Nicolasa le había ido transmitiendo las noticias que recogía en Jabugo acerca de la suerte de los gitanos; mochileros y contrabandistas sabían cosas. Primero se vio obligada a confirmarle aquellas palabras del Gordo que a punto habían estado de costarle la vida: sí, todos los gitanos del reino habían sido detenidos a la vez; Sevilla y con ella Triana no habían sido la excepción. Melchor no le preguntó por qué no se lo había dicho en su momento: ya conocía la respuesta. En noviembre, sin embargo, Nicolasa sí corrió a contarle la buena nueva: ¡los liberaban!
—Seguro —reiteró—. La gente habla de partidas de gitanos de Cáceres, Trujillo, Zafra o Villanueva de la Serena que han vuelto a sus pueblos y al tabaco. Los han visto y han hablado con ellos.
»Tómate tiempo —volvió a suplicarle aquel día.
Nicolasa solo pedía tiempo. «¿Para qué?», se preguntaba la mujer sin hallar respuesta. Melchor estaba decidido; lo veía en sus ojos, en los esfuerzos que el perezoso gitano, que antes dejaba transcurrir las horas sentado a la puerta del chozo, hacía para volver a andar; en la melancolía que podía palparse en él cuando perdía la vista en el horizonte. ¿Y ella? Solo rezaba por el día siguiente…, rezaba para que, al regresar de adondequiera que hubiera ido, lo encontrase allí. En secreto, había ordenado a los perros que se quedaran con Melchor, pero los animales, sensibles a su desasosiego, no la obedecían y se pegaban a sus piernas, como prometiéndole que ellos nunca le fallarían. ¿Para qué quería aquel tiempo, se preguntaba, si cuando tenía un presentimiento aciago malvivía corriendo desde la pocilga o el saladero para comprobar, escondida, que todavía no la había abandonado? Pero lo quería; había llorado por él las lágrimas que había negado a sus propios hijos durante las eternas jornadas en que se vio obligada a velar sus fiebres y delirios, lo había alimentado como a un pajarillo, le había lavado el cuerpo y curado la herida y las llagas, ¡mil promesas a Cristo y a todos los santos habían partido de su boca si le permitían vivir! Tiempo… ¡habría dado una mano por solo un día más a su lado!
—De acuerdo —cedió Melchor tras recapacitar. Sentía que debía partir incluso a riesgo del frío y la debilidad. Su instinto le decía que ese era el momento, pero Nicolasa…, el sucio rostro de la mujer le convenció—. Partiré con la primavera —afirmó, seguro de que ya no cabría discusión al respecto.
—¿No me engañas?
—No quieres entender, mujer. ¿Cómo sabrías que no vuelvo a engañarte si te aseguro que no?
Con anterioridad a la llegada de la primavera, sin atreverse a mirar por la ventana, Milagros escuchaba el griterío que formaban en el callejón de San Miguel los centenares de gitanos que habían acudido a su boda. Pese a las circunstancias, la invitación de los García y los Carmona a sus familiares dispersos produjo la llegada masiva de gitanos de todos los puntos de Andalucía y algunos otros más lejanos; ¡hasta de Cataluña se habían desplazado varios de ellos! Milagros observó su sencillo vestido: blanco, como el de las novias payas, adornado con algunas cintas de colores y flores; después de la misa lo mudaría por otro de color verde y rojo que le había regalado su padre.
Unas lágrimas corrieron por las mejillas de la muchacha. Su padre se acercó a ella y la agarró de los hombros.
—¿Estás preparada?
José Carmona había ratificado el compromiso concertado por Inocencio; era consciente de que su libertad se debía a esa boda y no rompería la palabra que había dado el patriarca.
—Me gustaría que estuviera conmigo —contestó Milagros.
