La reina descalza (59 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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—Consérvala para que guíe tu vida, aplaque tus dudas y calme tu espíritu —le deseó ofreciéndole el bulto.

Fray Joaquín sabía de qué se trataba. Aun así, apartó el lienzo que cubría su parte superior. La cabeza coronada de una Inmaculada apareció entre sus manos.

—Pero esto…

—La Virgen desea acompañarte —le interrumpió el sacerdote.

Fray Joaquín contempló la talla y el perfecto rostro sonrosado que le miraba con dulzura: una valiosa imagen de tamaño considerable, trabajada con maestría, con una corona de oro y brillantes. Muchos eran los regalos y dineros con los que los fieles agradecían a los misioneros la absolución de sus pecados. Fray Pedro, sobrio en sus costumbres, rechazaba todos aquellos que no fueran imprescindibles para su subsistencia, pero su integridad se tambaleó ante la imagen que puso en sus manos un rico terrateniente. «A fin de cuentas, ¿dónde mejor estará Nuestra Señora que procurando por las misiones?», se dijo para justificar la quiebra de su austeridad. Al entregársela a fray Joaquín, parecía que él mismo se liberaba de una carga.

27

En el cuartel del Barquillo de Madrid, al noroeste de la ciudad, en humildes casas bajas de un solo piso, vivían los llamados «chisperos», gentes tan altivas, orgullosas y soberbias como los manolos del Rastro o de Lavapiés, pero dedicadas a la herrería y al comercio de utensilios de hierro. Allí era donde vivían los García junto a otros muchos gitanos, y por allí, desde hacía diez días, deambulaba el joven Martín Costes con su brazo vendado, procurando no llamar la atención cuando recorría una y otra vez aquellas callejas solitarias y sucias.

Su padre y su hermano Zoilo le dijeron que comprendían lo que hacía, que estaban con él, pero que las cosas eran así. «No ha salido bien», reconoció el Cascabelero, avergonzado. Luego intentaron convencer al joven de que no siguiera. «Será una pérdida de tiempo», dijo uno. «El tío Melchor ya estará muerto o camino de Triana», aseguró el otro. «¿Qué pierdo con probar?», replicó el joven.

Preguntó con discreción y dio con la casa de Manuel García, en la calle del Almirante. Desde el primer momento supo que el Galeote estaba todavía allí dentro: a diferencia de las demás viviendas, siempre había un par de gitanos entrando y saliendo de esta o remoloneando por sus alrededores sin apartarse mucho de la puerta. A mitad del día, como si de un cambio de guardia se tratase, los sustituían otros: cuchicheaban entre ellos, señalaban hacia la casa; a menudo uno de los recién llegados entraba en ella, salía y reanudaban los cuchicheos hasta que los primeros abandonaban el lugar con una sonrisa en la boca, golpeándose la espalda como si ya estuvieran saboreando los vinos que pensaban beber.

—¿Tú lo has visto? —preguntó el Cascabelero a su hijo menor.

No. No lo había visto, tuvo que reconocer. Debía cerciorarse. Una noche, con la calle del Almirante en la más absoluta oscuridad, Martín se arrimó bajo la ventana que se abría a ella.

—Están esperando instrucciones de Triana —le soltó a su padre tras despertarlo intempestivamente a su regreso—. Está dentro, seguro.

No iban a desatar una guerra de familias. Esa fue la decisión que, para desesperación del joven gitano, le comunicó su padre después de tratar la cuestión con los jefes de otras familias amigas.

—Hijo —trató de excusarse el Cascabelero—, vi la muerte en tus ojos. Hacía mucho tiempo que no vivía una sensación similar. No quiero que mueras. No quiero que ninguno de los míos muera. ¡Nadie está dispuesto a que mueran los suyos a causa de un gitano de Triana condenado por asesinar al marido de su hija! El tío Melchor… El Galeote está hecho de otra pasta. Él se entregó por ti. ¿Qué crees que pensaría si después de todo, después de entregarse a los García, tú mismo u otros Vega muriesen por su culpa?

