La reina descalza (14 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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La condesa de Fuentevieja era una buena clienta de Ana Vega. En ocasiones la mandaba llamar: gustaba de escuchar sus buenaventuras, le compraba tabaco y hasta alguna de las cestas que elaboraban las gitanas de la huerta de la Cartuja.

Milagros escuchó la risilla nerviosa de una de las amigas de la condesita, a la que al instante se sumaron las comedidas y afectadas exclamaciones de alegría de las otras dos y unos delicados aplausos por parte de la condesa. Las líneas de su mano parecían augurarle un futuro prometedor, y Ana se explayó en este: un buen marido, rico, atractivo, sano y fiel. ¿Y por qué no le decía lo mismo a ella, a su hija? ¿Por qué la condenaba a casarse con un torpe, por muy Vargas que fuera? La camarera, junto a las inmensas puertas, se sobresaltó cuando Milagros cerró los puños, frunció el ceño y dio una patada en el suelo.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó su madre con un deje de ironía.

La muchacha le contestó con un nuevo y sonoro golpe de tos.

La tarde se le hizo insufrible. Ana Vega, sin importarle el tiempo, desplegó todos sus ardides gitanos con las tres muchachas. Luego, cuando estas desaparecieron, satisfechas, cuchicheando entre ellas, se volcó en la condesa.

—No —se opuso cuando la aristócrata sugirió que Milagros esperase en la cocina, donde la atenderían—. Está mejor ahí, apartada, no sea que contagie a los lacayos de vuestra señoría.

El nuevo sarcasmo enfureció a Milagros, pero aguantó. Soportó la hora larga que su madre estuvo hablando con la condesa; soportó la despedida y el pago de los dineros, y soportó las atenciones que después tuvo que prestar a la camarera y a algunas personas del servicio, quienes trocaron tabaco y buenaventuras por algunas viandas sisadas de la despensa de los condes.

—¿Te encuentras mejor? —se burló la madre ya en la calle, de vuelta a Triana, con el sol de verano todavía destacando los colores de sus vestidos. Milagros bufó—. Confío que sí —añadió Ana sin darse por enterada del desplante—, porque mañana por la noche cantaremos y bailaremos para los condes. Tienen invitados a unos viajeros… ingleses, no sé… franceses o alemanes, ¡ve tú a saber de dónde! El asunto es que quieren que se diviertan.

Milagros volvió a bufar, esta vez con más fuerza y con un deje de displicencia. La madre continuó sin hacerle caso y anduvieron el resto del camino en silencio.

Le pidió una sonrisa. No lo hizo por los condes de Fuentevieja o por la decena de invitados que habían traído con ellos y que permanecían expectantes en el jardín que descendía hasta el río, en una de las casas principales de Triana donde el aristócrata había decidido celebrar la fiesta. Ana sonrió a su hija después de arquear los brazos por encima de su cabeza y contonear sus caderas nada más escuchar el primer tiento de la guitarra, todavía no iniciado el baile, preparándose para lanzarse a él una vez los hombres estuvieran dispuestos. Milagros aguantó el envite sin pestañear, frente a ella, quieta, con los brazos caídos a sus costados.

—¡Hermosa! —piropeó un gitano a la madre.

«¡Vamos!», pareció decirle la madre a su hija a través de un cariñoso mohín de sus labios. Milagros frunció los suyos, haciéndose de rogar. Otra guitarra más templó sus cuerdas. Una gitana hizo sonar las castañuelas. «¡Adelante!», animó Ana a su hija, alzando de nuevo los brazos.

—¡Preciosas! —se escuchó entre la gente.

—¡Bonita! —gritó la madre a la hija.

Las guitarras empezaron a sonar al unísono. Repicaron varios pares de castañuelas y Ana se irguió frente a Milagros, palmeando.

—¡Vamos, hija! —la animó.

