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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (46 page)

BOOK: La Reina del Sur
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—Ha telefoneado el señor Aljarafe, patrona. Dice que ya se hizo la machaca.

—Gracias, Pinto.

Cruzó el jardín seguida de lejos por el guarura. La machaca era el último pago hecho por los italianos, a una cuenta de Gran Caimán vía Liechtenstein y con un quince por ciento blanqueado en un banco de Zúrich. Era una buena noticia más. El puente aéreo seguía funcionando con regularidad, los bombardeos de fardos de droga con balizas GPS desde aviones a baja altura —innovación técnica del doctor Ramos— daban excelente resultado, y una nueva ruta abierta con los colombianos a través de Haití, la República Dominicana y Jamaica, estaba dando una rentabilidad asombrosa. La demanda de cocaína base para laboratorios clandestinos en Europa seguía creciendo, y Transer Naga acababa de conseguir, gracias a Teo, una buena conexión para lavar dólares a través de la lotería de Puerto Rico. Teresa se preguntó hasta cuándo iba a durar aquella suerte. Con Teo, la relación profesional era óptima; y la otra, la privada —nunca se habría extendido a calificarla de sentimental—, discurría por cauces razonables. Ella no lo recibía en su casa de Guadalmina; se encontraban siempre en hoteles, casi todas las veces durante viajes de trabajo, o en una casa antigua que él había hecho rehabilitar en la calle Ancha de Marbella. Ninguno de los dos ponía en juego más que lo necesario. Teo era amable, educado, eficaz en la intimidad. Hicieron juntos algún viaje por España y también a Francia e Italia —a Teresa la aburrió París, la decepcionó Roma y la fascinó Venecia—, pero ambos eran conscientes de que su relación discurría en un terreno acotado. Sin embargo, la presencia del hombre incluía momentos quizá intensos, o especiales, que para Teresa conformaban una especie de álbum mental, como fotos capaces de reconciliarla con ciertas cosas y con algunos aspectos de su propia vida. El placer esmerado y atento que él le proporcionaba. La luz en las piedras del Coliseo mientras atardecía entre los pinos romanos. Un castillo muy antiguo cerca de un río inmenso de orillas verdes llamado Loira, con un pequeño restaurante donde por primera vez ella probó el foie-gras y un vino que se llamaba Château Margaux. Y aquel amanecer en que fue hasta la ventana y vio la laguna de Venecia como una lámina de plata bruñida que enrojecía poco a poco mientras las góndolas, cubiertas de nieve, cabeceaban en el muelle blanco frente al hotel. Híjole. Después Teo la había abrazado por detrás, desnudo como ella, contemplando juntos el paisaje. Para vivir así, susurró él en su oído, más vale no morirse. Y Teresa río. Se reía a menudo con Teo, por su forma divertida de ver la existencia, sus chistes correctos, su humor elegante. Era culto, había viajado y leído —le recomendaba o regalaba libros que casi siempre a ella le gustaban mucho—, sabía tratar a los meseros, a los conserjes de los hoteles caros, a los políticos, a los banqueros. Tenía clase en las maneras, en las manos que movía de un modo muy atractivo, en el perfil moreno y delgado de águila española. Y cogía padrísimo, porque era un tipo esmerado y frío de cabeza. Sin embargo, según los momentos podía ser torpe o inoportuno como el que más. A veces hablaba de su mujer y sus hijas, de problemas conyugales, soledades y cosas así; y ella dejaba en el acto de prestar atención a sus palabras. Resultaba bien extraño el afán de algunos hombres por establecer, aclarar, definir, justificarse, hacer cuentas que nadie pedía. Ninguna mujer necesitaba tantas chingaderas. Por lo demás, Teo era listo. Ninguno llegó nunca a decirle te quiero al otro, ni nada parecido. En Teresa era incapacidad, y en Teo minuciosa prudencia. Sabían a qué atenerse. Como decían en Sinaloa, puercos, pero no trompudos.

