¡Los García! ¡Rafael García! Su padre escupía cuando oía ese nombre. Su madre…, su madre falleció dos años después de que Melchor fuera aherrojado al banco de una galera, y lo hizo maldiciendo a Rafael García, jurando venganza desde el más allá.
«¡Ha sido él! —mascullaba su madre una y otra vez mientras pedían limosna en las calles de Málaga, frente a la cárcel donde Melchor esperaba ser conducido al Puerto de Santa María para embarcar en galeras—. Rafael le ha denunciado al sargento de la ronda del tabaco. Miserable. Ha violado la ley gitana. ¡Hijo de puta! ¡Malnacido! ¡Perro sarnoso…!»
Y cuando la pequeña Ana veía que la gente se apartaba de ellos, le daba un codazo para que no asustase a los parroquianos con sus gritos.
—¿Por qué lo ha denunciado? —le preguntó un día la niña.
Su madre entrecerró los ojos y torció la boca con desprecio antes de contestar:
—Las rencillas entre los Vega y los García vienen de antiguo. Nadie sabe por qué exactamente. Hay quien dice que por un borrico, otros que si por una mujer. ¿Algunos dineros? Quizá. Ya no se sabe. Lo cierto es que son dos familias que siempre se han odiado.
—¿Solo por…?
—No me interrumpas, niña. —La madre acompañó sus palabras con un fuerte pescozón—. Atiende bien lo que voy a decirte porque eres una Vega y tendrás que vivir como tal. Los gitanos siempre hemos sido libres. Todos los reyes y príncipes de todos los lugares del mundo han pretendido doblegarnos y nunca lo han conseguido. Jamás podrán con nuestra raza; somos mejores que todos ellos, más inteligentes. Necesitamos poco. Tomamos lo que nos conviene: lo que el Creador ha puesto en este mundo no es propiedad de nadie, los frutos de la tierra pertenecen a todos los hombres y, si no nos gusta un lugar, nos marchamos a otro. Nada ni nadie nos ata. Nos da igual el riesgo, ¿qué nos importan a nosotros leyes o pragmáticas? Eso es lo que siempre han defendido los Vega y todos aquellos que se consideran gitanos de raza. Así es como siempre hemos vivido. —Tras una pausa, la madre había continuado—: Poco antes de que detuvieran a tu padre, murió el jefe del consejo de ancianos. Los García presionaron a los demás para que fuera elegido uno de su familia y tu padre se opuso. Les echó en cara que los García ya no vivían como gitanos, que trabajaban en las herrerías como los payos, de acuerdo con ellos, que hacían negocios con ellos, se casaban por la Iglesia y bautizaban a sus hijos. Que habían renunciado a la libertad.
»Un día apareció Rafael en la huerta de la Cartuja; buscaba a tu padre. —Ana creyó recordar ese día. Su madre y sus tías le ordenaron que se apartara, como a los demás chiquillos, y ella lo hizo… pero regresó a hurtadillas al lugar en que Rafael se había plantado, amenazante, rodeado de miembros de la familia Vega—. Venía armado con un cuchillo y quería pelea, pero tu padre no estaba. Alguien le dijo que había ido a buscar tabaco a Portugal. La sonrisa que se dibujó entonces en el rostro de ese malnacido fue lo suficientemente delatadora.
En el callejón de San Miguel, cuando los ancianos se levantaron de sus sillas, hombres y mujeres empezaron a retirarse, algunos a sus casas, otros se dispersaron por los patios interiores de los corrales de vecinos, en grupos, charlando y bebiendo. Las guitarras, castañuelas y panderetas seguían sonando, pero ahora en manos de la juventud; niñas y muchachos tomaron el relevo e hicieron suya la fiesta.