—Pero… ¡Lo matarán!

—Contéstame: ¿hoy está vivo? —preguntó su padre con voz grave.

—Sí.

—Eso es lo que cuenta.

—¡No!

El joven gitano se levantó de la silla.

—Prométeme —le rogó su padre tratando de retenerlo agarrándolo de la camisa— que no harás nada que pueda ponerte en peligro.

—¿Quiere que se lo prometa por el recuerdo de mi madre, una Vega?

El Cascabelero lo soltó y bajó la mirada al suelo.

Desde entonces, Martín no hacía más que rondar la casa donde retenían a Melchor. No podía enfrentarse a los García. Si los pillaba por sorpresa quizá pudiera con uno, pero no con ambos vigilantes. Además, dentro había mujeres, quizá más hombres. Pensó hasta en provocar un incendio, pero el Galeote moriría con los demás. Trató de acceder por la parte posterior. Se coló en una herrería en ruinas y estudió los huertos interiores. Imposible. Lo más que había era un ventanuco tras el que ni siquiera sabía si se encontraba el Galeote. ¿Y si cogía el caballo de su padre, el que usaba para picar los toros? Sonrió al imaginarse asaltando la casita a caballo. También se le ocurrió la posibilidad de denunciarlo a los alguaciles, mas sacudió los hombros al solo pensamiento, como si con ello pudiera alejar de sí tal idea. Los días pasaban y Martín no lograba concebir más que planes descabellados. Un joven de quince años, solo, contra toda una familia. Y cuando anochecía, regresaba a la calle de la Comadre, vencido, mudo, para encontrar un silencio todavía más opresivo; hasta los niños parecían haber perdido el ánimo que los empujaba a gritar, jugar y pelearse.

No cedió. Continuó yendo al Barquillo a insultar entre dientes a los García. Por lo menos estaría ahí. «Más de un mes pueden tardar en recibir de Triana las instrucciones que dices que esperan», le decía Zoilo. «¿Estarás allí todo ese tiempo?» No contestó a su hermano mayor. Estaría, ¡claro que estaría! ¡Le debía la vida al Galeote! Quizá entonces tuviera una oportunidad, cuando lo sacasen para llevarlo a Triana o cuando… ¿Acaso iban a matarlo en su casa?

La noche del décimo día, después de desesperar rondando la casa de los García, Martín se encaminó de nuevo hacia la calle de la Comadre. El murmullo que le había parecido oír se hizo presente tan pronto como dobló la esquina de Real del Barquillo: un rosario callejero, el mismo que tantas veces había oído a lo lejos. Dos veces al día, por la mañana y por la noche, de las muchas iglesias de la villa partían procesiones de madrileños que recorrían las calles rezando el rosario. Cerca de mil quinientas cofradías de todo tipo podían contarse en Madrid. La procesión se desplazaba calle Barquillo arriba, en sentido opuesto al que él tenía que recorrer. Pensó en cambiar de dirección y dar un rodeo, como siempre hacía. Los rosarios callejeros se distinguían porque sus miembros conminaban a cuantos ciudadanos encontraban a su paso a sumarse a ellos, a veces hasta a bofetadas si no lo hacían de buena voluntad. ¡Solo le faltaba terminar aquella noche rezando el rosario junto a una reata de brutos! No era inusual que si dos de aquellas procesiones cruzaban sus caminos, los devotos de una u otra advocación terminaran a palos y puñetazos, cuando no a cuchilladas.

Martín hizo amago de cambiar de dirección, pero se detuvo. Una idea acababa de cruzar por su mente; «¿Por qué no?», pensó. Corrió hacia ellos y se mezcló entre las gentes del rosario.

—Por la calle del Almirante —dijo entre dientes.

Alguien por delante de él preguntó por qué.

