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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (40 page)

BOOK: La Reina del Sur
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—¿Hicieron negocios?

—Pues claro. Pestaña le facilitó mucho el control local, y ella siempre supo guardar las formas. Cada vez que había una investigación, agentes y jueces se mostraban de pronto desinteresados e incompetentes. Así que el alcalde podía frecuentarla sin escandalizar a nadie. Era discretísima y astuta. Poco a poco se fue infiltrando en los ayuntamientos, los tribunales… Hasta Fernando Bouvier, el gobernador de Málaga, le comía en la mano. Al final todos ganaban tanto dinero que nadie podía prescindir de ella. Ésa era su protección y su fuerza.

Su fuerza, repitió. Después se alisó las arrugas del pantalón de cuero, encendió un purito holandés y cruzó las piernas. A la Reina, añadió echando el humo, no le gustaban las fiestas. En todos esos años había asistido a dos o tres, como mucho. Llegaba tarde y se iba pronto. Vivía encerrada en su casa, y algunas veces se la pudo fotografiar de lejos, paseando por la playa. También le gustaba el mar. Se decía que en ocasiones iba con sus contrabandistas, como cuando no tenía dónde caerse muerta; pero eso tal vez era parte de la leyenda. Lo cierto es que le gustaba. Compró un yate grande, el
Sinaloa
, y pasaba temporadas a bordo, sola con los guardaespaldas y la tripulación. No viajaba mucho. Un par de veces la vieron por ahí. Puertos mediterráneos, Córcega, Baleares, islas griegas. Nada más.

—Una vez creí que la teníamos… Un paparazzi consiguió colarse con unos albañiles que trabajaban en el jardín, e hizo un par de carretes, ella en la terraza, en una ventana y cosas así. La revista que había comprado las fotos me llamó para que escribiera el texto. Pero nada. Alguien pagó una fortuna para bloquear el reportaje, y las fotos desaparecieron. Magia potagia. Dicen que las gestiones las hizo Teo Aljarafe en persona. El abogado guapito. Y que pagó diez veces lo que valían.

—Recuerdo eso… Un fotógrafo tuvo problemas.

Cucho se inclinaba para dejar caer la ceniza en el cenicero. Detuvo el movimiento a medio camino. La sonrisa malvada se convirtió en risa sorda, cargada de intención.

—¿Problemas?… Oye, querido. Con Teresa Mendoza, esa palabra es un eufemismo. El chico era un profesional. Un veterano del oficio, basurita de élite, experto en husmear braguetas y vidas ajenas… Las revistas y las agencias nunca dicen quién es el autor de esos reportajes, pero alguien debió de poner el cazo. Dos semanas después de que volaran las fotos, fueron a robar al apartamento que el chico tenía en Torremolinos, casualmente con él durmiendo dentro. Qué cosas, ¿verdad?… Le dieron cuatro navajazos, al parecer sin intención de matarlo, después de quebrarle uno por uno, imagínate, los dedos de las manos… Se corrió la voz. Nadie volvió a rondar la casa de Guadalmina, claro. Ni a acercarse a esa hija de puta en una veintena de metros a la redonda.

—Amores —dije, cambiando el tercio.

Negó, rotundo. Aquello entraba de lleno en su especialidad.

—De amores, cero. Al menos que yo sepa. Y sabes que yo sé. Llegó a comentarse una relación con el abogado de confianza: Teo Aljarafe. Bien plantado, con clase. También muy canalla. Viajaban y tal. Incluso en Italia la vieron con él. Pero no le iba. A lo mejor se lo follaba, oye. Pero no le iba. Fíate de mi olfato de perra. Me inclino más por Patricia O'Farrell.

