—Primero quiere escaparse con la niña y ahora pretende que nos maten —soltó con cinismo.
Fray Joaquín se miró las manos y frunció los labios ante los cuatro pequeños cortes alargados que aparecían en el dorso de la derecha.
—¿Prefieres entregar la muchacha a los soldados? —planteó corriendo la mirada desde la anciana hasta Milagros, que permanecía igual, desafiante, como si hubiera detenido sus pensamientos en la posibilidad de no volver a ver a su abuelo.
Siguió un silencio.
—¿Adónde deberíamos huir? —preguntó al cabo la anciana.
—A Portugal —respondió él sin dudarlo.
—Allí tampoco quieren a los gitanos.
—Pero no los detienen —alegó el fraile.
—Solo los extrañan al Brasil. ¿Le parece poca detención? —La vieja María se arrepintió de sus palabras al pensar que tampoco les quedaban demasiadas alternativas—. ¿Tú qué dices, Milagros?
La muchacha se encogió de hombros.
—Podríamos ir a Barrancos —propuso la curandera—. Si existe algún lugar en el que es posible que encontremos a Melchor o que nos den noticias de él, es allí.
Milagros reaccionó: mil veces había escuchado de boca de su abuelo el nombre de ese nido de contrabandistas más allá de la raya de Portugal. Caridad se volvió hacia la vieja curandera con los ojos brillantes; ¡encontrar a Melchor!
—Barrancos —confirmó mientras tanto Milagros.
—¿Y tú, morena? —preguntó María—. Tú no eres gitana, nadie te persigue, ¿vendrías con nosotras?
Caridad no lo dudó ni un instante.
—Sí —afirmó con rotundidad. ¿Cómo iba a dejar de ir en busca de Melchor? Además, junto a Milagros.
—Entonces iremos a Barrancos —decidió la anciana.
Como si procuraran animarse entre sí, María sonrió, Milagros afirmó con la cabeza y Caridad se mostró eufórica. Miró a Milagros, a su lado, y pasó un brazo por encima del hombro de su amiga.
—Rezaré por vosotras —intervino fray Joaquín.
—Hágalo si lo desea —replicó Milagros adelantándose al seguro bufido de la vieja María—. Pero si de verdad pretende ayudarme, preste atención a la suerte de mis padres: adónde los llevan y qué es de ellos. Y si ve o sabe de mi abuelo, dígale que le estaremos esperando en Barrancos. Nosotras también trataremos de hacérselo saber a través de los contrabandistas; todos conocen a Melchor Vega.
—Sí —susurró entonces el religioso refugiando su atención en las heridas del dorso de su mano—, todos conocen a Melchor —añadió con una voz que tembló entre el pesar y la irritación.
Milagros se libró del brazo de Caridad y se acercó al fraile; lamentaba haber herido sus sentimientos.
—Fray Joaquín… Yo…
—No digas nada —le rogó este—. No tiene importancia.
—Lo siento. Nunca habría podido ser —declaró sin embargo.
Llevaban cuatro días de camino, racionando el agua y el cerdo salado que les había proporcionado fray Joaquín antes de su partida, y hasta la vieja María dudó si el religioso podía llegar a tener razón con sus dioses y diablos cuando, después de que decidieran huir hacia Portugal, trazaron su itinerario junto a un fray Joaquín abatido que, no obstante, se empeñó en ayudarlas como si con ello purgase el error cometido.
—Hay dos rutas principales que debéis evitar —les aconsejó—: la de Ayamonte, hacia el sur, y la de Mérida, hacia el norte. Esas son las más transitadas. Existe una tercera que en las cercanías de Trigueros se bifurca de la de Ayamonte para dirigirse a Lisboa por Paymogo, ya cerca de la raya. Debéis buscar esa, la que cruza el Andévalo, siempre hacia poniente; rodead la sierra en dirección a Valverde del Camino y después hacia poniente. Allí tendréis menos posibilidades de sufrir un mal encuentro con los justicias o los soldados.
