Había cesado la persecución. No merecía la pena molestarse por una vulgar morena que había robado un pedazo de pan. El tajador, pues, se encontró en mitad de la calle de Alcalá rodeado de todo tipo de carruajes, cocheros y lacayos, los de los nobles ataviados con librea; otros, los que acompañaban a quienes sin pertenecer a la nobleza gozaban del permiso real para utilizar carrozas, sin ella. Los alaridos con que había azuzado a quienes hasta ese momento creía que lo acompañaban se ahogaron en su garganta ante la mirada de desprecio de la mayoría de los cocheros y de los lacayos que acompañaban a pie las carrozas de sus señores. Él, un sucio y vulgar rufián, tenía más que perder si se significaba precisamente allí, entre los grandes.
—¡Aparta! —le conminó a gritos un cochero.
Uno de los lacayos hizo ademán de dirigirse hacia él. El tajador disimuló y desapareció por donde había venido.
Solo el ahogo y la opresión que atenazó su pecho lograron poner fin a la frenética carrera de Caridad. Se detuvo, apoyó las manos en sus rodillas y empezó a toser. Superó una arcada entre tos y tos. Volvió la cabeza y solo alcanzó a ver a algunas personas que curioseaban antes de proseguir su camino, indiferentes. Se irguió y buscó el aire que le faltaba. Frente a ella, al final de una calle estrecha, se alzaban, una a cada lado, dos torres coronadas por chapiteles con cruces. En la de la izquierda se veía también un campanario: una iglesia. Pensó, antes de volver una vez más la mirada atrás, que quizá pudiera refugiarse en ella. Nadie la perseguía, pero ignoraba dónde se encontraba. Cerró los ojos con fuerza y notó el acelerado palpitar de su corazón en las sienes. Le parecía que había cruzado todo Madrid. Se había alejado de la posada y no sabía cómo regresar a ella. No sabía dónde estaba la posada. No sabía dónde estaba ella. No sabía dónde estaba Melchor. No sabía…
Justo delante de donde se encontraba, a escasos pasos, vio una verja de hierro que daba acceso a un gran patio de la parte trasera de la iglesia. Estaba abierta. Se encaminó hacia ella preguntándose si la admitirían en el templo. Solo era una negra descalza, sudorosa y vestida con harapos de esclava. ¿Qué contestaría al cura si la interrogaba? ¿Que huía porque la acusaban de robar pan? Una hogaza de pan que todavía llevaba en las manos.
Un olor putrefacto, más incluso que el de las calles de Madrid rebosantes de los excrementos que sus vecinos lanzaban por las ventanas, golpeó sus sentidos al traspasar la verja de hierro y acceder al cementerio anejo a la iglesia. Nadie vigilaba en aquel momento los enterramientos. «Quizá esté más segura aquí que en la iglesia», pensó al tiempo que se escondía entre un pequeño monumento funerario y una pared de nichos. Conocía el origen de aquel hedor: era el que desprendían los cadáveres en descomposición, como los de los esclavos huidos, los cimarrones que a veces encontraban entre los cañaverales.
Mordió el pan con el olor a muerto mezclado en su saliva, como si pudiese masticarse de lo denso que era, y se dispuso a ordenar los acontecimientos y pensar qué era lo que podía hacer a partir de entonces. Tenía tiempo hasta el anochecer, cuando salieran los fantasmas… y allí debía de haberlos a cientos.
No muy lejos del cementerio de la parroquia de San Sebastián, donde cinco días después iba a hallar refugio Caridad, estaba la de Santa Cruz, cuya torre de ciento cuarenta y cuatro pies de altura dominaba la plazuela de igual nombre. Era en este lugar donde el sábado de Ramos, antes de proceder a su inhumación en el cementerio de la iglesia, la cofradía de la Caridad exponía las calaveras de aquellos que habían sido condenados a muerte y degollados, tras rescatarlas de los caminos en los que se exhibían para intimidar a los ciudadanos. La parroquia de San Ginés se ocupaba de los ahorcados y la de San Miguel de los ajusticiados por garrote vil.
En la misma plazuela de Santa Cruz, bajo sus soportales, se encontraba el mayor mercado de mano de obra doméstica. Allí se apostaban los criados sin trabajo y sobre todo las nodrizas y las amas de cría a la espera de que acudieran a contratarlas. Madrid necesitaba muchas nodrizas para la cría del cada vez más elevado número de niños expósitos y abandonados, pero sobre todo eran contratadas por las mujeres que no querían dar de mamar a sus hijos para no castigar sus pechos. Las «vanidades de la teta», lo llamaban quienes propugnaban la lactancia materna.
Pero en aquella plazuela se hallaba también uno de los estancos para la venta de tabaco al por menor que mayores beneficios procuraban a la hacienda real, junto a los de Antón Martín, Rastro y Puerta del Sol, del total de veintidós que se contaban en Madrid. La venta de tabaco se complementaba con dos tercenas: almacenes del Estado que vendían al por mayor, nunca por debajo de un cuarterón de tabaco en polvo o en hoja, por lo que solo los consumidores capaces de comprar tal cantidad, con el dispendio que ello significaba, accedían a ellas.