La O'Farrell, prosiguió Cucho tras ir en busca de otro zumo de naranja y saludar a unos conocidos de regreso, era cocaína de otro costal. Amigas y socias, aunque resultaban como la noche y el día. Pero estuvieron juntas en la cárcel. Vaya historia, ¿verdad? Tan promiscua y todo eso. Tan perversa. Y ésa sí que era fina. Un putón tortillero. Madurita, con todos los vicios del mundo, incluido éste —Cucho se tocaba significativamente la nariz—. Frívola a más no poder, así que no es fácil explicarse cómo esas dos, Safo y el capitán Morgan, podían estar juntas. Aunque se descontaba que las riendas las llevaba la Mejicana, claro. Imposible imaginar a la oveja negra de los O'Farrell montando ese negocio ella sola.

—Era una bollera convicta y confesa. Cocainómana hasta las cachas. Eso dio lugar a muchos cotilleos… Dicen que refinó a la otra, que era analfabeta, o casi. Fuera verdad o no, cuando la conocí ya vestía y se comportaba con clase. Sabía usar buena ropa, siempre discreta: tonos oscuros, colores sencillos… Te vas a reír, pero un año hasta la metimos en la votación de las veinte mujeres más elegantes del año. Medio de coña, medio en serio. Te lo juro. Y salió, figúrate el morbazo. La diecitantos. Era monilla, poca cosa, pero sabía arreglarse —permaneció pensativo, distraída la sonrisa, y al cabo encogió los hombros—… Está claro que algo había entre esas dos. No sé qué: amistad, rollito íntimo, pero algo había. Muy raro todo. Y a lo mejor eso explica que la Reina del Sur tuviera pocos hombres en su vida.

Ding, dong, sonó la megafonía de la sala. Iberia anuncia la salida de su vuelo con destino a Barcelona. Cucho miró el reloj y se puso en pie, colgándose al hombro su bolso de cuero. Me levanté también, nos dimos la mano. Me alegro de verte, etcétera. Y gracias. Espero leer ese libro si antes no te cortan los huevos. Emasculación, creo que se dice. Antes de irse me guiñó un ojo.

—Luego está el misterio, ¿verdad?… Lo que pasó al final con la O'Farrell, y con el abogado —se reía, yéndose—. Lo que pasó con todos.

Aquél era un otoño suave, de noches templadas y buenos negocios. Teresa Mendoza bebió un sorbo del cóctel de champaña que tenía en la mano y miró alrededor. También a ella la observaban, directamente o de soslayo, entre comentarios en voz baja, murmullos, sonrisas que a veces eran aduladoras o inquietas. Ni modo. En los últimos tiempos, los medios de comunicación se ocupaban demasiado de ella como para permitirle pasar inadvertida. Trazando las coordenadas de un plano mental, se veía en el centro geográfico de una compleja trama de dinero y poder llena de posibilidades, y también de contrastes. De peligros. Bebió otro sorbo. Música tranquila, cincuenta personas selectas, once de la noche, la luna partida por la mitad, horizontal y amarillenta sobre el mar negro, reflejándose en la ensenada de Marbella al otro lado del inmenso paisaje salpicado por millones de luces, el salón abierto al jardín en la ladera de la montaña, junto a la carretera de Ronda. Los accesos controlados por guardias de seguridad y policías municipales. Tomás Pestaña, el anfitrión, iba y venía charlando de un grupo a otro, con chaqueta blanca y fajín rojo, el enorme cigarro habano entre los anillos de la mano izquierda, las cejas, tupidas como las de un oso, enarcadas en continua sorpresa de placer. Parecía un malandrín de película de espías de los años setenta. Un malo simpático. Gracias por venir, queridísimas. Qué detalle. Qué detalle. ¿Conocéis a Fulano?… ¿Y a Mengano?… Tomás Pestaña era así. En su salsa. Le gustaba presumir de todo, hasta de Teresa, como si ella fuese otra prueba más de su éxito. Un trofeo peligroso y raro. Cuando alguien lo interrogaba al respecto, modulaba una sonrisa intrigante y movía la cabeza, insinuando: si yo contara. Todo lo que da glamour o dinero me sirve, había dicho una vez. Una cosa arrastra a la otra. Y además de darle un toque de misterio exótico a la sociedad local, Teresa era cuerno de la abundancia, fuente inagotable de inversiones en dinero fresco. La última operación destinada a ganarse el corazón del alcalde —cuidadosamente recomendada por Teo Aljarafe— incluía la liquidación de una deuda municipal que amenazaba al Ayuntamiento con un escandaloso embargo de propiedades y consecuencias políticas. Además, a Pestaña, hablador, ambicioso, astuto —el alcalde más votado desde los tiempos de Jesús Gil—, le encantaba alardear de sus relaciones en momentos especiales, aunque sólo fuese para un grupo selecto de amigos, o de socios, del mismo modo que los coleccionistas de arte enseñan sus galerías privadas, donde ciertas obras maestras, adquiridas por medios ilícitos, no siempre pueden mostrarse en público.