José apretó los hombros de su hija, como si no se atreviese a acercarse a ella y manchar el vestido blanco. Tal y como augurara la Trianera, Ana no había obtenido la libertad y el gitano había acogido la noticia con disimulado agrado. Ana Vega no habría consentido aquella boda, y las discusiones y los problemas se habrían reproducido. Con Ana en Málaga y en ausencia de Melchor, José disfrutaba de su hija como no recordaba haberlo hecho en su vida. Exultante ante su compromiso con Pedro García, Milagros había compartido con su padre aquella felicidad; desde que había regresado de La Carraca, José vivía embelesado en el cariño que en todo momento le manifestaba su hija. ¿Para qué quería él que liberaran a su mujer? Sin embargo, a fin de calmar a Milagros, ambos acudieron a reclamar ante las autoridades, pero sus gestiones fueron baldías. ¿Qué importaba que esa tal Ana Vega estuviera casada y que hubiera testigos que afirmasen que había vivido con arreglo a las leyes? ¡Imposible! ¡Mentían! Había sido condenada por la justicia malagueña y desde entonces la lista de denuncias y castigos que acumulaba era interminable.
—El día antes de que el corregidor de Málaga contestara a nuestro oficio —les dijo un funcionario mientras repicaba con un dedo sobre los papeles extendidos sobre el escritorio—, tu esposa se lanzó a dentelladas contra un soldado y le arrancó media oreja. ¿Cómo quieres que liberen a semejante animal? ¡Atenta a lo que vas a decir, muchacha! —se adelantó el hombre al intento de replicar por parte de Milagros—. Ten cuidado no sea que tú acabes en la cárcel de la ciudad y tu padre vuelva a La Carraca.
Milagros pidió a su padre que fueran a Málaga para intentar ver a Ana.
—Tenemos prohibido viajar —se opuso aquel—. Dentro de poco contraerás matrimonio, ¿qué sucedería si te detuvieran?
Ella bajó la vista.
—Pero…
—Estoy intentando llegar a ella a través de terceros —mintió José—. Todos estamos haciendo lo posible, hija, no te quepa duda.
José Carmona fue de los últimos gitanos puestos en libertad. A partir del año 1750 se sucedieron ante el Consejo las denuncias de presiones por parte de los gitanos para influir en los expedientes secretos, y las autoridades consideraron que todo aquel que con anterioridad al mes de diciembre no hubiera conseguido superar el examen, debía ser considerado culpable… de ser gitano. Miles de ellos, Ana Vega incluida, se enfrentaron a partir de entonces a la esclavitud de por vida.
—Tu madre siempre estará con nosotros —retomó la conversación José el día de la boda, tratando de parecer convincente—. Algún día volverá. ¡Seguro!
Milagros frunció los labios; quería creer a su padre. Su afirmación resonó extraña en el interior del piso de los Carmona, libre del griterío entre el que hasta entonces habían venido conversando. Padre e hija se miraron: el silencio reinaba en el callejón.
—Ya vienen —anunció José.
Reyes y Bartola por parte de los García; Rosario y otra anciana llamada Felisa por los Carmona. Las cuatro gitanas habían cruzado solemnemente el callejón para dirigirse a casa del padre de la novia. La gente les abría paso y callaba a medida que se acercaban al edificio. En el momento en que sus figuras se perdieron más allá del patio de entrada al corral de vecinos, hombres y mujeres se arremolinaron en silencio bajo la ventana del domicilio de Milagros.
—Te quiero, mi niña —se despidió José Carmona al escuchar los pasos de las gitanas ya en la puerta abierta del domicilio. No necesitó que las viejas le conminaran—. Vamos, morena —añadió hacia Caridad encaminándose ya escaleras abajo.
Caridad dirigió una sonrisa forzada hacia Milagros —sabía el porqué de la presencia de las viejas, la muchacha se lo había contado—, y siguió los pasos de José, que, tras enterarse de la ayuda que había prestado a su hija durante la detención y posterior fuga, había terminado aceptándola con ellos.
La Trianera no se anduvo con remilgos.
—¿Estás lista, Milagros? —inquirió.
No se atrevió a mirar a las mujeres a los ojos. ¡Qué diferente hubiera sido si entre ellas estuviera la vieja María! Rezongaría, se quejaría, pero al final la trataría con una ternura que no esperaba de esas. Había rogado a su padre que la buscase, que se interesase por su suerte. Ella misma continuaba preguntando a cuantos gitanos nuevos aparecían por Triana por si hubiera decidido ir a algún otro lugar. Nadie sabía nada; nadie le dio razón.
