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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (16 page)

BOOK: La Reina del Sur
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Por su doble condición de gallego y de traficante, Santiago desconfiaba de los periodistas; pero Teresa sabía que a Lobato lo consideraba una excepción: era objetivo, discreto, no creía en buenos ni malos, sabía hacerse tolerar, pagaba las copas y jamás tomaba notas en público. También sabía buenas historias y mejores chistes, y nunca cotorreaba gacho. Había llegado al Bernal con Toby Parrondi, un piloto de planeadoras gibraltareño, y algunos colegas de éste. Todos los llanitos eran jóvenes: cabellos largos, pieles bronceadas, aretes en las orejas, tatuajes, paquetes de tabaco con mecheros de oro sobre la mesa, coches de gran cilindrada y cristales tintados que circulaban con la música de Los Chunguitos, o de Javivi, o de Los Chichos, a toda potencia: canciones que a Teresa le recordaban un poco los narcocorridos mejicanos. De noche no duermo, de día no vivo, decía una de las letras. Entre estas paredes, maldito presidio. Canciones que formaban parte del folklore local, como aquellas otras de Sinaloa, con títulos igual de pintorescos:
La mora y el legionario, Soy un perro callejero, Puños de acero, A mis colegas
. Los contrabandistas llanitos sólo se diferenciaban de los españoles en que había más tipos claros de pelo y piel, y en que mezclaban palabras inglesas con su acento andaluz. En lo demás salían cortados por el mismo patrón: cadenas de oro al cuello con crucifijos, medallas de la Virgen o la inevitable efigie de Camarón. Camisetas heavy metal, chándals caros, zapatillas Adidas y Nike, pantalones tejanos muy descoloridos y de buenas marcas con fajos de billetes en un bolsillo trasero y el bulto de la navaja en el otro. Raza dura, tan peligrosa a ratos como la sinaloense. Nada que perder y mucho por ganar. Con esas chavas, sus novias, embutidas en pantalones estrechos y camisetas cortas que enseñaban las caderas tatuadas y los piercings de los ombligos, mucho maquillaje y perfume, y todo aquel oro encima. A Teresa le recordaban a las morras de los narcos culichis. En cierta forma también a ella misma; y darse cuenta la hizo pensar que había pasado demasiado tiempo, y demasiadas cosas. En aquel grupo estaba algún español de la Atunara, pero la mayor parte eran llanitos; británicos con apellidos españoles, ingleses, malteses y de todos los rincones del Mediterráneo. Como dijo Lobato guiñando un ojo mientras incluía a Santiago en el gesto, lo mejor de cada casa.

—Así que mejicana.

—Órale.

—Pues has venido bien lejos.

—Cosas de la vida.

La sonrisa del reportero estaba manchada de espuma de cerveza.

—Eso suena a canción de José Alfredo.

—¿Conoces a José Alfredo?

—Un poco.

Y Lobato se puso a canturrear
Llegó borracho el borracho
mientras invitaba a otra ronda. Lo mismo para mis amigos y para mí, dijo. Incluidos los caballeros de aquella mesa y sus señoras.

… Pidiendo cinco tequilas,

Y le dijo el cantinero:

se acabaron las bebidas.

Teresa roleó un par de estrofas con él, y se rieron al final. Era simpático, pensó. Y no se pasaba de listo. Pasarse de listo con Santiago y con aquella raza era malo para la salud. Lobato la miraba con ojos atentos, valorativo. Ojos de saber de qué lado masca la iguana.

—Una mejicana y un gallego. Vivir para ver.

Eso estaba bien. No hacer preguntas sino dar pie a que otros cuenten, si se tercia. Dejándosela ir como con cremita.

—Mi papá era español.

—¿De dónde?

—Nunca lo supe.

Lobato no preguntó si era verdad que nunca lo había sabido, o si le estaba saliendo por peteneras. Dando por zanjado el asunto familiar, bebió un sorbo de cerveza y señaló a Santiago.

