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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (35 page)

BOOK: La Reina del Sur
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Y allí seguía, con la botella casi mediada, acompañando las palabras de la canción con las suyas propias. Oyendo una canción que yo pedí. Me están sirviendo ahorita mi tequila. Ya va mi pensamiento rumbo a ti. Las luces del jardín y la piscina dejaban la habitación en penumbra, iluminando las sábanas revueltas, las manos de Teresa que fumaban cigarrillos taqueaditos con hachís, sus idas y venidas al vaso y la botella que estaban sobre la mesita de noche. Quién no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor. Quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción. Y me pregunto qué soy ahora, se decía a medida que iba moviendo los labios en silencio. Quihubo, morra. Me pregunto cómo me ven los demás, y ojalá me vean desde bien relejos. ¿Cómo era aquello? Necesidad de un hombre. Órale. Enamorarse. Ya no. Libre, era quizá la palabra, pese a que sonase grandilocuente, excesiva. Ni siquiera iba a misa ya. Miró hacia arriba, al techo oscuro, y no vio nada. Me están sirviendo ya la del estribo, decía en ese momento José Alfredo, y lo decía también ella. No, pues. Ahorita solamente ya les pido que toquen otra vez La Que Se Fue.

Se estremeció de nuevo. Sobre las sábanas, a su lado, estaba la foto rota. Daba mucho frío ser libre.

11. Yo no se matar, pero voy a aprender

La casa cuartel de la Guardia Civil de Galapagar está en las afueras del pueblo, situado cerca de El Escorial: casitas adosadas para las familias de los guardias y un edificio más grande para la comandancia, con el paisaje nevado y gris de las montañas como fondo. Justo —paradojas de la vida— detrás de unas casas prefabricadas, de buen aspecto, que albergan una comunidad de raza gitana con la que mantiene una vecindad que desmiente los viejos tópicos lorquianos de Heredias, Camborios y parejas de tricornios charolados. Después de identificarme en la puerta dejé el coche en el aparcamiento vigilado; y una guardia alta, rubia —en su uniforme era verde hasta la cinta que le sujetaba la cola de caballo bajo la gorra teresiana—, me condujo hasta el despacho del capitán Víctor Castro: una pequeña habitación con un ordenador sobre la mesa y una bandera española en la pared, junto a la que estaban colgados, a modo de adornos o trofeos, un viejo Máuser Coruña del año 45 y un fusil de asalto Kalashnikov AKM.

—Sólo puedo ofrecerle un café espantoso —me dijo.

Acepté el café, que él mismo trajo de la máquina que estaba en el pasillo, removiendo el brebaje con una cucharilla de plástico. Era infame, en efecto. En cuanto al capitán Castro, resultó ser uno de esos hombres con los que puedes simpatizar al primer vistazo: serio, de modales eficientes, impecable con su guerrera verde y el pelo gris cortado a cepillo, el bigote alatristesco que también empezaba a encanecer, la mirada tan directa y franca como el apretón de manos que me había dispensado al recibirme. Tenía cara de hombre honrado; y tal vez eso, entre otras cosas, animó a sus superiores, tiempo atrás, a encomendarle durante cinco años la jefatura del grupo Delta Cuatro, en la Costa del Sol. Según mis noticias, la honradez del capitán Castro resultó, a la postre, incómoda hasta para sus propios mandos. Eso explicaba quizás que yo estuviera visitándolo en un pueblo perdido de la sierra de Madrid, en una comandancia con treinta guardias cuya jefatura correspondía a una graduación inferior a la suya, y que me hubiese costado cierto trabajo —influencias, viejos amigos— que la Dirección General de la Guardia Civil autorizase aquella entrevista. Como apuntó más tarde, filosófico, el propio capitán Castro cuando me acompañaba cortésmente al coche, los Pepitos Grillo nunca hicieron —hicimos, dijo con sonrisa estoica— carrera en ninguna parte.