—¿Estás lista? —repitió la Trianera interrumpiendo sus pensamientos.
—Sí —titubeó. ¿Estaba lista?
—Túmbate en el jergón y levántate la falda —escuchó que le ordenaban.
Le había dolido el manoseo de aquel bellaco joven de Camas, cuando el canalla introdujo uno de sus dedos repugnantes en el interior de su cuerpo. Se había sentido mancillada… ¡y culpable! Y en ese momento el temor volvió a asaltarla.
—Milagros —Rosario Carmona le habló con dulzura—, hay mucha gente esperando en el callejón. No los impacientemos y crean que… Túmbate, haz el favor.
¿Y si el de Camas le había robado la virginidad? No se casaría con Pedro, no habría boda.
Se tumbó sobre el jergón y, con los párpados temblando de la fuerza con que los mantenía cerrados, se levantó falda y enaguas y descubrió su pubis. Notó que alguien se arrodillaba a su lado. No se atrevió a mirar.
Transcurrieron los segundos y nadie hacía nada. ¿Qué…?
—Abre las piernas —interrumpió sus pensamientos la Trianera—. ¿Cómo pretendes…?
—¡Reyes! —reprendió Rosario a la mujer por su tono—. Niña, abre las piernas, por favor.
Milagros se limitó a entreabrirlas con timidez. La Trianera alzó la cabeza y negó en dirección a Rosario Carmona; «¿Qué hago ahora?», le preguntó con gesto impertinente. Unos días antes, Rosario había tratado de hablar con Milagros. «Ya sé lo que es», contestó ella eludiendo la conversación. ¡Todas las gitanas lo sabían! Además, la vieja María le había dicho en qué consistía, pero nunca la preparó para ello ni entró en detalles, y ahora, tumbada en el jergón, desnuda de cintura para abajo, mostraba impúdicamente su intimidad a cuatro mujeres que en aquel momento se le aparecían como unas desconocidas. ¡Ni siquiera su madre la había visto así!
—Niña… —quiso rogarle Rosario.
Pero la Trianera interrumpió sus palabras agarrando las piernas de Milagros y abriéndolas cuanto pudo.
—Ahora encoge las rodillas —le ordenó acompañando sus palabras con el decidido movimiento de sus manos.
—¡No te muerdas el labio, muchacha! —advirtió otra de las mujeres.
Milagros obedeció y dejó de hacerlo justo en el momento en que los dedos de la Trianera envueltos en un pañuelo toquetearon su vulva hasta encontrar el orificio de entrada a la vagina, donde los hincó con tal vigor, que le pareció como si le hubieran asestado una puñalada: se combó sobre la espalda, con los puños cerrados a sus costados y las lágrimas mezclándose con el sudor frío que empapaba su rostro. Al sentir cómo los dedos arañaban su vagina reprimió un aullido de dolor. Sin embargo, abrió desmesuradamente la boca cuando la Trianera hurgó en su interior.
—¡No grites! —le exigió Rosario.
—¡Aguanta! —le conminó otra.
Un aguijonazo. Los dedos abandonaban su interior.
Milagros dejó caer a peso la espalda sobre el jergón. Las cabezas de las cuatro gitanas se cernieron sobre el pañuelo mientras Milagros llenaba sus pulmones de un aire que le faltaba desde el primer momento. Mantuvo los ojos cerrados y gimió al tiempo que ladeaba la cabeza sobre el jergón.
—¡Bien, Milagros! —escuchó que decía Rosario.
—¡Bravo, muchacha! —la felicitaron las demás.
Y mientras Rosario le recomponía falda y enaguas, Reyes García se dirigió a la ventana y en actitud triunfante mostró el pañuelo manchado de sangre a los gitanos que esperaban abajo. Los vítores no se hicieron esperar.
