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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (56 page)

BOOK: La Reina del Sur
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Sonó el teléfono. Fue Pote Gálvez quien agarró el auricular, y después se quedó mirando a Teresa como si al otro lado de la línea hubiesen pronunciado el nombre de un espectro. Pero ella no se sorprendió en absoluto. Llevaba cuatro días esperando esa llamada. Y ya se tardaba.

—Esto es irregular, señora. No estoy autorizado.

El coronel Edgar Ledesma estaba de pie en la alfombra del salón, las manos cruzadas a la espalda, el uniforme de faena bien planchado, las botas relucientes húmedas de lluvia. Su pelo recorto, puro guacho, le sentaba muy bien, confirmó Teresa, con todo y sus canas blancas. Tan educado y tan limpio. Le recordaba un poco a aquel capitán de la Guardia Civil de Marbella, mucho tiempo atrás, cuyo nombre había olvidado.

—Estamos a menos de veinticuatro horas de su declaración en la Procuraduría General.

Teresa permanecía sentada, fumando, cruzadas las piernas con los pantalones de seda negra. Mirándolo desde abajo. Cómoda. Muy cuidadosa de poner las cosas en su sitio.

—Déjeme decirle, coronel. Yo no estoy aquí en calidad de prisionera.

—Por supuesto que no.

—Si acepto su protección es porque deseo aceptarla. Pero nadie puede impedirme ir a donde quiera… Ése fue el pacto.

Ledesma apoyó el peso de su cuerpo en una bota, y luego en otra. Ahora miraba al licenciado Gaviria, de la Procuraduría General del Estado, su enlace con la autoridad civil que manejaba el asunto. Gaviria también estaba de pie, aunque algo más alejado, con Pote Gálvez detrás, recostado en el marco de la puerta, y el ayudante militar del coronel —un teniente joven— mirando por encima de su hombro, desde el pasillo.

—Dígale a la señora —rogó el coronel— que lo que pide es imposible.

Gaviria le dio la razón a Ledesma. Era un individuo flaquito, agradable, vestido y afeitado con mucha corrección. Teresa lo miró fugazmente, dejando resbalar la vista como si no lo viera.

—Yo no pido nada, coronel —le dijo al guacho—. Me limito a comunicarle que tengo intención de salir esta tarde de aquí durante hora y media. Que tengo una cita en la ciudad… Usted puede tomar disposiciones de seguridad, o no hacerlo.

Ledesma movía la cabeza, impotente.

—Las leyes federales me prohíben mover tropas por la ciudad. Con esa gente que tengo ahí afuera ya apuramos mucho la letra pequeña.

—Y por su parte, la autoridad civil… —empezó a decir Gaviria.

Teresa apagó el cigarrillo en el cenicero, con tanta fuerza que se quemó entre las uñas.

—Usted no se me agüite, licenciado. Ni tantito así. Con la autoridad civil cumpliré mañana como está previsto, a la hora en punto.

—Habría que considerar que, en términos legales…

—Oiga. Tengo el hotel San Marcos lleno de abogados que me cuestan un chingo —señaló el teléfono—… ¿A cuántos quiere que llame?

—Podría ser una trampa —argumentó el coronel.

—Híjole. No me diga.

Ledesma se pasó una mano por la cabeza. Después dio unos pasos por la habitación, seguido por los ojos angustiados de Gaviria.

—Tendré que consultar con mis superiores.

—Consulte con quien guste —dijo Teresa—. Pero tenga clara una cosa: si no me dejan acudir a esa cita, interpreto que estoy retenida aquí, a pesar de los compromisos del Gobierno. Y eso deshace el trato… Además, les recuerdo que en México no hay cargos contra mí.

El coronel la observó con fijeza. Se mordía el labio inferior como si le molestase un pellejito. Inició el ademán de ir hacia la puerta, pero se detuvo a la mitad.

—¿Qué gana con rifársela así?

