La reina descalza (22 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Desde ese día las dos pasearon la calle de la gitanería sin alejarse, Caridad detrás de la muchacha, convertida en su sombra, mezclándose con quienes, a las puertas de sus chozas, charlaban, jugaban, bebían, fumaban o, sobre todo, cantaban, unas veces acompañados por las guitarras, otras al sencillo son del repiqueteo de unas manos golpeando sobre cualquier objeto, las más al calor de unas simples palmadas. Caridad había presenciado alguna de las celebraciones del callejón de San Miguel, pero en la gitanería era diferente: los cantos no se convertían en una fiesta ni en una competición. Eran sencillamente una forma de vida, algo que se hacía con la misma naturalidad que comer o dormir; se cantaba o se bailaba y luego se volvía a la conversación para volver a cantar o para levantarse todos de sus sillas y acudir a jalear y aplaudir a dos chiquillas casi desnudas que bailaban en un aparte, ya con cierta gracia.

Caridad temió que le pidieran que cantara. Nadie se lo propuso, ni siquiera Tomás. La admitían, con ciertos recelos, ciertamente, pero lo hacían: era la negra del abuelo Melchor; él decidiría a su vuelta. Por su parte, Milagros acostumbraba a andar apesadumbrada; añoraba a sus padres, al abuelo y a sus amigas del callejón. Con todo, lo que más la atormentaba era la lucha interna que sostenía. Había llegado a poner a Alejandro en un pedestal para excusar una muerte que sabía originada por su capricho y, sin embargo, seguía pensando en Pedro García día y noche… ¿Qué haría? ¿Dónde estaría? Y lo más importante: ¿cuál de sus amigas se habría lanzado en pos de sus favores? Alejandro estaba atento a ella y conocía sus deseos, los fantasmas lo sabían todo, le había dicho Caridad, pero tanto la carcomía imaginar a Pedro García adulado por las otras muchachas que alejaba tales sensaciones y aprovechaba cualquier mandado de la vieja María para rondar con disimulo el callejón de San Miguel.

Vio a muchos gitanos, también a sus amigas. Un día tuvo que esconderse presurosa en un portal con el corazón palpitando con fuerza ante la presencia de su madre. Salía a vender tabaco, seguro. «Debería estar con ella, acompañarla», pensó al contemplar sus andares resueltos e indolentes. Se secó una lágrima. En una ocasión vio a Pedro, pero no se atrevió a salir a su paso. Volvió a verlo otro día: caminaba junto a uno de sus tíos en dirección al puente de barcas, tan guapo y apuesto como siempre. Milagros se había recriminado mil veces no haberlo abordado aquel otro día. La condena del consejo de ancianos, se repitió, era el permanecer junto a la curandera sin poder entrar en el callejón. ¿Pero acaso no la mandaba la vieja María a hacer recados a Triana con toda libertad? Corrió por una calle paralela a aquella por la que andaba el gitano, rodeó una manzana de casas y antes de volver la esquina tomó aire, se alisó la falda y se atusó el cabello. ¿Estaba hermosa? Casi se dio de bruces con ellos.

—¿Tú no tendrías que estar en la gitanería, con la curandera? —le espetó el tío de Pedro tan pronto como la vio.

Milagros titubeó.

—¡Vete de aquí!

—Yo…

¡Quería mirar a Pedro, pero los ojos del tío de este la tenían encadenada!

—¿No me has oído? ¡Largo!

Bajó la cabeza y los dejó atrás. Escuchó cómo hablaban al reiniciar la marcha. Le habría gustado que Pedro se hubiera molestado en mirarla.

—¡Tenéis que hacerlo!

El grito de la vieja María resonó en el interior de la vivienda. José Carmona y Ana Vega evitaron mirarse por encima de la mesa a la que los tres se habían sentado cuando una mañana la curandera se presentó de improviso en su casa.

Ninguno de los esposos había osado interrumpir las palabras de la vieja María.

—La niña está mal —les advirtió—. No come. No quiere comer —añadió con la imagen en su mente de los pómulos sobresalientes de la gitana y la nariz cada vez más afilada desde su frustrado encuentro con Pedro—. Es solo una muchacha que ha cometido un error. ¿Acaso vosotros no habéis cometido ninguno? Ella no podía prever las consecuencias. Se siente sola, abandonada. Ya ni siquiera encuentra consuelo en la morena. ¡Es vuestra hija! Se consume día tras día a ojos vista y yo no tengo remedio para las dolencias del alma.

Ana jugueteó con sus manos y José se frotó repetidamente boca y mentón cuando la curandera se refirió a ellos.

—Vuestros problemas no deben afectar a la niña; ella no tiene la culpa de lo que suceda entre vosotros.

José hizo amago de intervenir.

—No me interesa —se le adelantó la gitana—. No pretendo arreglar vuestras desavenencias, ni siquiera aconsejaros. No es mi intención hurgar en los motivos que os han llevado a esta situación; solo deseo saber: ¿no queréis a vuestra hija?

Y tras aquella reunión, un fresco anochecer de finales de septiembre, Ana y José Carmona se presentaron en la gitanería. Caridad los vio antes que Milagros.

