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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (47 page)

BOOK: La Reina del Sur
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Parecía menos atractivo así, humillado. O asustado. Y Teresa no respondió. Él era lo de menos. Estaba concentrada en sí misma. Se hurgaba adentro, buscando el rostro de la mujer que había hablado en su lugar.

Por suerte, le confirmaron los policías a Teo, no era Pati quien iba al volante cuando el coche derrapó en la curva, y eso descartaba el cargo de homicidio involuntario. La cocaína y lo demás podrían arreglarse mediante algún dinero, mucho tacto, unas diligencias oportunas y un juez adecuado, siempre y cuando la prensa no interviniera mucho. Detalle vital. Porque estas cosas, dijo el abogado —de vez en cuando miraba a Teresa de soslayo, el aire pensativo—, empiezan con una noticia perdida entre los sucesos y terminan en titulares de primera página. Así que ojo. Más tarde, resueltos los trámites, Teo se quedó haciendo llamadas telefónicas y ocupándose de los policías —afortunadamente eran municipales del alcalde Pestaña y no guardias civiles de Tráfico— mientras Pote Gálvez llevaba la Cherokee hasta la puerta. Sacaron a Pati con mucha discreción, antes de que alguien se fuera de la lengua y un periodista olfateara lo que no debía. Y en el coche, apoyada en Teresa, abierta la ventanilla para que el fresco de la noche la despejara, Pati se espabiló un poco. Lo siento, repetía en voz baja, los faros de los coches en sentido contrario alumbrándole la cara a intervalos. Lo siento por ella, dijo con voz apagada, pastosa, pegándosele las palabras. Lo siento por esa niña. Y también lo siento por ti, Mejicana, añadió tras un silencio. Pues me vale madres lo que sientas, respondió Teresa, malhumorada, mirando las luces del tráfico por encima del hombro de Pote Gálvez. Siéntelo por tu pinche vida.

Pati cambió de postura, apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla, y no dijo nada. Teresa se removió, incómoda. Chale. Por segunda vez en una hora había dicho cosas que no pretendía decir. Además, no era cierto que estuviese irritada de veras. No tanto con Pati como con ella misma; en el fondo era, o creía ser, responsable de todo. De casi todo. Así que al cabo le tomó a su amiga una mano tan fría como el cuerpo que dejaban atrás, bajo la sábana manchada de sangre. Qué tal estás, preguntó en voz baja. Estoy, dijo la otra sin apartarse de la ventanilla. Sólo se apoyó de nuevo en Teresa al bajar de la ranchera. Apenas la acostaron, sin desvestir, cayó en un medio sueño inquieto, lleno de estremecimientos y gemidos. Teresa permaneció con ella un rato largo, sentada en un sillón junto a la cama: el tiempo de tres cigarrillos y un vaso grande de tequila. Pensando. Estaba casi a oscuras, las cortinas de la ventana descorridas ante un cielo estrellado y lucecitas lejanas que se movían en el mar, más allá de la penumbra del jardín y de la playa. Al fin se puso en pie, dispuesta a ir a su dormitorio; pero en la puerta lo meditó mejor y regresó. Fue a tenderse junto a su amiga en el borde de la cama, muy quieta, procurando no despertarla, y estuvo así muchísimo tiempo. Oía su respiración atormentada. Y seguía pensando.

—¿Estás despierta, Mejicana?

—Sí.

Tras el susurro, Pati se había acercado un poco. Se rozaban.

—Lo siento.

—No te preocupes. Duérmete.

Otro silencio. Hacía una eternidad que no estaban así las dos, recordó. Casi desde El Puerto de Santa María. O sin casi. Permaneció inmóvil, los ojos abiertos, escuchando la respiración irregular de su amiga. Ahora tampoco la otra dormía.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Pati, al cabo de un rato.

—Sólo de los míos.

—Me valen los tuyos.

Teresa se levantó, fue hasta el bolso que estaba sobre la cómoda y sacó dos Bisonte con hachís. Al encenderlos, la llama del mechero iluminó el rostro de Pati, el hematoma violáceo en la frente. Los labios hinchados y resecos. Los ojos, abolsados de fatiga, miraban a Teresa con fijeza.