14. Y van a sobrar sombreros

Era cierto que la suerte iba y venía. Después de una buena temporada, aquel año empezó mal y empeoró en primavera. La mala fortuna se combinaba con otros problemas. Una Skymaster 337 con doscientos kilos de cocaína fue a estrellarse cerca de Tabernas durante un vuelo nocturno, y Karasek, el piloto polaco, murió en el accidente. Eso puso sobre alerta a las autoridades españolas, que intensificaron la vigilancia aérea. Poco después, ajustes de cuentas internos entre los traficantes marroquíes, el ejército y la Gendarmería Real complicaron las relaciones con la gente del Rif. Varias gomas fueron aprehendidas en circunstancias poco claras a uno y otro lado del Estrecho, y Teresa tuvo que viajar a Marruecos para normalizar la situación. El coronel Abdelkader Chaib había perdido influencia tras la muerte del viejo rey Hassan II, y establecer redes seguras con los nuevos hombres fuertes del hachís llevó cierto tiempo y mucho dinero. En España, la presión judicial, alentada por la prensa y la opinión pública, se hizo más fuerte: algunos legendarios amos da fariña cayeron en Galicia, e incluso el fuerte clan de los Corbeira tuvo problemas. Y al comienzo de la primavera, una operación de Transer Naga terminó en desastre inesperado cuando en alta mar, a medio camino entre las Azores y el cabo San Vicente, el mercante
Aurelio Carmona
fue abordado por Vigilancia Aduanera, llevando en sus bodegas bobinas de lino industrial en envases metálicos, cuyo interior iba forrado de placas de plomo y aluminio para que ni los rayos X ni los rayos láser detectaran las cinco toneladas de cocaína que se ocultaban dentro. No puede ser, fue el comentario de Teresa al conocer la noticia. Primero, que tengan esa información. Segundo, porque llevamos semanas siguiendo los movimientos del pinche
Petrel
—la embarcación de abordaje de Aduanas—, y éste no se ha movido de su base. Para eso tenemos y pagamos un hombre allí dentro. Y entonces el doctor Ramos, fumando con tanta calma como si en vez de perder ocho toneladas hubiese perdido una lata de tabaco para su pipa, respondió por eso no salió el
Petrel
, jefa. Lo dejaron tranquilito en el puerto, para confiarnos, y salieron en secreto con sus equipos de abordaje y sus Zodiac en un remolcador que les prestó Marina Mercante. Esos chicos saben que tenemos un topo infiltrado en Vigilancia Aduanera, y nos devuelven la jugada.

Teresa estaba inquieta con lo del
Aurelio Carmona
. No por la captura de la carga —las pérdidas se alineaban en columnas frente a las ganancias, e iban incluidas en las previsiones del negocio—, sino por la evidencia de que alguien había puesto el dedo y Aduanas manejaba información privilegiada. En ésta nos rompieron bien la madre, decidió. Se le ocurrían tres fuentes para el picazo: los gallegos, los colombianos y su propia gente. Aunque sin enfrentamientos espectaculares, seguía la rivalidad con el clan Corbeira, entre discretas zancadillas y una especie de aquí te espero, no haré nada para tiznarte pero como resbales ahí nos vemos. De ellos, a partir de los proveedores comunes, podía venir el problema. Si se trataba de los colombianos, la cosa tenía poco arreglo; sólo quedaba pasarles el dato y que actuaran en consecuencia, depurando responsabilidades entre sus filas. Quedaba, como tercera posibilidad, que la información saliera de Transer Naga: En previsión de eso, era necesario adoptar nuevas precauciones: limitar el acceso a la información importante y tender celadas con datos marcados para seguir su pista, a ver dónde terminaban. Pero eso llevaba tiempo. Conocer al pájaro por la cagada.

—¿Has pensado en Patricia? —preguntó Teo.

—No friegues, güey. No seas cabrón.

