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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

La Reina del Sur (29 page)

BOOK: La Reina del Sur
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—Aquí es —señaló Pati—. Tal como Jimmy contaba… El arco arriba, las tres piedras grandes y la chica. ¿Lo ves?… Hay que nadar un poco y luego haremos pie.

Su voz resonaba en la oquedad. Allí olía muy fuerte, a algas podridas, a piedra marina que las mareas y la marejada cubrían y descubrían continuamente. Dejaron la luz a sus espaldas, internándose en la penumbra. Dentro el agua estaba mas tranquila. El fondo aún se veía bien cuando dejaron de hacer pie y nadaron un poco. Casi al final encontraron algo de arena, piedras y madejas de algas muertas. Detrás estaba oscuro.

—Necesito un puto cigarrillo —murmuró Pati.

Salieron del agua y buscaron tabaco en las bolsas impermeables de las mochilas. Después fumaron mirándose. El arco de claridad de la entrada se reflejaba en el agua intermedia y las iluminaba en penumbra gris. Mojadas, pelo húmedo, fatiga en las caras. Y ahora qué, parecían preguntarse en silencio.

—Espero que siga aquí —murmuró Pati.

Se quedaron un rato como estaban, apurando los cigarrillos. Si la media tonelada de cocaína se encontraba de veras a pocos pasos, nada en sus vidas iba a ser igual en cuanto recorrieran esa distancia. Las dos lo sabían.

—Órale. Estamos a tiempo, carnalita.

—A tiempo, ¿de qué?

Teresa sonrió, convirtiendo su pensamiento en una broma.

—Pues no sé. A lo mejor de no mirar.

Pati sonrió también, distante. La cabeza unos pasos más allá.

—No digas tonterías.

Teresa miró la mochila que tenía a los pies, y se agachó para revolver en ella. Se le había soltado la cola de caballo, y las puntas del pelo goteaban agua dentro. Sacó su linterna.

—¿Sabes una cosa? —dijo, comprobando la luz.

—No. Dímela.

—Creo que hay sueños que matan —alumbraba alrededor, las paredes de piedra negra con pequeñas estalactitas en lo alto—… Más todavía que la gente, o la enfermedad, o el tiempo.

—¿Y?

—Y nada. Pensaba, nomás. Lo pensaba ahorita.

La otra no la miró. Apenas prestaba atención. Había empuñado también una linterna y se volvía hacia las rocas del fondo, ocupada en sus propias reflexiones.

—¿De qué coño estás hablando?

Una pregunta distraída, que no buscaba respuesta. Teresa no contestó. Se limitó a mirar a su amiga con atención, porque la voz, incluso considerando el efecto del eco bajo la roca, sonaba rara. Espero que no vaya a asesinarme por la espalda en la cueva del tesoro como los piratas de los libros, pensó, divertida sólo a medias. Pese a lo absurdo de la idea, se sorprendió mirando el tranquilizador mango del cuchillo de buzo que asomaba de su mochila abierta. Y bueno, se increpó. No te apendejes de puro pendeja. Anduvo reprochándose eso en los adentros mientras recogían el equipo, se echaban las mochilas a la espalda y caminaban precavidas, alumbrándose con las linternas entre las piedras y los algazos. El terreno ascendía en pendiente suave. Dos haces de luz iluminaron un recodo. Detrás había más piedras y algas secas: madejas muy espesas amontonadas ante una oquedad de la pared.

—Tendría que estar ahí —dijo Pati.

Híjole, advirtió Teresa, cayendo en la cuenta. Resulta que a la Teniente O'Farrell le tiembla la voz.

—La verdad —dijo Nino Juárez— es que le echaron cojones.