—Allí… esas gentes son las que más necesitan… —Vaciló, no recordaba cómo se decía—. ¡La iluminación de Nuestra Señora! —acertó a explicar por fin, originando un murmullo de asentimiento.

«Por la calle del Almirante», escuchó entonces que se transmitían de uno a otro cofrade hasta la cabeza de la procesión. Entre la cantinela de misterio y misterio, Martín se sorprendió tratando de mirar la imagen de la Virgen que abría camino entre unos hachones. ¿Pretendía su ayuda?

Notó que le flojeaban las piernas mientras se acercaban a la casa de los García, caminando con lentitud, todos apretujados en el estrecho callejón. ¿Y si no tenía éxito? La duda le atenazó. Los cánticos monótonos, repetitivos, le impidieron pensar con claridad. ¡Ya llegaban! El Galeote. Él le había salvado de la muerte. Salió de la fila y en la oscuridad de la noche propinó una fuerte patada sobre la puerta de la casa, que se abrió de par en par, saltó dentro y, sin ni siquiera preocuparse de los sorprendidos García que se hallaban en su interior, gritó cuan fuerte pudo:

—¡Puta Virgen! ¡Me cago en la Virgen y en todos los santos!

Los García no tuvieron oportunidad de echarle la mano encima. Acababan de levantarse de las sillas cuando una riada de gente airada y vociferante se coló en la casa. Martín hincó las rodillas en tierra y empezó a santiguarse con desesperación.

—¡Ellos! ¡Han sido ellos! —aulló, señalándolos con la mano libre.

De nada sirvieron las navajas que mostraron Manuel García y su gente. Decenas de personas indignadas, encolerizadas, se abalanzaron sobre los gitanos. Martín se levantó y buscó a Melchor. Vio una puerta cerrada y rodeó a la gente que se ensañaba con los García hasta llegar a ella. La abrió. Melchor esperaba en pie, atónito, con las manos atadas a la espalda.

—¡Vamos, tío!

No le permitió reaccionar: lo empujó fuera de la habitación y tiró de él. Los de la procesión estaban pendientes de los García; aun así, algunos trataron de impedirles el paso. «¡Son aquellos, son aquellos!», gritaba Martín, distrayéndolos y colándose entre ellos. En unos pasos se plantaron ante la puerta que daba a la calle, taponada por el gentío.

—Este hombre… —empezó a decir Martín señalando a Melchor.

Los de la puerta lo miraron con expectación, en espera de sus siguientes palabras. Melchor comprendió las intenciones del joven y los dos al tiempo se abalanzaron contra ellos como si de un muro se tratase.

Varios de los hombres cayeron al suelo. Martín y Melchor también. Los de atrás retrocedieron. Otros trastabillaron. En el exterior reinaba la oscuridad. La Virgen se tambaleó. La mayoría de los cofrades desviaron su atención hacia la imagen. Martín, envuelto entre piernas y brazos, volvió a agarrar a Melchor, que no podía moverse con las manos atadas a la espalda, lo ayudó a levantarse, pisotearon a varios y corrieron.

Fueron muchos los que no entendieron lo sucedido; entre quejidos e imprecaciones se escuchó el sonido de unas carcajadas que se alejaban calle del Almirante abajo.

El joven Martín se sorprendió cuando Melchor, después de agradecer su ayuda con un par de besos sinceros, se negó a ir a casa del Cascabelero y en su lugar le pidió que lo guiara hasta la calle de los Peligros.

—De acuerdo, tío —asintió el muchacho reprimiendo su curiosidad—, pero los otros García… en cuanto sepan de su fuga…

—No te preocupes. Tú llévame allí.