—Tus padres —susurró a la gitana pese a la distancia a la que todavía se hallaban estos.

Milagros se quedó inmóvil; algunos de los muchachos con los que estaba departiendo callaron y siguieron su mirada, clavada en Ana y José, que se acercaban por la calle, entre chozas y chamizos, saludando a cuantos permanecían sentados a sus puertas pasando el rato. La madre aprovechó que José se detuvo con un conocido, se adelantó y abrió los brazos a un par de pasos de Milagros, que no necesitó más y se lanzó a ellos. Caridad notó un nudo en la garganta, los muchachos respiraron y hasta hubo quien, desde las chozas, aplaudió.

José se acercó hasta ellas. Milagros vaciló ante la llegada de su padre, pero el empujón que le dio Ana por la espalda la animó a andar hacia él.

—Perdón, padre —musitó.

Él la miró de arriba abajo, como si no la reconociera. Se llevó una mano al mentón, con gravedad simulada, y volvió a escrutar a su hija.

—Padre, yo…

—¿Qué es eso de ahí? —gritó él.

Milagros se volvió aterrada hacia donde señalaba. No había nada anormal, nada inusual.

—No… ¿qué? ¿A qué se refiere?

Algunos gitanos mostraron curiosidad. Uno de ellos se levantó e hizo ademán de acercarse a donde señalaba José.

—¡Me refiero a eso! Eso, ¿no lo ves?

—¡No! ¿Qué! —chilló la muchacha buscando la ayuda de su madre.

—Aquello, niña —le dijo esta indicando una silla vacía a la puerta de una de las chozas.

—¿Esa silla?

—No —contestó la madre—. La silla, no.

Apoyada en la silla descansaba una vieja guitarra. Milagros se volvió hacia su padre con una sonrisa en la boca.

—No te perdonaré —dijo él— hasta que no consigas que todos los gitanos de esta huerta se rindan a tu embrujo.

—¡Vamos allá! —aceptó Milagros al tiempo que se erguía altanera.

—¡Señores! —aulló entonces José Carmona—. ¡Mi hija va a bailar! ¡Prepárense ustedes para contemplar a la más bella de las gitanas!

—¿Hay vino? —se escuchó desde una de las chozas.

La vieja María, que había presenciado lo sucedido y arrastraba ya un desvencijado taburete hasta el lugar donde se encontraba la guitarra, soltó una carcajada.

—¿Vino? —estalló Ana—. Cuando veas bailar a mi niña robarás toda la uva de la vega de Triana para ofrecérsela.

Esa noche, con Caridad presente, mirando desde detrás de los gitanos, tratando de retener unas piernas que ansiaban irse al son de la música y la alegría que veía rebosar de Milagros, José Carmona no tuvo más remedio que cumplir su palabra y perdonar a su hija.

Tras la fiesta, la vida siguió transcurriendo en la gitanería de la huerta de la Cartuja de Triana. Ana se plegó a vender los cigarros elaborados por Caridad, en una especie de tregua tras el arranque de cólera con que la había recibido; eso la obligaba a ir con frecuencia a ver a su hija. Caridad, por su parte, vio aumentar su trabajo cuando fray Joaquín se presentó con un par de corachas del tabaco descargado en las playas de Manilva.

—Me lo debes —se limitó a decirle a Tomás. El gitano hizo ademán de replicar, pero fray Joaquín no se lo permitió—: Dejemos las cosas como están, Tomás. Yo siempre he confiado en vosotros; Melchor nunca me ha fallado, y quiero pensar que habéis tenido algún problema que sé que nunca me desvelaréis. Tengo que recuperar los dineros de la comunidad, ¿entiendes? Y los cigarros que hace Caridad aumentan el valor del tabaco.

Luego fue a verla.

—La Candelaria lleva mucho tiempo esperando tus visitas —le espetó nada más entrar en la choza.

Caridad se levantó de la silla en la que trabajaba, juntó las manos por delante y bajó la mirada al suelo. El dominico miró de reojo a los dos ancianos con los que compartía la vivienda. Le extrañó ver a Caridad con sus viejas ropas de esclava. La recordaba vestida de colorado, arrodillada frente a la Virgen, moviéndose rítmicamente de adelante atrás cuando creía que nadie la observaba. Sabía, por hermanos que habían vivido en Cuba, de la mezcla entre las religiones africanas y la católica, así como de la tolerancia de la propia Iglesia. «¡Al menos creen y acuden a las celebraciones religiosas!», había escuchado en numerosas ocasiones, y era cierto: Caridad iba a la iglesia, mientras que la mayoría de los gitanos no ponían los pies en ella. ¿Qué habría sido de sus ropas coloradas? No quiso preguntarle.

—He traído más tabaco para que lo trabajes —le anunció por el contrario—. Por cada atado de cincuenta cigarros que hagas, uno será para ti. —Caridad se sorprendió mirando al fraile, que le sonrió—. Uno de los buenos, de los torcidos, de los que haces con hoja, no de los desechos.

—¿Y para los que la acogemos en nuestra casa no hay nada? —intervino el gitano anciano.

