La reina descalza (64 page)

Read La reina descalza Online

Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
2.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mi esposa: Milagros de Triana —respondió con sequedad el gitano al tiempo que la señalaba.

Junto a la fuente, Milagros se vio escrutada de arriba abajo por alguacil y curiosos. Dudó. Se sintió ridícula con el jergón enrollado bajo un brazo, pero alzó el mentón y se irguió frente a todos ellos.

—¡Orgullosa gitana! —la premió a gritos el alguacil—. Veremos si eres capaz de ser igual de engreída en el tablado, cuando los mosqueteros te abucheen. En Madrid nos sobran mujeres bellas y nos faltan buenas cómicas.

La gente rió y Pedro hizo ademán de revolverse contra ellos. El alguacil le detuvo alzando la vara a la altura de su pecho.

—No seas tan susceptible, gitano —le advirtió arrastrando las palabras—. Dentro de pocos días, cuando se inaugure la temporada de comedias, todo Madrid y sus alrededores censurará… o ensalzará a tu esposa. De ella dependerá. No hay término medio. Acompañadme —se ofreció en el momento en que Pedro depuso su actitud—, el Príncipe está muy cerca. Me viene de ronda.

Desde la misma plaza ascendieron un trecho para rodear el colegio de Loreto e introducirse en una callejuela situada a su derecha. Milagros se esforzó por mantener el mismo porte altivo con que su esposo desfiló frente al coro de madrileños que habían presenciado la escena, pero, cargada con María a un lado y el jergón al otro, seguida por Bartola resoplando y renegando en su nuca con los otros dos jergones y el resto de los bultos, los pocos pasos que el alguacil y Pedro les llevaban por delante le parecieron una distancia insalvable. «¡Te iremos a ver, gitana!», oyó Milagros, y se volvió hacia un hombre bajo y gordo tocado con un gran sombrero negro que le daba aspecto de seta. «No nos hagas gastar nuestros dineros en balde», escuchó de otro. «¿Dónde queda ahora el lujo y el boato del palacio de los condes de Fuentevieja?», se lamentó, molesta ante las risotadas y comentarios que se sucedieron a su paso.

Una manzana más y se plantaron en la bocacalle de la del Príncipe; poco más allá, desde la esquina de la calle del Prado el alguacil señaló a su derecha, hacia un edificio de líneas rectas y sobria fachada de piedra cuyo tejado a dos aguas sobresalía muy por encima de los colindantes.

—Ahí lo tenéis —indicó con orgullo—, el Coliseo del Príncipe.

Milagros trató de hacerse una idea de las dimensiones del teatro, pero la estrechez de la calle a la que hacía frente se lo impidió. Volvió la cabeza a su izquierda, hacia un muro corrido y sin ventanas que se extendía a lo largo de la calle del Prado.

—La huerta del convento de Santa Ana —explicó el alguacil al percatarse de hacia dónde dirigía la mirada la joven gitana. Luego señaló en dirección a la parte alta de la misma calle—. Allí, en la lonja que da acceso al convento, hay una hornacina con la imagen de la madre de la Virgen a la que acuden a venerar muchos de los de vuestra raza. Deberías encomendarte a ella antes de entrar —terminó riendo.

Milagros dejó a María en el suelo de tierra. ¡Santa Ana! En su parroquia trianera había cantado villancicos para los payos después de haber sido humillada por el maestro de capilla y los músicos. ¡Qué lejos le parecían aquellos días! Sin embargo, ahora reaparecía la misma santa junto al teatro donde tendría que volver a cantar delante de los payos. No podía ser simple casualidad, debía de tener algún significado…

—¡Vamos! —La orden del alguacil distrajo sus pensamientos. Los gitanos se disponían a dirigirse al teatro cuando el alguacil les detuvo con un movimiento de su vara y explicó—: Por allí entra el público. Los cómicos acceden por una puerta trasera, en la calle del Lobo.

Rodearon la manzana hasta dar con la puerta. El alguacil habló con un portero que vigilaba la entrada y que le franqueó el paso al instante.

