Entonces Caridad desechó aquel primer saco y un par de contrabandistas se abalanzó sobre él. A la luz de las linternas, en la confusión, los sobrinos Vega, sorprendidos, miraron a su tío Tomás, que se encogió de hombros: ¡tabaco Brasil, el tabaco de humo más solicitado en el mercado!
Después de buscar en un par de sacos más, Caridad encontró hojas. Tampoco eran cubanas; se trataba de tabaco de Virginia. Le dolió arrancar las hojas sin la menor delicadeza, pero Tomás y también Melchor la apremiaban sin cesar mientras Bernardo trataba de tranquilizar al agente que las había desembarcado. Desechó las que le parecieron excesivamente secas o húmedas; las olisqueó rápidamente intentando calcular el tiempo que hacía que habían sido recolectadas, las expuso a la tenue luz para comprobar su color, y empezó a elegir: una, dos, tres… Y los sobrinos las apartaban.
—¡No! —rectificó—. Esta no. Aquella.
—¡Por todos los demonios! —le gritó uno de ellos—. ¡Decídete!
Caridad notó que las lágrimas acudían a sus ojos. Dudó. ¿Cuál era la última que había elegido?
—¡Morena! —Melchor la zarandeó, pero ella no recordaba.
—¡Esa! —señaló sin estar segura, los ojos ya anegados en lágrimas.
A cierta distancia, en una duna, mientras sus hombres se hacían cargo del alijo que les correspondía, el Gordo y sus dos lugartenientes observaban con interés el tremendo embrollo que habían originado los gitanos. Caridad continuaba con su selección, estrujando las hojas de tabaco sin saber a qué saco pertenecían. Los sobrinos apartaban los que señalaba y los demás contrabandistas se hacían con los sacos descartados. Melchor y Tomás apremiaban a Caridad, y Bernardo discutía con el agente que señalaba con aspavientos las demás barcas que abandonaban ya la playa, todos pendientes del horizonte, por si aparecían las luces de alguna nave del Resguardo.
Al final, los gitanos consiguieron reunir sus ocho corachas. El agente y Bernardo se dieron la mano y aquel corrió hacia una barca que ya empezaba a bogar hacia los faluchos. El barullo continuaba en torno al tabaco rechazado por Caridad. Entonces fue cuando el Gordo entrecerró los ojos. Cada coracha podía pesar más de cien libras y no había más que seis hombres: cinco gitanos y Bernardo. Miró hacia donde les esperaba el otro gitano con los caballos: tenían que recorrer un buen trecho de playa, cada uno con un saco, no podrían con más. Entonces se volvió hacia sus lugartenientes, que le entendieron sin necesidad de mediar palabra alguna.
—Espera aquí, morena —ordenó Melchor a Caridad al tiempo que se echaba con esfuerzo uno de los sacos a la espalda y se sumaba a la hilera encabezada por Tomás, cada cual con su fardo.
Caridad sollozaba, nerviosa. Tenía el cuerpo empapado en sudor y mostraba el rojo de su vestido bajo la capa abierta. Le temblaban las piernas y todavía apretaba entre sus manos restos de hojas de tabaco. El Gordo contempló cómo partía la hilera de gitanos, luego desvió la mirada a sus lugartenientes: uno de ellos, con ayuda de otros dos contrabandistas, azuzaba a un caballo libre de carga por dentro del mar, a espaldas de Caridad; el otro se encaminaba hacia ella.
—Distráela —le había ordenado el Gordo—. No es necesario hacerle daño —añadió ante el gesto de extrañeza del hombre.
