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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (52 page)

BOOK: La Reina del Sur
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—¿Opinión pública?… ¿De qué chingados me habla?

El diplomático tardó en responder. Teresa podía oír respirar a Rangel; el hombre de la DEA se removía en el asiento, inquieto, entrelazando los dedos.

—Se le ofrece la posibilidad de regresar a México, si lo desea —prosiguió Tapia—, o de establecerse discretamente donde guste… Incluso las autoridades españolas han sido sondeadas al respecto: existe el compromiso por parte del ministerio de justicia de paralizar todos los procedimientos e investigaciones en curso… Que según mis noticias, se encuentran en una fase muy avanzada y pueden poner, a medio plazo, la cosas bastante difíciles para la, ejem, Reina del Sur… Como dicen en España, borrón y cuenta nueva.

—No sabía que los gringos tuviesen la mano tan larga.

—Según para qué.

Entonces Teresa se echó a reír. Me están pidiendo, dijo todavía incrédula, que les cuente todo lo que suponen que sé sobre Epifanio Vargas. Que haga de madrina, a mis años. Y sinaloense.

—No sólo que nos lo cuente —intervino Rangel—. Sino que lo cuente allí.

—¿Dónde es allí?

—Ante la comisión de justicia de la Procuraduría General de la República.

—¿Pretenden que vaya a declarar a México?

—Como testigo protegido. Inmunidad absoluta. Tendría lugar en el Distrito Federal, bajo todo tipo de garantías personales y jurídicas. Con el agradecimiento de la nación, y del Gobierno de los Estados Unidos.

Teresa se puso en pie de pronto. Puro reflejo y sin pensarlo siquiera. Esta vez se levantaron los dos al mismo tiempo: desconcertado Rangel, incómodo Tapia. Ya te lo decía yo, expresaba el gesto de éste al cambiar la última mirada con el de la DEA. Teresa fue hasta la puerta y la abrió de golpe. Pote Gálvez estaba afuera, en el pasillo, los brazos ligeramente separados, falsamente apacible en su gordura. Si hace falta, le dijo ella con los ojos, échalos a patadas.

—Ustedes —casi lo escupió— se han vuelto locos.

Y allí estaba ahora, sentada en la antigua mesa del bar gibraltareño, reflexionando sobre todo eso. Con una vida minúscula que le apuntaba en las entrañas sin que supiera todavía qué iba a hacer con ella. Con el eco de la conversación reciente en la cabeza. Dándole vueltas a las sensaciones. A las palabras últimas y a los recuerdos viejos. Al dolor y a la gratitud. A la imagen del Güero Dávila —inmóvil y callado como ella lo estaba ahora, en aquella cantina de Culiacán— y al recuerdo del otro hombre sentado junto a ella en plena noche, en la capilla del santo Malverde. A tu Güero le gustaban los albures, Teresita. ¿La neta que no leíste nada? Entonces vete, y procura enterrarte tan hondo que no te encuentren. Don Epifanio Vargas. Su padrino. El hombre que pudo matarla, y tuvo compasión y no lo hizo. Que después se arrepintió, y ya no pudo.

16. Carga ladeada

Teo Aljarafe regresó dos días más tarde con un informe satisfactorio. Pagos recibidos puntualmente en Gran Caimán, gestiones para conseguir un pequeño banco propio y una naviera en Belice, buena rentabilidad de los fondos blanqueados y dispuestos, limpios de polvo y paja, en tres bancos de Zúrich y en dos de Liechtenstein. Teresa escuchó con atención su informe, revisó los documentos, firmó algunos papeles tras leerlos minuciosamente, y después se fueron a comer a casa Santiago, frente al paseo marítimo de Marbella, con Pote Gálvez sentado fuera, en una de las mesas de la terraza. Habas con jamón y chicharra asada, mejor y más jugosa que la langosta. Un Señorío de Lazán, reserva del 96. Teo estaba locuaz, simpático. Guapo. La chaqueta en el respaldo de la silla y las mangas de la camisa blanca con dos vueltas sobre los antebrazos bronceados, las muñecas firmes y ligeramente velludas, Patek Philippe, uñas pulidas, la alianza reluciendo en la mano izquierda. A veces volvía su perfil impecable de águila española, la copa o el tenedor a medio camino, para mirar hacia la calle, atento a quien entraba en el local. Un par de veces se levantó para saludar. Tomás Pestaña, que cenaba al fondo con un grupo de inversores alemanes, los había ignorado en apariencia cuando entraron. Pero al rato vino el camarero con una botella de buen vino. De parte del señor alcalde, dijo. Con sus saludos.