—¿Piensas entrar con un jergón bajo el brazo? —se mofó el hombre tras invitar a Milagros a seguirle—. ¡Los demás no podéis entrar! —advirtió acto seguido Pedro y a Bartola.

Pedro lo consiguió, aduciendo que era su esposo. «¿Quién va a impedir que la acompañe?», dijo con arrogancia. El jergón quedó fuera, con Bartola, María y los demás bultos. En cuanto se cerró la puerta a su espalda, se encontraron en una amplia estancia a la que se abrían una serie de habitaciones.

—Los vestuarios —comentó el alguacil.

Milagros no los miró; tampoco miró las varias sillas de manos dispuestas junto a una de las paredes y que habían captado el interés de su esposo. La atención de la gitana permanecía fija en la cara posterior del decorado: un inmenso y simple lienzo blanco que, entre tramoyas, ocupaba casi todo el frente del lugar reservado a los espectadores. A su trasluz vislumbró sombras de personas: algunas se movían y gesticulaban, otras permanecían quietas. No logró entender lo que decían. ¿Declamaban? Se oyó un grito autoritario y se hizo el silencio, al que siguió una nueva orden. La figura de una mujer que hacía aspavientos. Una sombra que se acercaba a la mujer. Discutían. La voz de la mujer, terca, impertinente, se alzaba por encima de la otra hasta lograr acallarla. El hombre se quedaba solo. Milagros llegó a percibir los brazos caídos a sus costados. La mujer desapareció de su visión, no así sus alaridos, que ganaban fuerza a medida que se acercaban a ella por el lateral del telón.

—¿Quién se habrá creído que es ese gañán! —El grito precedió a la intempestiva aparición de una mujer de mediana edad, rubia, bien vestida, tan exuberante como acalorada—. ¡Decirme a mí, a mí, cómo debo cantar mi papel! ¡A mí, la gran Celeste!

Camino del vestuario, la mujer pasó junto a Milagros sin siquiera mirarla.

—¡Ni dos días aguantará esta comedia en cartel! —prosiguió Celeste, indignada, pero su ofuscación se desvaneció como por ensalmo al toparse con Pedro García unos pasos más allá.

El alguacil, a su lado, se destocó con deferencia.

—¿Y tú quién eres? —interrogó la mujer al gitano plantándose en jarras frente a él.

Milagros no llegó a observar la sonrisa con la que su esposo acogió aquel repentino interés: a su espalda, desde el mismo lugar por el que había aparecido la mujer, más de una veintena de personas se apresuraban tras ella. «Celeste —clamaba un hombre—, no te molestes.» «Celeste…» Tampoco ellas se preocuparon por su presencia; pasaron por su lado, a derecha e izquierda, hasta llegar a rodear a Celeste, a Pedro e incluso al alguacil. Mientras, la mirada gitana de Pedro, con los ojos levemente entrecerrados, había conseguido hacer titubear a la mujer.

—No… —trató de oponerse esta a los ruegos de los que habían llegado; su voluntad atrapada en el bello rostro del gitano.

—Celeste, por favor, recapacita —se escuchó—. El primer galán…

A la sola mención del primer galán, la mujer reaccionó.

—¡Ni hablar! —aulló apartando a los demás de su lado—. ¿Dónde están mis silleteros? ¡Que vengan mis silleteros! —Miró a su alrededor hasta localizar a dos hombres desastrados que atendieron prestos a su llamada. Luego hizo ademán de dirigirse a una de las sillas de manos, pero antes se acercó a Pedro—. ¿Nos volveremos a ver? —inquirió en un dulce susurro, los labios rozando la oreja del gitano.

—Como que me llamo Pedro —aseguró aquel en igual tono.

Celeste sonrió con un deje de picardía, se volvió y se introdujo en la caja de la silla de manos dejando tras de sí el aroma de su perfume. Los silleteros agarraron las dos varas, alzaron la silla y enfilaron la puerta que daba a la calle del Lobo entre murmullos.

