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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (45 page)

BOOK: La Reina del Sur
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Se detuvo sobre los guijarros de la playa y miró a lo lejos. Vestía un chándal gris y calzaba zapatillas de deporte, y el viento le revolvía el pelo sobre la cara. Al otro lado de la desembocadura del Guadalmina había una lengua de arena donde rompía el mar; y al fondo, en la calima azulada del horizonte, blanqueaban Puerto Banús y Marbella. Los campos de golf estaban a la izquierda, acercando sus praderas hasta casi la orilla, en torno al edificio ocre del hotel y los cobertizos playeros cerrados por el invierno. A Teresa le gustaba Guadalmina Baja en esa época del año, las playas desiertas y unos pocos apacibles golfistas moviéndose en la distancia. Las casas de lujo silenciosas y cerradas tras sus altos muros cubiertos de buganvillas. Una de ellas, la más cercana a la punta de tierra que se adentraba en el mar, le pertenecía.
Las Siete Gotas
era el nombre escrito sobre un hermoso azulejo junto a la puerta principal, en una ironía culichi que allí sólo ella y Pote Gálvez podían descifrar. Desde la playa no se alcanzaba a ver más que el alto muro exterior, los árboles y los arbustos que asomaban por encima disimulando las videocámaras de seguridad, y también el tejado y las cuatro chimeneas: seiscientos metros edificados en una parcela de cinco mil, la forma de una antigua hacienda con aire mejicano, blanca y con remates ocres, una terraza en el piso de arriba, un porche grande abierto al jardín, a la fuente de azulejos y a la piscina.

Se divisaba un barco en la distancia —un pesquero faenando cerca de tierra—, y Teresa estuvo un rato observándolo con interés. Seguía vinculada al mar; y cada mañana, al levantarse, lo primero que hacía era echar una ojeada a la inmensidad azul, gris, violeta según la luz y los días. Aún calculaba por instinto marejadas, mar de fondo, vientos favorables o desfavorables, incluso cuando no tenía a nadie trabajando aguas adentro. Aquella costa, grabada en su memoria con la precisión de una carta náutica, seguía siendo un mundo familiar al que debía desgracias y fortuna, y también imágenes que evitaba evocar en exceso, por miedo a que se alteraran en su memoria. La casita en la playa de Palmones. Las noches en el Estrecho, volando a puros pantocazos. La adrenalina de la persecución y de la victoria. El cuerpo duro y tierno de Santiago Fisterra. Al menos lo tuve, pensaba. Lo perdí, pero antes lo tuve. Era un lujo íntimo y calculadísimo recordar a solas con un carrujo de hachís y un tequila, las noches en que el rumor de la resaca en la playa llegaba a través del jardín, ausente la luna, recordando y recordándose. A veces oía pasar al helicóptero de Vigilancia Aduanera sobre la playa, sin luces, y pensaba que a lo mejor iba a los mandos el hombre al que había visto apoyado en la puerta de la habitación del hospital; el que los perseguía volando tras el aguaje de la vieja Phantom, y que al fin se tiró al mar para salvar su vida junto a la piedra de León. Una vez, molestos por las persecuciones de los aduaneros, dos hombres de Teresa, un marroquí y un gibraltareño que trabajaban con las gomas, propusieron darle un escarmiento al piloto del pájaro. A ese hijoputa. Una trampa en tierra para alegrarle el pellejo. Cuando llegó la sugerencia, Teresa convocó al doctor Ramos y le ordenó que transmitiera, sin cambiar una coma, el mensaje a todo cristo. Ese güey hace su trabajo como nosotros el nuestro, dijo. Son las reglas, y si un día se va a la chingada en una persecución o se lo friegan bien fregado en una playa, será cosa suya. A veces se gana y a veces se pierde. Pero a quien le toque un pelo de la ropa estando fuera de servicio, haré que le arranquen la piel a tiras. ¿Lo tienen claro? Y lo tuvieron.