Teresa miraba al hombre que tenía ante ella, y meditaba. No iba a contarle ese día, ni mañana ni al otro, y tal vez no lo hiciera nunca, lo que llevaba en el vientre. Y sobre eso, además, algo resultaba bien curioso: al principio creyó que pronto empezaría a tener sensaciones, conciencia física de la vida que empezaba a desarrollarse en su interior. Pero no sentía nada. Sólo la certeza y las reflexiones a que ésta la llevaba. Quizá el pecho le había aumentado un poco, y también desaparecieron los dolores de cabeza; pero sólo se sentía encinta cuando meditaba sobre ello, leía otra vez el parte médico, o comprobaba las dos faltas marcadas en el calendario. Sin embargo —pensaba en ese instante, oyendo la conversación banal de Teo Aljarafe—, aquí estoy. Preñada como una vulgar maruja, que dicen en España. Con algo, o alguien, de camino, y todavía sin decidir qué voy a hacer con mi perrona vida, con la de esa criatura que aún no es nada pero será si lo consiento —miró atenta a Teo, como al acecho de una señal decisiva—. O con la vida de él.

—¿Hay algo en marcha? —preguntó Teo en voz baja, el aire distraído, entre dos sorbos al vino del alcalde.

—Nada de momento. Rutina.

A los postres él propuso ir a la casa de la calle Ancha o a cualquier buen hotel de la Milla de Oro, y pasar allí el resto de la tarde, y la noche. Una botella, un plato de jamón ibérico, sugirió. Sin prisas. Pero Teresa negó con la cabeza. Estoy cansada, dijo arrastrando la penúltima sílaba. Hoy no me apetece mucho.

—Hace casi un mes que no —comentó Teo.

Sonreía, atractivo. Tranquilo. Le rozó los dedos, tierno, y ella se quedó mirando su propia mano inmóvil sobre el mantel, igual que si no fuera realmente suya. Con aquella mano, pensó, le había disparado en la cara al Gato Fierros.

—¿Cómo están tus hijas?

La miró, sorprendido. Teresa nunca preguntaba por su familia. Era una especie de pacto tácito con ella misma, que siempre cumplía a rajatabla. Están bien, dijo tras un momento. Muy bien. Pues qué bueno, respondió ella. Qué bueno que estén bien. Y su mamá, supongo. Las tres.

Teo dejó la cucharilla del postre en el plato y se inclinó sobre la mesa, observándola con atención. Qué pasa, dijo. Cuéntame qué te ocurre hoy. Ella miró alrededor, la gente en las mesas, el tráfico en la avenida iluminada por el sol que empezaba a descender sobre el mar. No me pasa nada, respondió, bajando más la voz. Pero te he mentido, dijo después. Hay algo en marcha. Algo que no te conté todavía.

—¿Por qué?

—Porque no siempre te lo cuento todo.

La miró, preocupado. Impecable franqueza. Cinco segundos casi exactos, y luego desvió la vista hacia la calle. Cuando volvió a mirarla sonreía un poco. Bien chilo. Volvió a tocarle la mano y esta vez tampoco ella la retiró.

—¿Es importante?

Orale, se dijo Teresa. Así son las pinches cosas, y cada cual ayuda a hacerse su propio destino. Casi siempre la jaladita final viene de ti. Para lo bueno y para lo malo.

—Si —respondió—. Hay un barco en camino. Se llama
Luz Angelita
.