Sin embargo, al ver cómo su secuaz se acercaba a Caridad, las linternas apagándose paulatinamente a medida que las partidas abandonaban la playa con su mercancía, comprendió que si la mujer se daba cuenta de la treta y se oponía, su advertencia habría sido en vano. Cuando solo faltaban un par de pasos para que el contrabandista llegara hasta Caridad, el Gordo volvió a calcular los tiempos: los gitanos todavía no lo habían hecho hasta sus caballos. Sonrió. A punto estuvo de soltar una carcajada: avanzaban despacio, erguidos cuanto podían bajo las corachas, soberbios y altivos como si pasearan por la calle mayor de un pueblo. Los hombres que azuzaban el caballo en el mar ya habían desaparecido en la oscuridad; así pues, debían de estar muy cerca de los fardos. Disponían de poco tiempo, pero se frotó sus gruesas manos: presentía que iba a ser sencillo.
—¡Morena!
Caridad se sobresaltó. El contrabandista que había gritado, también: los pechos de la mujer, grandes y firmes, pugnaban por rasgar la camisa roja al ritmo de su respiración entrecortada. El hombre olvidó el discurso que tenía preparado y se perdió en la contemplación y el repentino deseo de aquellas curvas voluptuosas. Caridad bajó la mirada y la actitud de sumisión que demostró con ello enardeció al contrabandista. Bajo una luz cada vez más mortecina, la mujer brillaba debido al sudor que corría por su cuerpo.
—¡Vente conmigo! —le propuso el hombre con ingenuidad—. Te daré…, te daré lo que quieras.
Caridad no contestó y, de repente, el contrabandista vio cómo por detrás de ella su compañero, que ya había llegado, hacía aspavientos con las manos abiertas, incrédulo ante lo que acababa de oír. El Gordo se removió inquieto en la duna y se volvió hacia los gitanos: estaban ya cargando las caballerías, pero era difícil que llegasen a ver a Caridad. El que estaba a espaldas de la mujer se desentendió con un manotazo al aire y agarró una de las corachas. Caridad lo percibió e hizo ademán de volverse, pero entonces el lugarteniente reaccionó y se abalanzó sobre ella para inmovilizarla por la nuca con una mano y llevar la otra a la entrepierna de la mujer. Por un momento se extrañó de que no gritara ni se defendiera. Solo quería volverse hacia el tabaco. Él no se lo permitió y mordió sus labios. Los dos cayeron sobre la arena.
El Gordo comprobó cómo su otro lugarteniente y los hombres que llevaba consigo cargaban con rapidez las corachas sobre el caballo y se perdían en la oscuridad. También escuchó los primeros gritos de los gitanos. Solo quedaba uno de los suyos… «¡Inútil!», pensó. Si los gitanos le pillaban, sabrían que él estaba detrás de aquello, y no quería que lo relacionaran de forma tan notoria con el robo. Para su tranquilidad, el lugarteniente que iba con los del caballo reapareció en la oscuridad y agarró del cabello a su compañero hasta casi levantarlo del suelo y separarlo de la mujer. Escaparon poco antes de que Melchor y los suyos llegasen hasta Caridad. Era poco probable que los hubieran reconocido.
—Estás viejo, Galeote —murmuró el Gordo antes de dar la espalda al mar y perderse en la noche él también, tratando de imitar, burlón, los andares de los gitanos.
—¡Canta, morena!
No fue Melchor quien se lo pidió esa vez, sino Bernardo, y lo hizo después de tres días de marcha en el más pertinaz de los silencios, con un caballo sin carga que les recordaba a cada tranco lo que había pasado en la playa de Manilva.
