La reina descalza (8 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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—Tabaco puro habano —anunció, e hizo un gesto para que cada cual cogiera uno.

—Gracias —se escuchó de boca de algunos de ellos.

—A tu salud —murmuró otro.

En pocos minutos la choza se llenó de un aromático humo azulado que aplacó cualquiera de los otros olores de la pequeña vivienda.

—Tengo una buena partida de tabaco en polvo —comentó el tío Basilio tras lanzar al aire una bocanada de humo—. De la fábrica de Sevilla, español, muy fino y molido. ¿Te interesa?

—Basilio… —le recriminó Melchor con voz cansina, arrastrando las sílabas.

—¡Es de una calidad excelente! —se defendió el otro—. Tú puedes conseguir mejor precio que yo. Los curas te lo quitarán de las manos. A nosotros nos aprietan mucho con los precios. ¿Qué más te da de dónde venga?

Melchor rió.

—No me importa de dónde viene, sino cómo ha llegado. Ya lo sabes. No quiero traficar con tabaco que alguien ha llevado escondido en el culo. Solo de pensarlo siento escalofríos…

—Está bien envuelto en tripa de cerdo —terció su hermano Tomás en defensa del negocio.

Los demás asintieron. Sabían que cedería; siempre lo hacía, nunca se negaba a una petición de la familia, pero antes tenía que quejarse, alargar la discusión, hacerse de rogar.

—Aun así. ¡Lo han llevado en el culo! Algún día os pillarán…

—Es la única forma de burlar a los celadores de la fábrica —le interrumpió Basilio—. Cada día, al finalizar la jornada, desnudan a varios trabajadores, al azar.

—¿Y no les miran el culo? —rió Melchor.

—¿Te imaginas a uno de esos soldados metiendo el dedo en el culo de un gitano para ver si lleva tabaco? ¡Ni se les ocurre!

Melchor negó con la cabeza, pero la forma como lo hizo, complaciente, les indicó que el trato estaba cerrado.

—Un día uno de esos tarugos reventará y entonces…

—Los payos descubrirán otra forma de consumir el polvo —sentenció el tío Juan—. ¡Sorbiéndolo por el culo!

—Seguro que a muchos les gustaría más que por las narices —aventuró Basilio.

Los gitanos se miraron por encima de la mesa durante unos instantes y estallaron en carcajadas.

La conversación se alargó en la noche. El sobrino, su esposa y tres chiquillos entraron cuando los murmullos de la calle empezaron a decaer. Los niños se acostaron en dos jergones de paja que se hallaban en una esquina de la choza. Su padre observó que la jarra de vino estaba vacía y acudió a llenarla.

—Tu negra ha bebido… —empezó a decirle la mujer desde los jergones.

—No es mía —la interrumpió Melchor.

—Bueno, pues de quien sea, pero la has traído tú —continuó ella—. La tía le ha dado un bebedizo de cebada hervida con claras de huevo y le está bajando la calentura.

Luego el matrimonio se tumbó junto a sus hijos. Los hombres continuaron charlando, con su vino y sus cigarros. Melchor quería saber de la familia, y los demás le dieron buena cuenta de ello: Julián, casado con una Vega, herrero ambulante, había sido detenido cerca de Antequera mientras arreglaba los aperos de labranza de unos agricultores. «¡No llevaba cédula!», masculló el tío Juan. Los gitanos no podían trabajar como herreros, ni tampoco abandonar su domicilio. Julián estaba encarcelado en Antequera y ya habían hecho gestiones para conseguir su libertad. «¿Necesitáis algo?», se ofreció Melchor. No. No lo necesitaban. Tarde o temprano lo soltarían; comía de la caridad y no había cosa que molestase más a los funcionarios reales. Además, habían buscado la intercesión de un noble de Antequera y este se había comprometido a obtener su libertad. Tomás sonrió, Melchor también lo hizo: siempre había un noble que los sacaba de apuros. Les gustaba protegerlos. ¿Por qué lo hacían? Habían hablado de ello en numerosas ocasiones: era como si aquellos personajes de alta alcurnia se sintieran algo gitanos con sus favores, como si con ello quisieran demostrar que no eran como el común de la gente e hicieran suyas las ansias de libertad de la raza de sangre negra; como si participasen de un espíritu, de una forma de vida que les estaba vedada en su rutina y sus rígidas costumbres. Algún día se cobrarían el favor y les pedirían que cantasen o bailasen para ellos en una fiesta en algún palacio suntuoso, e invitarían a sus amigos e iguales para alardear de aquellas relaciones prohibidas.