Nada en el antiguo comisario jefe del DOCS —grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol— delataba al policía. O al ex policía. Era menudo y casi frágil, con barbita rubia; vestía un traje gris sin duda muy caro, corbata y pañuelo de seda a juego asomando por el bolsillo de la chaqueta, y un Patek Philippe relucía en su muñeca izquierda bajo el puño de la camisa a rayas rosas y blancas, con llamativos gemelos de diseño. Parecía salido de las páginas de una revista de moda masculina, aunque en realidad venía de su despacho en la Gran Vía de Madrid. Saturnino G. Juárez, decía la tarjeta que yo llevaba en la cartera. Director de seguridad interior. Y en una esquina, el logotipo de una cadena de tiendas de moda de las que facturan cientos de millones en cada ejercicio anual. Las cosas de la vida, pensé. Después del escándalo que, unos años atrás, cuando era más conocido por Nino Juárez o comisario Juárez, le costó la carrera, allí estaba el hombre: repuesto, impecable, triunfador. Con ese Ge punto intercalado que le daba un toque respetable, y aspecto de salirle la pasta por las orejas, amén de renovadas influencias y mandando más que antes. A esa clase de individuos nunca los encontrabas en las colas del desempleo; sabían demasiado de la gente, y a veces más de lo que la gente sabía sobre ella misma. Los artículos aparecidos en la prensa, el expediente de Asuntos Internos, la resolución de la Dirección General de la Policía apartándolo del servicio, los cinco meses en la cárcel de Alcalá Meco, eran papel viejo. Qué suerte contar con amigos, concluí. Antiguos camaradas que devuelven favores, y también tener dinero o buenas relaciones para comprarlos. No hay mejor seguro contra el desempleo que llevar la lista de los esqueletos que cada cual guarda en su armario. Sobre todo si has sido tú quien ayudó a guardarlos.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó, picoteando jamón del plato.

—Por el principio.

—Entonces vamos a tener una sobremesa larga.

Estábamos en casa Lucio, en la Cava Baja, y lo cierto es que, aparte de la invitación a comer —huevos con patatas, solomillo, Viña Pedrosa del 96, yo pagaba la cuenta—, en cierto modo también había comprado su presencia allí. Lo hice a mi manera, recurriendo a las viejas tácticas. Tras su segunda negativa a hablar sobre Teresa Mendoza, antes de que diese orden a su secretaria de no pasarle más llamadas mías, planteé sin rodeos la papeleta. Con usted o sin usted, dije, la historia irá adelante. Así que puede elegir entre salir dentro en toda clase de posturas, incluida la foto de primera comunión, o quedarse fuera secándose el sudor de la frente con mucho alivio. Y qué más, dijo él. Ni un céntimo, respondí. Pero con mucho gusto le pago una comida y las que hagan falta. Usted gana un amigo, o casi, y yo se la debo. Nunca se sabe. Y ahora dígame cómo lo ve. Resultó ser lo bastante listo para verlo de inmediato, así que pactamos los términos: nada comprometedor en su boca, pocas fechas y detalles relacionados con él. Y allí estábamos. Siempre resulta fácil entenderse con un sinvergüenza. Lo difícil son los otros; pero de ésos hay menos.

—Lo de la media tonelada es cierto —confirmó Juárez—. Nieve de buena calidad, con muy poco corte. Trajinada por la mafia rusa, que por esa época empezaba a instalarse en la Costa del Sol y a mantener sus primeros contactos con los narcos de Sudamérica. Aquélla había sido la primera operación de importancia, y su fracaso bloqueó la conexión colombiana con Rusia durante algún tiempo… Todos daban por perdida la media tonelada, y los sudacas se carcajeaban de los ruskis por haberse cargado éstos al novio de la O'Farrell y a los dos socios sin hacerlos hablar primero… No monto más negocios con aficionados, cuentan que dijo Pablo Escobar al enterarse de los detalles. Y resulta que, de pronto, la Mejicana y la otra se sacaron los quinientos kilos de la manga.

—¿Cómo se hicieron con la cocaína?

—Eso no lo sé. Nadie lo supo de verdad. Lo cierto es que apareció en el mercado ruso, o más bien empezó a aparecer. Y fue Oleg Yasikov quien la llevó allí.