Estaban en La Almoraima, a un paso de Algeciras: un antiguo convento entre espesos alcornocales que se había convertido en pequeño hotel, con restaurante especializado en caza. A veces iban un par de días, ocupando una de las habitaciones sobrias y rústicas abiertas al antiguo claustro. Habían cenado pata de venado y peras al vino tinto, y ahora fumaban y bebían coñac y tequila. La noche era agradable para la época, y por la ventana abierta escuchaban. el canto de los grillos y el rumor de la vieja fuente.

—No digo que esté pasando información a nadie —dijo Teo—. Sólo que se ha vuelto habladora. E imprudente. Y se relaciona con gente a la que no controlamos.

Teresa miró hacia el exterior, la luz de la luna filtrándose entre las hojas de parra, los muros encalados y los vetustos arcos de piedra: otro lugar que le recordaba a México. De ahí a descubrir cosas como la del barco, respondió, hay mucho trecho. Además, ¿a quién se lo iba a contar? Teo la estudió un poco sin decir nada. No hace falta nadie en especial, opinó al cabo. Ya has visto cómo anda últimamente; se pierde en divagaciones y fantasías sin sentido, en paranoias raras y caprichos. Y habla por los codos. Basta una indiscreción aquí, un comentario allá, para que alguien saque conclusiones. Tenemos una mala racha, con los jueces encima y la gente presionando. Incluso Tomás Pestaña guarda las distancias en los últimos tiempos, por si acaso. Ése las ve venir de lejos, como los reumáticos que presienten la lluvia. Todavía podemos manejarlo; pero si hay escándalos y demasiadas presiones y las cosas se tuercen, acabará volviéndonos la espalda.

—Aguantará. Sabemos mucho sobre él.

—No siempre saber es suficiente —Teo hizo un gesto mundano—. En el mejor de los casos, eso puede neutralizarlo; pero no obligarlo a seguir… Tiene sus propios problemas. Demasiados policías y jueces pueden asustarlo. Y no es posible comprar a todos los policías y a todos los jueces —la miró con fijeza—. Ni siquiera nosotros podemos.

—No pretenderás que agarre a Pati y le haga echar el mole hasta que nos cuente lo que dice y lo que no dice.

—No. Me limito a aconsejar que la dejes al margen. Tiene lo que quiere, y maldita la falta que nos hace que siga al corriente de todo.

—Eso no es verdad.

—Pues de casi todo. Entra y sale como Pedro por su casa —Teo se tocó la nariz significativamente—. Está perdiendo el control. Hace tiempo que ocurre. Y tú también lo pierdes… Me refiero al control sobre ella.

Ese tono, se dijo Teresa. No me gusta ese tono. Mi control es cosa mía.

—Sigue siendo mi socia —opuso, irritada—. Tu patrona.

Una mueca divertida animó la boca del abogado, que la miró como preguntándose si hablaba en serio, pero no dijo nada. Es curioso lo vuestro, había comentado una vez. Esa relación extraña en torno a una amistad que dejó de existir. Si tienes deudas, las has pagado de sobra. En cuanto a ella…

—Lo que sigue es enamorada de ti —dijo al fin Teo, tras el silencio, agitando con suavidad el coñac en su enorme copa—. Ése es el problema.

Iba deslizando las palabras en voz baja, casi una por una. No te metas ahí, pensaba Teresa. Tú no. Precisamente tú.

—Es raro oírte decir eso —respondió—. Ella nos presentó. Fue quien te trajo.

Teo frunció los labios. Apartó la vista y volvió a mirarla. Parecía reflexionar, como quien duda entre dos lealtades o más bien sopesa una de ellas. Una lealtad remota, desvaída. Caduca.

—Nos conocemos bien —apuntó al fin—. O nos conocíamos. Por eso sé lo que digo. Desde el principio ella sabía qué iba a pasar entre tú y yo… No sé lo que hubo en El Puerto de Santa María, ni me importa. Nunca te lo pregunté. Pero ella no olvida.

