Celeste se inclinó sobre la espalda del gitano hasta llegar a mordisquear su nuca. Luego se tumbó sobre él.
—Por más que tu alguacil esté vigilando en la calle, no creo que mi marido tarde en regresar. Hazme volar hasta el cielo de nuevo —le dijo al oído— y yo enseñaré a tu gitanilla.
«Lo que menos me interesa es que aprenda —le habría gustado replicar a Pedro mientras notaba cómo ella pugnaba por pasar los brazos por debajo de su cuerpo—. Quizá así nos dieran licencia para regresar a Triana.»
—¿Qué murmuras? —preguntó Celeste.
El gitano comprendió que sus deseos habían ido más allá de un mero pensamiento. Con esfuerzo, giró sobre sí, volteó a Celeste y se acomodó sobre un codo a su lado.
—Digo —contestó, desviando la mirada de los grandes pechos de la cómica— que el único cielo que existe está entre tus piernas.
Ella sonrió, ronroneó como una gata, le agarró del cuello y lo atrajo hacia sí.
No había transcurrido media hora y Pedro García abandonaba la casa de Celeste en la calle de las Huertas. Blas, el alguacil, que ya esperaba ante la puerta incluso antes de que él llegase tras dejar a Milagros, se acercó a él.
—Has tardado demasiado —le reprochó—. Tengo que continuar la ronda.
—Tu primera dama es una zorra insaciable.
El gitano se apresuró a hurgar en su bolsa para contener la rabia que mostró el rostro del funcionario, como siempre sucedía cuando se refería a Celeste con grosería. Le divertía provocarlo. «¿Cómo es posible que este gilí —pensó en la primera ocasión— esté a pie de calle vigilando cómo fornico con el objeto de sus anhelos y después se enfade si hablo mal de ella?» Extrajo un par de cuartos de la bolsa y se los entregó. Celeste le daba más dineros: era la única cómica de la compañía que disponía de ellos, porque los demás vivían en la miseria, como les sucedía a Milagros y a él mismo. «El alguacil tiene que cobrar por su trabajo… y su silencio», le había exigido Pedro, pero él se quedaba con la mayor parte. Aunque hasta aquel momento no le había proporcionado mujer alguna con la que solazarse, Blas se conformaba con el par de cuartos; lo hubiera hecho solo para hallarse cerca de Celeste. «Esta debe de ser la razón por la que se enfada», concluyó el gitano tras los primeros días. Blas la adoraba, admitía sus caprichos como si se tratase de una diosa, pero no consentía que otro la menospreciase por sus caprichos.
—Si vuelves a hablar así de Celeste… —empezó a amenazarle el alguacil antes de que el otro le interrumpiese.
—¿Qué? A ella también se lo digo. Zorra insaciable —Pedro arrastró las palabras—. Mi putita. Mil cosas similares le susurro al oído cuando la tengo debajo…
No tuvo oportunidad de finalizar la frase. Blas enrojeció y, sin despedirse, se marchó calle arriba. El repiqueteo de la vara golpeando con fuerza las paredes se fue perdiendo en la distancia para dar paso al toque de oración de las campanas de las iglesias de Madrid. Pedro refunfuñó. Después del tañido de las campanas surgiría de las casas la cantilena del rosario: todos los piadosos ciudadanos rezando simultáneamente antes de acostarse, como mandaban las buenas costumbres. Tenía hambre. Celeste se preocupaba exclusivamente por su placer; decía que la olla solo la compartía con su marido, ya que, dado que le ponía los cuernos, cuando menos lo alimentaba. «Buen consuelo», rió Pedro mientras enfilaba la calle de las Huertas en busca de un mesón donde tomar un par de vinos y cenar algo, quizá hasta acompañado por el marido. Lo conocía: trabajaba en la compañía como tercer galán y ya se había topado con él en otras ocasiones desde que habían llegado a Madrid hacía poco más de un mes; al hombre no parecía importarle demasiado la olla con la que su esposa pretendía restituirle el honor mancillado.