Ahora hablábamos de esa carrera, él sentado tras la mesa de su pequeño despacho, con ocho cintas multicolores de condecoraciones cosidas en el lado izquierdo de su guerrera, y yo con mi café. O, para ser exactos, hablábamos de cuando se ocupó por primera vez de Teresa Mendoza, a partir de una investigación sobre el asesinato de un guardia de la comandancia de Manilva, el sargento Iván Velasco, a quien describió —el capitán era muy cuidadoso eligiendo las palabras— como un agente de cuestionable honestidad; mientras que otros a quien consulté previamente sobre el personaje —entre ellos el ex policía Nino Juárez— lo habían definido como un completísimo hijo de puta.

A Velasco lo mataron de una forma sospechosa —explicó—. De modo que trabajamos un poco en eso. Algunas coincidencias con episodios de contrabando, entre ellos el asunto de Punta Castor y la muerte de Santiago Fisterra, nos hicieron relacionarlo con la salida de la cárcel de Teresa Mendoza. Aunque nada pudo probarse, eso me llevó hasta ella, y con el tiempo terminé por especializarme en la Mejicana: vigilancia, grabaciones en vídeo, teléfonos intervenidos por orden judicial… Ya sabe —me miraba dando por sentado que yo sabía—. Mi trabajo no era perseguir el tráfico de droga, sino investigar su ambiente. La gente a la que la Mejicana compraba y corrompía, que con el tiempo fue mucha. Eso incluyó a banqueros, jueces y políticos. También a gente de mi propia empresa: aduaneros, guardias civiles y policías.

La palabra policías me hizo asentir, interesado. Vigilar al vigilante.

—¿Cuál fue la relación de Teresa Mendoza con el comisario Nino Juárez? —pregunté.

Dudó un momento, y parecía que calculaba el valor, o la vigencia, de cada cosa que iba a decir. Después hizo un gesto ambiguo.

—No hay mucho que yo pueda decirle que no publicaran en su momento los periódicos… La Mejicana consiguió infiltrarse incluso en el DOCS. Juárez terminó trabajando para ella, como tantos otros.

Puse el vasito de plástico sobre la mesa y me quedé así, un poco inclinado hacia adelante.

—¿Nunca intentó comprarlo a usted?

El silencio del capitán Castro se hizo incómodo. Miraba el vaso, inexpresivo. Por un momento temí que la entrevista hubiese terminado. Ha sido un placer, caballero. Adiós y hasta la vista.

—Yo comprendo las cosas, ¿sabe? —dijo al fin—… Entiendo, aunque no lo justifique, que alguien que cobra un sueldo reducido vea la oportunidad si le dicen: oye, mañana cuando estés en tal sitio, en vez de allí mira hacia allá. Y a cambio pone la mano y obtiene un fajo de billetes. Es humano. Cada uno es cada uno. Todos queremos vivir mejor de lo que vivimos… Lo que pasa es que unos tienen límites, y otros no.

Se quedó callado otra vez y alzó los ojos. Tiendo a dudar de la inocencia de la gente, pero de aquella mirada no dudé. Aunque en el fondo nunca se sabe. De cualquier modo, me habían hablado antes del capitán Víctor Castro, número tres de su promoción, siete años en Intxaurrondo, uno de destino voluntario en Bosnia, medalla al mérito policial con distintivo rojo.

—Naturalmente que intentaron comprarme —dijo—. No fue la primera vez, ni la última —ahora se permitía una sonrisa suave, casi tolerante—. Incluso en este pueblo lo intentan de vez en cuando, en otra escala. Un jamón en Navidad de un constructor, una invitación de un concejal… Estoy convencido de que cada cual tiene un precio. Quizás el mío era demasiado alto. No sé. Lo cierto es que a mí no me compraron.

—¿Por eso está aquí?

—Es un buen puesto —me miraba impasible—. Tranquilo. No me quejo.

—¿Es verdad, como cuentan, que Teresa Mendoza llegó a tener contactos en la Dirección General de la Guardia Civil?

—Eso debería preguntarlo en la Dirección General.

—¿Y es cierto que trabajó usted con el juez Martínez Pardo en una investigación que fue paralizada por el ministerio de justicia?

—Le digo lo de antes. Pregúnteselo al ministerio de justicia.

