Caridad quiso responderle que lo habría hecho de haber sabido algo de él. Quiso decirle que había sido esclava durante demasiados años, una obediente esclava negra, pero las palabras se le convirtieron en un sollozo.
En esta ocasión fue el gitano quien abrió las manos. Caridad estaba plantada frente a él, a solo unos pasos; su ya gastada camisa de bayeta se movía al ritmo de su llanto.
Melchor dudó. Se acercó.
—Morena —susurró.
Hizo ademán de abrazarla, pero ella dio un paso atrás.
—¡Lo has matado! —le recriminó de nuevo.
—No es así —replicó el otro—. Él se buscó la muerte. —Antes de que Caridad interviniera, continuó—: Para un gitano hay una gran diferencia.
Dio media vuelta y reemprendió el camino.
Ella lo contempló alejarse.
—¿Y Milagros? —gritó.
Melchor apretó los dientes con fuerza. Estaba seguro de que la niña lo superaría. Tan pronto como él liberara a su madre…
—¿Qué pasa con Milagros? —insistió Caridad.
El gitano volvió la cabeza.
—Morena, ¿vienes o no?
Lo siguió. Con Sevilla a sus espaldas, arrastró los pies descalzos tras los pasos del gitano dejándose llevar por un llanto seco y profundo, igual que aquel que vertió cuando la separaron de su madre o de su pequeño Marcelo. Entonces fueron los amos blancos quienes forzaron su triste destino, pero ahora… ahora había sido la propia Milagros la que había renegado de su amistad. Las dudas sobre su culpa la perseguían: ella solo había obedecido a unos y a otros, como siempre hacía. En el dolor revivió los aplausos con los que Milagros la acogió aquella primera vez en que se vistió su traje colorado. Las risas, el cariño, ¡la amistad! Los padecimientos sufridos tras la detención de los gitanos. Tantos momentos juntas…
Así cavilando llegaron a un convento a cuyas puertas Melchor la obligó a esperar.
Salió de él con dineros y una buena mula aparejada con alforjas.
—Otros frailes que, como los de Santo Domingo de Portaceli —comentó el gitano de nuevo en camino—, no volverán a confiar en mí cuando vean que no les traigo el tabaco que les he prometido.
Caridad recordó el episodio y al prior alto y de pelo canoso que no había tenido las agallas suficientes para enfrentarse a unos gitanos que le traían menos corachas de las que habían acordado. «Todo por mi culpa», se acusó.
—Pero lo primero es mi hija —continuó el gitano—, y necesitamos este dinero para multiplicarlo y comprar voluntades en la corte. Seguro que su Dios lo entiende así, y si su Dios lo entiende, ellos tendrán que entenderlo también, ¿o no?
Melchor hablaba sin esperar respuesta mientras caminaban. Sin embargo, cuando se detenían, caía en la melancolía que Caridad conocía tan bien; entonces hablaba solo, aunque a veces se volvía en busca de una aprobación que ella no le concedía.
—¿Estás de acuerdo, morena? —le preguntó una vez más. Caridad no contestó; Melchor no le dio importancia y prosiguió—: Tengo que conseguir que liberen a mi hija. Solo Ana será capaz de meter en vereda a esa niña. ¡Casarse con un García! ¡El nieto del Conde! Ya verás, morena, que todo volverá a ser igual en cuanto Ana aparezca…
Caridad dejó de escucharle. «Todo volverá a ser igual.» Las lágrimas empañaron la visión del gitano que tiraba de la mula por delante de ella.
—Y si los frailes no están conformes —decía Melchor—, que me busquen. Podrían hacer partido con los García, que también estarán en ello. Seguro, morena. A estas horas ya estará reunido el consejo de ancianos que dictará nuestra sentencia de muerte. Quizá tú te salves, aunque lo dudo. Imagino la sonrisa de satisfacción de Rafael y la de la ramera de su esposa. Esconderán el cadáver del Carmona para que la justicia del rey no intervenga y pondrán en marcha la justicia gitana. En poco tiempo todos los gitanos de España se enterarán de nuestra sentencia y cualquiera podrá ejecutarla. Aunque no todos los gitanos obedecen a los García y a los ancianos de Triana —añadió al cabo de un buen rato.