En cuanto al mar, Teresa mantenía el vínculo personal. Y no sólo desde la orilla. El
Sinaloa
, un Fratelli Benetti de treinta y ocho metros de eslora y siete de manga, abanderado en jersey, estaba amarrado en la zona exclusiva de Puerto Banús, blanco e impresionante con sus tres cubiertas y su aspecto de yate clásico, los interiores amueblados con madera de teca e iroko, baños de mármol, cuatro cabinas para invitados y un salón de treinta metros cuadrados presidido por una impresionante marina al óleo de Montague Dawson —
Combate entre los navíos
Spartiate y Antilla
en Trafalgar
— que Teo Aljarafe había adquirido para ella en una subasta de Claymore. Pese a que Transer Naga movía recursos navales de todo tipo, Teresa nunca utilizó el
Sinaloa
para actividades ilícitas. Era territorio neutral, un mundo propio, de acceso restringido, que no deseaba relacionar con el resto de su vida. Un capitán, dos marineros y un mecánico mantenían el yate listo para hacerse a la mar en cualquier momento, y ella embarcaba con frecuencia, a veces para cortas salidas de un par de días, y otras en cruceros de dos o tres semanas. Libros, música, un televisor con vídeo. Nunca llevaba invitados, a excepción de Pati O'Farrell, que la acompañó en alguna ocasión. El único que la escoltaba siempre, sufriendo estoicamente el mareo, era Pote Gálvez. A Teresa le gustaban las singladuras largas en soledad, días sin que sonara el teléfono y sin necesidad de abrir la boca. Sentarse de noche en la cabina de mando junto al capitán —un marino mercante poco hablador, contratado por el doctor Ramos, que Teresa aprobó precisamente por su economía de palabras—, desconectar el piloto automático y gobernar ella misma con mal tiempo, o pasar los días soleados y tranquilos en una tumbona de la cubierta de popa, con un libro en las manos o mirando el mar. También le gustaba ocuparse personalmente del mantenimiento de los dos motores turbodiesel MTU de 1.800 caballos que permitían al
Sinaloa
navegar a treinta nudos, dejando una estela recta, ancha y poderosa. Solía bajar a la sala de máquinas, el cabello recogido en dos trenzas y un pañuelo en torno a la frente, y pasaba allí horas, lo mismo en puerto que en alta mar. Conocía cada pieza de los motores. Y una vez que sufrieron una avería con fuerte viento de levante a barlovento de Alborán, trabajó durante cuatro horas allá abajo, sucia de grasa y aceite, golpeándose contra las tuberías y los mamparos mientras el capitán intentaba evitar que el yate se atravesara a la mar o derivase demasiado a sotavento, hasta que entre ella y el mecánico solucionaron el problema. A bordo del
Sinaloa
hizo algún viaje largo, el Egeo y Turquía, el sur de Francia, las islas Eólicas por las bocas de Bonifacio; y a menudo ordenaba arrumbar a las Baleares. Le gustaban las calas tranquilas del norte de Ibiza y de Mallorca, casi desiertas en invierno, y fondear ante la lengua de arena que se extendía entre Formentera y los freus. Allí, frente a la playa de los Trocados, Pote Gálvez había tenido un tropiezo reciente con paparazzis. Dos fotógrafos habituales de Marbella identificaron el yate y se acercaron en un patín acuático para sorprender a Teresa, hasta que el sinaloense fue a darles caza con la neumática de a bordo. Resultado: un par de costillas rotas, otra indemnización millonaria. Aun así, la foto llegó a publicarse en primera página del
Lecturas
. La Reina del Sur descansa en Formentera.

