—De acuerdo —se plantó el soldado de la mula—, ¿de quién es?
—De él —contestó alguien señalando al primer gitano.
—Del de Camas —dijo otro.
—Mía —se escuchó de entre el grupo.
—No. Es mía —rió un tercero.
—La tuya es la otra.
—No, esa sí que es la del de Camas.
—¿Tenía dos mulas el de Camas?
—¡Del rey! —terció un joven—. Del rey —repitió ante la exasperación del soldado—. ¡Es la que le tenemos guardada para que la monte cuando viene de visita a Triana!
Los gitanos estallaron de nuevo en carcajadas. Caridad ensanchó los labios en una sonrisa, pero sus ojos seguían expresando la preocupación que sentía por Milagros.
—No la han detenido —le gritó el tío Tomás imaginando qué era lo que le preocupaba—. No está, morena.
—¿Qué es lo que no está? —les sorprendió de malos modos el mismo cabo que había interrogado a Caridad y que se había acercado ante el barullo.
Caridad titubeó y bajó la mirada.
—La mula del rey, capitán —le contestó entonces Tomás con fingida seriedad—. No permita su excelencia que le engañen: en verdad la del rey es la mula que tiene el de Camas.
—¡Reíd! —gritó el cabo dirigiéndose a todos los detenidos—. Aprovechad para reír ahora, porque allí donde vais dejaréis de hacerlo. ¡Os lo juro! —Luego se volvió hacia Caridad—: Y tú, ¿no te había dicho que…?
—General —le interrumpieron desde el grupo—, al lugar al que nos va a mandar, ¿podremos llevarnos la mula del rey?
El cabo enrojeció y, entre las risas y las burlas, Tomás apremió con gestos a Caridad para que escapase.
Triana también estaba tomada por el ejército real. Gran parte de la tropa se hallaba en el callejón de San Miguel y en la Cava Nueva, lugares en los que aparecían avecindados la mayoría de los gitanos, pero no por ello dejaba de haber patrullas que continuaban recorriendo las calles por si alguno había escapado o se había ocultado en casa de algún payo. El rey había previsto duras penas para quienes los ayudaran, y las denuncias anónimas, fundadas o no, empezaron a producirse como fruto de viejas rencillas vecinales.
A Caridad solo se le ocurrió un lugar adonde ir y hacia allí encaminó sus pasos: el convento de predicadores de San Jacinto. Pero las iglesias y los conventos también eran objeto de vigilancia por parte de los soldados. Así lo comprobó al entrar en Triana por la calle Castilla y pasar por delante de la iglesia de Nuestra Señora de la O. Caridad siempre miraba con atención aquella sobria iglesia: no sabía de ninguna orisha encarnada en la Virgen de la O, pero fray Joaquín le había imbuido el afecto que él mismo sentía por aquel templo: «Su fábrica se realizó exclusivamente con las limosnas que recogió la hermandad —le comentó un día—. Por eso es tan querida en Triana.»
Caridad sorteó a la patrulla de soldados apostada frente a la fachada principal de la iglesia, y oyó que un oficial discutía acaloradamente con un sacerdote. Igual sucedía en la parroquia de Santa Ana, y en Sancti Espiritus, en los Remedios, en la Victoria, en las Mínimas, en los Mártires o en San Jacinto. El rey había conseguido una bula papal por la que se permitía la extracción de los gitanos refugiados en sagrado, por lo que todos aquellos que habían huido y buscado su salvación en el asilo eclesiástico estaban siendo extraídos, no sin arduas discusiones con los sacerdotes que defendían los privilegios de aquella atávica institución de la que tanto uso hacían los gitanos.