Las dos se arrancaron al tiempo, giraron sobre sí volteando sus faldas en el aire, y cuando volvieron a enfrentarse, los ojos de Milagros chispeaban y sus dientes relucían en una amplia sonrisa.

—¡Baile, madre! —chilló la muchacha—. ¡Ese cuerpo! ¡Esas caderas! ¡No las veo menearse!

Los Carmona, que habían acudido a la fiesta, jalearon las palabras de la muchacha. Los invitados de los condes, franceses o ingleses, poco importaba, se quedaron boquiabiertos cuando Ana aceptó el reto de su hija y quebró con voluptuosidad el talle. Milagros rió y la imitó. En la noche, con las aguas del Guadalquivir rielando en plata, a la luz de los hachones dispuestos en el jardín trianero, entre madreselvas y dondiegos, naranjos y limoneros, las guitarras trataron de adaptar su ritmo al frenesí que imponían las mujeres; las palmas resonaron con ímpetu y los bailaores se vieron desbordados por la sensualidad y el atrevimiento con los que madre e hija danzaron la zarabanda.

Al final, sudorosas ambas, Ana y Milagros se fundieron en un abrazo. Lo hicieron en silencio, sabiendo que se trataba de una mera tregua, de que el baile y la música se abrían a otro mundo, aquel universo donde los gitanos se refugiaban de sus problemas.

Un lacayo del conde deshizo el abrazo.

—Sus excelencias desean felicitarlas.

Madre e hija se dirigieron hacia las sillas desde las que los condes y sus invitados habían presenciado el baile mientras las guitarras ya rasgueaban preparando el siguiente. Honrándolas como a iguales, don Alfonso, el conde, se levantó de su asiento y las recibió con unas corteses palmadas, secundado por los otros invitados.

—¡Extraordinario! —exclamó don Alfonso cuando las mujeres llegaron hasta él.

Como salidos de la nada, José Carmona, Alejandro Vargas y algunos otros miembros de ambas familias se habían dispuesto a espaldas de ellas. Antes de iniciar las presentaciones, el conde entregó unas monedas a la gitana, quien las sopesó a satisfacción. Ana y Milagros tenían el cabello revuelto, jadeaban y el sudor que empapaba sus cuerpos brillaba a la titilante luz de las antorchas.

—Don Michael Block, viajero y estudioso de Inglaterra —presentó el conde a un hombre alto, estirado y con el rostro tremendamente sonrosado allí donde no lucía una cuidada barba canosa.

El inglés, incapaz de desviar la mirada de los húmedos y esplendorosos pechos de la mujer, que subían y bajaban al ritmo de una respiración todavía entrecortada, balbució algunas palabras y ofreció su mano a la gitana. El saludo se alargó más de lo estrictamente necesario. Ana percibió que los Carmona, a su espalda, se removían inquietos; el conde también.

—Michael —trató de romper el saludo don Alfonso—, esta es Milagros, la hija de Ana Vega.

El viajero titubeó pero no llegó a soltar la mano de la gitana. Ana entornó los ojos y negó imperceptiblemente con la cabeza cuando notó que José, su esposo, daba un paso al frente.

—Don Michael —dijo entonces logrando captar la atención del inglés—, eso en lo que usía está empeñado ya tiene dueño.

—¿Qué? —acertó a preguntar el viajero.

—Lo que yo le diga. —La gitana, con el pulgar de su mano izquierda extendido, señaló hacia atrás, segura de que José habría extraído ya su inmensa navaja.

El rosa de los pómulos del inglés demudó en un blanco pálido y soltó la mano.

—¡Milagros Carmona! —se apresuró a anunciar entonces el conde.

La muchacha sonrió al viajero con indolencia. Tras ella, José Carmona enarcó las cejas y mantuvo la navaja a la vista.

—La niña del señor de atrás —terció entonces Ana, señalando de nuevo a José. El inglés siguió la indicación de la mujer—. Su hija, ¿entiende, don Michael? Hiiija —repitió despacio, marcando las sílabas.