Ana paseó la vista por el callejón: Milagros bailaba con alegría junto a muchachas de su edad. ¡Qué bonita era! Lo mismo que había dicho su abuelo cuando se la mostraron por primera vez. No había transcurrido ni un día desde que su padre volvió de galeras —apenas unas horas en las que Melchor supo de la muerte de su esposa y conoció a una nieta de cuatro años a la que no se atrevió a tocar, temeroso de que su suciedad y sus manos agrietadas pudieran dañarla— cuando Melchor Vega se hizo con un gran cuchillo y se encaminó, todavía harapiento y débil, en busca de su delator. Su hija hubiera querido impedírselo, pero no se atrevió.
Rafael salió a su encuentro, armado también, acompañado de los suyos. No se dirigieron una sola palabra; sabían qué era lo que estaba en juego y por qué. Los hombres se tentaron con los cuchillos, los brazos extendidos, las armas una mera extensión de sus cuerpos. Rafael lo hizo con fuerza y agilidad, manteniendo firme su mano. La de Melchor, por el contrario, temblaba levemente. Giraron uno en torno al otro, los miembros de sus familias permanecían en silencio. Pocos fueron los que fijaron su atención en el tembloroso cuchillo que exhibía Melchor: la mayoría lo hizo en su rostro, en su actitud, en el ansia y la decisión que revelaba todo él. ¡Quería matar! ¡Iba a matar! Poco importaba su estado, su debilidad, sus heridas, sus ropas desastradas, su mugre o sus temblores; el presentimiento… la seguridad de que Melchor mataría a Rafael se hizo patente.
Esa certeza fue la que llevó a Antonio García, tío de Rafael y entonces jefe del consejo, a interponerse entre los contendientes antes de que cualquiera de ellos lanzara la primera cuchillada. Ana, con Milagros en sus brazos, contra su pecho, suspiró aliviada. A la llamada de Antonio García intervinieron los ancianos; los hombres de la familia Vega fueron conminados a tratar el asunto antes de que este se resolviese con la sangre. El consejo, con la oposición de los Vega y los representantes de dos familias más de los que vivían en la huerta de la Cartuja, dictaminó que no había prueba alguna de que Rafael hubiera delatado a Melchor, de modo que si este mataba a Rafael, todos saldrían en defensa de los García y se iniciaría una guerra contra los Vega. Asimismo decidió que si Melchor mataba a Rafael, cualquier gitano podría vengarse en otro miembro de los Vega y matarlo a su vez; en ese caso la ley gitana no iría en su contra, el consejo permanecería al margen.
Al anochecer, el tío Basilio Vega se dirigió allí donde estaban Melchor y los suyos. Milagros dormía en brazos de su madre.
—Melchor —le dijo tras anunciarle las decisiones del consejo—, sabes que todos apoyaremos lo que decidas. ¡Nadie conseguirá acobardarnos!
Y le entregó a la niña, que despertó al contacto con su abuelo. Milagros permaneció quieta, como si fuera consciente de la trascendencia de aquel momento. «¡Sonríele!», suplicó Ana en silencio, con las manos entrecruzadas, agarrotadas, pero la niña no lo hizo. Transcurrieron unos instantes hasta que Basilio y Ana pudieron contemplar cómo Melchor apretaba los labios y con mano firme acariciaba el cabello de la pequeña. Supieron entonces cuál había sido su decisión: someterse al consejo por el bien de la familia.
Aquella niña que había evitado un baño de sangre bailaba y cantaba ahora en el callejón de San Miguel. Desde la puerta de su casa, Ana se recreó en la visión de su hija; la contempló bella, altiva, decidida, entregada, jugueteando a ofrecer su cuerpo a un joven… De repente, la mujer negó violentamente con la cabeza y se separó de la puerta, confundida. El joven recibía los pasos de su hija con displicencia, indolente a su entrega, indiferente, casi burlándose de ella. ¿Acaso no se daba cuenta Milagros? Ese joven… Ana entrecerró los ojos para centrar la visión. Se trataba de un muchacho mayor que su niña, atezado, atractivo, fuerte, correoso. Y Milagros bailaba ignorando el desaire de su pareja; sonreía, sus ojos refulgían, irradiando sensualidad. Entonces, apostada tras las sillas que rodeaban una hoguera ya convertida en ascuas, vio a la Trianera, que palmeaba con una mueca burlona, de victoria, el evidente y público deseo de la muchacha, una Vega, la nieta de Melchor, por uno de sus nietos: Pedro García.