—Creí que podríamos conseguirlo, Mejicana.

Teresa volvió a tumbarse boca arriba en el borde de la cama. Agarró el cenicero de la mesilla de noche y se lo puso sobre el estómago. Todo despacio, dándose tiempo.

—Lo hicimos —dijo al fin—. Llegamos muy lejos.

—No me refería a eso.

—Entonces no sé de qué me hablas.

Pati se removió a su lado, cambiando de postura. Se ha vuelto hacia mí, pensó Teresa. Me observa en la oscuridad. O me recuerda.

—Imaginé que podría soportarlo —dijo Pati—. Tú y yo juntas, de esta manera. Creí que funcionaría.

Qué extraño era todo. Meditaba Teresa. La Teniente O'Farrell. Ella misma. Qué extraño y qué lejos, y cuántos cadáveres atrás, en el camino. Gente a la que matamos sin querer mientras vivimos.

—Nadie engañó a nadie —cuando hablaba, entre dos palabras, se acercó el cigarrillo a la boca y vio la brasa brillar entre sus dedos—… Estoy donde siempre estuve —expulsó el humo tras retenerlo dentro—. Nunca quise…

—¿De verdad crees eso?… ¿Que no has cambiado?

Teresa movía la cabeza, irritada.

—Respecto a Teo… —empezó a decir.

—Por Dios bendito —la risa de Pati era despectiva. Teresa la sentía agitarse a su lado como si esa risa la estremeciera—. Al diablo con Teo.

Hubo otro silencio, esta vez muy largo. Después Pati volvió a hablar en voz baja.

—Se folla a otras… ¿Lo sabías?

Encogió Teresa los hombros por dentro y por fuera, consciente de que su amiga no podía advertir ni una cosa ni otra. No lo sabía, concluyó para sus adentros. Quizá sospechaba, pero ésa no era la cuestión, jamás lo fue.

—Nunca esperé nada —proseguía Pati, el tono absorto—… Sólo tú y yo. Como antes.

Teresa deseó ser cruel. Por lo de Teo.

—Los tiempos felices de El Puerto de Santa María, ¿verdad? —dijo con mala fe—… Tú y tu sueño. El tesoro del abate Faria.

Nunca antes habían ironizado sobre eso. Nunca de aquel modo. Pati se quedó callada.

—Tú estabas en ese sueño, Mejicana —dijo al fin. Sonaba a justificación y a reproche. Pero a esta carta no le entro, se dijo Teresa. No es mi juego, ni lo fue. Así que al carajo.

—Me vale madres —dijo—. No pedí estar. Fue decisión tuya, no mía.

—Es cierto. Y a veces la vida se desquita concediendo lo que deseas.

Tampoco es mi caso, pensó Teresa. Yo no deseaba nada. Y ésa es la mayor paradoja de mi pinche vida. Apagó el cigarrillo y, vuelta hacia la mesilla de noche, dejó allí el cenicero.

—Nunca pude elegir —dijo en voz alta—. Nunca. Vino y le hice frente. Punto.

—¿Y qué pasa conmigo?

Aquélla era la pregunta. En realidad, reflexionaba Teresa, todo se reducía a eso.

—No lo sé… En algún momento te quedaste atrás, a la deriva.

—Y tú en algún momento te convertiste en una hija de puta.

Hubo una pausa muy larga. Estaban inmóviles. Si oyera el ruido de una reja, pensó Teresa, o los pasos de una boqui en el corredor, creería estar en El Puerto. Viejo ritual nocturno de amistad. Edmundo Dantés y el abate Faria haciendo planes de libertad y de futuro.

—Creí que tenías cuanto necesitabas —dijo—. Cuidé de tus intereses, te di a ganar mucho dinero… Corrí los riesgos e hice el trabajo. ¿No es suficiente?

Pati tardó un rato en responder.

—Yo era tu amiga.

