Se dispusieron a viajar a Madrid en una larga galera de las que semanalmente recorrían el trayecto que unía Sevilla con la Villa y Corte, un carro de cuatro ruedas cubierto con un toldo de lienzo y tirado por seis mulas. La galera estaba capacitada para el transporte de quince viajeros con sus respectivos equipajes, que aquella mañana de marzo de 1752 se habían reunido alrededor de ella.
En esta ocasión, los gitanos iban a salir de Triana con todos los permisos y pasaportes en regla, firmados y sellados por cuantas autoridades eran precisas, y bajo la salvaguarda del mismísimo corregidor de Madrid, como acreditaba la carta que su secretario les había expedido, no sin antes mostrar su extrañeza por la gitana vieja que los García pretendían incluir en la comitiva. «¿Quién si no cuidará de la niña mientras canta para su excelencia?», arguyó Rafael el patriarca. El secretario negó con la cabeza, pero lo cierto era que le importaba poco el número de gitanos que se desplazasen a Madrid, así que accedió. En cambio, no se calló ante la referencia hecha a su amo.
—No te equivoques —le avisó—. La mujer no cantará para el señor corregidor; lo hará en el Coliseo del Príncipe para todos los que acuden a presenciar las comedias.
—Pero algún día acudirá su excelencia, ¿no? —Rafael García guiñó un ojo al funcionario pretendiendo hacerle partícipe de la fascinación que Reyes, su mujer, había exagerado al contar la escena del palacio de los condes.
El secretario suspiró.
—Y hasta el rey —ironizó—. Su majestad, también.
Rafael García mudó el semblante y reprimió una réplica.
—¿Cuántos dineros le pagará el señor corregidor? —preguntó en su lugar.
El secretario sonrió avieso, molesto por tener que tratar con gitanos.
—Lo ignoro, pero de lo que sí estoy seguro es de que no ocupará la plaza de primera dama. Supongo que una ración de unos siete u ocho reales al día sin derecho a partido.
—¿Siete reales! —protestó el Conde. ¡Solo el reloj que había conseguido Milagros la noche anterior valía cien veces más!
El otro ensanchó la sonrisa.
—Eso es lo que hay. Las nuevas no cobran a partido —silabeó ante la mueca de ignorancia del gitano—: un sueldo que perciben trabajen o no. Cobrará exclusivamente por día de trabajo, a ración… Sí, siete u ocho reales.
Rafael García no pudo evitar un gesto de decepción. Su hijo y dos gitanos más que lo acompañaban también mostraron su descontento.
—En ese caso… —El gitano dudó, pero terminó expresando su amenaza—: Por ese sueldo Milagros no irá a Madrid.
—Escucha —anunció el otro con seriedad—, no sería la primera cómica que termina en la cárcel por negarse a acatar las órdenes del corregidor y de la junta que rige los teatros de la corte. Madrid no se mide en reales, gitano. Madrid es… —El hombre hizo revolotear sus manos en el aire—. Son muchos los cómicos de compañías ambulantes o de teatros menores de todo el reino que pierden dinero al ser llamados a Madrid. Tú eliges: Madrid o la cárcel.
Rafael García eligió, y un mes después su nieto Pedro contemplaba fumando cómo Milagros cargaba las escasas pertenencias de la familia en la galera, mientras Bartola, su niñera, sostenía en brazos a la hija de ambos.
Entre bulto y bulto, Milagros miraba a la pequeña. Era igual que su madre, decían unos, mientras que otros afirmaban que había salido a su padre y algunos más buscaban parecidos con los García. Nadie mencionó a los Vega. Se secó el sudor de la frente con una de las mangas. No se atrevió a bautizar a la niña con el nombre de Ana. Muchos eran los gitanos que traían noticias de las detenidas en Málaga, ninguna para ella. Nunca llegó a pedirles que hablasen con Ana Vega. ¡No soportaría otra respuesta como la que recibió cuando mandó al Camacho! Quizá algún día… Mientras tanto, nada sabía de su madre, y eso la atormentaba. Sin embargo, sí que bautizó a su hija con el nombre de María, en secreto homenaje a la vieja curandera que había sido sustituida por Bartola, que iba a acompañar al matrimonio en su viaje a la corte.
Doce personas más subieron al carro tras ellos: varios ordinarios cargados con bultos; un petimetre afrancesado que miraba con asco cuanto le rodeaba; una muchacha tímida que iba a servir a la capital; un hombre que decía ser comerciante de telas, dos frailes y un matrimonio. Ninguno de los gitanos había viajado en galera, y salvo los ordinarios, que iban y venían de ciudad en ciudad, era evidente que tampoco lo habían hecho los demás pasajeros. Tal era la aversión a los viajes en la época. La galera iba repleta y todos ellos trataron de acomodarse en un espacio sin bancos, entre la multitud de variopintas mercancías y enseres que llevaban consigo, sobre un suelo que no era de tablas como el de los carros que conocía Milagros, sino que consistía en un entramado de resistentes cuerdas en forma de red encima de las cuales se amontonaron sin orden ni concierto personas y equipajes. Debían viajar tumbados, como comprobó la joven que hacía uno de los ordinarios. Entre empujones, las dos gitanas extendieron los jergones que llevaban junto a uno de los laterales del carro y se sentaron sobre ellos con la espalda apoyada contra el precario apoyo de unas esteras de esparto a modo de barandas.