Era evidente que deseaba comprender de veras. Teresa descruzó las piernas, alisándose con las manos las arrugas de la seda negra. Lo que gane o pierda, respondió, es cosa mía y a ustedes les vale madres. Lo dijo de ese modo y se quedó callada, y al momento oyó suspirar bronco al guacho. Otra mirada entre él y Gaviria.

—Pediré instrucciones —dijo el coronel.

—Yo también —apostilló el funcionario.

—Órale. Pidan lo que tengan que pedir. Mientras tanto, yo exijo un carro en la puerta a las siete en punto. Con ese güey —señaló a Pote Gálvez— dentro y bien armado… Lo que haya alrededor o por encima, coronel, es cosa suya.

Lo había dicho mirando todo el tiempo a Ledesma. Y esta vez, calculó, puedo permitirme sonreír un poco. Les impresiona mucho que una hembra sonría mientras les retuerce los huevos. Qué onda, mi perro. Te creías el caballo de Marlboro.

Zum, zum. Zum, zum. Las escobillas del parabrisas sonaban monótonas, con la lluvia repicando como granizo de balas en el techo de la Suburban. Cuando el federal que manejaba hizo girar a la izquierda el volante y enfiló la avenida Insurgentes, Pote Gálvez, que ocupaba el asiento contiguo al conductor, miró a un lado y a otro y puso las dos manos sobre el cuerno de chivo Aká 47 que cargaba sobre las rodillas. También llevaba en un bolsillo de la chaqueta un boquitoqui conectado en la misma frecuencia que la radio de la Suburban, y Teresa escuchaba desde el asiento de atrás las voces de los agentes y los guachos que participaban en el operativo. Objetivo Uno y Objetivo Dos, decían. El Objetivo Uno era ella misma. Y con el Objetivo Dos iba a encontrarse de allí a nada.

Zum, zum. Zum, zum. Era de día, pero el cielo gris oscurecía las calles y algunos comercios tenían las luces encendidas. La lluvia multiplicaba los destellos luminosos del pequeño convoy. La Suburban y su escolta —dos Ram federales y tres trocas Lobo con guachos encaramados tras las ametralladoras— levantaban regueros de agua en el torrente pardo que llenaba las calles y corría hacia el Tamazula, rebosando conducciones y alcantarillas. Había una franja negra en el cielo, al fondo, recortando los edificios más altos de la avenida, y otra franja rojiza por debajo que parecía vencerse por el peso de la negra.

—Un retén, patrona —dijo Pote Gálvez.

Sonó el cuerno de chivo al cerrojearlo, y eso valió al gatillero una ojeada inquieta, de soslayo, del conductor. Cuando lo rebasaban sin aflojar la marcha, Teresa vio que se trataba de un retén militar y que los guachos, casco de combate, Errequinces y Emedieciséis a punto, habían hecho aparcar a un lado dos carros de la policía y vigilaban sin disimulo a los judiciales que se hallaban dentro. Era evidente que el coronel Ledesma se fiaba lo justo; y también que, tras buscarle mucho las vueltas a las leyes que prohibían mover tropas dentro de las ciudades, el subcomandante de la Novena Zona había encontrado por dónde fregarse la letra pequeña —a fin de cuentas, el estado natural de un militar lindaba siempre con el estado de sitio—. Teresa observó más guachos y federales escalonados bajo los árboles que dividían el doble sentido de la avenida, con tránsitos desviando la circulación para otras calles. Y allí mismo, entre las vías de ferrocarril y el gran cuadrado de cemento de la Unidad Administrativa, la capilla de Malverde parecía mucho más pequeña de lo que ella recordaba, doce años atrás.

Recuerdos. De pronto comprendió que, durante aquel larguísimo viaje de ida y vuelta, sólo había adquirido tres certezas sobre la vida y los seres humanos: que matan, recuerdan y mueren. Porque llega un momento, se dijo, en que miras adelante y sólo ves lo que dejaste atrás: cadáveres que fueron quedando a tu espalda mientras caminabas. Entre ellos vaga el tuyo, y no lo sabes. Hasta que al fin lo ves, y lo sabes.