Milagros los había mantenido escondidos y se los entregó por sorpresa antes de salir hacia la iglesia, después de que la Trianera y las otras tres gitanas permitieran que su padre y Caridad accedieran de nuevo al piso; un collar de coral, una pulserita de oro y una mantilla de raso negra estampada con flores coloridas que había conseguido prestados para la boda. La gitana ensanchó la boca en una sonrisa tras entrar en la iglesia de Santa Ana y reparar en Caridad, situada en primera fila, a la vera de su padre, tratando de permanecer tan erguida como los gitanos que la rodeaban y ataviada con su vestido colorado, la mantilla sobre los hombros y las joyas en cuello y muñeca. En lo que no reparó la muchacha fue en lo forzado de la sonrisa con que Caridad respondió a la suya: presentía que tras el matrimonio, su amistad decaería.
—¿Seguiremos siendo amigas después de la boda? —se había atrevido a preguntarle Caridad con voz temblorosa, después de un largo circunloquio plagado de carraspeos y titubeos, algunos días antes de la boda.
—¡Claro que sí! —afirmó Milagros—. Pedro será mi marido, mi hombre, pero tú siempre serás mi mejor amiga. ¿Cómo podría olvidar lo que hemos pasado juntas?
Caridad ahogó un suspiro.
—Vivirás conmigo —había asegurado Milagros después.
El torrente de gratitud y cariño que destilaron los ojillos de su amiga le impidieron reconocer que ni siquiera había planteado aquella posibilidad a Pedro.
—Te quiero, Cachita —susurró en su lugar.
Sin embargo, lo cierto era que ambas se habían ido distanciando. Milagros no había vuelto a cantar en la parroquia ni en la posada después de los villancicos de Navidad. De vez en cuando Rafael García contrataba para ella saraos particulares en casas de nobles y principales sevillanos, de los que obtenían mayores beneficios que las míseras monedas con que les premiaban los clientes de Bienvenido. Caridad había sido excluida de aquellas fiestas por orden de la Trianera. Con esos dineros y tantos otros que los padres de los novios tuvieron que pedir prestados, pudieron pagar los fastos de una boda que se iba a prolongar tres días; no había familia gitana en España que no se arruinase a la hora de celebrar un enlace matrimonial.
En el fugaz cruce de miradas, Milagros fue incapaz de reconocer la impostura en la sonrisa de su amiga: su atención se centraba en Pedro García, el joven gitano que, vestido con chaquetilla morada, calzón blanco, medias rojas, zapatos de punta cuadrada con hebillas de plata y montera en mano, parecía alentarla con su magnífica presencia a ponerse a su altura, frente al altar. ¿Estaría ella tan guapa y elegante?, dudó la muchacha.
Pedro extendió una mano y con su solo roce la aprensión por su aspecto se desvaneció entre un millar de alfilerazos, como si las pavesas de la mayor fragua trianera hubieran estallado en su derredor. El gitano presionó su mano en el momento en que se volvieron hacia el párroco y Milagros cerró sus sentidos a todo lo que no fuera el contacto de sus manos, a su aroma, a su estremecedora cercanía; no había logrado percibir todo ello en la vorágine de la ceremonia gitana que acababan de celebrar, y en la que el abuelo de Pedro había partido un pan en dos pedazos para que, una vez salados, los intercambiasen entre ellos para considerarse casados conforme a su ley. Allí, en la iglesia, el respetuoso silencio del lugar contrastando con los gritos y las felicitaciones que todavía resonaban en sus oídos, Milagros permaneció ajena a sermones y oraciones, y la misa transcurrió para ella entre sentimientos contradictorios. Frente al altar, dispuesta a contraer matrimonio con un García, su madre, el abuelo y la vieja María arremetieron contra su ánimo; ninguno de ellos habría consentido aquel enlace. «Nunca olvides que eres una Vega», resonó en su memoria. A cada asalto de duda que asomaba a su mente, Milagros se refugiaba en Pedro: apretaba su mano y él respondía; un futuro feliz se abría ante ellos, lo presentía, y le miraba para deshacerse del rostro contrariado del abuelo, ¡qué guapo era! «Se lo dije, madre, lo quiero a él, ¿qué me recrimina? Se lo advertí.» «Lo quiero, lo quiero, lo quiero.»