Transcurrió un buen rato y las quejas de los sevillanos arreciaron hasta que se escuchó un redoble de tambor detrás de la parroquia de San Roque, donde estaba la iglesia de los Negritos. Los que andaban distraídos con bailes y diversiones se apiñaron tras los que ya esperaban, mientras los soldados y justicias se empleaban a fondo para que la multitud no traspasase las inestables vallas de madera.
Cuando una pareja de jinetes, al son de pífanos y tambores y entre el aplauso del público, doblaba la esquina de San Roque, Caridad notó que la gente trataba de llegar a primera fila. Cinco parejas más de jinetes siguieron a la primera, cada una compuesta por un jinete negro que ocupaba la derecha, el lugar de preferencia, incómodamente vestido con lujo, con mangas blancas y esplendorosos penachos de plumas en el sombrero. Los caballos que montaban los negros también iban enjaezados con fasto: buena silla, cascabeles y cintas de colores en crines y colas. Por el contrario, los jinetes que acompañaban a los negros desfilaban con vestiduras vulgares: valonas caídas y sombreros ordinarios. Sus caballos trotaban sin adorno alguno.
Después de saludar a las autoridades, las parejas de jinetes empezaron a galopar en círculo alrededor del descampado. Caridad reconoció al hermano mayor de la cofradía en la tercera pareja; hacía grandes esfuerzos por mantenerse sobre la montura, como los otros de su raza. La gente reía y los señalaba. Hombres y mujeres se burlaban de ellos a gritos mientras los negros se bamboleaban peligrosamente, aunque trataban de mantener la seriedad y la compostura.
La música seguía sonando. En un momento dado, el jinete que acompañaba al hermano mayor de la cofradía, un hombre con una cuidada barba canosa que montaba con porte y soltura, echó mano al negro para impedir que cayera.
—¡Déjale que se caiga! —gritó una mujer.
—¡Moreno, te vas a dejar los dientes en la tierra! —añadió otro.
—¡Y hasta tu rabo negro! —aulló un tercero originando una carcajada general.
«¿Qué significa esta mojiganga?», se preguntó Caridad.
—Son caballeros maestrantes. —La respuesta le llegó desde su espalda.
Caridad se volvió y se topó con un risueño fray Joaquín. Se había dirigido hacia ella al reconocer entre la multitud el rojo de su vestimenta. La mujer escondió su mirada.
—Caridad —le recriminó el joven fraile—: te he dicho en muchas ocasiones que todos somos hijos de Dios, no tienes por qué bajar la vista, no tienes por qué humillarte ante nadie…
En ese momento Caridad alzó la cabeza y con un gesto señaló a los negros que continuaban galopando entre las chanzas y burlas de las gentes. Fray Joaquín la entendió.
—Quizá ellos —contestó alzando las cejas— pretendan ser lo que no son. La Real Orden de Caballería de la Maestranza de Sevilla apadrina a la cofradía de los Negritos; cada año lo hace. En días como este, negros y nobles, la clase más alta y la más humilde de la ciudad, intercambian sus posiciones. Pero en cualquier caso la cofradía obtiene algunos dineros con los gansos que le regala la maestranza.
—¿Qué gansos? —preguntó Caridad.
—Aquellos —le señaló el fraile.
Las seis parejas habían dejado ya de exhibirse y se habían reunido frente a las autoridades. Algo más lejos, en un extremo del descampado, hacia donde señalaba fray Joaquín, unos hombres se afanaban en tender una cuerda sobre dos largas estacas clavadas en los lindes del descampado. En mitad de la cuerda, boca abajo, se agitaba con violencia un corpulento ganso atado a ella por las patas. Cuando los hombres terminaron de colgar el ganso, el asistente de Sevilla, apoltronado en un sillón sobre la tarima, ordenó al primer negro que galopase hacia el animal.
Caridad y fray Joaquín, entre el ensordecedor griterío de la multitud, contemplaron el torpe galope del negro que, al pasar bajo el ganso, trató de agarrar el serpenteante cuello del animal con la mano derecha sin conseguirlo. Le siguió el caballero maestrante que formaba pareja con él. El noble espoleó a su caballo, que salió al galope tendido con su jinete aullando en pie sobre los estribos. Al pasar bajo el ganso, el caballero maestrante acertó a agarrarlo del cuello y le arrancó de cuajo la cabeza. Los sevillanos aplaudieron entusiasmados y lanzaron vítores mientras el cuerpo del ganso se estremecía colgado de la cuerda. Pocos pudieron advertirlo, pero el asistente y algunos más de los nobles que se sentaban en la tarima hicieron un gesto de reprimenda al resto de los maestrantes: disponían solo de seis gansos y había que divertir al pueblo.
Con esas instrucciones, la carrera de gansos se alargó en el atardecer para deleite de la ciudadanía. Ningún negro consiguió decapitar al animal. Uno de ellos logró agarrarlo del cuello, pero no con la suficiente velocidad, y el ganso se defendió y le picó en la cabeza, lo que originó las más ignominiosas burlas por parte del público. Los seis negros cayeron en algún momento, mientras galopaban sobre unos caballos cada vez más excitados, o al soltar una de sus manos y ladearse sobre los estribos para agarrar al ganso. Por su parte, los gansos fueron pereciendo a medida que el asistente hacía una seña a los maestrantes.