La misma mañana en que dejó a Caridad en la posada, Melchor comprobó que el de Santa Cruz, con la venta de tabaco en polvo como única actividad, parecía más una botica destinada al suministro de medicinas y remedios que los que comerciaban con el incipiente pero ya imparable tabaco de humo que consumían las clases más humildes. En el centro del mostrador, a la vista del público, como estaba ordenado, se veía una balanza de precisión para pesar el polvo de tabaco; en las estanterías de las paredes se alineaban las vasijas de barro vidriado o de hojalata que lo contenían e impedían que perdiera su fragancia, como sucedía si se guardaba en bolsitas de papel, algo que estaba terminantemente prohibido.
Ramón Álvarez, el estanquero, torció el gesto ante el gitano, su desvaída casaca amarilla, sus aros en las orejas, las miles de arrugas que surcaban su rostro atezado y aquellos ojos que parecían escudriñar en el interior de la gente, pero de mala gana se prestó a hablar con él ante la insistencia de Carlos Pueyo, el viejo escribano público que lo acompañaba y con el que ya había llevado a cabo algunos tratos tan oscuros como fructíferos. La esposa de Álvarez quedó al cuidado del negocio mientras Carlos y Melchor seguían el apático ascenso del estanquero al piso superior del establecimiento, donde estaba su domicilio.
Con todo, cualquier atisbo de suspicacia en Ramón Álvarez desapareció en cuanto sorbió una muestra del rapé que le proporcionó Melchor. Su rostro se iluminó con la sola mención de la cantidad de libras de las que disponía el gitano.
—Nunca te arrepentirás de tratar conmigo —le recriminó el escribano al estanquero por su recelo inicial.
Melchor fijó su mirada en el viejo escribano: con esas mismas palabras había puesto fin a su reunión cuando, tras presentarse en su escritorio, habían estado tratando, por recomendación de Eulogio, de la situación de su hija Ana en el presidio de gitanos de Málaga. Le habló de la vasija de rapé a la hora de negociar el coste y pago de sus honorarios y los del embudista que sería necesario para mediar ante las autoridades para la liberación de la gitana. «Son caros los embudistas, pero se mueven bien en la corte y saben a quién hay que comprar», sentenció Carlos Pueyo.
En ese momento, en aquel piso que escondía el hedor de las calles de Madrid en los aromas del tabaco que durante años se había almacenado en los bajos, Melchor reconoció en el rostro del estanquero la misma codicia que mostrara el escribano.
—¿Dónde tienes el rapé?
Idéntica pregunta le había efectuado el otro. El gitano, con igual gravedad, repitió la respuesta:
—No te interesa. Está a tan buen recaudo como puedan estarlo tus dineros para comprarlo.
Ramón Álvarez se movió con diligencia: conocía el mercado, conocía a quien pudiera estar interesado en aquella mercancía prohibida y, sobre todo, conocía a quien pudiera pagar su elevado coste. Él no era más que un estanquero, a sueldo de la Corona, que percibía unos reales al día, como todos los que se hallaban al frente de establecimientos con ventas elevadas. Existían otros, aquellos que vendían menores cantidades o los que, en los pueblos y por no soportar el negocio el sueldo y los gastos de un estanco, eran obligados por la Corona a suministrar tabaco en tiendas de artículos diversos e iban a la décima: un diez por ciento del total vendido.
Pero por más que los estanqueros gozasen de una posición privilegiada, pues estaban libres de cargas y obligaciones, de repartos, de bagajes o de ser llamados al ejército; exentos del pago de portazgos, pontazgos o barcajes y no podían ser agraviados u ofendidos, aquellos reales resultaban insuficientes para acomodar su vida al boato y lujo de quienes gozaban de similares prerrogativas. Madrid era una ciudad cara, y una partida de rapé de la calidad que acreditaba la de Melchor era uno de los mejores negocios que podían llegar a hacer porque, además, no influía sobre ventas de polvo de tabaco español.
Mientras el estanquero se dedicaba a conseguir los dineros —«Esta misma noche dispondré de ellos y cerraremos el trato», se comprometió ante la posibilidad de que se le escapase el negocio—, Melchor se dispuso a ir en busca de sus parientes.
La calle de la Comadre de Granada. Siempre recordaría ese nombre. Chocante; ¿por qué una calle de la capital se llamaba de forma tan rara? Allí vivía el Cascabelero con su familia, como muchos otros gitanos, y si ya no lo hacían, seguro que obtendría noticias. Preguntó para llegar. «Hacia abajo. Bastante cerca», le indicaron. La calle de la Comadre pertenecía al Madrid humilde de los jornaleros. A ambos lados de lo que no era más que un simple camino de tierra que iba a parar al barranco de Embajadores se abrían con monotonía decenas de casas bajas y míseras, de estrechas fachadas y con pequeños huertos en sus traseras, cuando no algunos otros edificios que se añadían a los primeros, con los que compartían habitaciones y salida. Melchor se daba cuenta de que iba a descubrir su presencia en Madrid, pero lo cierto era que no podía afrontar aquella operación él solo. Podían robarle, sin más, hacerse con la tinaja y matarle.