Se buscó en las sombras de la capilla, en la paz del banquito puesto a la derecha de la efigie del santo, en la penumbra rojiza de las velas que ardían con débil chisporroteo entre las flores y las ofrendas colgadas de la pared. La luz afuera se iba ahora muy deprisa, y el resplandor intermitente rojo y azul de un carro federal iluminaba la entrada con destellos mas intensos a medida que se entenebrecía el gris sucio de la tarde. Detenida frente al santo Malverde, observando su pelo negro como teñido de peluquería, la chaqueta blanca y la mascada al cuello, los ojos achinados y el mostacho charro, Teresa movió los labios para rezar, como hiciera tiempo atrás —
Dios vendiga mi camino y permita mi regreso
—; pero no logró llegar a oración alguna. Quizá sea un sacrilegio, pensó de pronto. Tal vez no debí establecer la cita en este sitio. Quizás el tiempo me ha vuelto estúpida y arrogante, y va siendo hora de que pague por ello.

La última vez que estuvo allí había otra mujer mirándola desde las sombras. Ahora la buscaba sin hallarla. A menos, resolvió, que yo sea la otra mujer, o la tenga dentro, y la morra de ojos asustados, la chavita que huía con una bolsa y una Doble Águila en las manos, se haya convertido en uno de esos espectros que vagan a mi espalda, mirándome con ojos acusadores, o tristes, o indiferentes. Quizá la vida sea eso, y una respire, camine, se mueva sólo para un día mirar atrás y verse allí. Para reconocerse en las sucesivas muertes propias y ajenas a las que te condena cada uno de tus pasos.

Metió las manos en los bolsillos de la gabardina —un suéter debajo, tejanos, botas cómodas con suela de goma— y extrajo el paquete de faritos. Encendía uno en la llama de una vela de Malverde cuando don Epifanio Vargas se recortó en los destellos rojos y azules de la puerta.

—Teresita. Cuánto tiempo.

Seguía casi igual, apreció. Alto, corpulento. Había colgado el impermeable en un gancho junto a la puerta. Traje oscuro, camisa abierta sin corbata, botas picudas. Con aquella cara que recordaba las viejas películas de Pedro Armendáriz. Tenía muchas canas en el bigote y en las sienes, unas cuantas arrugas más, la cintura ensanchada, tal vez. Pero era el mismo.

—Apenas te reconozco.

Dio unos pasos adentrándose en la capilla después de mirar a un lado y a otro con recelo. Observaba fijamente a Teresa, intentando relacionarla con la otra mujer que tenía en la memoria.

—Usted no ha cambiado mucho —dijo ella—. Algo más de peso, quizá. Y las canas.

Estaba sentada en el banco, junto a la efigie de Malverde, y no se movió al verlo entrar.

—¿Llevas un arma? —preguntó don Epifanio, cauto.

—No.

—Qué bueno. A mí me checaron ahí afuera esos putos. Yo tampoco traía.

Suspiró un poco, miró a Malverde iluminado por la luz trémula de las velas, luego otra vez a ella.

—Ya ves. Acabo de cumplir sesenta y cuatro. Pero no me quejo.

Se aproximó hasta quedar muy cerca, estudiándola con atención desde arriba. Ella permaneció como estaba, sosteniéndole la mirada.

—Creo que te fueron bien las cosas, Teresita.

—Tampoco a usted le han ido mal.

Don Epifanio movió la cabeza en una lenta afirmación. Pensativo. Después se sentó al lado. Estaba exactamente igual que la última vez, excepto que ella no tenía una Doble Águila en las manos.