Cruzaron pueblos sin detenerse. Compraron tabaco y comida con el dinero de los frailes y durmieron a la intemperie, siempre en dirección al noroeste, hacia la raya de Portugal. Durante las noches, Melchor prendía alguno de los cigarros y lo compartía con Caridad. Los dos aspiraban con fuerza hasta llenar sus pulmones; ambos se dejaban llevar por la placentera sensación de letargo que les producía el tabaco. Melchor no volvió a pedirle que cantara y ella tampoco se decidió a hacerlo.
—Milagros lo superará —escuchó que afirmaba Melchor una de aquellas noches, de repente, rompiendo el silencio—. Su padre no era un buen gitano.
Caridad calló. Día tras día, en silencio, en la más profunda intimidad, volvía a sentir los golpes de Milagros sobre sus pechos y sus sueños se veían turbados por el rostro airado de la joven mientras la insultaba y le escupía a gritos su rechazo.
Llegaron a la sierra de Aracena. Melchor evitó transitar por las cercanías de Jabugo y dio un rodeo para llegar a Encinasola y de allí a Barrancos, en aquel territorio de nadie entre España y Portugal del que había hablado el herrero con quien se habían topado durante su huida por el Andévalo.
El gitano fue amistosamente recibido por el propietario del establecimiento que proveía de tabaco a los contrabandistas españoles.
—Te dábamos por muerto, Galeote —le dijo Méndez tras un afectuoso saludo—. Los hombres del Gordo contaron que tu herida…
—No era mi momento. Todavía tenía cosas que hacer por aquí —le interrumpió Melchor.
—Nunca me gustó el Gordo.
—Me robó dos corachas de tabaco en las playas de Manilva, luego ordenó asesinar al nieto de mi primo.
Méndez asintió, pensativo.
Así se enteró Caridad de la muerte del capitán de la partida de contrabandistas que la había engañado en la playa y que tantos disgustos y problemas había ocasionado. Percibió que Melchor la miraba de reojo cuando Méndez le preguntó por la mujer armada con un trabuco que se había enfrentado a toda una partida de hombres y que disparó a un contrabandista, de los dos grandes perros que acabaron a dentelladas con la vida del Gordo, y de cómo aquella mujer había huido con lo que todos consideraban ya el cadáver del Galeote.
—Te salvó la vida —afirmó Méndez—. Estarás agradecido.
Caridad aguzó el oído. Melchor intuyó su interés y volvió a mirarla de soslayo antes de contestar:
—Los payos, incluidas vuestras mujeres, tenéis una idea errónea del agradecimiento.
Se hospedaron en las instalaciones del vendedor de tabaco y, al igual que en la venta de Gaucín, Melchor se ocupó de dejar bien claro a cuantos mochileros y contrabandistas aparecieron por el lugar que Caridad era suya y por lo tanto intocable. Los tres primeros días, Melchor los pasó reunido con Méndez.
—No te alejes mucho, morena —le indicó el gitano—, por aquí siempre ronda mala gente.
Caridad le hizo caso y remoloneó por las cuadras y los alrededores del establecimiento, mirando el paisaje que se extendía a sus pies y pensando en Milagros; curioseando a las gentes que iban y venían con sus sacos y mochilas, y recordando a Milagros de nuevo; buscando refugio a su pena en el tabaco que allí abundaba y pensando en ella… y en Melchor.
—¿Quién era la mujer que te salvó del Gordo? —le preguntó una noche estando los dos tumbados en jergones contiguos en una habitación grande que compartían con otros contrabandistas. No tuvo que bajar la voz; en el otro extremo de la estancia, un mochilero disfrutaba de una de las muchas prostitutas que acudían al olor del dinero. No era la primera vez que sucedía.