Asentí, aceptando sus reglas. Por alguna razón, aquel malísimo café en vaso de plástico acentuaba mi simpatía por él. Recordé al ex comisario Nino Juárez en la mesa de casa Lucio, saboreando su Viña Pedrosa del 96. ¿Cómo lo había explicado mi interlocutor un momento antes? Sí. Cada uno es cada uno.

—Hábleme de la Mejicana —dije.

Al mismo tiempo saqué del bolsillo una copia de la fotografía tomada desde el helicóptero de Aduanas, y la puse sobre la mesa: Teresa Mendoza iluminada en plena noche entre una nube de agua pulverizada que la luz hacía centellear a su alrededor, el rostro y el pelo mojados, las manos apoyadas en los hombros del piloto de la planeadora. Corriendo a cincuenta nudos hacia la piedra de León y su destino. Ya conozco esa foto, dijo el capitán Castro. Pero estuvo mirándola un rato, pensativo, antes de empujarla de nuevo hacia mí.

—Fue muy lista y muy rápida —añadió un momento después—. Su ascenso en aquel mundo tan peligroso fue una sorpresa para todos. Corrió riesgos y tuvo suerte… De esa mujer que acompañaba a su novio en la planeadora hasta la que yo conocí, hay mucho camino. Usted ha visto los reportajes de prensa, supongo. Las fotos en el
¡Hola!
y demás. Se refinó mucho, obtuvo unos modales y una cultura. Y se hizo poderosa. Una leyenda, dicen. La Reina del Sur. Los periodistas la apodaron así… Para nosotros siempre fue la Mejicana.

—¿Mató?

—Pues claro que mató. O lo hicieron por ella. En ese negocio, matar forma parte del asunto. Pero fíjese qué astuta. Nadie pudo probarle nada. Ni una muerte, ni un tráfico. Cero pelotero. Hasta la Agencia Tributaria anduvo tras ella, a ver si por ahí podía hincársele el diente. Nada… Sospecho que compró a quienes la investigaban.

Creí detectar un matiz de amargura en sus palabras. Lo observé, curioso, pero se echó hacia atrás en la silla. No sigamos por ese camino, decía su gesto. Es salirse de la cuestión, y de mis competencias.

—¿Cómo llegó tan aprisa y tan alto?

—Ya he dicho que era lista y tuvo suerte. Llegó justo cuando las mafias colombianas buscaban rutas alternativas en Europa. Pero además fue una innovadora… Si ahora los marroquíes son los amos del tráfico en ambas orillas del Estrecho, es gracias a ella. Empezó a apoyarse más en esa gente que en los traficantes gibraltareños o españoles, y convirtió una actividad desordenada, casi artesanal, en una empresa eficiente. Hasta le cambió el aspecto a sus empleados. Los hacía vestirse correctos, nada de cadenas gordas de oro y moda hortera: trajes sencillos, coches discretos, apartamentos en vez de casas lujosas, taxis para acudir a citas de trabajo… Y así, hachís marroquí aparte, fue quien montó las redes de la cocaína hacia el Mediterráneo oriental, desplazando a las otras mafias y a los gallegos que pretendían establecerse allí. Nunca manejó carga propia, que nosotros supiéramos. Pero casi todo el mundo dependía de ella.

