—¡Una gitana! —se desgañitaba señalándola—, ¡una sucia mendiga que lo que más ha hecho es cantar vulgares romances para borrachos y prostitutas! ¡Ladronas todas las de su ralea!
Milagros, expuesta al escarnio delante de todos, aguantaba sin siquiera esconder las lágrimas que le corrían por las mejillas y cuando volvía a sonar la música se esforzaba en cuerpo y alma. Presentía… tenía la seguridad de que el objetivo del maestro y los demás era impedir que cantase en Navidad y que harían todo lo que fuera para conseguirlo.
Sus sospechas se confirmaron tres días antes de Navidad. El maestro se presentó en el ensayo acompañado por los tres párrocos de Santa Ana; otros presbíteros estaban apostados junto a la sacristía. En esa ocasión no la insultó, pero sus quejas e interrupciones fueron constantes, todas ellas seguidas de desesperadas miradas hacia los párrocos tratando de transmitirles la imposibilidad de que aquello saliera bien.
—Ni siquiera pretendo —se lamentó el maestro en una de las ocasiones— que cante un aria al estilo italiano, aunque eso sería lo que merecería este gran templo. He elegido un villancico español, clásico, con coplas y seguidillas, ¡pero ni así!
Milagros vio a los sacerdotes hablar entre sí y comprobó aterrada cómo su inquietud iba convirtiéndose, con los aspavientos del maestro, en la seguridad de que habían cometido un error. ¡No cantaría! Toda ella tembló. Miró hacia Caridad, quieta en el mismo lugar. Observó horrorizada que el primer párroco abría sus manos en un inequívoco gesto de renuncia.
¡Se iban! Milagros creyó desfallecer. El maestro escondió una sonrisa al tiempo que hacía una pequeña reverencia al paso de los párrocos. «¡Hijo de puta!», masculló por lo bajo la muchacha. El desmayo mudó en ira; ¡perro hijo de puta!
—¡Hijo de…! —estalló antes de que otro grito la interrumpiera.
—¡Maestro! —Reyes, gorda cuan era, cruzaba la iglesia a la carrera. Se detuvo para hacer una torpe genuflexión y santiguarse frente al altar mayor, se levantó y continuó haciéndose cruces sobre la frente y el pecho hasta llegar donde ellos—. Reverendos padres —resopló abriendo los brazos para impedir que continuasen andando—, ¿saben lo que se dice entre mi gente?
El maestro suspiró, los párrocos permanecieron impasibles, como si le concedieran la gracia de exponerlo.
—Al burro viejo, la mayor carga y el peor aparejo —soltó la Trianera.
Alguien de la capilla de música rió, quizá uno de los niños del coro.
—¿Saben lo que significa?
Milagros corría la mirada de unos a otros, incrédula.
—Cuéntanoslo —volvió a concederle el primer párroco con una mirada de aquiescencia.
—Sí. Se lo diré, reverendo padre: significa que los viejos, esos —señaló hacia los cantantes, todos pendientes de la gitana—, son los que tienen que llevar la mayor carga y el peor aparejo. No la niña. No lo conseguirá con ella —añadió hacia el maestro—; solo es una simple gitana, como su merced no se cansa de repetir, una pecadora que pretende ser bautizada. Somos nosotros, los gitanos, los que queremos venir a esta iglesia y escuchar cantar a una de las nuestras para honrar al Niño Jesús en el día en que nació. Escuche. Escuchen todos. Se los sabe. Sabe los villancicos. ¡Silencio todos! —se atrevió a imponer Reyes. Astuta, percibía que su discurso había complacido a los curas, ahora… ahora les tenía que complacer el canto de Milagros—. Canta, niña, canta como tú sabes.
Milagros se arrancó con un villancico, a su manera, dejando de lado las complejas instrucciones que le había venido proporcionando el maestro. Su voz se alzó y resonó en el interior de la iglesia vacía de fieles. Los párrocos se volvieron hacia la muchacha. Detrás de ellos, en la sacristía, uno de los presbíteros se apoyó en la pared y se dejó llevar por el villancico con los ojos cerrados; otro, de más edad, acompañó el ritmo de los cánticos con su mano. No la aplaudieron como en la posada, nadie chilló groserías, pero tan pronto como puso fin al villancico, la muchacha supo que los había cautivado.
—¿La ha escuchado? —Se enfrentó Reyes al maestro.
El hombre asintió con la boca fruncida, sin atreverse a mirar a los curas.
—Pues a partir de ahí, ¡cargue usted a los burros viejos!
Milagros, incapaz de mover un solo músculo para comprobarlo, se preguntó si alguno de ellos sonreiría ahora.
—Que sean los burros viejos los que se adapten al ritmo de la niña, a su tono, a su solfeo o como quiera usted llamar a todas esas zarandajas; ella no es más que una gitana ignorante, la burra joven.
Durante unos instantes tanto Reyes como Milagros creyeron oír hasta cómo meditaban los sacerdotes.
—Así sea —sentenció el primer párroco tras cruzar una mirada con los demás—. Maestro, la muchacha cantará a su manera, tal y como acaba de hacerlo, y que los demás se adapten a ella.