—Dicen que bajas al moro con éste.

—¿Quién lo dice?

—Por ahí. Aquí no hay secretos. Quince kilómetros de anchura son poca agua.

—Fin de la entrevista —dijo Santiago quitándole a Lobato la cerveza mediada de la mano, a cambio de otra de la nueva ronda que acababan de encargar los rubios de la mesa.

El reportero encogió los hombros.

—Es bonita, tu chica. Y con ese acento.

—A mí me gusta.

Teresa se dejaba acunar estrechada por los brazos de Santiago, sintiéndose como lechuguita. Kuki, el dueño del Bernal, puso unas raciones sobre el mostrador: gambas al ajillo, carne mechada, albóndigas, tomates aliñados con aceite de oliva. A Teresa le encantaba comer o cenar de aquella forma tan española, a base de botanas, de pie y de barra en barra, lo mismo embutidos que platos de cocina. Tapeando. Dio cuenta de la carne mechada, mojando pan en la salsa. Tenía jaria y no le preocupaba engordar: era de las flacas, y durante algunos años podría permitirse excesos. Como decían en Culiacán, ponerse hasta la madre. Kuki tenía en las estanterías una botella de Cuervo, así que pidió un tequila. En España no usaban los caballitos largos y estrechos frecuentes en México, y ella siempre pisteaba en catavinos pequeños, porque era lo más parecido. El problema era que duplicabas la tomada en cada trago.

Entraron más clientes. Santiago y Lobato, apoyados en la barra, conversaban sobre las ventajas de las lanchas de goma tipo Zodiac para moverse a altas velocidades con mala mar; y Kuki terciaba en la conversación. Los cascos rígidos sufrían mucho en las persecuciones, y hacía tiempo que Santiago acariciaba la idea de una semirrígida con dos o tres motores, lo bastante grande para aguantar la mar, llegando hasta las costas orientales andaluzas y el cabo de Gata. El problema era que no disponía de medios: demasiada inversión y demasiado riesgo. Suponiendo que luego, en el agua, aquellas ideas fuesen confirmadas por los hechos.

De pronto cesó la conversación. También los gibraltareños de la mesa habían enmudecido, y miraban al grupo que acababa de instalarse al extremo de la barra, junto al antiguo cartel taurino de la última corrida de toros antes de la guerra civil —Feria de La Línea, 19, 20 y 21 de julio de 1936—. Eran cuatro hombres jóvenes, de buen aspecto. Uno güerito y con gafas y dos altos, atléticos, con polos deportivos y el pelo corto. El cuarto hombre era atractivo, vestido con una camisa azul impecablemente planchada y unos tejanos tan limpios que parecían nuevos.

—Heme aquí, una vez más —suspiró Lobato, guasón—, entre aqueos y troyanos.

Se disculpó un momento, guiñó un ojo a los gibraltareños de la mesa y fue a saludar a los recién llegados, demorándose un poco mas con el de la camisa azul. A la vuelta se reía por lo bajini.

—Los cuatro son de Vigilancia Aduanera.

Santiago los miraba con interés profesional. Al verse observado, uno de los altos inclinó un poco la cabeza a modo de saludo, y Santiago levantó un par de centímetros su vaso de cerveza. Podía ser una respuesta o no serlo. Los códigos y las reglas del juego al que todos jugaban: cazadores y presas en territorio neutral. Kuki servía manzanilla y tapas sin inmutarse. Aquellos encuentros se daban a diario.

—El guaperas —seguía detallando Lobato— es piloto del pájaro.

El pájaro era el BO-105 de Aduanas, preparado para el rastreo y caza en el mar. Teresa lo había visto volar acosando a las lanchas contrabandistas. Volaba bien, muy bajo. Arriesgándose. Observó al tipo: en torno a los treinta y pocos, prieto de pelo, bronceado de piel. Habría podido pasar por mejicano. Parecía correcto, bien chiles. Un punto tímido.