—¿Por qué? —se interesó Milagros.
—Lo comprobaréis. Dicen que cuando Dios creaba la tierra, se cansó tras el esfuerzo que tuvo que hacer en las maravillosas costas del mar bético y decidió descansar, pero para no interrumpir la creación permitió que el diablo continuase su obra. De ahí nacieron las tierras del Andévalo.
Y lo comprobaron.
—¡En buena hora se cansó el Dios de tu fraile, niña! —se quejó por enésima vez la vieja María, arrastrando, igual que las otras dos, sus pies descalzos por veredas secas y áridas bajo el sol de agosto.
Evitaban los caminos y las poblaciones y caminaban sin un árbol a cuya sombra cobijarse, puesto que allí donde se elevaban los encinares o alcornocales se arracimaban rebaños de ovejas o cabras, o piaras de cerdos custodiadas por pastores con los que no deseaban encontrarse.
—¡Nos tenía que tocar un Dios holgazán! —masculló la anciana.
Pero, con la excepción de aquellas dehesas, la mayoría de los campos que no estaban próximos a los pueblos eran baldíos; grandes extensiones de tierra sin provecho. Más allá de Sevilla eran contadas las ocasiones en que a lo largo de esos días habían vislumbrado algún labrador, cuya actitud en la distancia había sido siempre la de apoyarse sobre su azada para, con la mano a modo de visera, preguntarse quiénes eran aquellos caminantes que evitaban acercarse.
Viajaban al amanecer y al atardecer, cuando el sofocante calor parecía menguar. Cuatro o cinco horas de camino por etapa, con las que ni de lejos podrían hacer las cuatro o cinco leguas que correspondían, pero eso ellas tampoco lo sabían. Andando por aquellos campos yermos, en soledad y sin referencias, empezaba a asaltarlas cierta sensación de desaliento: ignoraban dónde se encontraban ni cuánto les restaba de viaje; solo sabían —así se lo había dicho fray Joaquín— que debían cruzar el Andévalo hacia poniente hasta toparse con el río Guadiana, cuyo curso delimitaba en gran parte la frontera con Portugal.
Caminaban en fila; Milagros encabezaba la marcha.
—Ocúpate de vigilar a María —le había ordenado a Caridad, señalando hacia atrás con uno de sus pulgares, en un momento en que esta trató de acompasarse con ella.
Milagros no tuvo oportunidad de arrepentirse del tono utilizado ni de percatarse de la decepción que su amiga fue incapaz de ocultar. Sus pensamientos la llevaban a sus padres, separados entre sí, separados de ella…, temía imaginar siquiera dónde estarían y qué harían. Y lloraba. Entreveía los caminos con los ojos anegados en lágrimas y no deseaba que nadie la molestara en su dolor. Trabajos forzados para los hombres, había dicho fray Joaquín. Ignoraba qué se hacía en el arsenal de La Carraca de Cádiz. ¿A qué estarían forzando a su padre? Recordó la última vez que la había perdonado, ¡como tantas otras a lo largo de su vida! «Hasta que no consigas que todos los gitanos de esta huerta se rindan a tu embrujo», le había exigido. Y ella había bailado buscando su aprobación, moviendo su cuerpo al ritmo del orgullo de padre que chispeaba en sus ojos. ¿Y su madre? La garganta se le agarrotaba y las piernas parecían negarse a proseguir camino a su solo recuerdo, como si al huir de ella estuviera traicionándola. Mil veces pensó en volver atrás, entregarse, buscarla y lanzarse a sus brazos…, pero no se atrevía.
Cuando el sol apretaba o la noche caía, buscaban algún lugar donde refugiarse. Comían cerdo salado, bebían unos sorbos de agua caliente y fumaban los cigarros que Caridad todavía conservaba en su hatillo. Luego, rendida al calor, la muchacha sollozaba en silencio; las otras respetaban su aflicción.