La clave, siguió contándome el capitán Castro, consistía en que la Mejicana utilizó su experiencia técnica sobre el uso de planeadoras para las operaciones a gran escala. Las lanchas tradicionales eran las Phantom de casco rígido y limitada autonomía, propensas a averiarse con mala mar; y fue ella la primera en comprender que una semirrígida soportaba mejor el mal tiempo porque sufría menos. Así que organizó una flotilla de Zodiac, llamadas gomas en el argot del Estrecho: neumáticas que en los últimos años llegaron hasta los quince metros de eslora, a veces con tres motores, el tercero no para correr más —la velocidad límite continuaba en torno a los cincuenta nudos— sino para mantener la potencia. El mayor tamaño permitía, además, llevar reservas de combustible. Mayor autonomía y más carga a bordo. Así pudo trabajar con buena y con mala mar en lugares alejados del Estrecho: la desembocadura del Guadalquivir, Huelva y las costas desiertas de Almería. A veces llegaba hasta Murcia y Alicante, recurriendo a pesqueros o yates particulares que hacían de nodrizas y permitían repostar en alta mar. Montó operaciones con barcos que venían directamente de Sudamérica, y utilizó la conexión marroquí, la entrada de cocaína por Agadir y Casablanca, para organizar transportes aéreos desde pistas escondidas en las montañas del Rif a pequeños aeródromos españoles que ni siquiera figuraban en los mapas. También puso de moda los llamados bombardeos: paquetes de veinticinco kilos de hachís o de coca envueltos en fibra de vidrio y provistos de flotadores, que se arrojaban al mar y eran recuperados por lanchas o pesqueros. Nada de eso, explicó el capitán Castro, lo había hecho nadie antes en España. Los pilotos de Teresa Mendoza, reclutados entre los que volaban en avionetas de fumigación, podían aterrizar y despegar en carreteras de tierra y pistas de doscientos metros. Volaban bajo, con luna, entre las montañas y a poca altura sobre el mar, aprovechando que los radares marroquíes eran casi inexistentes, y que el sistema español de detección aérea tenía, o tiene —el capitán formaba un círculo enorme con las manos— agujeros de este tamaño. Sin excluir que alguien, debidamente engrasado, cerrase los ojos cuando un eco sospechoso aparecía en la pantalla.

—Todo lo confirmamos más tarde, cuando una Cessna Skymaster se estrelló cerca de Tabernas, en Almería, cargada con doscientos kilos de cocaína. El piloto, un polaco, resultó muerto. Sabíamos que era cosa de la Mejicana; pero nadie pudo probar nunca esa conexión. Ni ninguna otra.

Se detuvo ante el escaparate de la librería Alameda. En los últimos tiempos compraba muchos libros. Cada vez tenía más en casa, alineados en estantes o puestos de cualquier manera sobre los muebles. Leía por la noche hasta tarde, o sentada durante el día en las terrazas frente al mar. Algunos eran sobre México. Había encontrado en aquella librería malagueña varios autores de su tierra: novelas policíacas de Paco Ignacio Taibo II, un libro de cuentos de Ricardo Garibay, una
Historia de la Conquista de Nueva España
escrita por un tal Bernal Díaz del Castillo que había estado con Cortés y la Malinche, y un volumen de las obras completas de Octavio Paz —nunca había oído hablar antes de ese señor Paz, pero tenía todos los visos de ser importante allá— que se titulaba
El peregrino en su patria
. Lo leyó todo despacio, con dificultad, saltándose muchas páginas que no comprendía. Pero lo cierto era que se le quedaron cosas en la cabeza: un poso de algo nuevo que la hizo reflexionar sobre su tierra —aquel pueblo orgulloso, violento, tan bueno y desgraciado al mismo tiempo, siempre lejos de Dios y tan cerca de los pinches gringos— y sobre sí misma. Eran libros que obligaban a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado antes. Además, leía diarios y procuraba ver los informativos de la televisión. Eso, y las telenovelas que ponían por la tarde; aunque ahora dedicaba más tiempo a leer que a otra cosa. La ventaja de los libros, como descubrió cuando estaba en El Puerto de Santa María, era que podías apropiarte de las vidas, historias y reflexiones que encerraban, y nunca eras la misma al abrirlos por primera vez que al terminarlos. Personas muy inteligentes habían escrito algunas de aquellas páginas; y si eras capaz de leer con humildad, paciencia y ganas de aprender, no te defraudaban nunca. Hasta lo que no comprendías quedaba ahí, en un rinconcito de la cabeza; listo para que el futuro le diera sentido convirtiéndolo en cosas hermosas o útiles. De ese modo,
El conde de Montecristo
y
Pedro Páramo
, que por diferente razón seguían siendo sus favoritas —las leyó una y otra vez hasta perder la cuenta—, eran ya rumbos familiares, que llegaba a dominar casi del todo. El libro de Juan Rulfo fue un desafío desde el principio, y ahora la satisfacía pasar sus páginas y comprender:
Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre…
Había descubierto fascinada, estremecida de placer y de miedo, que todos los libros del mundo hablaban de ella.

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