—¡Milagros! —chilló la madre echando a correr hacia ella.
Agarró a su hija del hombro y la zarandeó hasta detener el baile. La Trianera convirtió su mueca burlona en una sonrisa. Cuando Milagros hizo ademán de responder, su madre acalló cualquier queja con un par de sacudidas más. Los guitarristas casi habían detenido su rasgueo cuando la Trianera los incitó a continuar. Unos hombres se acercaron. El joven Pedro García, envalentonado en la actitud de su abuela, quiso humillar todavía más a las mujeres Vega y continuó bailando alrededor de Milagros como si la intervención de su madre no fuera más que una insignificante contrariedad. Ana lo vio venir, soltó a su hija y, tal como el gitano se acercaba, largó el brazo y le abofeteó con el revés de la mano. Pedro García trastabilló. Milagros abrió la boca pero no consiguió que surgiera palabra alguna. Las guitarras callaron. La Trianera se levantó. Otras gitanas de diversas familias acudieron raudas.
Antes de que unas y otras se enzarzaran en una pelea, los hombres se interpusieron entre ellas.
—¡Hija de puta!
—¡Perra!
—¡Miserable!
—¡Ramera!
Se insultaban mientras forcejeaban por liberarse de los hombres, empujándolos para lanzarse sobre las otras, Ana más que nadie. Acudieron más gitanos, José Carmona entre ellos, y lograron hacerse con la situación. José zarandeó a su esposa como esta había hecho con su hija; luego, con la ayuda de dos de sus parientes, logró arrastrarla al otro lado del callejón.
—¡Marrana! —continuó gritando Ana a medio camino, forzando la cabeza hacia atrás para volverla en dirección a la Trianera.
La gitanería de la huerta de la Cartuja no era sino una aglomeración de míseras chozas construidas con arcilla y maderos —algunas no más que simples cobertizos de cañas y telas— que había ido extendiéndose a partir de las que inicialmente se levantaron adosadas al muro que circundaba las tierras de los monjes, entre el monasterio y Triana. Melchor fue bien recibido por las gentes. Muchos lo saludaron en la calle, a su paso; otros se asomaron a las puertas de aquellas chozas sin ventanas. El exiguo resplandor de las velas que iluminaban su interior y algunos fuegos a lo largo de la calle luchaban contra las sombras de la gitanería.
—Melchor, tengo un borrico con el que nunca llegará a pillarte la ronda del tabaco. ¿Te interesa? —exclamó un gitano viejo sentado en una silla a la puerta de una choza, al tiempo que señalaba una de las muchas caballerías atadas o trabadas en la calle.
Melchor ni siquiera miró al animal.
—Para eso tendría que bajarme de él y cargarlo sobre mis hombros —contestó dando un manotazo al aire.
Los dos rieron.
Caridad andaba detrás de Melchor; aquel terreno no era más que un barrizal en el que se hundían sus pies descalzos. Por un momento pensó que no tendría fuerzas para avanzar en el fango; la fiebre la atenazaba, le ardía la garganta y le quemaba el pecho. ¿Habría pedido ya su agua aquel hombre? Le había oído pero no llegó a entender una palabra de la conversación sobre el borrico. Los gitanos habían hablado en su jerga.
—¡Melchor! —gritó una mujer que daba de mamar a una criatura, ambos senos al descubierto—, te sigue una negra, negra, negra. ¡Jesús, qué negra! A ver si me va a agriar la leche.
—Tiene sed —se limitó a contestar el gitano.
Un par de chozas más allá, advertidos de su llegada, le esperaba un grupo de hombres.
—Hermano —saludó Melchor a uno menor que él al tiempo que se tomaban de los antebrazos.
Un chiquillo casi desnudo había corrido para arrebatarle el bastón de dos puntas, con el que ya alardeaba frente a los demás niños.