Y allí estaba Milagros la mañana del día de Navidad del año de 1749, vestida de prestado por los curas con un manto negro de paño basto con mangas que le cubría de la cabeza a los pies, descalzos. El día anterior había sido bautizada tras demostrar que sabía murmurar las oraciones y los mandamientos. No le exigieron mayores conocimientos y, como adulta que era, la asperjaron en lugar de sumergirla en la pila bautismal en presencia de sus padrinos: Inocencio y Reyes. Ahora la muchacha miraba de reojo, nerviosa, al gentío que poco a poco se iba acumulando en el interior de Santa Ana, todos limpios, todos con sus mejores galas; los hombres de riguroso negro, a la española, ya que pocos afrancesados que vistieran a lo militar se contaban en el arrabal; las mujeres, sobrias, cubiertas con mantillas negras o blancas, rosarios de nácar y plata, algunos de oro, e infinidad de abanicos que revoloteaban con el constante movimiento de manos enguantadas. Milagros trataba de imaginarse en la posada, donde con la ayuda de la vieja María y Sagrario había logrado dominar el temblor de sus manos y la opresión en el pecho que casi no le permitía respirar, pero el ambiente de la iglesia en nada se parecía al alboroto de los vasos de vino o aguardiente corriendo de mesa en mesa y los hombres abalanzándose sobre las prostitutas. Toda Triana se había dado cita en la iglesia, toda Triana estaba pendiente de los villancicos que iba a cantar la gitana recuperando una tradición perdida hacía bastantes años.
Fijó su atención en el maestro de capilla, panzudo y calvo. Lucía unos anteojos que no le conocía de los ensayos y que le proporcionaban un aspecto grave que contrastaba con sus frenéticas idas y venidas para ordenar y reordenar al coro. No se dignó mirar a Milagros a través de aquellos nuevos anteojos. Entre el rumor de las gentes que esperaban el inicio de la misa y el sonido de los centenares de abanicos y de las cuentas de los rosarios entrechocando, la muchacha añadió al nerviosismo que ya sentía el temor de que el maestro pudiera hacerle una mala jugada. Los últimos ensayos, acomodados a su forma de cantar, habían resultado magníficos, cuando menos eso le había parecido a la gitana, pero ¿quién le aseguraba que el maestro, herido en su orgullo, no se vengaría el día en que toda Triana estaba pendiente de ella? Los curas se enfadarían y la libertad de sus padres volvería a estar en el aire.
Lo que ignoraba la muchacha era que otros habían pensado lo mismo después de que Reyes contara su enfrentamiento público con el maestro de capilla. A Rafael e Inocencio les bastó con una mirada para entenderse, y la misma mañana de Navidad, al amanecer, tres gitanos, dos García y un Carmona, esperaban al maestro a la puerta de su casa. Pocas palabras fueron menester para que el hombre comprendiera que debía hacer de aquella jornada la más esplendorosa de su vida.
En estas había empezado la misa, solemnemente concelebrada por los párrocos titulares de Santa Ana, los tres ataviados con lujosas casullas bordadas en hilo de oro; los demás diáconos seguían la ceremonia desde el mismo altar mayor o desde el coro, casi al final de la nave principal. Milagros observó las filas de fieles más cercanas a la cabecera, en las que se encontraban las familias de los prohombres de Triana. En uno de los extremos de la primera reconoció a Rafael e Inocencio con sus esposas, humildes en sus vestiduras y en su actitud, como si en esta ocasión hubieran dejado la soberbia gitana en sus casas. Los demás, Caridad incluida, debían de hallarse al fondo del templo, suponiendo que hubieran logrado acceder a él, puesto que Santa Ana no era capaz de acoger a todos sus fieles.
Sonó la música y se elevaron los cantos litúrgicos; una música y unos cánticos al estilo italiano que, desde la llegada de los Borbones al trono de España, buscaban más el deleite de los feligreses que elevar en ellos la pasión espiritual como hasta entonces pretendían los compositores con el uso del contrapunto; la razón contra el oído, tal era la discusión en boga entre los maestros de capilla de las grandes catedrales. Milagros encontró la tranquilidad que necesitaba en la leve melodía. En pie, quieta al lado de los músicos, era como si le hablaran a ella antes que a nadie; sus notas le llegaban nítidas, limpias de cuchicheos, ruidos o rumores. Cerró los ojos, escondida en el manto negro que la tapaba de pies a cabeza, y se dejó llevar por la maravillosa polifonía de las voces del coro de niños hasta verse envuelta en un delirio musical en el que, por primera vez desde hacía tiempo, ella no era la protagonista.