Melchor no había permitido que las corachas se distribuyesen entre las caballerías y andaba abatido junto a aquel animal, como si con ello aceptara su penitencia. Caridad obedeció, pero la voz le surgió extraña: tenía el labio inferior destrozado por los mordiscos del contrabandista, el cuerpo magullado y sus preciosas ropas coloradas hechas jirones. Aun así, quiso complacer al gitano y su triste murmullo acentuó aún más la aridez estival de los campos por los que habían decidido cruzar para evitar los caminos principales. También intensificó el dolor de sus labios resecos y con costras, aunque no le dolían tanto como la camisa rasgada que protegía bajo la capa oscura. ¿Qué importancia podían tener los mordiscos de un contrabandista comparados con los latigazos de un capataz encolerizado? Había vivido en numerosas ocasiones ese tipo de dolor, punzante, intenso, largo en el tiempo y que al final remitía, pero sus ropas coloradas… ¡Jamás en veinticinco años de vida había poseído unas prendas como aquellas! Y eran suyas, solo suyas… Recordó los aplausos de Milagros cuando se mostró ante ella y su madre; recordó también las miradas de las gentes de Triana, tan diferentes de las que le largaban cuando iba vestida con sus grisáceas ropas de esclava, como si por ellas supieran de su condición. Vestida de rojo había llegado a percibir un atisbo de esa libertad que tanto le costaba reconocer. Por eso, más que las heridas de sus labios, le dolía notar cómo uno de sus pechos caía libre por encima de la tela y el roce de los jirones de la falda sobre sus piernas. ¿Tendrían arreglo? Ella no sabía coser, las gitanas tampoco.
Observó delante la hilera de gitanos con los caballos. Pese al sol, sus coloridas vestimentas tampoco parecían brillar, como si exudasen la ira y decepción de quienes las vestían. Tenía que cantar. Quizá aquel fuera su castigo. Lo había esperado en la playa, cuando el contrabandista liberó su cuerpo y ella llegó a ver que las corachas habían desaparecido. ¡Les había fallado! Ante la llegada de los gitanos se encogió sobre la arena, sin atreverse a cruzar la mirada con ellos; entonces tenían que haber llegado los latigazos…, o las patadas y los insultos, como en la vega, como siempre. Pero no fue así. Los escuchó gritar y blasfemar; oyó las instrucciones de Melchor, y a los demás corretear por la playa de aquí para allá con la indignada respiración del gitano por encima de ella.
—Las huellas del caballo salen del mar y vuelven a perderse en él —se lamentó uno de los sobrinos.
—No podemos saber hacia dónde han ido —resopló otro de ellos.
—¡Ha sido el Gordo! —acusó Tomás—. Me ha parecido verle retrasado… ¡Te dije que la negra nos traería…!
Caridad no pudo ver el gesto imperativo con el que Melchor detuvo la acusación de su hermano.
—Levántate, morena —escuchó no obstante que le ordenaba.
Caridad lo hizo, con la mirada baja; la luz de las linternas que portaban los gitanos se centró en ella.
—¿Quién era el hombre que se ha echado sobre ti?
Caridad negó con la cabeza.
—¿Cómo era? —inquirió entonces Melchor.
—Blanco.
—¿Blanco! —En esta ocasión fue Bernardo quien saltó—. ¿Cómo que blanco? ¿Solo eso! ¿Llevaba barba? ¿De qué color era su cabello? ¿Y sus ojos? ¿Y…?
—Bernardo —le interrumpió Melchor con voz algo cansina—, todos los payos sois iguales.
Y ahí terminó todo, sin castigo, sin recriminación alguna. Los gitanos volvieron a donde les esperaban los caballos y se pusieron en marcha, muy por detrás de las demás partidas, con las que no volvieron a encontrarse, cada cual por su ruta. Nadie le dijo nada a Caridad: «Síguenos», «Ven», «Vamos», cualquier cosa. Se unió a ellos como lo haría un perrillo a aquel que le da de comer. Poco llegaron a hablar entre sí a lo largo del camino de vuelta a Triana. Melchor no articuló palabra desde su última frase en la playa. Caridad caminaba con la espalda de Melchor como norte. Aquel hombre la había tratado bien, la había respetado, le había regalado sus ropas coloradas y hasta la había defendido en varias ocasiones, pero ¿por qué no la había azotado? Lo hubiera preferido. Todo terminaba después del látigo: se regresaba al trabajo hasta un nuevo error, hasta un nuevo arrebato de furia por parte del capataz o del amo, pero de esa manera… Miró la chaquetilla de seda azul celeste del gitano y la letra de la canción que entonaba se atascó en su garganta.
