madre. Pero ese puntito, ¿sabes?… Algunas veces, si te fijabas —y fijarse es mi oficio, compadre—, había algo en su forma de mirarnos a todos, incluso a Santiago, que daba a entender que no se lo creía del todo. Igual que si tuviera en alguna parte un bocadillo envuelto en papel albal y una bolsa con alguna ropa y un billete de tren. La veías reír, tomarse su tequila —le encantaba el tequila, claro—, besar a su hombre, y de pronto le sorprendías en los ojos una expresión rara. Como si estuviera pensando: esto no puede durar.

Esto no puede durar, pensó. Habían hecho el amor casi toda la tarde, como para no acabársela; y ahora cruzaban bajo el arco medieval de la muralla de Tarifa. Ganada a los moros —leyó Teresa en un azulejo puesto en el dintel— reinando Sancho IV el Bravo, el 21 de septiembre de 1292. Una cita de trabajo, dijo Santiago. Media hora de coche. Podemos aprovechar para tomar una copa, dar un paseo. Y luego cenar costillas de cerdo en Juan Luis. Y allí estaban, con el atardecer agrisado por el levante que peinaba borreguillos de espuma blanca en el mar, frente a la playa de los Lances y la costa hacia el Atlántico, y el Mediterráneo al otro lado, y África oculta en la neblina que la tarde oscurecía desde el este, sin prisas, del mismo modo que ellos caminaban enlazados por la cintura, internándose por las calles estrechas y encaladas de la pequeña ciudad donde siempre soplaba el viento, en cualquier dirección y casi los trescientos sesenta y cinco días del año. Ese atardecer soplaba muy fuerte, y antes de adentrarse en la ciudad habían estado mirando cómo rompía el mar en las escolleras del aparcamiento bajo la muralla, junto a la Caleta, donde el agua pulverizada salpicaba el parabrisas de la Cherokee. Y estando allí bien cómodos, oyendo música de la radio y recostada ella en el hombro de Santiago, Teresa vio pasar mar adentro, lejos, un velero grande con tres palos como los de las películas antiguas, que iba muy despacio hacia el Atlántico hundiendo la proa bajo el empuje de las rachas más fuertes, difuminado entre la cortina gris del viento y la espuma como si se tratara de un barco fantasma salido de otros tiempos, que no hubiera dejado de navegar en muchos años y en muchos siglos. Luego habían salido del coche, y por las calles más protegidas fueron hacia el centro de la ciudad, mirando escaparates. Ya estaban fuera de la temporada veraniega; pero la terraza bajo la marquesina y el interior del café Central seguían llenos de hombres y mujeres bronceados, de aspecto atlético, extranjero. Mucho güerito, mucho arete en la oreja, mucha camiseta estampada. Windsurfistas, había apuntado Santiago la primera vez que estuvieron allí. Que ya son ganas. En la vida hay gente para todo.

—A ver si un día te equivocas y dices que me quieres.

Se volvió a mirarlo cuando escuchó sus palabras. Él no estaba molesto, ni malhumorado. Ni siquiera se trataba de un reproche.

—Te quiero, pendejo.

—Claro.

Siempre se burlaba de ella con eso. A su manera suave, observándola, incitándola a hablar con pequeñas provocaciones. Parece que te costara dinero, decía. Tan sosa. Me tienes el ego, o como se diga, hecho una mierda. Y entonces Teresa lo abrazaba y lo besaba en los ojos, y le decía te quiero, te quiero, te quiero, muchas veces. Pinche gallego requetependejo. Y él bromeaba como si no le importara, igual que si se tratara de un simple pretexto de conversación, un motivo de burla, y el reproche debiera formulárselo ella a él. Deja, deja. Deja. Y al cabo paraban de reírse y se quedaban el uno frente al otro, y Teresa sentía la impotencia de todo cuanto no era posible, mientras los ojos masculinos la miraban con fijeza, resignados como si llorasen un poco adentro, silenciosamente, igual que un plebito que corre en pos de los compañeros mayores mientras éstos lo dejan atrás. Una pena seca, callada, que la enternecía; y entonces estaba segura de que a lo mejor sí quería a aquel hombre de veras. Y cada vez que eso pasaba, Teresa reprimía el impulso de alzar una mano y acariciar el rostro de Santiago de alguna manera difícil de saber, y de explicar y de sentir, como si le debiese algo y no pudiera pagárselo jamás.