San Jacinto estaba en peor situación que la iglesia de la O. Dada la cercanía del callejón de San Miguel y de la Cava Nueva, eran varios los gitanos que habían buscado asilo en aquel templo ante la entrada de las tropas. Casi la totalidad de los veintiocho frailes predicadores que componían la comunidad hacían piña junto a su prior, empeñado en impedir el acceso al templo en construcción de un teniente que no hacía más que mostrarle la orden del rey. Fray Joaquín no tardó en percatarse de la presencia de Caridad, ya que su viejo sombrero de paja destacaba entre la muchedumbre que esperaba a ver cómo se resolvía la disputa. El joven religioso abandonó a sus hermanos y corrió hacia ella.
—¿Qué ha pasado en la gitanería? —inquirió antes incluso de llegar a su altura; tenía las facciones contraídas por la preocupación.
—Han llegado los soldados… Disparaban. Han detenido a los gitanos…
—¿Y Milagros?
El grito llamó la atención de la gente. Fray Joaquín agarró a Caridad del brazo y se separaron unos pasos.
—¿Y Milagros? —repitió.
—No sé dónde está.
—¿Qué quieres decir? Están deteniendo a todos los gitanos. ¿La han detenido?
—No. Detenida, no. Tomás me dijo…
El suspiro de alivio que salió de boca del religioso interrumpió sus palabras.
—¡Bendita seas, Señora! —exclamó después el fraile alzando la vista al cielo.
—¿Qué puedo hacer, fray Joaquín? ¿Por qué detienen a los gitanos? Y Milagros, ¿dónde estará?
—Cachita, allí donde esté, estará mejor que aquí. Tenlo por seguro. En cuanto a por qué los detienen…
Los aplausos y vítores de la gente interrumpieron la conversación y los obligaron a volverse hacia San Jacinto. El prior había cedido y tres gitanos, varios chiquillos y una gitana con un niño de pecho en brazos abandonaban la iglesia escoltados por los militares.
—Los detienen por ser diferentes —sentenció el fraile cuando los retraídos ya se perdían en dirección a la Cava—. Te puedo asegurar que no son peores que muchos de los que ellos llaman payos.
Fray Joaquín no tuvo mayores problemas para conseguir que una devota familia de camaroneros de la calle Larga acogiera a Caridad durante unos días; algunas monedas del peculio personal del religioso ayudaron a la decisión. Caridad se instaló en el cobertizo que servía a un diminuto huerto ubicado en la parte trasera de la casa del pescador. Sentada entre algunos viejos aperos para el cultivo de las hortalizas y diverso material de pesca amontonado allí, poco tenía que hacer aparte de fumar y preocuparse por Milagros. La hospitalidad de aquellos «buenos cristianos», como los tildó fray Joaquín, desapareció tan pronto como lo hizo el religioso.
Al día siguiente de la detención, toda Triana acudió a presenciar la salida de los gitanos por el puente de barcas. Confundida entre el gentío, Caridad vio cómo Rafael García, el Conde, arrastraba los pies con la mirada baja, encabezando una larga hilera de hombres y niños mayores de siete años que caminaban tras él, todos atados a una gruesa cuerda. Su destino: la cárcel real de Sevilla. Muchos de los ciudadanos les insultaban o les escupían. «¡Herejes!», «¡Ladrones!», gritaban a su paso, mientras les lanzaban las basuras y desechos que se amontonaban en las calles. Caridad no pudo advertir en ninguno de ellos la ironía que le sorprendió el día anterior en la huerta. Ahora todos sabían ya cuáles eran las órdenes reales: desde la cárcel los trasladarían a La Carraca, el arsenal militar de Cádiz, donde serían sometidos a trabajos forzados por el resto de su vida.
Además de impedirles acogerse a sagrado y de confiscarles sus bienes para venderlos en almoneda pública y pagar los gastos de la redada, los soldados también habían desposeído de las cédulas de castellanos viejos o de las provisiones de vecindad a quienes disponían de ellas. Solo con esos documentos oficiales los gitanos podían demostrar que no eran vagos o malhechores; desposeerlos de ellos —aunque muchos fueran falsos— significaba que en adelante ni siquiera podrían acreditar su identidad y su estado. De la noche a la mañana, la mayoría de los gitanos herreros del callejón de San Miguel y otros muchos más que llevaban años trabajando y conviviendo con los payos se habían convertido en delincuentes.