—Eres mi amiga —matizó Teresa.

—Era. No te detuviste a mirar atrás. Y hay cosas que nunca…

—Híjole. Aquí está la esposa redolorida porque el marido trabaja mucho y no piensa en ella todo lo que debe… ¿Vas por ahí?

—Nunca pretendí…

Teresa sentía crecerle el enojo. Porque sólo podía ser eso, se dijo. La otra no tenía razón, y ella se irritaba. La pinche Teniente, o lo que ahora fuese, iba a terminar colgándole hasta la difunta de aquella noche. También en eso le tocaba firmar cheques. Pagar las cuentas.

—Maldita seas, Pati. No vengas chingando con telenovelas baratas.

—Claro. Olvidaba que estoy junto a la Reina del Sur.

Había reído bajo y entrecortado al decirlo. Eso hizo que sonara más mordaz, y no mejoró las cosas. Teresa se incorporó sobre un codo. Una cólera sorda empezaba a batirle en las sienes. Dolor de cabeza.

—¿Qué es lo que te debo?… Dímelo de una vez, cara a cara. Dímelo y te pagaré.

La otra era una sombra inmóvil, contorneada por la claridad de la luna que asomaba en un ángulo de la ventana.

—No se trata de eso.

—¿No? —Teresa se acercó más. Podía sentir su respiración—… Yo sé de qué se trata. Por eso me miras raro, porque crees que entregaste demasiado a cambio de poco. El abate Faria confesó su secreto a la persona equivocada… ¿Verdad?

Brillaban los ojos de Pati en la oscuridad. Un resplandor suave, gemelo, reflejo de la claridad de afuera.

—Nunca te reproché nada —dijo en voz muy baja.

La luna en sus ojos los volvía vulnerables. O tal vez no es la luna, pensó Teresa. Quizá las dos nos engañamos desde el principio. La Teniente O'Farrell y su leyenda. De pronto sintió el impulso de reír mientras pensaba qué joven fui, y qué estúpida. Luego vino una oleada de ternura que la sacudió hasta las puntas de los dedos y entreabrió su boca de pura sorpresa. El acceso de rencor llegó después como un auxilio, una solución, un consuelo proporcionado por la otra Teresa que siempre estaba al acecho en los espejos y en las sombras. Acogió eso con alivio. Necesitaba algo que borrase aquellos tres segundos extraños; sofocarlos bajo una crueldad definitiva como un hachazo. Experimentó el impulso absurdo de girarse hacia Pati con violencia, ponerse a horcajadas sobre ella, zarandearla casi a golpes, arrancarse la ropa y arrancársela diciendo pues te lo vas a cobrar todo ahorita, de una vez, y al fin estaremos en paz. Pero sabía que no era eso. Que nada se pagaba así, y que estaban ya demasiado lejos una de otra, siguiendo caminos que no volverían a cruzarse jamás. Y, en aquella doble claridad que tenía delante, leyó que Pati lo comprendía tanto como ella.

—Tampoco yo sé adónde voy.

Dijo. Después se acercó más a la que había sido su amiga, y la abrazó en silencio. Sentía algo deshecho e irreparable adentro. Un desconsuelo infinito. Como si la chica de la foto rota, la de los ojos grandes y asombrados, hubiera regresado a llorarle en las entrañas.

—Pues cuídate de no saberlo, Mejicana… Porque puedes llegar.

Permanecieron abrazadas, inmóviles, el resto de la noche.

Patricia O'Farrell se quitó la vida tres días más tarde, en su casa de Marbella. La encontró una criada en el cuarto de baño, desnuda, sumergida hasta la barbilla en el agua fría. Sobre la repisa y en el suelo hallaron varios envases de somníferos y una botella de whisky. Había quemado todos sus papeles, fotografías y documentos personales en la chimenea, pero no dejó ninguna nota de despedida. Ni para Teresa ni para nadie. Salió de todo como quien sale discretamente de una habitación, entornando la puerta con cuidado para no hacer ruido.