Antes de llegar a la bocacalle de la del León, Pedro desvió su mirada hacia la izquierda, donde desembocaba la calle del Amor de Dios, donde vivía con Milagros, la niña y la vieja Bartola en dos míseras, húmedas y oscuras habitaciones en el tercer piso de una antigua casa a la malicia, cuyo alquiler mermaba la mayor parte de la ración que percibía su esposa. La calle de las Huertas, la del León, la del Amor de Dios, San Juan, del Niño, Francos y Cantarranas, callejuelas todas ellas en las que se apiñaban vetustos edificios en los que desde el siglo anterior habían vivido cómicos, poetas y escritores.
—¡Cervantes habitó en un cuarto en peores condiciones! —replicó el portero del teatro que les había acompañado a su nuevo domicilio desde el Príncipe cuando Pedro protestó—. Lope de Vega, Quevedo, Góngora, todos ellos vivieron y honraron estas calles y sus edificios. ¿Os vais a comparar vosotros, una cuadrilla de gitanos, con los más grandes de las letras españolas, qué digo españolas, universales?
Y allí los dejó el hombre, que marchó entre gritos y aspavientos. Desde aquel día, Milagros había entrado en la rutina de las cómicas: ensayos por la mañana y las tardes dedicadas al aprendizaje de los papeles de la obra principal, los sainetes y los bailes y canciones de las tonadillas. A partir del inicio de la temporada, como ya le había anunciado don José, las mañanas seguirían estando dedicadas a los ensayos, dirigidos estos por Celeste como primera dama y por Nicolás Espejo, aquel con el que se había peleado Celeste el día de su llegada a Madrid, como primer galán. Las tardes se dedicarían a las representaciones, que debían durar un máximo de tres horas, y las noches, al estudio.
Milagros casi no intervenía en la comedia principal ni en el sainete que le sucedía en uno de los dos entreactos; a ella la habían llamado para cantar y bailar, pero para descargar de trabajo a las otras cómicas le otorgaban algún papel insignificante, aunque fuera mudo: servir unas jarras de vino, aparecer como lavandera o como regatona… En cualquier caso, y como había pronosticado Celeste antes de abandonar airada el Coliseo del Príncipe, la obra con la que se había estrenado la temporada no permaneció más de dos días en cartel, por lo que la misma noche de su presentación, Milagros tuvo que aprender el papel y las canciones de la tonadilla de la obra que la iba a sustituir.
—A partir del inicio de la temporada de teatro —le había explicado Celeste a Pedro—, el trabajo de los cómicos es frenético. La permanencia de las obras en cartel depende de lo dispuesto que esté el público a calentar los asientos; algunas se representan solo un día, otras un par o tres, la mayoría se quedan en cinco o seis, y si superan los diez pueden considerarse todo un éxito. Mientras tanto, nosotras tenemos que aprender o recordar a uña de caballo las nuevas obras, los entremeses, sainetes y tonadillas.
—¿Y cómo las aprendéis? —se interesó el gitano.
—Eso es más complicado todavía. Por si fuera poco tener que aprenderlas, muchas veces no existe más que un ejemplar de la obra manuscrito por el autor y corregido por los diversos censores sobre el que todos tenemos que trabajar. Lo mismo ocurre con los sainetes y las tonadillas. Nos reunimos… se reúnen, hay incluso quien no sabe leer.
Pedro García entró en una taberna todavía abierta de la calle San Juan. Milagros era de las que no sabían leer, así que tenía que trabajar muchas más horas que Celeste, quien por otra parte tampoco parecía preocuparse en exceso por aprender sus papeles. «¿Para qué están los apuntadores?», alegaba. Hasta el inicio de la temporada, la sobrecarga de trabajo de su esposa le había proporcionado una libertad que ahora…
—¡Gitano!