—Parece que fray Joaquín tenía razón: esta tierra solo puede haber sido obra del diablo —comentó con hastío al final de aquella jornada mientras señalaba una higuera solitaria que se recortaba contra el ocaso.
Desde atrás, la anciana gruñó.
—Niña, el diablo nos ha engañado: estaba reencarnado en el fraile que ha conseguido lanzarnos a los caminos. ¡Así se pudra el maldito cura en ese infierno suyo!
La muchacha no respondió; había avivado la marcha. Caridad, tras ella, dudó y se volvió hacia la curandera: cojeaba encorvada, renegando por lo bajo a cada paso. La esperó.
La vieja María, agotada por el esfuerzo, tardó en llegar a su altura, donde se detuvo con un quejido exagerado y ladeó la cabeza. Miró hacia arriba, al raído sombrero de paja con el que Caridad se cubría.
—Morena, con esa mata de pelo que tienes en la cabeza, no sé para qué quieres un sombrero.
Caridad se destocó y mantuvo el sombrero por delante de su vestido grisáceo de lienzo tosco, junto a su hatillo.
—¡Qué negra eres! —exclamó la curandera—. ¿También a ti te envía el diablo?
—¡No! —se apresuró a negar ella con el susto en su semblante.
La vieja se permitió una mueca triste ante tal demostración de candidez.
—Seguro que no —trató de tranquilizarla—. Ayúdame.
María fue a ofrecerle su antebrazo, pero Caridad volvió a tocarse y, antes de que la otra pudiera quejarse, la alzó en volandas, la sostuvo entre sus brazos como si fuera una niña pequeña y reemprendió la marcha tras una Milagros que se había distanciado sensiblemente de ellas.
—¿Acaso el diablo la llevaría a cuestas? —le preguntó Caridad con una sonrisa.
La vieja María asintió satisfecha.
—No es una litera al estilo de las grandes señoras sevillanas —comentó la anciana una vez se hubo repuesto del embate de Caridad; había pasado el brazo tras su nuca e incluso se había acomodado—, pero sirve. Gracias, morena y, como diría ese fraile que nos ha engañado, que Dios te lo pague.
La gitana continuó hablando y quejándose del estado de sus pies, de su vejez, del fraile y del diablo, de los payos y de aquella tierra áspera e inculta hasta que Caridad se detuvo de repente a varios pasos de la higuera. María notó la tensión en los brazos de Caridad.
—¿Qué…?
Calló al mirar hacia el árbol: contra la luz rojiza que ya rasaba los campos, la figura de Milagros aparecía recortada y enfrentada a otra más alta que ella, la de un hombre, sin duda, que la agarraba y la zarandeaba.
—Déjame en el suelo, morena, despacio —le susurró mientras buscaba en el bolsillo de su delantal el cuchillo de las plantas—. ¿Has peleado alguna vez? —añadió ya en pie y con la navaja en la mano.
—No —contestó Caridad. ¿Había peleado? A su mente acudieron las ocasiones en que se había visto obligada a defender de los demás esclavos su fuma o la ración de funche con bacalao que les suministraban a diario: simples reyertas entre hambrientos desgraciados—. No —reiteró—, nunca lo he hecho.
—Pues ya es hora de que lo hagas —soltó la otra entregándole el cuchillo—. Yo no tengo ni fuerza ni edad para estas cosas. Clávaselo en un ojo si es necesario, pero que no toque a la niña.
De repente Caridad se encontró con el arma en la mano.
—¡Apresúrate, negra del demonio! —chilló la anciana haciendo aspavientos en dirección al hombre, que ya había atraído hacia sí a la muchacha.
Caridad titubeó. ¿Clavárselo en un ojo? Nunca antes…, ¡pero Milagros la necesitaba! Fue a dar un paso cuando el grito de María hizo que la muchacha se apercibiera de su presencia. Entonces se liberó del hombre, alzó un brazo y las saludó agitándolo en el aire.
—¡Espera! —rectificó la curandera ante la tranquilidad que reconoció en el gesto de la muchacha—. Quizá no sea hoy el día en que tengas que… demostrar tu valor —arrastró las últimas palabras.