—Me ha dicho que anoche le tiraron una bengala que le pegó en una pala —Lobato miraba a Santiago—. No serías tú, ¿verdad?

—No salí anoche.

—Igual fue alguno de ésos.

—Igual.

Lobato miró a los gibraltareños, que ahora hablaban exageradamente alto, riéndose. Ochenta kilos les voy a meter mañana, fanfarroneaba alguien. Por la cara. Uno de ellos, Parrondi, le dijo a Kuki que sirviera una ronda a los señores aduaneros. Que es mi cumpleaños y tengo yo, decía con manifiesta guasa, mucho gusto en convidarles. Desde el extremo de la barra, los otros rechazaron la propuesta, aunque uno de ellos levantó dos dedos haciendo la uve de la victoria mientras decía felicidades. El rubio de las gafas, informó Lobato, era el patrón de una turbolancha Hachejota. También gallego, por cierto. De La Coruña.

—En cuanto al aire, ya sabes —añadió Lobato para Santiago—. Reparación, y una semana de cielo libre, sin buitres en la chepa. Así que tú mismo.

—No tengo nada estos días.

—¿Ni siquiera tabaco?

—Tampoco.

—Pues qué lástima.

Teresa seguía observando al piloto. Tan modos y mosquita muerta que parecía. Con su camisa impecable, el pelo reluciente y repeinado, resultaba difícil relacionarlo con el helicóptero que era pesadilla de los contrabandistas. A lo mejor, se dijo, pasaba como en una película que vieron Santiago y ella comiendo pipas en el cine de verano de La Línea: el doctor Jeckyll y míster Hyde.

Lobato, que había advertido su mirada, acentuó un poco la sonrisa.

—Es un buen chaval. De Cáceres. Y le tiran las cosas más raras que puedas imaginar. Una vez le arrojaron un remo, partiéndole una pala, y casi se mata. Y cuando aterriza en la playa, los críos lo reciben a pedradas… A veces la Atunara parece Vietnam. Claro que en el mar es distinto.

—Sí —confirmó Santiago entre dos sorbos de cerveza—. Allí son esos hijoputas los que tienen la ventaja.

Así llenaban el tiempo libre. Otras veces iban de compras o de gestiones al banco en Gibraltar, o paseaban por la playa en los magníficos atardeceres del prolongado verano andaluz, con el Peñón prendiendo sus bombillas poco a poco, al fondo, y la bahía llena de buques con diferentes banderas —Teresa ya identificaba las principales— que encendían las luces mientras se apagaba el sol a poniente. La casa era un chalecito situado a diez metros del agua, en la boca del río Palmones, donde se levantaban algunas viviendas de pescadores justo a la mitad de la bahía entre Algeciras y Gibraltar. Le gustaba aquella zona que le recordaba un poco a Altata, en Sinaloa, con playas arenosas, y pateras azules y rojas varadas junto al agua mansa del río. Solían desayunar café cortado con tostadas de aceite en El Espigón o el Estrella de Mar, y comer los domingos tortillitas de camarones en casa Willy. En ocasiones, entre viaje y viaje llevando cargas por el Estrecho, tomaban la Cherokee de Santiago y se iban hasta Sevilla por la Ruta del Toro, a comer en casa Becerra o parando a picar jamón ibérico y caña de lomo en las ventas de carretera. Otras veces recorrían la Costa del Sol hasta Málaga o iban en dirección opuesta, por Tarifa y Cádiz hasta Sanlúcar de Barrameda y la desembocadura del Guadalquivir: vino Barbadillo, langostinos, discotecas, terrazas de cafés, restaurantes, bares y karaokes, hasta que Santiago abría la cartera, echaba cuentas y decía ya vale, se encendió la reserva, volvamos para ganar más, que nadie nos lo regala. A menudo pasaban días enteros en el Peñón, sucios de aceite y grasa, achicharrados bajo el sol y comidos de moscas en el varadero de Marina Sheppard, desmontando y volviendo a montar el cabezón de la Phantom —palabras antes misteriosas como pistones americanos, cabezas ovaladas, jaulas de rodamientos, ya no tenían secretos para Teresa—, y luego probaban la lancha en veloces planeadas por la bahía, observados de cerca por el helicóptero y las Hachejotas y las Heineken, que tal vez esa misma noche volverían a empeñarse con ellos en el juego del gato y el ratón al sur de Punta Europa. Y cada tarde, los días tranquilos de puerto y varadero, al terminar el trabajo se iban al Olde Rock a tomar algo sentados en la mesa de siempre, bajo un cuadrito que mostraba la muerte de un almirante inglés llamado Nelson.