Regresó despacio. Cada mañana, incluso los raros días de viento y lluvia, paseaba por la playa hasta Linda Vista, sola. Sobre la pequeña altura junto al río distinguió la figura solitaria de Pote Gálvez, que vigilaba de lejos. Tenía prohibido escoltarla en aquellos paseos, y el sinaloense se quedaba atrás, mirándola ir y venir, centinela inmóvil en la distancia. Leal como un perro de presa que aguardase, inquieto, el regreso de su dueña. Teresa sonrió para sus adentros. Entre el Pinto y ella, el tiempo había establecido una complicidad callada, hecha de pasado y de presente. El duro acento sinaloense del gatillero, su manera de vestir, de comportarse, de mover sus engañosos noventa y tantos kilos de peso, las eternas botas de piel de iguana y el rostro aindiado con el bigotazo negro —pese al tiempo en España, Pote Gálvez parecía recién llegado de una cantina culichi—, significaban para Teresa más de lo que estaba dispuesta a reconocer. El ex pistolero del
Batman
Güemes era, en realidad, su último vínculo con aquella tierra. Nostalgias comunes, que no era preciso argumentar. Recuerdos buenos y malos. Lazos pintorescos que afloraban en una frase, un gesto, una mirada. Teresa le prestaba al guarura casetes y cedés con música mejicana: José Alfredo, Chavela, Vicente, los Tucanes, los Tigres, hasta una cinta preciosa que tenía de Lupita D'Alessio —seré tu amante o lo que tenga que ser / seré lo que me pidas tú—; de modo que, al pasar bajo la ventana del cuarto que Pote Gálvez ocupaba en un extremo de la casa, oía esas canciones una y otra vez. Y en ocasiones, cuando ella estaba en el salón, leyendo u oyendo música, el sinaloense se paraba un momento, respetuoso, alejado, tendiendo la oreja desde el pasillo o la puerta con la mirada impasible, muy fija, que en él hacía las veces de sonrisa. Nunca hablaban de Culiacán, ni de los acontecimientos que hicieron cruzarse sus caminos. Tampoco del difunto Gato Fierros, integrado hacía mucho tiempo en los cimientos de un chalet en Nueva Andalucía. Tan sólo una vez cambiaron algunas palabras sobre todo aquello, la Nochebuena en que Teresa dio la jornada libre a la gente del servicio —una doncella, una cocinera, un jardinero, dos guardaespaldas marroquíes de confianza que se relevaban en la puerta y el jardín— y ella misma se metió en la cocina y preparó chilorio, jaiba rellena gratinada y tortillas de maíz, y luego le dijo al gatillero te invito a cenar narco, Pinto, que una noche es una noche, órale que se enfría. Y se sentaron en el comedor con candelabros de plata y velas encendidas, uno en cada punta de la mesa, con tequila y cerveza y vino tinto, bien callados los dos, oyendo la música de Teresa y también la otra, puro Culiacán y bien pesada, que a Pote Gálvez le mandaban a veces de allá: Pedro e Inés y su pinche camioneta gris, El Borrego, El Centenario en la Ram, el corrido de Gerardo, La avioneta Cessna, Veinte mujeres de negro. Saben que soy sinaloense —ahí rolearon juntos oyéndolo, bajito—, pa' qué se meten conmigo. Y cuando para rematar José Alfredo cantaba el corrido del Caballo Blanco —la favorita del guarura, que inclinaba un poquito la cabeza y asentía al escuchar—, ella dijo estamos requetelejos, Pinto; y el otro respondió ésa es la neta, patrona, pero más vale demasiado lejos que demasiado cerca. Luego observó su plato, pensativo, y al fin alzó la vista.

—¿Nunca pensó en volver, mi doña?

Teresa lo miró tan fijamente que el gatillero se removió en la silla, incómodo, y desvió los ojos. Abría la boca, tal vez para emitir una disculpa, cuando ella sonrió un poco, distante, acercándose la copa de vino.

—Sabes que no podemos volver —dijo.

Pote Gálvez se rascaba la sien.

—Pos fíjese nomas que yo no, claro. Pero usted tiene medios. Tiene conectes y tiene lana… Seguro que si quisiera lo arreglaba machín.

—¿Y tú qué harías si yo me volviera?

El gatillero miró de nuevo su plato, fruncido el ceño, como si nunca antes se hubiera planteado aquella posibilidad. Pos no sé, patrona, dijo al rato. Sinaloa está lejos de la chingada, y lo de volver yo lo encuentro más lejos todavía. Pero le insisto en que usted…

—Olvídalo —Teresa movía la cabeza entre el humo de un cigarrillo—. No quiero pasar el resto de mi vida atrincherada en la colonia Chapultepec, mirando por encima del hombro.

—No, pues. Pero qué lástima, oiga. Aquélla no es una mala tierra.