Pedro se sacudió los pensamientos con los que había accedido a la taberna. Miró en derredor. Guzmán, el marido de Celeste, y otros dos miembros de la compañía de cómicos estaban sentados a una mesa, pendientes de él.
—¡Págate una ronda!
Pedro acompañó su sonrisa con un movimiento de la mano hacia el tabernero en señal de asentimiento. Buscó asiento entre los otros y, cuando el hombre les sirvió el vino, alzó su jarra, miró a los ojos a Guzmán y brindó irónico:
—¡Por tu esposa, la más grande!
«Y la que paga estos vinos», añadió para sí el gitano mientras entrechocaban los vasos. Sin embargo, al tiempo que paladeaba aquel vino aguado, se vio obligado a reconocer que las cosas habían cambiado. Aunque no precisamente para mejor: en Triana era él quien satisfacía el capricho de las mujeres con los dineros que Milagros obtenía. En Madrid, sin embargo, debía proporcionar placer a una mujer que podía doblarle la edad para conseguir unos míseros reales. Todo… ¡todo por congraciarse con los payos!
—¡Tabernero! —gritó al tiempo que estrellaba con violencia la jarra sobre la mesa y salpicaba a los demás—. ¡O nos sirves vino de calidad o te abro en canal aquí mismo!
«La Descalza.» Ese fue el apodo con el que los mosqueteros del Coliseo del Príncipe terminaron bautizando a Milagros. La gitana se negó a vestir los mismos trajes que lucían Celeste y las demás damas de la compañía.
—¿Cómo queréis que baile con eso? —alegó señalando y toqueteando corsés y miriñaques—. Te cuesta hasta respirar —le dijo a una—, y tú ni moverte con esa falda… ahuecada.
Aceptó, sin embargo, sustituir sus sencillas prendas por las vestimentas de las manolas madrileñas: jubón amarillo ajustado al talle, sin ballenas, mangas ceñidas, falda blanca con volantes verdes, larga casi hasta los tobillos, delantal, pañuelo verde anudado al cuello y cofia recogiendo su cabello. De lo que nadie logró convencerla fue de que se calzase. «Nací descalza y moriré descalza», afirmaba una y otra vez.
—¿Qué importancia puede tener? —trató de poner fin a la discusión don José dirigiéndose al alcalde—. ¿Acaso no hay ya un listón al borde del tablado para que el público no pueda ver los tobillos de las cómicas? Luego, si no los ve, ¿qué más dará que vaya calzada o descalza?
Milagros perdió en poco tiempo el respeto a aquel imponente teatro que había llegado a agarrotar sus músculos el día del estreno, y lo perdió porque, excepción hecha de censores y alcaldes, nadie parecía tenérselo. El público gritaba y pataleaba. Se enteró de la rivalidad entre los dos teatros de Madrid: el del Príncipe y el de la Cruz, que no estaban muy lejos el uno del otro. Existía un tercer teatro, el de los Caños del Peral, donde se representaban composiciones líricas. Las gentes que gustaban del teatro del Príncipe se llamaban «polacos» y los que por el contrario se inclinaban por el de la Cruz, se denominaban «chorizos». Entre ellos no solo se peleaban, sino que regularmente acudían al teatro contrario para echar por tierra la comedia que se representaba y abuchear sin piedad a cómicos y cantantes.
Y no solo comprendió que, por bien que lo hiciera, por más pasión que pusiese en sus cantos y bailes, siempre habría algún chorizo de los de la Cruz que la increparía, sino que descubrió que los mismos cómicos de la compañía tampoco se esforzaban en su trabajo. Una sencilla cortina blanca al fondo del escenario y otras dos laterales constituían todo el decorado de las comedias diarias, aunque otras representaciones como las comedias de teatro o los autos sacramentales, de precio más elevado para el público, gozaban de una escenografía algo más elaborada. Entre las cortinas, apenas se disponía una mesa con sillas alrededor y un pozo o un árbol como decoración para ambientar la escena.