Había oscurecido. Los grillos cantaban en el jardín como si se hubieran vuelto locos. Cuando se encendieron las luces Teresa ordenó apagarlas, y ahora estaba sentada en los escalones del porche, la espalda contra uno de los pilares, mirando las estrellas sobre las espesas copas negras de los sauces. Tenía una botella de tequila con el precinto intacto entre las piernas, y atrás, en la mesa baja situada junto a las tumbonas, sonaba música mejicana en el estéreo. Música sinaloense que Pote Gálvez le había prestado aquella misma tarde, quihubo, patrona, esto es lo último de los Broncos de Reynosa que me consiguieron de allá, dígame nomás qué le parece:

Venía rengueando la yegua,

traía la carga ladeada.

Iba sorteando unos pinos

en la sierra de Chihuahua.

Poquito a poco, el gatillero enriquecía su colección de corridos. Le gustaban los más duros y violentos; más que nada, decía muy serio, para torcer la nostalgia, Que uno es de donde mero es, y ni modo. Su rockola particular incluía a toda la raza norteña, desde Chalino —palabras mayores, doña— hasta Exterminador, los Invasores de Nuevo León, el As de la Sierra, El Moreño, los Broncos, los Huracanes y demás grupos pesados de Sinaloa y de allí arriba; los que habían convertido la nota roja, de los diarios en materia musical, canciones que hablaban de tráficos y de muertos y de agarrarse a plomazos, de cargas de la fina, avionetas Cessna y trocar del año, federales, guachos, traficantes y funerales. Del mismo modo que en otro tiempo lo fueron los corridos de la Revolución, los narcocorridos eran ahora la nueva épica, la leyenda moderna de un México que estaba allí y no tenía intención de cambiar, entre otras razones porque parte de la economía nacional dependía de aquello. Un mundo marginal y duro, armas, corrupción y droga, donde la única ley que no se violaba era la ley de la oferta y la demanda.

Allí murió Juan el Grande,

pero defendió a su gente.

Hizo pasar a la yegua

y también mató al teniente.

Carga ladeada
, se llamaba la canción. Como la mía, pensaba Teresa. En la cubierta del cede, los Broncos de Reynosa se daban la mano y uno de ellos dejaba entrever, bajo la chaqueta, una enorme escuadra al cinto. A veces observaba a Pote Gálvez mientras oía aquellas rolas, atenta a la expresión del gatillero. Seguían tomando juntos una copa de vez en cuando. Qué onda, Pinto, éntrale a un tequila. Y se quedaban allí los dos callados, oyendo música, el otro respetuoso y guardando la distancia, y Teresa lo veía chasquear la lengua y mover la cabeza, órale, sintiendo y recordando a su manera, pisteando mentalmente por el Don Quijote y La Ballena y los antros culichis que le vagaban por la memoria, añorando quizás a su compa el Gato Fierros, que a esas horas no era más que huesos embutidos en cemento, bien lejos de sus rumbos, sin nadie que le llevara flores al panteón y sin nadie que le cantara corridos a su puerca memoria de hijo de la chingada, el Gato, sobre quien Pote Gálvez y Teresa no habían vuelto a cambiar una sola palabra, nunca.

A don Lamberto Quintero

lo seguía una camioneta.

Iban con rumbo al Salado,

nomás a dar una vuelta.

En el estéreo sonaba ahora el corrido de Lamberto Quintero, que con el del Caballo Blanco de José Alfredo era uno de los favoritos de Pote Gálvez. Teresa vio la sombra del gatillero asomarse a la puerta del porche, echar un vistazo y retirarse en seguida. Lo sabía allá dentro, siempre al alcance de su voz, escuchando. Usted ya tendría corridos para saltarse la barda si estuviera en nuestra tierra, patrona, había dicho una vez, como al hilo de otra cosa. No añadió a lo mejor yo también saldría en algunos; pero Teresa sabia que lo pensaba. En realidad, decidió mientras le quitaba el precinto al Herradura Reposado, todos los pinches hombres aspiraban a eso. Como el Güero Dávila. Como el mismo Pote. Como, a su manera, Santiago Fisterra. Figurar en la letra de un corrido real o imaginario, música, vino, mujeres, dinero, vida y muerte, aunque fuese al precio del propio cuero. Y nunca se sabe, pensó de pronto, mirando la puerta por la que había asomado el gatillero. Nunca se sabe, Pinto. A fin de cuentas, el corrido siempre te lo escriben otros.