De tal guisa, acompañados por un carro que transportaba aceite de oliva y otro arriero al frente de una recua de seis animales cargados de mercaderías, afrontaron el largo camino. Milagros respiró hondo en el momento en que el carretero arreó a las mulas para que tirasen de la pesada galera e iniciasen la marcha. Luego se dejó mecer por el cascabeleo de las guarniciones que adornaban a las caballerías y el repiqueteo metálico de las ollas y sartenes que colgaban del exterior de la galera. Cada uno de los tintineos de aquellos cascabeles la alejaba un paso más de Triana, del Conde, de la Trianera, de los García y de las desgracias que habían asolado su vida. De vez en cuando, el restallar del látigo obtenía de los animales un empujón que se alargaba unos instantes, hasta que recuperaban su caminar apático. Madrid, evocó una vez más la gitana. Llegó a odiar a la villa cuando se enteró del secuestro del abuelo, pero al cabo de un mes llegó otro ordinario con la noticia de que había escapado, y ella, al ritmo de los juramentos e imprecaciones de los miembros de su nueva familia, se reconcilió con aquella ciudad. ¿Sería igual en un teatro de Madrid, junto a cómicos y músicos profesionales que en los mesones o los saraos sevillanos? Esa incertidumbre era lo único que la inquietaba. Recordaba el suplicio que le supuso cantar villancicos en la parroquia de Santa Ana, con el maestro de capilla amonestándola sin tregua y los músicos despreciándola, y temía que le sucediera lo mismo. Solo era una gitana, y los payos…, los payos siempre se comportaban igual con los gitanos. Con todo, Milagros estaba dispuesta a sufrir aquel escarnio, cien como ellos si menester fuese, para apartar a Pedro de su familia de Triana, de su vida indolente y de sus noches perdidas en… Mejor no saberlo. Cerró los ojos con fuerza y apretó a su pequeña contra el pecho. En Madrid, Pedro solo la tendría a ella. Cambiaría. ¿Qué más daban los dineros que tanto importaban a los García? Sin ellos no habría vino, ni mesones, ni botillerías, ni… mujeres.
Pedro se había opuesto enérgicamente a trasladarse a Madrid, pero ni con su nieto favorito transigió el Conde. Suspendidas las liberaciones de gitanos poco después de la de José Carmona, muchos eran los que confiaban en que algún día el rey se replantearía la situación. Y ellos se estaban esforzando por conseguirlo. «¡Es el corregidor de Madrid!», había gritado el Conde a su nieto.
—Escucha, Pedro —prosiguió con otro tono de voz—, todos estamos acercándonos a los payos. Dentro de poco, unos meses a lo sumo, presentaremos al arzobispo de Sevilla las reglas de lo que será la hermandad de los gitanos; hemos elegido como sede el convento del Espíritu Santo, aquí, en Triana. Estamos trabajando en ello. ¡Los gitanos con una hermandad religiosa! —añadió como si estuviese planteando una locura—. ¿Quién podía imaginárselo? Ya no solo somos los García, sino todas las familias de la ciudad, unidas. ¿Pretendes indisponerte… indisponernos a todos con un personaje tan cercano al rey como el corregidor de Madrid? Ve allí. No será para toda la vida.
Tanta era la proximidad de los gitanos a aquella Iglesia capaz de encarcelar o liberar a la gente que hasta los frailes que acudían a hacer confesiones generales a Triana habían llegado a destacar, por encima de la de los demás ciudadanos, la piedad y el espíritu religioso con que estos habían acudido a hacerlo.
—¡Niégate! —lo azuzó un día Milagros ante las constantes quejas de su esposo—. Vayámonos, escapemos de Triana. Yo me casé contigo contra la voluntad de parte de mi familia, rebélate tú también. ¿Quién es tu abuelo para decidir lo que debemos o no debemos hacer?
Tal y como presumía, Pedro no osó desobedecer a su abuelo y a partir de aquel día no se produjeron más discusiones, aunque Milagros se guardó mucho de mostrar su alegría.