—Hemos tenido noticias de que hace más o menos un mes —intervino el tío Mateo—, cerca de Ronda, la Hermandad confiscó los animales del Arrugado…

—¿Quién es el Arrugado? —preguntó Melchor.

—Aquel que siempre va encogido, el hijo de Josefa, la prima de…

—Ya, ya —le interrumpió Melchor.

—Le quitaron un caballo y dos borricos.

—¿Los ha recuperado?

—Los borriquillos, no. Se los quedaron los soldados y los vendieron. El caballo también lo vendieron, pero el Arrugado siguió al comprador y lo recuperó la segunda noche. Dicen que fue bastante fácil: el payo que lo compró lo dejó suelto en un cercado, él solo tuvo que entrar y cogerlo. Le gustaba ese caballo al Arrugado.

—¿Tan bueno es? —se interesó Melchor después de un nuevo sorbo de vino.

—¡Quita! —contestó su hermano—. Es un penco miserable que anda agarrotado, tieso, pero como lo hace igual que él, encogido, el hombre… pues se siente a gusto.

Otros miembros de la familia, le explicaron después a Melchor, se hallaban acogidos a sagrado en una ermita en el camino de Osuna desde hacía más de siete días. Les venía persiguiendo el corregidor de Málaga por la denuncia de unos payos malagueños.

—Ahora, como es habitual, están todos peleándose y discutiendo —informó el tío Basilio—: el corregidor los quiere para sí; la Santa Hermandad se ha presentado en la ermita y reclama que los gitanos son suyos; el cura dice que él no quiere saber nada, y el vicario, al que ha llamado el cura, alega que la justicia no los puede extraer de sagrado y que se dirijan al obispo.

—Siempre es lo mismo —comentó Melchor con el recuerdo de las veces que él mismo había tenido que buscar refugio en iglesias o conventos—. ¿Los extraerán?

—Da igual —contestó el tío Basilio—. De momento están dejando que se harten de discutir entre ellos. Todos tienen inmunidad fría, o sea que cuando salgan la alegarán y tendrán que ponerlos en libertad otra vez. Perderán sus armas y sus caballerías, pero poco más.

Era ya de madrugada. Melchor bostezó. El sobrino y su familia dormían en los jergones y la gitanería permanecía en silencio.

—¿Continuamos por la mañana? —propuso.

Los demás asintieron y se levantaron. Melchor se limitó a colocar la pierna en la mesa y empujarse hacia atrás hasta que la silla, sostenida únicamente sobre dos de sus patas, se apoyó contra la pared de la choza. Entonces cerró los ojos mientras escuchaba cómo salían sus parientes. «Inmunidad fría», sonrió para sí antes de que el sueño le venciese. Los payos siempre caían en las mismas trampas, la única posibilidad de sobrevivir para su pueblo, tan perseguido y vilipendiado en todo el país. A veces, cuando un gitano que se había refugiado en sagrado sabía que, en caso de ser extraído, la pena sería mínima o inexistente, se ponía de acuerdo con el alcalde para que lo extrajese por la fuerza, vulnerando con ello el asilo eclesiástico. A partir de ahí, si el alcalde o los justicias no lo restituían al mismo lugar del que había sido extraído, ya gozaba de lo que se conocía como inmunidad fría. Y no lo hacían; nunca lo hacían. En la siguiente ocasión en que lo detuvieran, quizá por un delito mayor, como simplemente andar libre por los caminos, podría alegar que la vez anterior no lo habían restituido a sagrado, librándose así de la condena. «Inmunidad fría», se repitió Melchor dejándose llevar por el sueño.