—Y sin embargo —insistió Teresa—, Pati nos acercó a ti y a mí.

Teo retuvo aire como si fuera a suspirar, pero no lo hizo. Miraba su anillo de casado, en la mano izquierda apoyada sobre la mesa.

—A lo mejor te conoce mejor de lo que crees —dijo—. Quizá pensó que necesitabas a alguien en varios sentidos. Y que conmigo no había riesgos.

—¿Qué riesgos?

—Enamorarte. Complicarte la vida —la sonrisa del abogado restaba importancia a sus palabras—… Tal vez me vio como sustituto, no como adversario. Y, según se mire, tenía razón. Nunca me has dejado ir más allá.

—Empieza a no gustarme esta conversación.

Como si acabara de escuchar a Teresa, Pote Gálvez apareció en la puerta. Llevaba un teléfono móvil en la mano y estaba más sombrío que de costumbre. Quihubo, Pinto. El gatillero parecía indeciso, apoyándose primero sobre un pie y luego en otro, sin franquear el umbral. Respetuoso. Lamentaba muchísimo interrumpir, dijo al fin. Pero le latía que era importante. Al parecer, la señora Patricia andaba en problemas.

Era algo más que un problema, comprobó Teresa en la sala de urgencias del hospital de Marbella. La escena resultaba propia de sábado por la noche: ambulancias afuera, camillas, voces, gente en los corredores, trajín de médicos y enfermeras. Encontraron a Pati en el despacho de un jefe de servicio complaciente: chaqueta sobre los hombros, pantalón sucio de tierra, un cigarrillo medio consumido en el cenicero y otro entre los dedos, una contusión en la frente y manchas de sangre en las manos y la blusa. Sangre ajena. También había dos policías uniformados en el pasillo, una joven muerta en una camilla, y un coche, el nuevo Jaguar descapotable de Pati, destrozado contra un árbol en una curva de la carretera de Ronda, con botellas vacías en el suelo y diez gramos de cocaína espolvoreados sobre los asientos.

—Una fiesta —explicó Pati—… Veníamos de una puta fiesta.

Tenía la lengua torpe y la expresión aturdida, como si no alcanzase a comprender lo que pasaba. Teresa conocía a la muerta, una joven agitanada que en los últimos tiempos acompañaba siempre a Pati: dieciocho recién cumplidos pero viciosa como de cincuenta largos, con mucho trote y ninguna vergüenza. Había fallecido en el acto, hasta arriba de todo, al golpearse la cara contra el parabrisas, la falda subida hasta las ingles, justo cuando Pati le acariciaba el coño a ciento ochenta por hora. Un problema más y un problema menos, murmuró Teo con frialdad, cambiando una mirada de alivio con Teresa, la difunta de cuerpo presente, una sábana por encima teñida de color rojo a un lado de la cabeza —la mitad de los sesos, contaba alguien, se quedaron sobre el capó, entre cristales rotos—. Pero mírale el lado bueno. ¿O no?… A fin de cuentas nos libramos de esta pequeña guarra. De sus golferías y sus chantajes. Era una compañía peligrosa, dadas las circunstancias. En cuanto a Pati, y hablando de quitarse de en medio, Teo se preguntaba cómo habrían quedado las cosas si…

—Cierra la boca —dijo Teresa— o juro que te mueres.

La sobresaltaron aquellas palabras. Se vio de pronto con ellas en la boca, sin pensarlas, escupiéndolas igual que venían: en voz baja, sin reflexión ni cálculo alguno.

—Yo sólo… —empezó a decir Teo.

Su sonrisa parecía congelada de golpe, y observaba a Teresa como si la viera por primera vez. Luego miró alrededor con desconcierto, temiendo que alguien hubiese oído. Estaba pálido.

—Sólo bromeaba —dijo al fin.

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