Emplearon once inacabables días en llegar a Madrid. Jornadas a lo largo de las cuales se les fueron uniendo otros transportes y viajeros con igual destino al tiempo que otros se apeaban en alguna encrucijada. Los caminos eran malos y peligrosos, por lo que las gentes se buscaban unas a otras. Además, los carreteros y arrieros gozaban de ciertos privilegios que molestaban a los lugareños: podían dejar que sus caballerías pastasen, o hacer leña en tierras comunales, y siempre era preferible defender unidos esos derechos. Entumecida, tratando constantemente de acallar el llanto lastimero de una niña de año y medio incapaz de soportar el tedio y la monotonía, Milagros se animó al presentir la cercanía de la gran ciudad. Incluso las mulas aligeraron su paso cansino a medida que el estrépito se hizo más y más perceptible. Hacía poco que el sol había superado el amanecer, y la galera donde viajaban se vio embutida entre los centenares de carros y las miles de bestias de carga que diariamente entraban en la ciudad para abastecer a la Villa y Corte. Una multitud de labradores, agricultores, hortelanos, comerciantes y trajineros, con sus carros, pequeños o grandes, a pie, cargados o tirando de mulas y bueyes, tenían que acceder personalmente a Madrid para vender sus productos y mercaderías. A fin de impedir el acaparamiento y los aumentos de precio, el rey había prohibido que tratantes, chalanes o regatones de la corte adquirieran comestibles para su reventa en las cercanías de Madrid o en los caminos que llevaban a la ciudad; solo podían hacerlo a partir de las doce del mediodía, en las plazas y mercados, después de que los ciudadanos hubieran tenido oportunidad de adquirirlos en los cajones y puestos de venta a sus precios de origen.
A través de una rendija del toldo que tapaba el lateral de la galera, Milagros contempló el barullo de gentes y animales. Se encogió ante el griterío y el desorden. ¿Qué les esperaba en una ciudad que día tras día requería de todo aquel ejército de proveedores?
Accedieron a Madrid por la puerta de Toledo, y en la calle del mismo nombre, en uno de los muchos mesones establecidos en ella, el de la Herradura, pusieron fin a un viaje que se les había hecho interminable. Les habían dicho que, en cuanto llegaran, acudieran al Coliseo del Príncipe para recibir instrucciones. Milagros y la vieja Bartola se pelearon con los demás viajeros para descargar los jergones y demás enseres mientras Pedro se informaba a través del carretero y los ordinarios.
El sol de un día fresco pero radiante iluminó la variopinta muchedumbre que accedía a la ciudad y a la que se sumaron ellos. Pedro en cabeza, libre de equipaje, y las dos mujeres arrastrando los bultos y cargando a la pequeña María. Pocos fueron los que prestaron atención al grupo de gitanos mientras estos recorrían la calle de Toledo en dirección a la plaza de la Cebada, en uno de los barrios más poblados y humildes de Madrid. Los ciudadanos deambulaban entre los mesones, botillerías, colchonerías, esparterías, herrerías y barberías que flanqueaban la calle de Toledo.
Milagros y Bartola se turnaban para llevar a María. En ello estaban, pasando a la niña de los brazos de una a los de la otra, cuando Pedro, que había girado la cabeza ante su retraso, se precipitó sobre ellas a tiempo de impedir que la pequeña agarrase una de las camisas que colgaban de la puerta de un mísero cuchitril que exponía ropas usadas.
—¿Queréis que la niña enferme? —les recriminó a las dos—. ¡Malaje! —anunció después con la mirada fija en el rostro demacrado del propietario de la tienda.
Porque en la calle de Toledo se abrían prenderías llevadas por comerciantes cuyos rostros enjutos mostraban el destino que les esperaba a los muchos que, llevados por la necesidad, se veían obligados a adquirir a bajo precio las ropas de los fallecidos en los hospitales. Si los gitanos quemaban las prendas de sus muertos tras el entierro, los payos las compraban sin importarles que en sus costuras estuviera la simiente de todo tipo de males y enfermedades, y las faldas, los calzones y las camisas retornaban una y otra vez a las prenderías en espera de un nuevo desgraciado al que contagiar en un vicioso círculo de muerte.
Milagros aupó a su niña hasta acomodarla contra su cadera; comprendía lo que había originado la reacción de Pedro y asintió antes de continuar andando. Así llegaron hasta la plaza de la Cebada, un gran espacio irregular en el que, además de ejecutarse a los reos condenados a morir ahorcados, se vendía grano, tocino y legumbres. Muchos de los labradores que ascendían junto a ellos por la calle de Toledo se desviaron hacia la plaza. Alrededor de los cajones del mercado holgazaneaban centenares de personas. Otros campesinos continuaron en dirección a la plaza Mayor.
Pedro, sin embargo, los guió hacia la derecha, hacia una calleja que bordeaba la iglesia y el cementerio de San Millán; continuaron por ella hasta la plaza de Antón Martín. Allí, mientras las mujeres y los niños se refrescaban en la fuente que echaba agua por boca de los delfines, volvió a preguntar por el Coliseo del Príncipe. Sin éxito. Un par de hombres eludieron al gitano y avivaron el paso. Pedro crispó la mandíbula y acarició la empuñadura de su navaja.
—¿Qué buscas? —se oyó cuando se disponía a interrogar a un tercero.
Milagros observó a un alguacil de negro que, vara en mano, se dirigía hacia su esposo. Ambos hombres hablaron. Algunos viandantes se detuvieron para presenciar la escena. Pedro le mostró los documentos. El alguacil los leyó y preguntó por la cómica a la que se referían los papeles.