Era gitano y se llamaba Domingo Peña, herrero ambulante del Puerto de Santa María, una de las poblaciones en las que habían sido detenidos más gitanos, y llevaba un par de semanas herrando caballerías y arreglando aperos de labranza en el Andévalo.
—Exceptuando las grandes poblaciones, que son pocas —explicó el gitano, todos sentados bajo las grandes hojas de la higuera—, en los demás lugares los herreros han llegado a desaparecer, aunque son imprescindibles para los trabajos del campo —añadió al tiempo que señalaba sus herramientas: un yunque diminuto, un viejo fuelle de piel de carnero, unas pinzas, un par de martillos y algunas herraduras viejas.
La curandera todavía lo miraba con cierto recelo.
—¿Qué te hacía ese hombre? —le había recriminado en susurros a Milagros nada más acercarse.
—¡Me abrazaba! —se defendió la muchacha—. Lleva tiempo en el Andévalo y no sabía nada de la redada de los nuestros. Lloraba por la suerte de su mujer y sus hijos.
—Aun así, no te dejes abrazar. No es necesario. Que lloren en otro hombro.
Milagros aceptó la riña y asintió, cabizbaja.
Bajo la higuera, Domingo las interrogó acerca de la detención de los gitanos. Aunque hablaban en caló, la jerga de los gitanos que Caridad había empezado a comprender en la gitanería, fueron los gestos de desesperación y el semblante de angustia que se reflejó en el rostro de aquel hombre tan enjuto como fibroso, de fuertes brazos de forjador con largas venas que se hinchaban por la tensión del momento, los que captaron su atención. Domingo había dejado atrás tres hijos varones mayores de siete años, edad a la que, según acababan de contarle las mujeres, serían separados de su madre y destinados a trabajos forzados. Juan —enunció con un hilo de voz, María y Milagros dejándole hablar, encogidas—, el menor de ellos, un mozalbete vivaracho. Le gustaba golpear sobre el yunque los restos de los hierros y a veces hasta tarareaba algo parecido a un martinete al ritmo que marcaba la herramienta. Francisco, de diez, introvertido pero inteligente, cauto, siempre atento a todo; y el mayor, Ambrosio, de tan solo un año más que su hermano. Se le quebró la voz. El crío había caído desde un peñasco a resultas de lo cual mostraba las piernas deformes. ¿También a Ambrosio lo habrían separado de su madre para enviarlo a trabajos forzados en los arsenales? Ni la vieja ni la muchacha se atrevieron a responder, pero Domingo insistió extraviado y repitió la pregunta: ¿Habrían sido capaces de hacerlo? Y cuando el silencio volvió a contestarle se echó las manos al rostro y estalló en llanto. Lloró delante de las mujeres sin tratar de esconder su debilidad. Y aulló al cielo ya estrellado con unos gritos de dolor que resquebrajaron el aire cálido que los rodeaba.
—Me entregaré —les comunicó Domingo al amanecer del día siguiente. No se veía capaz de recorrer los pueblos para continuar herrando a cambio de una mísera moneda sabiendo que en aquellos mismos instantes sus pequeños estarían sufriendo. Los buscaría y se entregaría.
Caridad intuyó en el tono de voz y en la actitud del gitano la trascendencia de lo que estaba diciendo.
—Yo no sé si hacerlo —reconoció Milagros.
A la vieja María no le sorprendió la confesión: lo presentía. Cuatro días llorando sin cesar la detención de sus padres era demasiado para la muchacha. La había oído por las noches, cuando creía que las demás dormían; había percibido sus sollozos reprimidos en las largas horas del día en las que se refugiaban del calor y había observado, mientras andaba tras ella, cómo temblaban sus hombros y se estremecía su cuerpo. Y no se trataba de la desesperación o del implacable dolor originado por la muerte de un ser querido, se decía la vieja; el sufrimiento por la separación podía tener remedio: entregarse.