Melchor pasó la mañana siguiente en la gitanería, fumando, sentado en un taburete en la calle, junto a unas mujeres que fabricaban cestas con las cañas que recogían en las orillas del río, ensimismado en aquellas manos expertas que trenzaban y daban forma a unas canastas que luego tratarían de vender por calles y mercados. Escuchó sus conversaciones sin intervenir; todas conocían a Melchor. De vez en cuando, alguna desaparecía y al poco volvía con un traguito de vino para el tío. Comió en casa de su hermano Tomás, puchero de gallina un tanto podrida, y volvió a reclinar la silla para echarse una siesta. En cuanto despertó, se dispuso a regresar al callejón de San Miguel.

—Gracias por la comida, hermano.

—No hay de qué —contestó Tomás—. No te olvides de esto —añadió entregándole el «tarugo» del que habían hablado la noche anterior: una tripa de cerdo rellena de tabaco en polvo—. El tío Basilio confía en obtener un buen beneficio.

Melchor cogió el «tarugo» con una mueca de asco, lo guardó en uno de los bolsillos interiores de su chaquetilla y abandonó la barraca. Luego empezó a recorrer la calle que lindaba con la pared del huerto de los cartujos. Le hubiera gustado seguir viviendo allí, con los suyos, pero su hija y su nieta, sus seres más queridos, lo hacían con los Carmona, en el callejón, y él no podía alejarse de quien era sangre de su sangre.

—¡Sobrino! —El grito de una mujer interrumpió sus pensamientos. Melchor se volvió hacia la vieja María, en la puerta de su choza—. Te dejas a tu negra —añadió esta.

—No es mía.

Contestó con hastío; ya lo había dicho en varias ocasiones.

—Ni mía —se quejó la mujer—. Ocupa mi jergón, y las piernas le salen por debajo. ¿Qué quieres que haga yo con ella? ¡Llévatela! Tú la trajiste, tú te la llevas.

«¿Llevármela?», pensó Melchor. ¿Qué iba a hacer él con una negra?

—No… —empezó a decir.

—¿Cómo que no? —le interrumpió la vieja María poniéndose en jarras—. He dicho que se va contigo y así será, ¿entendido?

Varios gitanos se arremolinaron junto a ellos al oír el escándalo. Melchor observó a la anciana, pequeña, enjuta y arrugada, plantada en la puerta de la choza con su delantal coloreado, retándole. Él…, él era respetado por cuantos vivían en la gitanería, pero ante sí tenía nada menos que a la vieja María. Y cuando una gitana como la vieja María se ponía en jarras y te atravesaba con los ojos…

—¿Qué quieres que haga con ella?

—Lo que te plazca —contestó la vieja sabiéndose vencedora.

Varias gitanas sonrieron; un hombre resopló, otro ladeó la cabeza con una mueca y un par de ellos renegaron por lo bajo.

—No podía moverse… —arguyó Melchor señalando el barro de la calle—, se cayó aquí…

—Ahora ya puede. Es una mujer fuerte.

La vieja María le dijo que la mujer negra se llamaba Caridad y entregó a Melchor un odre con el resto del bebedizo de cebada con yemas de huevo que la enferma debía tomar hasta que las calenturas desaparecieran por completo.

—Devuélvemelo la próxima vez que vengas por aquí —le advirtió—. ¡Y cuídala! —le exhortó la vieja cuando ya emprendían la marcha.

Melchor se volvió extrañado hacia ella y la interrogó con la mirada. ¿Qué le importaba? ¿Por qué…?

—Sus lágrimas son tan tristes como las nuestras —se adelantó la vieja María imaginando sus pensamientos.

Y de tal guisa, con Caridad notablemente recuperada tras él y el odre colgando del bastón a modo de pértiga sobre su hombro, Melchor se presentó en el callejón de San Miguel, inundado de humo, ahogado en el repique de los martillos sobre el yunque.