Un compañero le dice:

nos sigue una camioneta.

Lamberto sonriendo dijo:

Pa' qué están las metralletas.

Bebió directamente de la botella. Un trago largo que bajó por su garganta con la fuerza de un disparo. Aún con la botella en la mano alargó un poco el brazo, en alto, ofreciéndosela con una mueca sarcástica a la mujer que la contemplaba entre las sombras del jardín. Pura cabrona que no te quedaste en Culiacán, y a veces ya no sé si eres tú quien pasó a este lado, o yo la que me fui allá contigo, o si cambiamos papeles en la farsa y a lo mejor eres tú la que está sentada en el porche de esta casa y yo, la que estoy medio escondida mirándote a ti y a lo que llevas en las entrañas. Había hablado de eso una vez más —intuía que la última— con Oleg Yasikov aquella misma tarde, cuando el ruso la visitó para ver si estaba a punto lo del hachís, después que todo estuvo hablado y salieron a pasear hasta asomarse a la playa como solían. Yasikov la miraba de soslayo, estudiándola a la luz de algo nuevo que no era mejor ni peor sino más triste y frío. Y no sé, dijo, si ahora que me has contado ciertas cosas yo te veo diferente, o eres tú, Tesa, la que de alguna forma está cambiando. Sí. Hoy, mientras conversábamos, te miraba. Sorprendido. Nunca me habías dado tantos detalles ni hablado en ese tono. Niet. Parecías un barco soltando amarras. Perdona si no me expreso bien. Sí. Son cosas complicadas de explicar. Hasta de pensar.

Lo voy a tener, dijo ella de pronto. Y lo hizo sin meditarlo antes, a bocajarro, tal como la decisión se fraguaba en ese instante dentro de su cabeza, vinculada a otras decisiones que ya había tomado y a las que estaba a punto de tomar. Yasikov permaneció parado, inexpresivo, un rato mas bien largo; y luego movió la cabeza, no para aprobar nada, que no era asunto suyo, sino para sugerir que ella era dueña de tener lo que quisiera, y también que la creía muy capaz de atenerse a las consecuencias. Dieron unos pasos y el ruso miraba el mar que se agrisaba con el atardecer, y por fin, sin volverse a ella, dijo: nunca te dio miedo nada, Tesa. Niet de niet. Nada. Desde que nos conocemos no te he visto dudar cuando te jugabas la libertad y la vida. Nunca jamás. Por eso te respeta la gente. Sí. Por eso te admiro yo.

—Y por eso —concluyó— estás donde estás. Sí. Ahora.

Fue entonces cuando ella se rió fuerte, de un modo extraño que hizo volver la cabeza a Yasikov. Ruso de tu pinche madre, dijo. No tienes la menor idea. Yo soy la otra morra que tú no conoces. La que me mira, o ésa a la que miro; ya no estoy segura ni de mí. La única certeza es que soy cobarde, sin nada de lo que hay que tener. Fíjate: tanto miedo tengo, tan débil me siento, tan indecisa, que gasto mis energías y mi voluntad, las quemo todas hasta el último gramo, en ocultarlo. No puedes imaginar el esfuerzo. Porque yo nunca elegí, y la letra me la escribieron todo el tiempo otros. Tú. Pati. Ellos. Figúrate lo pendeja. No me gusta la vida en general, ni la mía en particular. Ni siquiera me gusta la vida parásita, minúscula, que ahora llevo dentro. Estoy enferma de algo que hace tiempo renuncié a comprender, y ni siquiera soy honrada, porque me lo callo. Son doce años los que llevo así. Todo el tiempo disimulo y callo.

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