—Doce años, ¿verdad? Tú y yo en este mismo sitio, con la famosa agenda del Güero…

Se interrumpió, dándole ocasión de mezclar los recuerdos con los suyos. Pero Teresa guardó silencio. Al cabo de un instante don Epifanio sacó un cigarro habano del bolsillo superior de la chaqueta. Nunca imaginé, empezó a decir mientras quitaba la vitola. Pero se detuvo otra vez, como si acabara de llegar a la conclusión de que lo nunca imaginado no tenía importancia. Creo que todos te infravaloramos, dijo al fin. Tu hombre, yo mismo. Todos. Lo de tu hombre lo dijo un poco más bajo, y parecía que intentara deslizarlo inadvertido entre el resto.

—A lo mejor por eso sigo viva.

El otro reflexionó sobre aquello mientras aplicaba la llama de un encendedor al cigarro.

—No es un estado permanente, ni garantizado. —concluyó con la primera bocanada—. Uno sigue vivo hasta que deja de estarlo.

Fumaron un poco los dos, sin mirarse. Ella casi tenía consumido su cigarrillo.

—¿Qué haces metida en esto?

Aspiró por última vez la brasa entre sus dedos. Luego dejó caer la colilla y la pisó con cuidado. Pues fíjese, repuso, que nomás arreglar cuentas viejas. Cuentas, repitió otro. Después volvió a chupar su habano y emitió una opinión: esas cuentas es mejor dejarlas como están. Ni modo, dijo Teresa, si hacen que duerma mal.

—Tú no ganas nada —argumentó don Epifanio.

—Lo que gano es cosa mía.

Durante unos instantes oyeron chisporrotear las velitas del altar. También las ráfagas de lluvia que golpeaban el techo de la capilla. Afuera seguía destellando el azul y el rojo del coche federal.

—¿Por qué quieres fregarme?… Eso es hacerle el juego a mis adversarios políticos.

Era un buen tono, admitió ella. Casi de afecto. Menos un reproche que una pregunta dolida. Un padrino traicionado. Una amistad herida. Nunca lo vi como un mal tipo, pensó. A menudo fue sincero, y tal vez sigue siéndolo.

—No sé quiénes son sus adversarios, ni me importa —respondió—. Usted hizo matar al Güero. Y al Chino. También a Brenda y a los plebitos.

Ya que de afectos se trataba, por ese rumbo iban los suyos. Don Epifanio miró la brasa del cigarro, fruncido el ceño.

—No sé qué te han podido contar. En cualquier caso, esto es Sinaloa… Eres de aquí y sabes cuáles son las reglas.

Las reglas, dijo lentamente Teresa, también incluyen ajustar cuentas con quien te la debe. Hizo una pausa y oyó la respiración del hombre atento a sus palabras. También quiso luego, añadió, que me mataran a mí.

—Eso es mentira —don Epifamo parecía escandalizado—. Estuviste aquí, conmigo. Protegí tu vida… Te ayudé a escapar.

—Hablo de más tarde. Cuando se arrepintió.

En nuestro mundo, argumentó el otro después de pensarlo un rato, los negocios son complicados. La estuvo estudiando después de decir eso, como quien espera que haga efecto un calmante. En todo caso, añadió al fin, comprendería que me quisieras pasar facturas tuyas. Eres sinaloense y lo respeto. Pero transar con los gringos y con esos mandilones que me quieren tumbar desde el Gobierno…

—Usted no sabe con quién chingados transo.

Lo dijo sombría, con una firmeza que dejó al otro pensativo, el habano en la boca y entornados los ojos por el humo, los destellos de la calle alternándolo en sombras rojas y azules.

—Dime una cosa. La noche que nos vimos tú habías leído la agenda, ¿verdad?… Sabías lo del Güero Davila… Y sin embargo no me di cuenta. Me engañaste.

—Me iba la vida.

—¿Y por qué desenterrar esas cosas viejas?

—Porque hasta ahora no supe que fue usted quien le pidió un favor al
Batman
Güemes. Y el Güero era mi hombre.

—Era un cabrón de la DEA.

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