Durante unos instantes solo se escucharon los jadeos de la pareja.
—Alguien que me ayudó —contestó Melchor cuando Caridad ya daba por inútil la pregunta—. No creo que volviera a hacerlo —añadió con un deje de tristeza que a la mujer no le pasó inadvertido.
Los jadeos se convirtieron en aullidos sordos antes de alcanzar el éxtasis. Aquellas mujeres disfrutaban con los hombres, pensó Caridad, algo que a ella le parecía vedado.
—Canta, morena —la interrumpió el gitano.
¿Acaso sabía lo que pensaba? Quería cantar. Necesitaba cantar. Deseaba que todo volviera a ser como antes.
Esperaban la llegada de una partida de rapé francés, le explicó Melchor cuando Caridad le preguntó cuánto tiempo estarían allí y por qué no iban a Madrid a procurar la liberación de Ana.
—Generalmente entra por Cataluña —continuó el gitano—, pero los de la ronda del tabaco vigilan cada vez más y es complicado. Es muy difícil y caro conseguirlo, pero obtendremos buenos beneficios.
El consumo de rapé, el grueso tabaco en polvo elaborado en Francia, estaba prohibido en España; solo se permitía sorber el finísimo polvo español, de color oro y perfumado con agua de azahar en la fábrica de tabacos de Sevilla, mejor que cualquier rapé a decir de muchos. Aunque existían otros tipos de polvo, como el de palillos, el de barro, el vinagrillo o el cucarachero, el de color de oro era el mejor. Sin embargo, el gusto por todo lo francés, incluido el rapé, se imponía incluso contra las órdenes de la Corona, y los primeros en saltárselas no eran otros que los mismos cortesanos. El rey había dictado severísimas penas para quien defraudara con rapé: los nobles e hidalgos podían ser castigados con fuertes multas y cuatro años de destierro la primera vez que fueran condenados; el doble de la multa y cuatro años de presidio en África en la segunda ocasión, y destierro perpetuo y pérdida de todos sus bienes a la tercera. A los demás, al pueblo llano, se les sentenciaba a multas, azotes, galeras, e incluso a la muerte.
Pero la elegancia de sorber rapé en lugar de polvo español, unido al riesgo y la atracción por lo prohibido, conllevó que en la mayoría de los salones de la corte y de la nobleza se continuara aspirando. ¿Cómo iba un petimetre a humillarse utilizando polvo español por más que su calidad estuviese reconocida en toda Europa? Y el consumo de rapé se hallaba tan en auge en la propia corte que las autoridades llegaron, ingenuamente, a permitir las denuncias secretas: el denunciante tenía derecho a percibir la multa que se impusiera al acusado y el juez debía entregársela en mano y reservar su identidad; pero España no era país para guardar secretos, y el rapé continuó siendo objeto de contrabando y aspirándose.
Méndez le había prometido una buena variedad: polvo oscuro y grueso como el serrín, elaborado en Francia mediante técnicas que cada fábrica mantenía en secreto. Las hojas de tabaco más carnosas y gruesas se mezclaban con algunos elementos químicos (nitratos, potasas o sales) y con elementos naturales (vino, aguardiente, ron, zumo de limón, melaza, pasas, almendras, higos…). El tabaco y las mezclas de cada fábrica se mojaban, se cocían, se dejaban fermentar durante seis meses, se prensaban en rollos y se volvían a dejar añejar otros seis u ocho meses. Los aristócratas franceses rayaban personalmente los rollos o
carottes
con pequeños raspadores, pero eso en España no se estilaba, por lo que el rapé venía ya preparado y listo para ennegrecer las narices, barbas y bigotes de quienes lo consumían, hasta el punto de que en la corte ya no se usaban pañuelos blancos, sino grises para disimular la mucosidad ocasionada por los constantes estornudos.