—¿En qué piensas?

—En nada.

Ojalá no acabara nunca, deseaba. Ojalá esta existencia intermedia entre la vida y la muerte, suspendida en lo alto de un extraño abismo, pudiera prolongarse hasta que un día yo pronuncie palabras que de nuevo sean verdad. Ojalá que su piel y sus manos y sus ojos y su boca me borraran la memoria, y yo naciera de nuevo, o muriese de una vez, para decir como si fueran nuevas palabras viejas que no me suenen a traición o a mentira. Ojalá tenga —ojalá tuviera, tuviéramos— tiempo suficiente para eso.

Nunca hablaban del Güero Dávila. Santiago no era de aquellos a quienes puede hablarse de otros hombres, ni ella era de las que lo hacen. A veces, cuando él se quedaba respirando en la oscuridad, muy cerca, Teresa casi podía escuchar las preguntas. Eso ocurría aún, pero hacía tiempo que tales preguntas eran sólo hábito, rutinario rumor de silencios. Al principio, durante esos primeros días en que los hombres, hasta los que están de paso, pretenden imponer oscuros —inexorables— derechos que van más allá de la mera entrega física, Santiago hizo algunas de aquellas preguntas en voz alta. A su manera, naturalmente. Poco explícitas o nada en absoluto. Y rondaba como un coyote, atraído por el fuego pero sin atreverse a entrar. Había oído cosas. Amigos de amigos que tenían amigos. Y, ni modo. Tuve un hombre, resumió ella una vez, harta de verlo husmear en torno a lo mismo cuando las preguntas sin respuesta dejaban silencios insoportables. Tuve un hombre guapo y valiente y estúpido, dijo. Bien lanza. Un pinche cabrón como tú —como todos—, pero ése me agarró de chavita, sin mundo, y al final me fregó bien fregada, y me vi corriendo por su culpa, y fíjate si corrí lejos que me salté la barda y hasta aquí anduve, donde me encontraste. Pero a ti debe pelarte los dientes que tuviera un hombre o no, porque ese del que hablo está muerto y remuerto. Le dieron piso y se murió nomás, como todos nos morimos, pero antes. Y lo que ese hombre fuera en mi vida es cosa mía, y no tuya. Y después de todo eso, una noche que estaban cogiendo bien cogido, agarrados recio el uno al otro, y Teresa tenía la mente deliciosamente en blanco, desprovista de memoria o de futuro, sólo presente denso, espeso, de una intensidad cálida a la que se abandonaba sin remordimientos, abrió los ojos y vio que Santiago se había detenido y la miraba muy de cerca en la penumbra, y también vio que movía los labios, y cuando al fin regresó allí adonde estaban y prestó atención a lo que decía, pensó lo primero gallego menso, estúpido como todos, simple, simple, simple, con aquellas preguntas en el momento más inoportuno: él y yo, mejor él, mejor yo, me quieres, lo querías. Como si todo pudiera resumirse en eso y la vida fuera blanco y negro, bueno y malo, mejor o peor uno que otro. Y sintió de pronto una sequedad en la boca y en el alma y entre los muslos, una cólera nueva estallarle dentro, no porque él hubiera estado otra vez haciendo preguntas y eligiera mal el momento para hacerlas, sino porque era elemental, y torpe, y buscaba confirmación para cosas que nada tenían que ver con ella, removiendo otras que nada tenían que ver con él; y ni siquiera eran celos, sino orgullo, costumbre, absurda masculinidad del macho que aparta a la hembra de la manada; y le niega otra vida que la que él le clava en las entrañas. Por eso quiso ofender, y dañar, y lo apartó con violencia mientras escupía que sí, la neta, claro que sí, a ver qué se pensaba, el gallego idiota. Acaso creía que la vida empezaba con él y con su pinche verga. Estoy contigo porque no tengo mejor sitio adonde ir, o porque aprendí que no sé vivir sola, sin un hombre que se parezca a otro, y ya me vale madres por qué me eligió o elegí al primero. E incorporándose, desnuda, todavía no liberada de él, le dio una bofetada fuerte, un golpe que hizo a Santiago volver a un lado la cara. Y quiso pegarle otra pero entonces fue él quien lo hizo, arrodillado encima, devolviendo el bofetón con una violencia tranquila y seca, sin furia, sorprendida tal vez; y luego se la quedó mirando así como estaba, de rodillas, sin moverse, mientras ella lloraba y lloraba lágrimas que no salían de los ojos sino del pecho y la garganta, quieta boca arriba, insultándolo entre dientes, pinche gallego cabrón de la chingada, pendejo, hijo de puta, hijo de tu pinche madre, cabrón, cabrón, cabrón. Después él se tumbó a su lado y estuvo allí un rato sin decir nada ni tocarla, avergonzado y confuso, mientras ella seguía boca arriba sin moverse, y se iba calmando poco a poco, a medida que sentía las lágrimas secársele en la cara. Y eso fue todo, y aquella fue la única vez. No volvieron a levantarse la mano el uno al otro. Tampoco hubo, nunca, más preguntas.