Once días con sus noches enteras. Melchor llevaba la cuenta. «¿Continuará la morena en la pensión?», pensaba al tiempo que apremiaba al muchacho. Una desgreñada Alfonsa, a la que levantaron del lecho tras aporrear repetidas veces la puerta de su piso, dio al traste con las esperanzas del gitano. «Se fue con el tajador —dijo—; eso aseguró la lavandera.» Ya no estaba; sus huéspedes iban y venían al capricho de sus bolsas, que era mucho, por cierto, añadió cuando Melchor quiso ver a la lavandera. Del tajador tampoco sabía nada. ¿Acaso le había pedido a él referencia alguna cuando se presentó en plena noche acompañado de una negra y de Pelayo? Fueron innumerables las posibilidades que llegó a barajar Melchor acerca de la suerte de Caridad durante su encierro, a cual más inquietante; ninguna de ellas era, sin embargo, que se hubiera ido voluntariamente con otro hombre.

—¡No puede ser! —espetó.

—Gitano —replicó la posadera con simulado hastío—, la abandonaste, la dejaste sola durante varios días. ¿Por qué te extraña que se fuera con otro hombre?

Porque la escuchaba cantar. Porque era la única compañía que tenía. Porque la amaba y ella… ¿Lo amaba Caridad? Nunca se lo había confesado, pero estaba seguro, porque por más mujeres que hubiera conocido a lo largo de su vida, jamás llegó a sentir como había sentido con Caridad la unión del cuerpo y el espíritu para proporcionar al placer una dimensión desconocida para él. Algo así como si no pudiera llegar a saciar su deseo, ansia que, sin embargo, quedaba satisfecha con el simple roce del dorso de su mano sobre la mejilla de la morena. Absurdo y turbador: deseo y satisfacción constantes, entrecruzándose sin cesar. ¡Claro que la morena lo amaba! Porque la escuchó gritar de placer, porque le sonreía y lo acariciaba; porque sus cantos empezaron a desprenderse de la pena y de la aflicción que parecían perseguirla sin tregua.

Alfonsa sostuvo la mirada del gitano, entristecida ahora, desvanecido ya el fulgor que desprendía la noche en que se presentó con Caridad. Había echado al tajador tras tener conocimiento de lo sucedido; no le interesaban los escándalos en su pensión. Luego recogió las cosas de Caridad y dio buena cuenta de los dineros que guardaba en el hatillo. Los documentos terminaron ardiendo en el fogón, y el traje colorado y el sombrero malvendidos en una prendería. Si algún día la mujer volvía y negaba su versión, no tenía más que insistir en que aquello era lo que le había dicho la lavandera. Y si preguntaban por el hatillo, le bastaría decir que debían habérselo repartido entre el tajador y la lavandera…

—Tío… —Martín trató de llamar la atención de Melchor ante la consternación que percibió en él—. Tío —tuvo que insistir.

—Vamos —terminó reaccionando el gitano no sin antes clavar sus ojos, de nuevo centelleantes pero con un brillo aterrador, en la posadera—: Mujer, si me entero de que me has engañado, volveré para matarte.

El muchacho se encaminó hacia la calle de la Comadre.

—Espera —le conminó Melchor a la altura de la de Alcalá.

Era noche cerrada, reinaba un silencio casi absoluto. El Galeote cogió de los hombros a Martín y lo miró de frente.

—¿Pretendes llevarme a casa de tu padre?

Martín asintió.

—No creo que deba ir —se opuso el gitano.

—Pero…

—Tú me has liberado y te estaré agradecido de por vida, pero allí no había nadie más que tú, ningún otro Costes, ningún gitano aliado de los Costes. —Melchor dejó transcurrir unos instantes—. Tu padre… tu padre decidió no luchar por mí, ¿cierto? —La mirada del muchacho, clavada en el suelo, fue suficiente respuesta para Melchor—. Acudir ahora a su casa no significaría más que humillarlo y avergonzarle, a él y a toda tu familia.

Melchor ahorró a Martín los recelos que asimismo le asaltaban: si no le habían ayudado, ¿qué garantías tenía de que no le vendiesen de nuevo a los García? Quizá no el Cascabelero, pero sí todos aquellos que le rodeaban y con los que debía haber consultado antes de tomar la decisión de abandonarlo a su suerte. No era algo que hubiera podido resolver él solo.

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