Yo tenía aquel nombre entre mis notas: Oleg Yasikov, nacido en Solntsevo, un barrio más bien mafioso de Moscú. Servicio militar con el todavía ejército soviético en Afganistán. Discotecas, hoteles y restaurantes en la Costa del Sol. Y Nino Juárez me completó el cuadro. Yasikov había recalado en la costa malagueña a finales de los ochenta, treintañero, políglota, despierto, recién bajado de un vuelo de Aeroflot y con treinta y cinco millones de dólares para gastar. Empezó comprando una discoteca de Marbella a la que llamó Jadranka y puso pronto de moda, y un par de años más tarde dirigía ya una sólida infraestructura de blanqueo de dinero, basada en la hostelería y los negocios inmobiliarios, terrenos cerca de la costa y apartamentos. Una segunda línea de negocios, creada a partir de la discoteca, consistía en fuertes inversiones en la industria nocturna marbellí, con bares, restaurantes y locales para la prostitución de lujo a base de mujeres eslavas traídas directamente de Europa oriental. Todo limpio, o casi: blanqueo discreto y poco llamar la atención. Pero el DOCS había confirmado sus vínculos con la Babushka: una potente organización de Solntsevo formada por antiguos policías y veteranos de Afganistán, especializados en extorsión, tráfico de vehículos robados, contrabando y trata de blancas, muy interesados también en ampliar sus actividades al narcotráfico. El grupo tenía ya una conexión en el norte de Europa: una ruta marítima que enlazaba Buenaventura con San Petersburgo, vía Goteborg, en Suecia, y Kutka, en Finlandia. Y a Yasikov le encomendaron, entre otras cosas, explorar una ruta alternativa en el Mediterráneo oriental: un enlace independiente de las mafias francesas e italianas que los rusos habían utilizado hasta entonces como intermediarios. Ése era el contexto. Los primeros contactos con los narcos colombianos —cártel de Medellín— consistieron en intercambios simples de cocaína por armas, con poco dinero de por medio: partidas de Kalashnikov y lanzagranadas RPG procedentes de los depósitos militares rusos. Pero la cosa no cuajaba. La droga perdida era uno entre varios tropiezos que tenían incómodo a Yasikov y a sus socios moscovitas. Y de pronto, cuando ya ni siquiera pensaban en ella, aquellos quinientos kilos cayeron del cielo.

—Me contaron que la Mejicana y la otra fueron a negociar con Yasikov —explicó Juárez—. En persona, con una bolsita de muestra… Por lo visto, el ruso se lo tomó primero a coña y luego muy mal. Entonces la O'Farrell le echó cara al asunto, diciéndole que ella había pagado ya, que los tiros que le pegaron cuando lo del novio ponían a cero el contador. Que jugaban limpio y pedían una compensación.

—¿Por qué no distribuyeron ellas la droga al por menor?

—Era demasiado para principiantes. Y no le habría gustado nada a Yasikov.

—¿Tan fácil era identificar la procedencia?

—Claro —con movimientos expertos de cuchillo y tenedor, el ex policía terminaba de asar sus tajadas de solomillo en el plato de barro—. Era vox populi de quién había sido novia la O'Farrell.

—Hábleme del novio.

El novio, contó Juárez sonriendo despectivo mientras cortaba, masticaba y volvía a cortar, se llamaba Jaime Arenas: Jimmy para los amigos. Sevillano de buena familia. Pura mierda, con perdón de la mesa. Muy metido en Marbella y con negocios familiares en Sudamérica. Era ambicioso y también se creía demasiado listo. Cuando aquella cocaína estuvo a mano, se le ocurrió jugársela al tovarich. Con Pablo Escobar no se habría atrevido; pero los rusos no tenían la fama que tienen ahora. Parecían tontos o algo así. De modo que escondió la nieve para negociar un aumento en su comisión, pese a que Yasikov ya había pagado a tocateja, esta vez con mas dinero que armas, la parte de los colombianos. Jimmy empezó a dar largas, hasta que al tovarich se le acabó la paciencia. Y se le acabó tanto que se lo llevó a él y a un par de socios por delante.