—Sigue hacia arriba —le indicó una mujer después de recorrer la calle en un par de ocasiones sin dar con la vivienda—, y una vez superes la calle de la Esperancilla, la segunda o la tercera de las casas…
Y aun cuando no le robasen, ¿cómo iba a transportar la tinaja hasta Madrid y moverse con ella? Podía contar con la ayuda de Caridad, pero no quería mezclarla; prefería correr el riesgo de ser traicionado. Tenían que ser otros, y nadie mejor que alguien emparentado con él, por escasa que fuera la sangre Vega que corriera por sus venas.
Cualquier asomo de duda se desvaneció al insondable cruce de miradas que se produjo entre Melchor y el Cascabelero, ambos agarrados de los antebrazos, apretando, transmitiéndose afecto, prometiéndose lealtad. Al mero contacto con su pariente, convertido en patriarca de los suyos como lo demostraba el respetuoso silencio de cuantos rodeaban a la pareja, Melchor supo que estaba enterado de su sentencia de muerte.
—¿Y la tía Rosa? —se interesó Melchor después de decirse todo con los ojos.
—Falleció —contestó el Cascabelero.
—Era una buena gitana.
—Lo fue, sí.
Melchor saludó uno por uno a los miembros de la extensa familia del Cascabelero. Su hermana, viuda. Zoilo, el hijo mayor, picador de toros, lo presentó con orgullo su padre antes de indicarle a su nuera y a sus nietos. Dos hijas más con sus respectivos maridos, una de ellas con un bebé en brazos y otros chiquillos escondidos tras sus piernas, y el cuarto, Martín, un muchacho que recibió su saludo con rostro de admiración.
—¿Usted es el Galeote?
—Últimamente hemos hablado bastante de ti —le confió el Cascabelero mientras Melchor asentía a la pregunta y le palmeaba la mejilla.
Cerca de veinte personas se hacinaban en aquella pequeña casa de la calle de la Comadre.
Mientras las mujeres preparaban la comida, Melchor, el patriarca y los demás hombres se acomodaron en el pequeño huerto trasero, bajo un voladizo, unos en sillas desvencijadas, otros sobre simples cajones.
—¿Qué edad tienes? —preguntó Melchor a Martín, el muchacho asomado por la cortinilla que a modo de puerta daba acceso al huerto.
—Voy a cumplir quince años.
Melchor buscó el consentimiento del Cascabelero.
—Ya eres todo un gitano —le dijo al ver que su padre asentía—, ven con nosotros.
Esa misma tarde, en la escribanía, Carlos Pueyo le confirmó que el estanquero disponía de los dineros para comprar el rapé.
—Habría sido capaz de vender a su esposa y a su hija por conseguirlo para esta misma noche —afirmó el escribano ante el gesto de sorpresa con el que el gitano recibió la noticia—. Por la esposa poco le hubieran dado —bromeó—. La hija, sin embargo, tiene sus encantos.
Pactaron la venta a partir de las once de la noche, hora hasta la que tenía que estar abierto el estanco.
—¿Dónde? —preguntó Melchor.
—En el estanco, por supuesto. Tiene que comprobar la calidad, pesar el rapé… ¿Algún problema? —añadió el escribano ante la actitud reflexiva del gitano.
Quedaban siete horas.
—Ninguno —afirmó este.
Junto al Cascabelero y todos los hombres de su familia, el joven Martín incluido, Melchor abandonó Madrid por la puerta de Toledo. Sonrió con Caridad en la mente al llegar al matorral en el que permanecía escondida la tinaja. «¿Ves como está, morena?», se dijo mientras Zoilo y sus cuñados la desenterraban. ¿Qué harían después de cerrar el negocio? Zoilo y su padre habían sido tajantes.
—Desde que has puesto los pies en la calle de la Comadre, ten por seguro que los García ya saben que estás en Madrid.
—¿Hay Garcías aquí?
—Sí. Una rama de ellos, sobrinos del Conde. Vinieron desde Triana.
—Debió de ser…
—Más o menos mientras estabas en galeras. Tu tía Rosa los odiaba. Nosotros empezamos a odiarlos y ellos nos odian a nosotros.
—No quisiera crearos problemas —dijo Melchor.
—Melchor —el patriarca le habló con seriedad—, los Costes y los que están con nosotros te defenderemos. ¿Pretendes que el fantasma de tu tía venga a apalearme por las noches? Los García se lo pensarán dos veces antes de meterse en este lío.
¿Defenderían también a Caridad? Al hablarle de la sentencia habían incluido a la mujer; sin embargo nadie le preguntó por ella; no era gitana. Mientras estuviera en Madrid tendría que andar siempre protegido por los hombres del Cascabelero, vivir con ellos, pero dudaba que estuvieran dispuestos a buscarse problemas por una morena.