—¡Melchor! —le devolvió el saludo el gitano, apretando sus antebrazos.
Caridad, sintiéndose desfallecer, presenció cómo el hombre al que había seguido saludaba a gitanos y gitanas y revolvía el cabello a los niños que se le acercaban. ¿Y su agua? Una mujer reparó en ella.
—¿Y esa negra? —inquirió.
—Quiere beber.
En ese momento las rodillas de Caridad cedieron y se desplomó. Los gitanos se volvieron y la miraron, arrodillada en el barro.
La misma mujer que había preguntado por Caridad, la vieja María, resopló.
—Parece que necesita alguna cosa más que beber, sobrino.
—Pues solo me ha pedido agua.
Caridad trataba de mantener la vista en el grupo de gitanos; la visión se le había nublado; la conversación que mantenían le resultaba ininteligible.
—Yo no puedo con ella —dijo la vieja María—. ¡Niñas! —gritó dirigiéndose a las más jóvenes—. ¡Echadme una mano para levantar a esta negra y meterla en el palacio!
En cuanto las gitanas rodearon a Caridad, los hombres se desentendieron del problema.
—¿Un trago de vino, tío? —le ofreció a Melchor un joven.
Melchor pasó un brazo por los hombros del gitano y lo achuchó.
—La última vez que bebí de tu vino… —comentó mientras se dirigían a la siguiente choza—, ¡el vinagre y la sal con que nos curaban las heridas en galeras eran más suaves que ese brebaje!
—Pues a los borricos les gusta.
Entre carcajadas, entraron en la choza. Tuvieron que inclinarse para pasar bajo la puerta. Se componía de una única estancia que servía para todo: dormitorio de la familia del joven, cocina y comedor, carecía de ventanas y solo contaba con un simple agujero en el techo a modo de chimenea. Melchor se sentó a una mesa desportillada. Los más viejos ocuparon otras sillas o banquetas y el resto permaneció de pie, más de una docena de gitanos que llegaban hasta la misma puerta.
—¿Estás tratándome de borrico? —reanudó la conversación Melchor cuando su sobrino lanzó unos vasos sobre la mesa. La invitación se limitaba a los mayores.
—A usted, tío, de corcel alado lo menos. El otro día, en el mercado de Alcalá —continuó el gitano mientras escanciaba el vino—, logré vender aquel rucio que vio usted en su última visita, ¿recuerda? Aquel que se dolía hasta de las orejas. —Melchor asintió con una sonrisa—. Pues le solté una botella de vino y no vea usted cómo corría la pobre bestia, ¡parecía un potro de pura raza!
—Tú sí que debiste de correr para salir de Alcalá cuanto antes —intervino el tío Juan, sentado a la mesa.
—Como alma que lleva el diablo, tío —reconoció el sobrino—, pero con mis buenos dineros, que esos no se los devuelvo ni al diablo por más que me hiciera correr.
Melchor levantó el vaso de vino y, después de que los demás se sumaran al brindis, dio cuenta de él de un solo trago.
—¡Vigilad! —se escuchó desde la puerta—, no vaya a ser que ahora el tío Melchor se nos escape corriendo como un potrillo.
—¡Lo podríamos vender por bueno! —soltó otro.
Melchor rió e hizo un gesto a su sobrino para que le sirviera más vino.
Después de un par de rondas, de bromas y comentarios, quedaron solo los mayores: Melchor, su hermano Tomás, el tío Juan, el tío Basilio y el tío Mateo, todos ellos de la familia Vega, todos atezados, todos con un rostro surcado de profundas arrugas, espesas cejas que se juntaban sobre el puente de su nariz y mirada penetrante. Los demás charlaban fuera. Melchor se desabotonó su chaquetilla azul y dejó a la vista la camisa blanca y una faja de seda encarnada y brillante. Rebuscó en uno de los bolsillos interiores y sacó un atado de una docena de cigarros medianos que puso sobre la mesa, junto a la jarra de vino que les había dejado el sobrino.