—Imagínate una redada aquí —dijo Pati O'Farrell. Tenía un pitillo humeante en la boca y se reía, la tercera copa en la mano. No hay policía que tenga huevos, añadió. Estos bocados son de los que se atragantan.

—Pues hay un policía. Nino Juárez.

—Ya he visto a ese cabrón.

Teresa bebió otro sorbo mientras terminaba de hacer la cuenta. Tres financieros. Cuatro constructores de alto nivel. Un par de actores anglosajones y maduros, afincados en la zona para eludir impuestos en su país. Un productor de cine con el que Teo Aljarafe acababa de establecer una provechosa asociación, pues quebraba una vez al año y era experto en mover dinero a través de sociedades con pérdidas y películas que nadie veía. Un dueño de seis campos de golf. Dos gobernadores. Un millonario saudí venido a menos. Un miembro de la familia real marroquí que iba a más. La principal accionista de una importante cadena hotelera. Una famosa modelo. Un cantante llegado de Miami en avión privado. Un ex ministro de Hacienda y su mujer, divorciada de un conocido actor de teatro. Tres putas de superlujo, bellas y notorias por sus romances de papel couché… Teresa había conversado un rato con el gobernador de Málaga y su esposa —ésta la estuvo mirando todo el rato recelosa y fascinada, sin abrir la boca, mientras Teresa y el gobernador acordaban la financiación de un auditorio cultural y tres centros de acogida para toxicómanos—. Después charló con dos de los constructores e hizo un aparte, breve y útil, con el miembro de la familia real marroquí, socio de comunes amigos a ambos lados del Estrecho, que le dio su tarjeta de visita. Tiene que venir a Marrakech. He oído hablar mucho de usted. Teresa asentía sin comprometerse, sonriente. Hijole, pensaba, imaginándose lo que aquel fulano habría oído. Y a quién. Luego cambió unas palabras con el dueño de los campos de golf, al que conocía un poco. Tengo una propuesta interesante, dijo el tipo. La llamaré. El cantante de Miami reía en un corrillo próximo, echando atrás la cabeza para mostrar la papada que acababan de estirarle en una clínica. De jovencita estaba loca por él, había dicho Pati, guasona. Y ahí lo ves. Sic transit —le chispeaban los iris, de pupilas muy dilatadas—. ¿Quieres que nos lo presenten?… Teresa negaba con la cabeza, la copa en los labios. No me chingues, Teniente. Y ojo que llevas tres. Tú sí que me chingas, había dicho la otra sin perder el humor. Tan sosa y sin olvidar el trabajo en tu puta existencia.

Teresa volvió a mirar en torno, distraída. En realidad aquello no era exactamente una fiesta, aunque lo que se celebraba fuese el cumpleaños del alcalde de Marbella. Era pura liturgia social, vinculada a los negocios. Tienes que ir, había insistido Teo Aljarafe, que ahora conversaba en el grupo de los financieros y sus mujeres, correcto, atento, un vaso en la mano, ligeramente inclinada su alta silueta, el perfil de águila vuelto cortés hacia las señoras. Aunque sean quince minutos déjate caer por allí, fue su consejo. Pestaña es muy elemental para ciertos detalles, y con él esas atenciones funcionan siempre. Además, no se trata sólo del alcalde. Con media docena de buenas noches y cómo te va, resuelves de golpe un montón de compromisos. Desbrozas caminos y facilitas las cosas. Nos las facilitas.