Esperaron a que anocheciera para acercarse a Sevilla. El regreso se había efectuado sin contratiempos, pero aun en la oscuridad no podían acceder a Triana por el puente de barcas con tres caballos cargados de tabaco de contrabando. Cuando el cielo apareció plagado de estrellas y se pusieron en marcha, Melchor habló por primera vez.
—Vamos a Santo Domingo de Portaceli.
El convento, de la misma orden que el de San Jacinto, se hallaba extramuros de la ciudad, en el arrabal de San Bernardo, junto a la Huerta del Rey y el Monte Rey; era el menos poblado de los seis de Sevilla puesto que tan solo residían en él dieciséis dominicos. El lugar se mostraba tranquilo.
—El convento, la Huerta del Rey, el Monte del Rey —se quejó uno de los jóvenes gitanos mientras tiraba del caballo—, todo es de los curas o del rey.
—En este caso, no —le rectificó Melchor—. El convento sí que es de los curas. La huerta pertenecía al rey moro de Niebla, aunque supongo que ahora vuelve a ser del rey de España. No se puede entrar con armas. En la puerta hay un azulejo que lo prohíbe. En cuanto al Monte del Rey, no se llama así, sino Monte Rey: no es propiedad del rey.
Anduvieron unos pasos más, todos esperando una explicación.
—¿Por qué? —preguntó al cabo otro de los jóvenes.
—Explícaselo tú, Tomás —le instó Melchor.
—De niños veníamos aquí —empezó a contar este—. Se llama Monte Rey porque era el más alto de todos los montes que había en Sevilla. ¿Imagináis de qué estaban hechos todos esos montes sevillanos? —Nadie contestó—. ¡De cadáveres! Miles de cadáveres amontonados y cubiertos de tierra cuando la peste del siglo pasado. Pasaron los años, la gente fue perdiendo el miedo al contagio y el respeto a los muertos insepultos, y empezó a escarbar el monte en busca de joyas. Había bastantes. En tiempos de la epidemia la gente pereció por millares, y pocos debían de ser los que se atrevieron a hurgar en un apestado recién fallecido, por lo que algunos cadáveres se amontonaban con sus joyas y sus dineros. Encontramos algunas monedas, ¿recuerdas, Melchor? —El otro asintió—. Ahora todavía se ve el monte —añadió Tomás señalando hacia algún lugar en la noche—, pero ya ha descendido bastante.
Por fin llegaron al convento. Melchor hizo sonar la campanilla de los portalones de acceso, cuyo repiqueteo quebró la quietud. No pareció importarle. Volvió a llamar, con insistencia, hasta tres veces consecutivas. Al cabo de un largo rato de espera, el resplandor de una linterna detrás de los portalones le indicó que alguien se dirigía hacia ellos. Se abrió la mirilla.
—¿Qué os trae a estas horas? —preguntó el fraile tras examinar a los gitanos.
—Traemos la mercancía de fray Joaquín —contestó Melchor.
—Esperad. Iré en busca del prior.
El fraile hizo ademán de cerrar la mirilla, pero Melchor interrumpió su acción.
—Fray Genaro, no nos deje usted aquí —solicitó arrastrando las palabras—. Ya me conoce. No es la primera vez. La campanilla puede haber alertado a alguien, y si tenemos que esperar mientras acude el prior… Recuerde que los dineros son de ustedes.
A la sola mención de los dineros, se corrieron los cerrojos.
—Entrad —los invitó el fraile—. No os mováis de aquí —advirtió a la vez que iluminaba un caminillo junto al huerto. Les dio la espalda y corrió al convento en busca del prior.
—No quiero oír una palabra, ¿entendido? —masculló Melchor cuando el clérigo se había alejado lo suficiente—. Nada de palabrería sobre montes o huertas, y que nadie me contradiga.