Luego, de forma repentina, terminó el maravilloso coro que llenaba la iglesia y dio paso a las palabras de los oficiantes. Milagros contestó al grosero contraste de aquella voz bronca pero pretendidamente melosa abriendo los ojos, humedecidos por unas lágrimas que ni siquiera había sentido brotar. Miró a su alrededor con la visión nublada, sin hacer nada por corregirlo, como si quisiera alargar el momento que acababa de vivir. Entonces percibió su presencia; la percibió igual que hacía unos momentos había vibrado al son de los violines. Por más que sus ojos le mostrasen una mancha borrosa entre Rafael e Inocencio, sabía que era él. Por fin se los limpió con el antebrazo y la sonrisa de su padre restó importancia a su aspecto demacrado, a la herida reseca que le cruzaba una de las mejillas para llegar hasta la frente, al ojo tremendamente hinchado y morado o a las improvisadas y absurdas ropas con las que era evidente que le habían vestido para acudir a la iglesia. Milagros quiso correr hacia él, pero un gesto por su parte se lo impidió. «Canta», silabeó él con los labios. «¿Y madre?», preguntó ella en la misma forma al tiempo que recorría a los presentes sin dar con ella. «Canta», repitió él cuando sus miradas volvieron a encontrarse. «¿Y madre?» La expresión con la que su padre recibió la nueva pregunta la dejó helada. De repente Milagros se dio cuenta: el maestro la miraba incrédulo, los de la capilla también y hasta los sacerdotes ante el altar mayor; los cantantes… ¡La iglesia entera estaba pendiente de ella! No había entrado en el momento en que debía hacerlo. Tembló.
—Canta, mi niña —la animó su padre antes de que fueran los murmullos de las gentes los que rompieran el silencio.
Milagros, hechizada por el inmenso amor en que se vio envuelta por aquellas tres palabras, dio un paso adelante. El maestro volvió a dar entrada a los músicos. La primera nota surgió quebrada y tímida de la garganta de la gitana. La segunda se hinchó ante el llanto con que su padre acogió aquella voz que creía que no volvería a oír nunca. Cantó al niño recién nacido. El estribillo que atacaron los niños del coro le permitió correr la mirada entre los fieles y los reconoció entregados a ella. Luego, cuando el coro cesó, extendió las manos y se irguió como si quisiera que su voz partiera de las mismas nervaduras de los arcos del techo abovedado de Santa Ana para continuar cantando el milagro del nacimiento de Jesús.
El párroco tuvo que carraspear en un par de ocasiones antes de continuar con la misa cuando Milagros puso fin al villancico, pero ella solo prestaba atención a su padre, que se esforzaba por reprimir las lágrimas y mantenerse altivo.
Al fondo de la iglesia, estrujada entre dos hombres, tal era el gentío, Caridad, con el vello erizado, se preguntaba qué había sido de la vieja María y de Melchor. Aunque hubiera sido en una iglesia, estaba segura de que les hubiera gustado escuchar a Milagros.
Podía desaparecer sin más, como hacía en Triana. ¿Quién le había pedido explicaciones alguna vez? Podría hacerlo en ese mismo momento en que Nicolasa estaba en Jabugo. Ella volvería, encontraría el chozo vacío y comprendería que las amenazas al fin se habían cumplido. «¿No me dijiste que nunca me fiara de un gitano?», «Mientes», «Te quedarás conmigo»… Esas eran las réplicas de la mujer, en algunas ocasiones como si quisiera restar importancia a las amenazas de Melchor, y en otras como si buscara en sus ojos sus verdaderas intenciones. Él le había dicho que le dejase morir. ¡Se lo había dicho! Estaba dispuesto a ello. Le advirtió que la abandonaría y ella decidió no hacerle caso: lo trasladó al chozo, agonizante, eso le contó Nicolasa tan pronto como recuperó la conciencia tras bastantes días de fiebres y de juguetear con la muerte. Había buscado, le dijo también, un cirujano, en el que gastó todos los dineros del Gordo que le quedaban a Melchor.
—¿Todos? —gritó Melchor desde el jergón en el que se hallaba postrado. El dolor por la pérdida de su bolsa fue superior al lacerante desgarro que sintió en las suturas de la herida.
—Los cirujanos no quieren curar a gitanos —le contestó ella—. A fin de cuentas, ¿qué más te da? Si hubieras muerto tampoco los tendrías. Hice lo que consideré oportuno.
—Pero hubiera muerto rico, mujer —se quejó él.
—¿Y?
—¿Quién sabe lo que hay tras la muerte? Seguro que a los gitanos nos permiten regresar a por lo nuestro para pagar al diablo.
Dos meses después, cuando Nicolasa pudo cargar con él desde el jergón hasta la silla dispuesta en la entrada del chozo para que le diese el aire de la sierra y el cirujano dejó de visitarle por considerarlo curado, la mujer confesó a Melchor que también había tenido que entregarle el caballo del Gordo… y sus dos monedas de oro.
—Amenazó con denunciar tu presencia al alguacil.
Enfurecido, Melchor hizo amago de levantarse de la silla, pero ni siquiera consiguió mover las piernas y a punto estuvo de caer al suelo. Los perros ladraron antes de que Nicolasa le reprendiese. Volver a andar con cierta soltura le costaría otro par de meses más.
—Espera a que llegue la primavera —le recomendó ella ante un nuevo intento por partir—. Todavía estás muy débil, el invierno es crudo y la sierra peligrosa. Los lobos están hambrientos. Además, quizá hayan liberado a los tuyos; tómate tiempo.