—Órale.

—Es el Gobierno, patrona. Si no hubiera Gobierno, ni políticos, ni gringos arriba del Bravo, allí se viviría a toda madre… No haría falta ni la pinche mota ni nada de eso, ¿verdad?… Con purititos tomates nos arreglábamos.

También estaban los libros. Teresa seguía leyendo, mucho y cada vez más. A medida que transcurría el tiempo, se afirmaba en la certeza de que el mundo y la vida eran más fáciles de entender a través de un libro. Ahora tenía muchos, en estanterías de roble donde se alineaban ordenados por tamaños y por colecciones, llenando las paredes de la biblioteca orientada al sur y al jardín, con sillones de cuero muy cómodos y buena iluminación, donde se sentaba a leer de noche o en los días de mucho frío. Con sol salía al jardín y ocupaba una de las tumbonas junto a la palapa de la piscina —había allí una parrilla donde Pote Gálvez asaba los domingos carne muy hecha— y permanecía horas enganchada a las páginas que pasaba con avidez. Siempre leía dos o tres libros a la vez: alguno de historia —era fascinante la de México cuando llegaron los españoles, Cortés y toda aquella bronca—, una novela sentimental o de misterio, y otra de las complicadas, de esas que llevaba mucho tiempo acabárselas y a veces no conseguía comprender del todo, pero siempre quedaba, al terminar, la sensación de que algo diferente se te anudaba dentro. Leía así, de cualquier manera, mezclándolo todo. La aburrió un poquito una muy famosa que todo el mundo recomendaba:
Cien años de soledad
—le gustaba más
Pedro Páramo
—, y disfrutó lo mismo con las policíacas de Agatha Christie y Sherlock Holmes que con otras bien duras de hincarles el diente, como por ejemplo
Crímen y castigo
,
El rojo y el negro
o
Los Buddenbrook
, que era la historia de una joven fresita y su familia en Alemania hacía lo menos un siglo, o así. También había leído un libro antiguo sobre la guerra de Troya y los viajes del guerrero Eneas, donde encontró una frase que la impresionó mucho:
La única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna
.

Libros. Cada vez que se movía junto a los estantes repletos y tocaba el lomo encuadernado de
El conde de Montecristo
, Teresa pensaba en Pati O'Farrell. Precisamente habían conversado por teléfono la tarde anterior. Hablaban casi cada día, aunque a veces pasaban varios sin verse. Cómo lo llevas, Teniente, qué tal, Mejicana. Por aquel tiempo Pati renunciaba ya a cualquier actividad directamente relacionada con el negocio. Se limitaba a cobrar y a gastárselo: perico, alcohol, morras, viajes, ropa. Se iba a París o a Miami o a Milán y se lo pasaba a toda madre, muy en su línea, sin preocuparse de más. Para qué, decía, sí tú pilotas como Dios. Seguía metiéndose en líos, pequeños conflictos que era fácil resolver con sus amistades, con dinero, con las gestiones de Teo. El problema era que la nariz y la salud se le estaban cayendo a pedazos. Mas de un gramo diario, taquicardias, problemas dentales. Ojeras. Oía ruidos extraños, dormía mal, ponía música y la quitaba a los pocos minutos, entraba en la bañera o la piscina y salía de pronto, presa de un ataque de ansiedad. También era ostentosa, e imprudente. Charlatana. Hablaba demasiado, con cualquiera. Y cuando Teresa se lo echaba en cara, midiendo mucho las palabras, la otra se rebotaba provocadora, mi salud y mi coño y mi vida y mi parte del negocio son míos, decía, y yo no ando fisgando en tus historias con Teo ni en cómo llevas las putas finanzas. El caso estaba perdido hacía tiempo; y Teresa, en un conflicto del que ni los sensatos consejos de Oleg Yasikov —seguía viéndose con el ruso de vez en cuando— bastaban para iluminar la salida. Habrá un mal final para esto, había dicho el hombre de Solntsevo. Sí. Lo único que deseo, Tesa, es que no te salpique demasiado. Cuando llegue. Y que las decisiones no tengas que tomarlas tú.

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