—Cuatrocientos kilos —dijo Cañabota en voz baja—… Aceite de primera, siete veces más puro que la goma normal. La flor de la canela.

Tenía un gintonic en una mano y un cigarrillo inglés con filtro dorado en la otra, y alternaba las chupadas con los sorbitos cortos. Era bajo y rechoncho, con la cabeza afeitada, y sudaba todo el tiempo, hasta el punto de que sus camisas siempre estaban mojadas en las axilas y en el cuello, donde relucía la inevitable cadena de oro. Quizá, decidió Teresa, era su trabajo el que lo hacía sudar. Porque Cañabota —ignoraba si el nombre respondía a un apellido o a un apodo— era lo que en jerga del oficio se llamaba el hombre de confianza: un agente local, enlace o intermediario entre los traficantes de uno y otro lado. Un experto en logística clandestina, encargado de organizar la salida del hachís de Marruecos y asegurar su recepción. Eso incluía contratar a transportistas como Santiago, y también la complicidad de ciertas autoridades locales. El sargento de la Guardia Civil —flaco, cincuentón, vestido de paisano— que lo acompañaba aquella tarde era una de las muchas teclas que era preciso tocar para que sonara la música. Teresa lo conocía de otras veces, y sabía que estaba destinado cerca de Estepona. Había una quinta persona en el grupo: un abogado gibraltareño llamado Eddie Álvarez, menudo, de pelo ralo y rizado, gafas muy gruesas y manos nerviosas. Tenía un discreto bufete situado junto al puerto de la colonia británica, con diez o quince sociedades tapadera domiciliadas allí. Él se encargaba de controlar el dinero que a Santiago le pagaban en Gibraltar después de cada viaje.

—Esta vez convendría llevar notarios —añadió Cañabota.

—No —Santiago movía la cabeza, con mucha calma—. Demasiada gente a bordo. Lo mío es una Phantom, no un ferry de pasajeros.

Los notarios eran testigos que los traficantes metían en las planeadoras para certificar que todo iba según lo previsto: uno por los proveedores, que solía ser marroquí, y otro por los compradores. A Cañabota no pareció gustarle aquella novedad.

—Ella —indicó a Teresa— podría quedarse en tierra.

Santiago no apartó los ojos del hombre de confianza mientras volvía a mover la cabeza.

—No veo por qué. Es mi tripulante.

Cañabota y el guardia civil se volvieron a Eddie Álvarez, reprobadores, como si lo responsabilizaran de aquella negativa. Pero el abogado encogía los hombros.

Es inútil, decía el gesto. Conozco la historia, y además aquí sólo estoy mirando. A mí qué carajo me contáis. Teresa pasó el dedo por el vaho que empañaba su refresco. Nunca había querido asistir a esas reuniones, pero Santiago insistía una y otra vez. Te arriesgas como yo, decía. Tienes derecho a saber lo que pasa y cómo pasa. No hables si no quieres, pero nada te perjudica estar al loro. Y si a ésos les incomoda tu presencia, que les vayan dando. A todos. A fin de cuentas, sus mujeres están tocándose el chichi en casita y no se la juegan en el moro cuatro o cinco noches al mes.