—Luego los negritos los venderán y la cofradía se quedará con los dineros —le explicó fray Joaquín.
Caridad estaba absorta en el espectáculo, la invadían sensaciones contradictorias ante el griterío de la gente y la visión de aquellos torpes negros pretendiendo decapitar a los gansos. No había encontrado el sentimiento de la raza en los ojos del hermano mayor, la solidaridad, ni siquiera la comprensión, cuando no compasión, que ningún negro de Cuba escondía ante un hermano de sangre.
Con el desfile final, tras la muerte del último de los gansos, la gente empezó a dispersarse y los nobles y religiosos que presidían la fiesta se levantaron de sus sillones. «Tú no eres como ellos —le había dicho Milagros—. Tú estás con los gitanos», había añadido con ese orgullo que siempre aparecía en los labios de todos ellos al referirse a su raza. ¿Estaba con los gitanos? Estaba con Milagros. La amistad y confianza que le mostraba la muchacha se selló en cuanto esta le comunicó que podía quedarse con Melchor y vino a consolidarse en el momento en que su padre hizo público el compromiso matrimonial con Alejandro. A partir de entonces Milagros trató de compartir con Caridad el dolor que sentía, como si ella, que había sido esclava, pudiera entenderla mejor que nadie. Pero ¿qué sabía Caridad de amores frustrados? José Carmona, el padre de Milagros, la miraba desde la distancia, como si se tratase de un objeto molesto, y Ana, la madre, empezó a soportarla cual si se tratase de un capricho fugaz de su hija. En cuanto a Melchor… ¿quién podía saber lo que pensaba o sentía el gitano? Lo mismo le regalaba una falda y una camisa de color rojo como pasaba a su lado sin mirarla siquiera, o no le hablaba durante días. Al principio, a instancias de su nieta, Melchor permitió que Caridad continuara ocupando el rincón del patinejo, y con el tiempo se convirtió en la única persona que tenía libre acceso al santuario del abuelo.
Una tarde de mayo, cuando la primavera había florecido en toda Triana, el gitano se encontraba cerca del pozo, en el patio de entrada, oculto entre hierros viejos y retorcidos, fumando un cigarro y dejando pasar el tiempo, perdido en aquellos insondables mundos en los que se refugiaba. Caridad pasó junto a él camino de la puerta de salida. El aroma del tabaco detuvo sus pasos. ¿Cuánto hacía que no fumaba? Aspiró con fuerza el humo que envolvía al gitano en un vano intento de que llegara a sus pulmones y a su cerebro. ¡Anhelaba volver a sentir la sensación de alivio que le procuraba el tabaco! Cerró los ojos, alzó levemente la cabeza, como si pretendiera seguir el recorrido ascendente del humo, y aspiró una vez más. En ese momento Melchor despertó de su letargo.
—Toma, morena —la sorprendió ofreciéndole el cigarro.
Caridad no lo dudó: cogió el cigarro, se lo llevó a los labios y chupó de él con fruición. En unos instantes sintió un leve cosquilleo en piernas y brazos y un relajante mareo; sus ojillos pardos chispearon. Fue a devolver el cigarro al gitano, pero este le indicó que continuara fumando con un displicente gesto de la mano.
—De tu tierra —comentó mientras la contemplaba fumar—. ¡Buen tabaco!
Caridad ya volaba; su mente totalmente relajada, perdida.
—No es habano —se escuchó afirmar a sí misma.
Melchor frunció el ceño. ¿Cómo que no era de Cuba? ¡Él lo pagaba como puro habano! Aquel día fue el primero en que Caridad entró en la habitación del gitano.
La gente se negaba a abandonar el barrio de San Roque y el descampado donde se sucedía la fiesta. Aquí y allá sonaban las guitarras, las castañuelas, las panderetas y los cantes; hombres y mujeres, sin distinción de sexos o edades, bailaban con alegría en grupos alrededor de hogueras.
—¿Dónde está Milagros? —preguntó el fraile a Caridad mientras los dos deambulaban entre el gentío.
—No lo sé.
—¿No te ha dicho dónde…?
Fray Joaquín se interrumpió. Caridad ya no estaba a su lado. Se volvió y la vio un par de pasos por detrás, inmóvil frente a una parada de dulces. Se acercó sin poder evitar sentirse confundido: aquella mujer negra, vestida de rojo y con la camisa ceñida al cuerpo, era objeto de miradas libidinosas y comentarios de cuantos la rodeaban, y sin embargo a los ojos del fraile apareció como una niña grande a la que se le hacía la boca agua al aroma y a la vista de los dulces: rosquillas, buñuelos, tortas de aceite, pestiños, poleas…
—Deme unos polvorones —ordenó el religioso al pastelero tras echar un rápido vistazo a la repostería expuesta en la parada—. Ya verás, Caridad, están deliciosos.