—¿Y esa? —le interrogó con acritud su yerno José en cuanto le vio cruzar la puerta del corral de vecinos. Tenía aún el martillo en la mano e iba ataviado con un delantal de cuero sobre el torso desnudo y sudoroso.

Melchor se irguió con el odre todavía colgando del bastón, a su espalda, Caridad quieta tras él, sin entender la jerga gitana. ¿Quién era aquel desabrido de José Carmona para pedirle explicación alguna? Alargó el desafío durante unos instantes.

—Canta bien —se limitó a responder al fin.

4

La herrería de la familia Carmona estaba en los bajos de un corral de vecinos del callejón de San Miguel. Se trataba de un edificio rectangular de tres pisos levantado alrededor de un diminuto patio, en el centro del cual se abría un pozo de cuyas aguas se beneficiaban el taller y las familias que vivían en los pisos altos. Sin embargo, llegar hasta el pozo se convertía a menudo en tarea difícil, puesto que tanto el patio como los corredores que lo circundaban se utilizaban como almacén del carbón para la fragua o de los desechos de hierro que los gitanos recogían para trabajar: multitud de pedazos retorcidos y herrumbrosos amontonados en el patio porque, a diferencia de los payos sevillanos que tenían que comprar en Vizcaya la materia prima para sus herrerías, los del «hierro viejo», los gitanos, no estaban sometidos a ordenanza alguna ni a veedores que controlaran la calidad de sus productos. Por detrás del patio del pozo, siguiendo un angosto corredor cubierto por el techo del primer piso, se llegaba a un patinejo en el que había una letrina y, junto a esta, una pequeña habitación originariamente destinada a lavadero; esa pieza la había hecho suya Melchor Vega a su vuelta de galeras.

—Tú puedes quedarte ahí. —El gitano indicó a Caridad el suelo del patinejo, entre la letrina y la entrada a su habitación—. Tienes que continuar bebiendo el remedio hasta que sanes; luego podrás irte —añadió entregándole el odre—. ¡Solo faltaría que la vieja María creyese que no te he cuidado!

Melchor entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Caridad se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, y ordenó sus escasas pertenencias con cuidado: el hatillo a su derecha, el odre a la izquierda, el sombrero de paja en sus manos.

Los temblores ya no la asediaban y la fiebre había remitido. Recordaba vagamente los primeros momentos de su estancia en la choza de la gitanería: primero le dieron agua, pero no le permitieron saciar la sed que la quemaba. Pusieron paños fríos sobre su frente hasta que la vieja María se arrodilló junto al jergón y la obligó a tragar el espeso brebaje de cebada hervida. Detrás de ella, dos mujeres rezaban en voz alta atropellándose la una a la otra, encomendándose a un sinfín de vírgenes y santos mientras trazaban cruces en el aire con las manos.

—¡Dejad las santerías para los payos! —les ordenó la vieja María.

Luego Caridad cayó en un sopor inquieto y confuso que la transportó al trabajo en la vega, al látigo, a las orgías de los días de fiesta, y se le aparecieron todos los viejos dioses a los que cantaban y suplicaban. Los tambores yorubas resonaron en su cabeza a un ritmo frenético, igual que lo habían hecho en el barracón. En un aquelarre que en sueños se le antojó aterrador, con ella bailando en el centro del barracón, volvió a ver a los negros que golpeaban las membranas de los timbales, sus risas y sus gestos obscenos, los de aquellos otros esclavos que los acompañaban con las claves o las maracas, sus rostros gritando frenéticos a un palmo del suyo, todos a la espera de que la santa bajase y montara a Caridad. Y Oshún, su orisha, al fin lo hizo y la montó, pero en su sueño no lo hizo para acompañarla en un baile alegre y sensual, tal como era la diosa, tal como lo había hecho en otras ocasiones, sino que la violentó en sus movimientos y en sus gestos hasta introducirla en un infierno donde luchaban todos los dioses del universo.

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