—¿El pago como siempre? —preguntó Eddie Álvarez, atento a lo suyo.

El pago se haría al día siguiente de la entrega, confirmó Cañabota. Un tercio directo a una cuenta del BBV en Gibraltar —los bancos españoles de la colonia no dependían de Madrid sino de las sucursales en Londres, y eso proporcionaba deliciosas opacidades fiscales—, dos tercios en mano. Los dos tercios en dinero B, naturalmente. Aunque harían falta unas facturitas chungas para lo del banco. El papeleo de siempre.

Arregladlo todo con ella —dijo Santiago. Y miró a Teresa.

Cañabota y el guardia civil cambiaron una ojeada incómoda. Hay que joderse, decía aquel silencio. Meter a una tía en este jardín. En los últimos tiempos era Teresa quien se ocupaba cada vez más del aspecto contable del negocio. Eso incluía control de gastos, hacer números, llamadas telefónicas en clave y visitas periódicas a Eddie Álvarez. También una sociedad domiciliada en el despacho del abogado, la cuenta bancaria de Gibraltar y el dinero justificable puesto en inversiones de poco riesgo: algo sin demasiadas complicaciones, porque tampoco Santiago acostumbraba a enredarse la vida con los bancos. Aquello era lo que el abogado gibraltareño llamaba una infraestructura mínima. Una cartera conservadora, matizaba cuando llevaba corbata y se ponía técnico. Hasta poco tiempo atrás, y pese a su naturaleza desconfiada, Santiago había dependido casi a ciegas de Eddie Álvarez, que le cobraba comisión hasta por las simples imposiciones a plazo fijo cuando colocaba el dinero legal. Teresa había cambiado aquello, sugiriendo que todo se emplease en inversiones más rentables y seguras, e incluso que el abogado asociara a Santiago a un bar de Main Street para blanquear parte de los ingresos. Ella no sabía de bancos ni de finanzas, pero su experiencia como cambista en la calle Juárez de Culiacán le había dejado un par de ideas claras. Así que poco a poco se puso a la faena, ordenando papeles, enterándose de qué podía hacerse con el dinero en vez de inmovilizarlo en un escondite o en una cuenta corriente. Escéptico al principio, Santiago tuvo que rendirse a la evidencia: ella tenía buena cabeza para los números, y era capaz de prever posibilidades que a él ni le rondaban el pensamiento. Sobre todo tenía un extraordinario sentido común. Al contrario que en su caso —el hijo del pescador gallego era de los que guardaban el dinero en bolsas de plástico en el fondo de un armario—, para Teresa siempre existía la posibilidad de que dos y dos sumaran cinco. De modo que, ante las primeras reticencias de Eddie Álvarez, Santiago lo planteó claro: ella tendría voz y voto en lo del dinero. Ata más pelo de coño que cuerda de esparto, fue el diagnóstico del abogado cuando pudo cambiar impresiones con él a solas. Así que espero no termines haciéndola también copropietaria de toda tu pasta: La Gallegoazteca de Transportes S. A., o alguna murga de esa clase. He visto cosas más raras todavía. Porque las mujeres ya se sabe; y las mosquitas muertas, más. Empiezas follándotelas, luego las haces firmar papeles, después lo pones todo a su nombre, y al final se piran dejándote sin un duro. Ése, respondió Santiago, es asunto mío. Lee mis labios, anda. M-í-o. Y además me voy a cagar en tu puta madre. Y lo había dicho mirando al abogado con una cara tal, que éste casi metió las gafas en su vaso, se bebió muy callado el licor de whisky con hielo —en aquella ocasión estaban en la terraza del hotel Rock, con toda la bahía de Algeciras abajo— y no volvió a plantear reserva alguna sobre el asunto. Ojalá te pillen, gilipollas. O te ponga los cuernos esa zorra. Eso es lo que debía de estar pensando Eddie Álvarez, pero no lo dijo.

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