—De acuerdo —aceptó el religioso tras dejar transcurrir unos segundos—, pero ambos tendréis que venir a misa cada domingo, y los días de precepto, y rezar el rosario por las ánimas del purgatorio, y…

—Ya somos viejos para ir de un lado al otro —saltó la esposa—. ¿A su paternidad no le bastaría con una oracioncilla por las noches?

—A mí, sí, al de arriba, no —sonrió fray Joaquín dando por cerrado el tema—. ¿Estás bien, Caridad? —Ella volvió a asentir—. ¿Te volveré a ver por San Jacinto?

—Sí —afirmó con una sonrisa.

—Confío en ello.

Le faltaba Milagros. Se despidió y no había llegado a salir de la choza cuando escuchó cómo los gitanos exigían a Caridad que les hiciera partícipes de aquellos prometidos cigarros torcidos. Chasqueó la lengua; no le cabía duda de que accedería. Preguntó por la choza de la curandera y se la señalaron. Sabía de lo sucedido en la alfarería porque grande había sido el revuelo en Triana. Rafael García se ocupó de que nadie hablara ante las autoridades ni del asesinato del muchacho gitano ni del incendio: a los gitanos se lo ordenó a través de los diversos patriarcas de las familias; a los payos que habían presenciado o intervenido en la pelea les hizo llegar unos cuantos mensajes intimidatorios que fueron suficientes: ninguno de ellos quería terminar huyendo en la noche, arruinado, como le había sucedido al alfarero que disparó contra el muchacho gitano. Con todo, los rumores se extendieron tan rápido como ardió el taller del ceramista y a fray Joaquín se le encogió el estómago al conocer la intervención de Milagros. Rezó por ella. Al final logró enterarse de la decisión tomada en el consejo de ancianos a raíz de la intervención de aquella vieja gitana y volvió a postrarse para agradecer a la Candelaria, a santa Ana y a san Jacinto el benigno castigo a que la condenaron. ¡Las noches se le hacían eternas ante el temor de que la extrañaran de Triana y no volviera a verla!

«¿Por qué no he logrado conciliar el sueño durante estos días?», se preguntó por enésima vez al apartar la cortina y pasar distraído bajo el dintel de la puerta de la barraca que le habían indicado. Milagros y la vieja María se hallaban inclinadas sobre una mesa clasificando hierbas; las dos volvieron la cabeza hacia el recién llegado. De repente el insomnio ya no le importaba; toda preocupación se desvaneció ante la maravillosa sonrisa con que le premió ella.

—Con Dios seáis —saludó el religioso sin acercarse, como si pretendiese no turbar el trabajo que estaban realizando las mujeres.

—Padre —contestó la vieja María tras examinar al fraile unos segundos—, llevo más de cincuenta años esperando a que ese Dios que dice usted se digne venir a este chamizo para concederme alguna gracia que me libre por fin de la pobreza. He soñado con las mil maneras en que podía suceder: rodeado de ángeles o a través de alguno de los santos. —La vieja alzó sus manos y las hizo revolotear por al aire—. Envuelto en una luz cegadora… En fin —añadió encogiéndose de hombros—, lo cierto es que nunca llegué a pensar que lo haría a través de un fraile que se quedaría plantado a la entrada como un bobo con cara de pasmo.

Fray Joaquín tardó en reaccionar. La risa reprimida de Milagros hizo que se ruborizara. ¡Cara de pasmo! Se irguió y adoptó un semblante serio.

—Mujer —anunció con una voz más fuerte de lo que hubiera deseado—, quiero hablar con la muchacha.

—Si ella accede…

Milagros se levantó sin pensarlo, se arregló la falda y el cabello y se dirigió hacia el predicador con una mueca burlona en su semblante. Fray Joaquín le cedió el paso.

—Padre —llamó entonces la vieja María—, ¿qué hay de mis riquezas?

—Creer que Dios te visitará algún día es la mayor riqueza a la que nadie puede aspirar en este mundo. No pretendas otras.

La gitana dio un manotazo al aire.

Milagros esperaba al fraile en la calle.

—¿Para qué quiere hablar conmigo? —le soltó con cierta zalamería, sin cejar no obstante en su expresión de burla.

¿Para qué quería hablar con ella? Había ido a la gitanería por lo del tabaco y…

—¿De qué te ríes? —preguntó él para escapar a la respuesta.

Milagros enarcó las cejas.

—Si se hubiera visto ahí dentro…

—¡No seas impertinente! —se revolvió el fraile. ¿Siempre tenía que quedar como un bobo ante aquella muchacha?—. No te confundas… —trató de defenderse—, mi expresión solo era… por verte ahí haciendo pócimas con hierbas. Milagros…

—Fray Joaquín —le interrumpió ella arrastrando las palabras.

Pero el religioso ya había encontrado la excusa a su intempestiva visita. Se irguió serio y anduvo la calle con la muchacha a su lado.

—No me gusta lo que estás haciendo —le recriminó—. Por eso quería hablar contigo. Sabes que la Inquisición vigila a las brujas…

—¡Ja! —soltó la muchacha.

—No lo tomes a broma.

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