—Nunca fueron muy finos los ruskis —Juárez chasqueaba la lengua, crítico—. Y siguen sin serlo.

—¿Cómo se relacionaron esos dos?

Mi interlocutor levantó el tenedor apuntándome con el, como si aprobara que le hiciera esa pregunta. En aquella época, explicó, los gangsters rusos tenían un problema grave. Como ahora, pero más. Y es que cantaban
La Traviata
. Se les distinguía de lejos: grandes, rudos, rubios, con esas manazas y esos coches y esas putas aparatosas que llevan siempre con ellos. Encima solían andar fatal de idiomas. En cuanto ponían un pie en Miami o en cualquier aeropuerto americano, la DEA y todas las policías se les pegaban como lapas. Por eso necesitaban intermediarios. Jimmy Arenas hizo buen papel al principio; había empezado consiguiéndoles alcohol jerezano de contrabando para el norte de Europa. También tenía buenos contactos sudacas y camelleaba por las discotecas de moda de Marbella, Fuengirola y Torremolinos. Pero los rusos querían sus propias redes: import-export. La Babushka, los amigos de Yasikov en Moscú, ya conseguía nieve al por menor utilizando las líneas de Aeroflot de Montevideo, Lima y Bahía, menos vigiladas que las de Río o La Habana. Al aeropuerto de Cheremetievo llegaban entonces cantidades no superiores al medio kilo en correos individuales; pero el embudo era demasiado estrecho. El muro de Berlín acababa de caer, la Unión Soviética se desmoronaba, y la coca estaba de moda en la nueva Rusia de dinero fácil y pelotazo golfo que asomaba la oreja.

—Ya ve que no se equivocaron en las previsiones —concluyó Juárez—… Para que se haga idea de la demanda, un gramo puesto en una discoteca de San Petersburgo o de Moscú vale ahora un treinta o cuarenta por ciento más que en los Estados Unidos.

El ex policía masticó el último bocado de carne, ayudándose con un largo trago de vino. Imagínese, prosiguió, al camarada Yasikov estrujándose la cabeza en busca de la manera de volver a enhebrar la aguja a lo grande. Y en ésas aparece media tonelada que no exige montar toda una operación desde Colombia, sino que está allí mismo, sin riesgos, a punto de caramelo.

—En cuanto a la Mejicana y la O'Farrell, ya le he dicho que tampoco se las arreglaban solas… No tenían medios para despachar quinientos kilos, y al primer gramo puesto en circulación les habríamos caído todos encima: ruskis, Guardia Civil, mi propia gente… Fueron lo bastante listas para darse cuenta. Cualquier idiota habría empezado a trapichear un poco por aquí, otro poco por allá; y antes de que los picos o los míos les echáramos el guante terminarían en el maletero de un coche. Erreipé.

—¿Y cómo sabían que no iba a ser así?… ¿Que el ruso cumpliría su parte del trato?

No podían saberlo, aclaró el ex policía. Así que decidieron jugársela. Y a Yasikov le cayeron en gracia. Sobre todo Teresa Mendoza, que supo aprovechar el contacto para proponer variantes del negocio. ¿Sabía yo lo de aquel gallego que había sido novio suyo?… ¿Sí?… Pues eso. La Mejicana tenía experiencia. Y resultó que también tenía lo que hay que tener.

—Unos huevos —Juárez abarcaba con las manos la circunferencia del plato— así de grandes. Y oiga. Lo mismo que hay tías que tienen una calculadora entre las piernas, clic, clic, y le sacan partido, ella tenía esa calculadora aquí —se golpeaba con un índice la sien—. En la cabeza. Y es que, en cuestión de mujeres, a veces oyes canto de sirena y te sale loba de mar.

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