—Demasiada mujer para ti —le advirtió el alguacil cuando la puerta volvió a cerrarse y los murmullos trocaron en discusiones—. Medio Madrid la pretende y el otro medio quisiera tener las agallas necesarias para hacerlo.

—Siendo así —alardeó Pedro con la mirada todavía puesta en la puerta—, medio Madrid terminará envidiándome y el otro medio aclamándome. —Luego se volvió hacia el alguacil, que se estaba calando el sombrero y lo taladró con la mirada—. ¿Usted en qué mitad se cuenta?

El hombre no supo qué responder. Pedro presintió un arranque de autoridad y se adelantó.

—Alrededor de este tipo de mujeres siempre revolotean otras muchas. ¿Me entiende? Si usted está conmigo… —el gitano dejó transcurrir unos instantes—, también podría ser envidiado.

—¿Quién será envidiado?

Los dos se volvieron. Milagros había logrado abrirse paso entre la gente y se hallaba junto a ellos.

—Yo —contestó Pedro—, por poseer a la mujer más bella del reino.

El gitano pasó un brazo por encima de los hombros de su esposa y la atrajo hacia sí. Su atención, sin embargo, permanecía fija en el alguacil: necesitaba alguien que le introdujera en la capital, y quién mejor que un representante del rey. Por fin, el hombre asintió.

—Vamos en busca del director de la compañía —dijo de inmediato, como si aquel movimiento de su cabeza no hubiera sido exclusivamente dirigido al gitano—. ¿Dónde está don José? —preguntó a un cómico al que agarró del brazo sin contemplaciones.

—¿Para qué quiere saberlo? —soltó este tras zafarse con violencia de la mano que le atenazaba.

El alguacil dudó ante la resuelta actitud del cómico.

—Ha llegado una nueva —explicó señalando a Milagros.

Los que estaban a su alrededor se volvieron como impulsados por un resorte. La voz corrió entre los demás.

—¡Eh…! —trató de llamar la atención de sus compañeros el cómico.

—¿Dónde está el director? —insistió el alguacil.

—Llorando —ironizó el hombre—. Debe de estar llorando sus penas en el tablado. No hay manera de que Nicolás y Celeste se pongan de acuerdo a la hora de dirigir los ensayos.

—Si el primer galán la tratase con más respeto, el director no tendría de qué lamentarse.

—¿La gran Celeste? —En el rostro del cómico apareció una mueca de burla—. ¡Excelsa, soberbia, magnífica! Si las obras dependieran del capricho de esa mujer, o del de la segunda dama incluso, ninguno de vosotros disfrutaríais de las comedias.

El alguacil optó por no discutir, golpeó el aire con una mano y se encaminó al escenario. Accedieron a él por uno de los laterales del decorado junto a los demás miembros de la compañía. Todavía abrazada por su esposo, que la apretaba como si quisiera protegerla de las miradas y los cuchicheos que se sucedían a su paso, Milagros se detuvo tan pronto como pisó las tablas. Pedro la instó a seguir los pasos del alguacil. Ella se negó y se deshizo del brazo del gitano con un movimiento de su hombro. Luego, sola, se adelantó hasta casi el borde del escenario, donde se elevaba por encima del patio. Sintió un escalofrío. Como si aquel estremecimiento hubiera circulado libremente, algunos de los cómicos callaron y observaron a la gitana en pie frente al coliseo vacío, descalza, sus sencillas ropas sucias y arrugadas por el largo viaje, el cabello enmarañado pegado a su espalda. Conocían muy bien sus sentimientos: pasión, anhelo, ansiedad, pánico… Y Milagros, con la garganta agarrotada, sentía a unos y otros donde posaba la mirada: en los bancos de la luneta a sus pies, el patio por detrás, la cazuela para las mujeres o los alojeros; en la tertulia superior, escondrijo de curas e intelectuales, en las decenas de lámparas apagadas, en las magníficas columnas, en los aposentos laterales y en los palcos fronteros que se elevaban sobre ella en tres órdenes, de madera dorada y ricamente trabajada, redondeados y salientes… ¡Amenazantes!