Fray Joaquín pagó y continuaron andando sin rumbo, en silencio. El fraile miraba de reojo cómo Caridad saboreaba los dulces ovalados de almendra, manteca, azúcar y canela, temeroso de interrumpir el placer que se revelaba en ella. «¿Los habrá probado alguna vez?», se preguntó. Probablemente no, concluyó ante las sensaciones que mostraba la mujer. Era…, pensó, como cuando Melchor había aparecido en el convento tirando de Caridad, en aquella ocasión con el permiso del hermano portero, que les había franqueado el paso atemorizado ante la ira que rezumaban los ojos del gitano. «¡Nos han engañado! —gritó nada más ver a fray Joaquín—. ¡El tabaco no es puro habano!» El religioso trató de calmar al gitano y llevó a Caridad al sótano que los frailes utilizaban como despensa y bodega. Tras unos maderos, escondía un par de corachas de hoja de tabaco —una de ellas propiedad de Melchor en pago a sus trabajos— de la incursión que acababan de hacer al lugar de Barrancos, ya cruzada la raya con Portugal.
Melchor cortó con violencia las cuerdas que ligaban uno de los fardos y, sin dejar de renegar, indicó a Caridad que se acercase a examinar el tabaco. Fray Joaquín recordaba ese momento: instintivamente, Caridad entornó los ojos y se humedeció los labios, como si se dispusiese a saborear un delicado manjar. En el interior de la coracha, el tabaco estaba atado en tercios, pero ya a la primera ojeada Caridad comprobó que el fardo de hojas no estaba hecho con yaguas, las láminas flexibles de la palma real cubana. Indicó al gitano que cortara las sogas que apretaban el tercio y cogió con delicadeza una de las hojas; a los dos hombres les sorprendieron entonces sus largos y hábiles dedos. Caridad examinó la hoja de tabaco con detenimiento; la alzó a la luz del candil que portaba fray Joaquín para observar los pigmentos oscuros, claros o rojos, maduros, ligeros o secos que la coloreaban; la acarició y la palpó con delicadeza para comprobar su textura y su humedad; mordisqueó la hoja y la olió, tratando de averiguar, a través de su sazón, del aroma y el sabor de la nicotina, los años que hacía de su cosecha. Melchor apremiaba a Caridad con gestos cada vez más alterados, pero el fraile quedó cautivado con el ritual que realizaba la mujer, con las sensaciones que reflejaban su rostro y las pausas que efectuaba después de oler o tocar la hoja, segura de que el transcurso de los segundos le ofrecería la solución.
Ese mismo ritual era el que ahora, caminando cerca del Tagarete, a hurtadillas, veía realizar a Caridad mientras comía los polvorones: dejaba de masticar, entrecerraba los ojos y permitía que pasase el tiempo, contrayendo los labios, salivando antes de mordisquear otro de ellos.
No era tabaco habano, ni puro ni mezclado, recordó que había sentenciado aquel día Caridad. ¿Que de dónde era? No podía saberlo, contestó al gitano con una tranquilidad inusual, como si el contacto con las hojas de tabaco le hubiera ofrecido seguridad; ella solo conocía el de Cuba. Se trataba de un tabaco joven, afirmó, con muy poca fermentación, quizá…, quizá seis meses, a lo sumo un año. Y excesivamente rubio, con poco sol.
Fray Joaquín observó cómo Caridad se llevaba un nuevo polvorón a la boca, con delicadeza, como si fuera una hoja de tabaco…
—¡Cachita!
La voz de Milagros los sorprendió a ambos. Ni siquiera habían logrado descubrir de dónde venía la voz cuando esta les apremió:
—¡Tú eres cubana! Entiendes de tabaco…
—Milagros —musitó el fraile tratando de reconocerla entre la gente, en la oscuridad.
—¡Diles que estos cigarros son puros habanos! —le exhortó la gitanilla—. ¡Ven!
Fue fray Joaquín quien primero vislumbró las cintas de colores del cabello de la gitana y los pañuelos de sus muñecas revoloteando en el aire, al ritmo de sus aspavientos entre un grupo de hombres.
—¿Cómo se atreven ustedes a decir que no son habanos? —se quejaba Milagros a voz en grito—. ¡Cachita, ven! ¡Acércate! —Fray Joaquín y Caridad lo hicieron—. ¡Pretenden aprovecharse de una niña! ¡Me quieren robar! ¡Diles que son habanos! —le exigió a la vez que le entregaba uno de los cigarros que la misma Caridad había elaborado con aquel tabaco rubio que el religioso escondía en el convento—. ¡Díselo! ¡Ella entiende de tabaco! ¡Diles que es habano!
Caridad dudó. ¡Milagros sabía que no era habano! ¿Cómo iba ella…?
—Por supuesto que es habano, señores —salió en su ayuda fray Joaquín. Nadie llegó a percibir, en la oscuridad solo rota por el tenue resplandor de una hoguera cercana, la sonrisa de complicidad que se cruzaron el religioso y la gitana—. Yo mismo le he comprado un par de ellos esta mañana…
—Fray Joaquín —susurró uno de los congregados al reconocer al célebre predicador de San Jacinto.
Los cinco hombres que rodeaban a Milagros se volvieron entonces hacia el religioso.