—¿Lo llevaremos a Madrid? —preguntó Caridad.
—Sí. Allí lo venderemos.
Melchor dudó, pero al final decidió esconderle las penas que podían imponerles si los detenían en posesión de una partida de rapé. Estaban los dos sentados al sol, sobre una gran roca desde la que se divisaba todo el valle del río Múrtiga, dejando transcurrir las horas con indolencia.
—¿Cuánto tiempo debemos esperar?
—No lo sé. Tiene que llegar de Francia, primero en barco y luego hasta aquí.
Caridad chasqueó la lengua en señal de fastidio: cuanto antes llegaran a Madrid, antes liberarían a Ana y ella, la madre de Milagros, podría arreglar las cosas. Melchor malinterpretó el chasquido.
—¿Sabes una cosa, morena? —dijo entonces—. Creo que podríamos sacar algo de provecho a nuestra espera.
Al despuntar el alba del día siguiente, con las primeras luces, cargando los sacos a las espaldas como simples mochileros, Caridad y Melchor cruzaron la raya y se internaron en tierras españolas. Méndez informó al gitano de que los curas de Galaroza necesitaban tabaco.
—A partir de ahora, morena —le advirtió Melchor nada más iniciar el descenso de Barrancos por un abrupto y escondido sendero de cabras—, silencio, mira bien dónde pisas y… ni se te ocurra cantar.
Ella no pudo reprimir una risilla nerviosa. La idea de contrabandear con Melchor la emocionaba.
Fueron quizá los días más maravillosos en la vida de Caridad. Días mágicos e íntimos: los dos caminando en silencio por veredas solitarias, entre árboles y campos de cultivo, escuchándose respirar el uno al otro, rozándose, escondidos al sonido de alguna caballería que se acercaba. Luego se sonreían al comprobar que no se trataba de la ronda del tabaco. Melchor le habló de los caminos, del tabaco, del contrabando y de sus gentes, explicándole las cosas con más detalle del que jamás había usado con nadie. Caridad escuchaba embelesada; de vez en cuando se detenía a recoger algunas hierbas con intención de secarlas a la vuelta: romero, poleo…, otras muchas no las conocía, pero era tal su aroma que también se hizo con ellas. Melchor la dejaba hacer; soltaba el saco y se sentaba a observarla, atraído por sus movimientos, su cuerpo, su voluptuosidad; atrás fue quedando el recelo por lo del Carmona.
No tenían prisa. El tiempo era suyo. Los caminos eran suyos. El sol era suyo, también la luna que alumbró aquella primera noche al raso que compartieron con el lejano aullar de los lobos y el correteo de los animales nocturnos.
Casi un mes, que se les hizo corto, tardó en llegar el rapé prometido. Melchor y Caridad volvieron a salir de contrabando por la zona en varias ocasiones.
—Canta, morena —le pidió el gitano.
Habían hecho noche de regreso a Barrancos, libres ya de la carga de tabaco y del riesgo de que la ronda les prendiera con ella a cuestas. La primavera estaba en plena eclosión y se escuchaba el correr de las aguas del arroyo junto al que Melchor decidió detenerse. Después de comer algo de carne en adobo, pan y algunos tragos del vino que portaban en un odre de cuero, el gitano se tumbó en el suelo, sobre una vieja manta.
Caridad fumaba cerca de la orilla del arroyo, a pocos pasos. Se volvió a mirarlo. Había accedido a cantar siempre que Melchor se lo pedía a partir de cuando decidió hacerlo días después de llegar a Barrancos. Sin embargo, tan pronto como entonaba los primeros lamentos, el gitano se perdía en su propio mundo y su presencia se desvanecía. Caridad llevaba días compartiendo su vitalidad. No quería que volviera a sumirse en aquel hoyo que con tanta ansia parecía reclamarlo; deseaba sentirlo vivo.