—Ahora vuelvo —dijo Pati.

Había dejado la copa vacía en una mesa y se alejaba, camino del bar: tacón alto, espalda escotada hasta la cintura, en contraste con el vestido negro que llevaba Teresa, con el único adorno de unos pendientes —pequeñas perlas sencillas— y el semanario de plata. De camino, Pati rozó deliberadamente la espalda de una joven que charlaba en un grupo y la otra se volvió a medias, mirándola. Esa chochito, había dicho antes Pati, moviendo la cabeza que seguía llevando casi rapada, al ponerle la vista encima. Y Teresa, acostumbrada al tono provocador de su amiga —a menudo Pati se extralimitaba a propósito cuando ella estaba presente—, encogió los hombros. Demasiado chava para ti, Teniente, dijo. Chava o no, respondió la otra, en El Puerto no se me habría escapado ni dando brincos. Y lo mismo, añadió tras mirarla pensativa un instante, me equivoqué de Edmundo Dantés. Sonreía excesivamente al decirlo. Y ahora Teresa la observaba alejarse, preocupada: Pati empezaba a tambalearse un poco, aunque tal vez aguantara un par de tragos más antes de la primera visita a los servicios para empolvarse la nariz. Pero no era problema de copas ni de pericazos. Pinche Pati. Las cosas iban cada vez peor, y no sólo aquella noche. En cuanto a la propia Teresa, era suficiente y podía ir pensando en marcharse.

—Buenas noches.

Había visto a Nino Juárez dando vueltas cerca, estudiándola. Menudo, con su barbita güera. Ropa costosa, imposible de pagar con un sueldo oficial. Se cruzaban alguna vez de lejos. Era Teo Aljarafe quien resolvía ese asunto.

—Soy Nino Juárez.

—Sé quién es.

Desde el otro lado del salón, Teo, que estaba en todo, le dirigió a Teresa una mirada de advertencia. Aunque nuestro, previo pago de su importe, ese individuo es terreno minado, decían sus ojos. Y además hay gente que mira.

—No sabía que frecuentara estas reuniones —dijo el policía.

—Tampoco yo sabía que las frecuentara usted.

Eso no era cierto. Teresa estaba al corriente de que al comisario jefe del DOCS le gustaban la vida marbellí, el trato con los famosos, salir en televisión anunciando la realización de tal o cual brillante servicio a la sociedad. También le gustaba el dinero. Tomás Pestaña y él eran amigos y se apoyaban mutuamente.

—Forma parte de mi trabajo —Juárez hizo una pausa y sonrió—… Lo mismo que del suyo.

No me gusta, decidió Teresa. Hay gente a la que puedo comprar si es necesario. Algunos me gustan y otros no. Éste no. Aunque tal vez lo que no me gusta son los policías que se venden. O los que se venden, sean o no policías. Comprar no significa llevártelo a casa.

—Hay un problema —comentó el tipo.

El tono era casi íntimo. Miraba alrededor como ella, el gesto amable.

—Los problemas —respondió Teresa— no son cosa mía. Tengo quien se encarga de resolverlos.

—Pues éste no se resuelve fácil. Y prefiero contárselo directamente a usted.

Luego lo hizo, en el mismo tono y en pocas palabras. Se trataba de una nueva investigación, impulsada por un juez de la Audiencia Nacional en extremo celoso de su trabajo: un tal Martínez Pardo. Esta vez, el juez había decidido dejar a un lado al DOCS y apoyarse en la Guardia Civil. Juárez quedaba al margen y no podía intervenir. Sólo quería dejarlo claro antes de que las cosas siguieran su curso.

—¿Quién en la Guardia Civil?

—Hay un grupo bastante bueno. Delta Cuatro. Lo dirige un capitán que se llama Víctor Castro.

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