Cuando no intervenía en la comedia principal, Milagros presenciaba el espectáculo sentada en uno de los bancos de la luneta. Como una espectadora más, le defraudaba cómo recitaban las obras sus compañeros: ampulosos y afectados en sus gestos y movimientos; monótonos y hasta desagradables en sus voces. Detrás del decorado se veía la sombra del apuntador y el resplandor de la luz de la lámpara con la que se ayudaba para leer, que se desplazaban sin cesar de un extremo al otro para soplar el texto que los actores olvidaban o simplemente ignoraban. No era inusual que las palabras del apuntador se escucharan por encima de la voz del cómico que las repetía. Los espectadores soportaban el tedio de un repertorio de escasa calidad, cuando no una de las infinitas reposiciones de obras del insigne Calderón, con unos cómicos que ni siquiera se esforzaban por identificarse con sus personajes: filósofos griegos ataviados con chupa, calzones y medias verdes; diosas mitológicas con tontillo y sombrero emplumado…
Se aburrían hasta que llegaban los entreactos y, con ellos, los sainetes y las tonadillas. Era entonces cuando disfrutaban tanto el público como los cómicos. Los sainetes eran obras cortas, populares, costumbristas, jocosas; parodias de las relaciones sociales y familiares. En ellos, los cómicos se encarnaban a sí mismos, a sus amigos, parientes o conocidos; la mayoría de los espectadores se sentían aludidos y con sus gritos y sus risas, sus aplausos y silbidos, los llevaban en volandas a lo largo de la obra.
En cuanto a las tonadillas… ¡medio Madrid lucía ya, en señal de admiración hacia Milagros, anudadas o cosidas en sus prendas cintas verdes, el color del pañuelo que ella siempre lucía en su cuello! El consejo de don José había estado machacando sus oídos durante días: «Pasión contenida, pasión contenida». Y Milagros le había ido dando vueltas y vueltas en su cabeza hasta que una tarde, en pie en el tablado, antes de empezar a cantar, había cruzado la mirada con un hombre sucio y mal vestido, de aquellos que gastaban los seis cuartos de real que no tenían por una entrada de patio, probablemente antes de volver a su pueblo de las cercanías de Madrid —Fuencarral, Carabanchel, Vallecas, Getafe, Hortaleza o cualquier otro—, donde alardearía de haber acudido al teatro para alzarse en objeto de envidia y atención por parte de sus vecinos. El agricultor, porque tenía que ser un agricultor, quizá de vino de moscatel de Fuencarral, la contemplaba embelesado. Milagros dio unos pasos por el tablado sin dejar de mirar al hombre, que siguió sus andares gitanos con ojos desorbitados y la boca medio abierta. Luego se plantó frente a él y le dedicó un atisbo de sonrisa. El hombre, embobado, no fue capaz de reaccionar. La música de los dos violines que surgía desde detrás de uno de los telones laterales, donde se escondía la exigua orquesta compuesta por estos, un violonchelo, un contrabajo y dos oboes, se repetía en espera de la entrada de Milagros. Sin embargo, ella la retrasó unos instantes, los suficientes para pasear la mirada por el patio de mosqueteros y encontrarse con otros tantos rostros similares al del vinatero de Fuencarral. Alguien la animó a cantar, otros la piropearon a gritos de «¡bonita!», «¡guapa!». Muchos le pidieron que se arrancase. Al final lo hizo, consciente de que aquellas gentes la admiraban y la deseaban sin necesidad de exagerar su voluptuosidad. De piel atezada, tan distinta de la palidez que se empeñaban en lucir las damas a costa incluso de su salud; vestida de manola, con unas prendas que simbolizaban la terca y silenciosa lucha contra las costumbres importadas de Francia; orgullosa como los madrileños, igual de soberbia que unas gentes que no tardaron en encumbrarla a representante del pueblo.