—¡Dos mil personas!

Milagros se volvió hacia un hombre calvo, enjuto y con barba, que era quien había hablado.

—Don José Parra, el director de la compañía —lo presentó el alguacil.

Don José la saludó con un imperceptible movimiento de su cabeza.

—Dos mil —repitió entonces en dirección a Milagros—. Ese es el número de personas que estarán pendientes de ti cuando subas al tablado. ¿Te atreverás? ¿Estás dispuesta?

Milagros apretó los labios y reflexionó unos instantes antes de contestar. Con todo, fue Pedro quien lo hizo:

—Si ella contestara que no se atreve, ¿nos daría usted licencia para regresar a Triana?

El director sonrió con paciencia antes de extender los brazos; en una mano llevaba los papeles de Milagros enrollados en forma de tubo.

—¿Y contrariar a la junta? Si estáis aquí es que ya sabéis que eso no es posible. Son muchos los cómicos de fuera que no desean venir a Madrid porque pierden dinero. ¿No es así? —preguntó dirigiéndose hacia Milagros, que asintió—. El corregidor me anunció tu llegada y parecía entusiasmado. ¿Qué es lo que tanto impresionó a su señoría, Milagros?

—Canté y bailé para él.

—Hazlo para nosotros.

—¿Ahora? —objetó sin pensar.

—¿No te parecemos un auditorio adecuado?

Con la mano en la que portaba los papeles don José señaló a la gente que se hallaba en el escenario. Serían cerca de una treintena; miembros de la compañía: damas y galanes, los sobresalientes de todos ellos, el guardarropa, el «barbas», el supernumerario y los «graciosos», el que hacía de viejo, el apuntador, los cobradores y el maestro de música. A ellos había que sumar a los músicos de la orquesta, a quienes no se consideraba parte de las compañías, al tramoyista y al personal del teatro que se había apresurado a curiosear en el escenario al aviso de que había llegado la nueva.

—Mi esposa está cansada —terció Pedro García.

Milagros no prestó atención a la excusa: su mirada permanecía clavada en don José, que tampoco hizo caso al gitano y que se la sostuvo sonriente, provocativo.

Ella afrontó el reto. Estiró su brazo derecho y con la mano abierta, los dedos rígidos, a palo seco, se arrancó con un fandango al estilo de los que se cantaban en los campos del reino de Granada cuando llegaba el tiempo de recoger la aceituna verde. El sonido de su voz en el teatro vacío la sorprendió y tardó unos segundos de más en imprimir a sus manos y a sus caderas el ritmo alegre de aquellas coplas. El director ensanchó su sonrisa, muchos otros sintieron cómo se les erizaba el vello. Uno de los músicos hizo ademán de correr a coger su guitarra, pero don José lo detuvo alzando el tubo que formaban los documentos de Milagros y, volteándolos en el aire, indicó a la gitana que se volviese, que cantara hacia el patio desierto.

30

Milagros se alzó sobre las puntas de los dedos de sus pies descalzos, con los brazos combados sobre la cabeza, para poner fin al fandango. Sin embargo, el aplauso que esperaba no llegó. Jadeaba, sudaba, se había entregado como nunca, pero las ovaciones y los vítores que creía merecer se quedaron en unas simples palmas mezcladas con impertinentes murmullos de desaprobación que fueron subiendo peligrosamente de tono. Observó a los centenares de hombres que se arracimaban en pie, en el patio, por debajo del tablado, sin comprender a qué venía aquella apatía. Miró hacia la cazuela, un gran balcón cerrado por detrás del patio en el que se sentaban las mujeres, que charlaban distraídamente entre ellas. Levantó la vista hacia los aposentos, a rebosar de público: nadie parecía prestarle atención.

Other books

Devil's Run by Frank Hughes
MacNamarasLady by N.J. Walters
The District by Carol Ericson
Regina Scott by The Heiresss Homecoming
Jackers by William H. Keith
Kissed by Smoke by Shéa MacLeod