A mitad de la cuerda, Caridad reconoció a Pedro García, el amor imposible de Milagros. ¿Qué diría la muchacha si lo viese en aquella situación? Los ojos de Milagros chispeaban en la noche al recordarle, más aún cuando el fantasma de Alejandro había dejado ya de atormentarla. Caridad también vio a José Carmona, abatido, escondiendo su rostro a los insultos.
Tras los hombres aparecieron las mujeres, las niñas y los varones menores de siete años, todos atados a cuerdas y vigilados por los soldados casi más estrechamente que los hombres. Caridad reconoció a Ana, la madre de Milagros, y a tantas otras que conocía del callejón, algunas con sus pequeños a cuestas. Sintió un escalofrío al paso de las gitanas: ellas no habían perdido su orgullo. No se callaban, y devolvían escupitajos e insultos a pesar de que también sabían lo que les esperaba: la reclusión por tiempo indefinido en una cárcel de mujeres.
—¡Brujas! —oyó gritar Caridad.
Al instante, la cuerda se combó y varias gitanas se abalanzaron sobre aquellas que las habían insultado y que, presas del pánico, trataron de retroceder entre la gente que se apretujaba a sus espaldas; los soldados tuvieron que esforzarse para impedirlo.
En el barullo, Ana vio a Caridad. Les habían llegado rumores de disparos, muertes y lucha en la gitanería.
—¿Y mi niña? —chilló.
Caridad estaba pendiente de los golpes que propinaban los soldados.
—¡Morena! —En esta ocasión Caridad la oyó—. ¿Y Milagros?
Caridad se disponía a contestar cuando de repente se dio cuenta de que muchos de los que la rodeaban estaban pendientes de ella, como si le recriminasen que hablara con las gitanas. Dudó. No podía enfrentarse a la gente…, pero Milagros… ¡y Ana era su madre! Cuando levantó la cabeza, la cuerda ya se había puesto en marcha y solo alcanzó a ver la espalda de Ana.
Por detrás de la gente que se agolpaba a ambos lados de la calle, Caridad persiguió la cuerda a la que iban atadas las mujeres. Adelantó a Ana y se apostó en la plaza del Altozano, en primera fila, delante del castillo de la Inquisición, donde era imposible que la gitana no se percatase de su presencia. Pero cuando la vio acercarse y los gritos e insultos de la muchedumbre arreciaron a su alrededor, el miedo volvió a apoderarse de ella.
Ana la vio. Y la vio bajar la cabeza al paso de la cuerda.
—Ayudadme —conminó entonces a las mujeres que la acompañaban—. Tengo que llegar hasta esa negra, hasta la morena de mi padre, allí, a la izquierda, ¿la veis?
—¿La del tabaco? —le preguntaron desde más adelante en la cuerda.
—Sí, esa. Tengo que saber de mi hija.
—Podrás fumarte un cigarro con ella —le aseguraron por detrás.
Así fue. Cuando Ana pasaba delante de Caridad, las gitanas se lanzaron a la izquierda y pillaron desprevenidos a los soldados. La cuerda volvió a combarse y unas cuantas cayeron al suelo llevándose incluso a algún militar por delante. Ana las imitó y se arrojó a tierra.
—¡Caridad! —gritó con voz firme, caída a sus pies.
Ella reaccionó al tono imperioso.
—¡Acércate!
Lo hizo y se acuclilló a su lado.
—¿Y Milagros? ¿Y mi niña?
Los soldados empezaban a poner orden, unos levantando a peso a las caídas, otros interponiéndose entre las que quedaban en pie, pero las gitanas, pendientes de Ana, se resistían e insultaban a la gente, abalanzándose sobre ella una y otra vez.