Teresa no fue al entierro. Ni siquiera vio el cadáver. La misma tarde en que Teo Aljarafe le dio la noticia por teléfono, ella subió a bordo del Sinaloa con la única compañía de la tripulación y de Pote Gálvez, y pasó dos días en alta mar, sentada en una tumbona de la cubierta de popa, mirando la estela de la embarcación sin despegar los labios. En todo ese tiempo ni siquiera leyó. Contemplaba el mar, fumaba. A ratos bebía tequila. De vez en cuando sonaban sobre la cubierta los pasos del gatillero, que rondaba a distancia: sólo se acercaba a ella a la hora de la comida o de la cena, sin decir nada, apoyado en la borda y esperando hasta que su jefa negaba con la cabeza y él desaparecía de nuevo; o para traerle un chaquetón cuando las nubes tapaban el sol, o éste se ponía en el horizonte y el frío arreciaba. Los tripulantes se mantuvieron aún más lejos. Sin duda el sinaloense había dado instrucciones, y procuraban evitarla. El patrón sólo habló con Teresa dos veces: la primera cuando ella ordenó al subir a bordo navegue hasta que le diga basta, me vale madres adónde, y la segunda cuando, a los dos días, se le volvió en el puente y dijo regresamos. Durante esas cuarenta y ocho horas, Teresa no pensó cinco minutos seguidos en Pati O'Farrell ni en ninguna otra cosa. Cada vez que la imagen de su amiga le cruzaba por la cabeza, una ondulación del mar, una gaviota que planeaba a lo lejos, el reflejo de la luz en la marejada, el ronroneo del motor bajo cubierta, el viento que le sacudía el cabello contra la cara, ocupaban todo el espacio útil de su mente. La gran ventaja del mar era que podías pasar horas mirándolo, sin pensar. Sin recordar, incluso, o haciendo que los recuerdos quedasen en la estela tan fácilmente como llegaban, cruzándose contigo sin consecuencias, igual que luces de barcos en la noche. Teresa lo había aprendido junto a Santiago Fisterra: aquello sólo pasaba en el mar, porque éste era cruel y egoísta como los seres humanos, y además desconocía, en su terrible simpleza, el sentido de palabras complejas como piedad, heridas o remordimientos. Quizá por eso resultaba casi analgésico. Podías reconocerte en él, o justificarte, mientras el viento, la luz, el balanceo, el rumor del agua en el casco de la embarcación, obraban el milagro de distanciar, calmándolos hasta que ya no dolían, cualquier piedad, cualquier herida y cualquier remordimiento.

Al fin cambió el tiempo, el barómetro bajó cinco milibares en tres horas, y empezó a soplar un levante fuerte. El patrón miraba a Teresa, que seguía sentada a popa, y luego a Pote Gálvez. Así que éste fue y dijo se nos tuerce el tiempo, mi doña. A lo mejor quiere dar alguna orden. Teresa lo miró sin responder nada, y el gatillero volvió junto al patrón encogiéndose de hombros. Aquella noche, con viento del este de fuerza seis a siete, el Sinaloa navegó balanceándose a media máquina, amurado a la mar y al viento, con la espuma saltando en la oscuridad sobre la proa y el puente de mando. Teresa estaba en la cabina, desconectado el piloto automático, y manejaba el timón iluminada por la luz rojiza de la bitácora, una mano en la caña y otra en las palancas de motores, mientras el patrón, el marinero de guardia y Pote Gálvez, que iba hasta las trancas de Biodramina, la observaban desde la camareta de atrás, agarrados a los asientos y a la mesa, derramando el café de las tazas cada vez que el
Sinaloa
daba un bandazo. Por tres veces Teresa salió a la regala de sotavento, azotada por las ráfagas, para vomitar por la borda; y volvió al timón sin decir palabra, el pelo revuelto y mojado, cercos de insomnio en los ojos, a encender otro cigarrillo. Nunca se había mareado antes. El tiempo se calmó al amanecer, con menos viento y una luz grisácea que planchaba un mar pesado como el plomo. Entonces ella ordenó regresar a puerto.

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