De ese modo, durante aquel tiempo casi feliz —por primera vez en su vida era consciente de serlo—, Teresa se hizo al oficio. La mejicanita que poco más de un año antes había echado a correr en Culiacán era ahora una mujer fogueada en travesías nocturnas y sobresaltos, en cuestiones marineras, en mecánica naval, en vientos y corrientes. Conocía el rumbo y la actividad de los barcos por el número, color y posición de sus luces. Estudió las cartas náuticas españolas e inglesas del Estrecho comparándolas con sus propias observaciones, hasta saberse de memoria sondas, perfiles de costa, referencias que luego, de noche, marcarían la diferencia entre el éxito o el fracaso. Cargó tabaco en los almacenes gibraltareños, alijándolo una milla más allá, en la Atunara, y hachís en la costa marroquí para desembarcarlo en calas y playas desde Tarifa a Estepona. Verificó, llave inglesa y destornillador en mano, bombas de refrigeración y cilindros, cambió ánodos, purgó aceite, desmontó bujías y aprendió cosas que nunca había imaginado fuesen útiles; como, por ejemplo, que el consumo/hora de un cabezón trucado, como el de cualquier motor de dos tiempos, se calcula multiplicando por 0,4 1a potencia máxima: regla utilísima cuando se quema el combustible a chorros en mitad del mar, donde no hay gasolineras. Del mismo modo se acostumbró a guiar a Santiago con golpes en los hombros en huidas muy apuradas, para que la proximidad de las turbolanchas o el helicóptero no lo distrajeran cuanto pilotaba a velocidades peligrosas; e incluso a manejar ella misma una planeadora por encima de los treinta nudos, meter gas o reducirlo con mala mar para que el casco sufriera lo imprescindible, elevar la cola del cabezón con marejada o regularla intermedia para el planeo, camuflarse cerca de la costa aprovechando los días sin luna, pegarse a un pesquero o a un barco grande a fin de disimular la propia señal de radar. Y también, las tácticas evasivas: utilizar el corto radio de giro de la Phantom para esquivar el abordaje de las más potentes pero menos maniobrables turbolanchas, buscar la popa de quien te da caza, doblarle la proa o cortar su estela aprovechando las ventajas de la gasolina frente al lento gasóleo del adversario. Y así pasó del miedo a la euforia, de la victoria al fracaso; y supo, de nuevo, lo que ya sabía: que unas veces se pierde, otras se gana, y otras se deja de ganar. Arrojó fardos al mar, iluminada en plena noche por el foco de los perseguidores, o los transbordó a pesqueros y a sombras negras que se adelantaban desde playas desiertas entre el rumor de la resaca, metidas en el agua hasta la cintura. Incluso en cierta ocasión —la única hasta entonces, en el transcurso de una operación con gente de poco fiar— lo hizo mientras Santiago vigilaba sentado a popa, en la oscuridad, con una Uzi disimulada bajo la ropa; no como precaución ante la llegada de aduaneros o guardias civiles —eso iba contra las reglas del juego— sino para precaverse de la gente a la que hacían la entrega: unos franceses de mala fama y peores modos. Y luego, esa misma madrugada, alijada ya la carga y navegando rumbo al Peñón, la propia Teresa había arrojado con mucho alivio la Uzi al mar.

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