—¿Qué sabes de ella? —insistió Ana—. ¿La han detenido?
—No —afirmó Caridad.
—¿Está libre?
—Sí.
Ana cerró los ojos durante un segundo.
—¡Encuéntrala! ¡Cuídala! —le rogó después—. Es solo una niña. Buscad al abuelo y la protección de los gitanos… si quedan. Dile que la quiero y que la querré siempre.
De repente, Caridad salió despedida hacia atrás por la patada que le propinó en un hombro uno de los soldados. Ana se dejó levantar e hizo un gesto casi imperceptible a las demás mujeres. La lucha cesó, salvo por parte de una chiquilla que continuó pateando a un soldado.
Antes de regresar a su posición en la cuerda, Ana se volvió: Caridad se había caído al suelo e intentaba recuperar su sombrero entre las piernas de la gente. ¿Le había pedido a aquella mujer que cuidase de su hija?, se preguntó al tiempo que notaba que un sudor frío empapaba todo su cuerpo.
La vieja María retuvo a Milagros cuando esta intentó volver a Triana.
—Quieta, niña —le ordenó en susurros al ver a los soldados de infantería que se aproximaban a ellas—. Agáchate.
Se hallaban fuera del camino, recogiendo regaliz. No era la mejor época, se había quejado la curandera, pero necesitaba aquellas raíces con las que trataba tos e indigestiones. Había quien sostenía que también eran afrodisíacas, mas la vieja evitó comentar esa propiedad a Milagros, se dijo que ya tendría tiempo para aprenderlo. En el silencio de la extensa vega trianera, entre vides, olivos y naranjos, las dos habían aguzado el oído ante el rumor que se iba haciendo más y más perceptible. Al poco vieron avanzar con aire marcial una larga columna de infantes armados con fusiles, vestidos con casacas blancas cuyos faldones delanteros estaban doblados hacia atrás y unidos mediante corchetes, chupas ajustadas debajo, calzones, polainas abotonadas por encima de las rodillas y tricornios negros sobre complicadas pelucas blancas con tres bucles horizontales a cada lado que llegaban hasta el cuello y les tapaban las orejas.
Milagros contempló a los soldados de rostro serio, sudorosos por el sol estival que caía a plomo sobre ellos, y se preguntó a qué se debía semejante despliegue.
—No lo sé —le contestó la vieja María al tiempo que se levantaba con dificultad tras el paso del ejército—, pero seguro que es preferible que estemos detrás que delante de sus fusiles.
No tardaron en averiguarlo. Los siguieron a una distancia prudencial, ambas atentas y prontas a esconderse. Contemplaron cómo se dividían en dos al llegar a espaldas de Triana y cruzaron una mirada de terror al reparar en cómo una de aquellas columnas tomaba posiciones alrededor de la gitanería de la huerta de la Cartuja.
—Tenemos que avisar a los nuestros —dijo Milagros.
La vieja no contestó. Milagros se volvió hacia ella y se topó con un rostro arrugado y tembloroso; la curandera mantenía los ojos entrecerrados, pensativa.
—María —insistió la muchacha—, ¡van a por los nuestros! Debemos advertirles…
—No —la interrumpió la anciana con la mirada puesta en la gitanería.
Su tono, la negativa exhalada, larga en su dicción, surgida de sus mismas entrañas, proclamó la resignación de una vieja gitana cansada de luchar.
—Pero…
—No. —María fue rotunda—. Solo será una vez más, otra detención, pero saldremos adelante, como siempre. ¿Qué pretendes? ¿Levantarte y gritar? ¿Arriesgarte a que cualquiera de esos malnacidos dispare contra ti? ¿Correr a la gitanería? Te detendrían… ¿Y de qué serviría? Los nuestros ya están rodeados, pero sabrán defenderse. Estoy segura de que tu madre y tu abuelo apoyarían mi decisión. —Entonces, dudando de su obediencia, atenazó el antebrazo de la muchacha.