El inglés debió de entender, porque finalizó el saludo con una vertiginosa reverencia hacia Milagros. Condes e invitados sonrieron. Se lo habían advertido: «Michael, las gitanas bailan como diablesas obscenas, pero no se equivoque, en el momento en que cesa la música son tan castas como la doncella más celosa de su virtud». Sin embargo, pese a las advertencias —el conde lo sabía, los invitados lo sabían, los gitanos también—, aquellas músicas y aquellos bailes a veces alegres, a veces tristes pero siempre sensuales, obraban en los espectadores unos efectos que les hacían perder todo atisbo de cordura; muchas eran las reyertas con payos que, enardecidos por la voluptuosidad de las danzas, habían intentado propasarse con las gitanas hasta llegar a ver aquellos cuchillos mucho más cerca de lo que lo había hecho el inglés.

En esta ocasión, don Michael, prudentemente separado de Milagros, y con las mejillas recuperando su rosado natural, rebuscó en su bolsa y le entregó un par de reales de a ocho a la muchacha.

—¡Con Dios! —se despidió José Carmona en nombre de su hija.

Tan pronto como los condes y sus invitados tomaron asiento de nuevo, guitarras, panderos y castañuelas volvieron a sonar en la noche.

—¿Quieres un cigarro?

Milagros se volvió. Alejandro Vargas le tendía uno. La gitana lo escrutó de arriba abajo, con desvergüenza: debía de contar dieciséis años y tenía la tez oscura y el porte altivo de los Vargas, pero algo había que fallaba… ¿Sus ojos? Eso debía de ser. No era capaz de sostener la mirada como lo haría un gitano. Y bailaba mal, quizá porque era demasiado grande. Detrás de él, algo separada, comprobó que su madre la espiaba.

—Es puro habano —insistió Alejandro para zafarse del examen.

—¿De dónde lo has sacado? —inquirió la muchacha fijándose en el cigarro que sostenía Alejandro.

—Mi padre ha comprado varios.

Milagros soltó una carcajada. ¡Era uno de los de Caridad! Lo reconoció por el hilo de color verde con el que su amiga había rematado el extremo por el que se chupaba.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó el muchacho.

Milagros no le hizo el menor caso. Frunció el ceño hacia su madre, que ahora la miraba sin disimulo, extrañada ante la carcajada. «¿Habrá sido ella?», se preguntó la muchacha. No. No podía ser. Su madre no habría osado engañar a los Vargas y venderles por puro habano algo que no lo era. Solo podía haber sido…

—¡Qué grande es usted, abuelo! —soltó con una sonrisa en los labios.

—¿Qué dices?

—Nada.

Alejandro mantenía el cigarro tendido. ¡Lo había hecho Caridad con sus manos! Quizá ella había presenciado cómo lo hacía.

—¡Venga ese cigarro!

Milagros lo alzó a la altura de sus ojos y se lo mostró a su madre en la distancia.

—Puro habano —afirmó antes de contraer sus facciones en una mueca graciosa.

—Sí —oyó que decía Alejandro.

Ana negó con la cabeza y dio un manotazo al aire.

—Estará bueno —aventuró la muchacha hacia el gitano.

—Buenísimo.

«Seguro —pensó entonces—. Lo ha hecho Cachita.»

—¿Candela? —interrumpió él sus reflexiones.

Milagros no pudo reprimir un suspiro de resignación.

—¿Candela? ¡Claro que quiero candela! ¿Cómo voy a fumar si no? ¿Tú ves que yo lleve candela encima?

Alejandro extrajo con torpeza el pedernal y el eslabón de una bolsa.

—¿Y la yesca? —le apremió Milagros.

Alejandro murmuraba mientras revolvía inútilmente en la bolsa.

—¡Quita! —le detuvo la muchacha—. En esa bolsita ya tendrías que haberla encontrado. ¿No te das cuenta de que no llevas yesca? Toma. Ve a prenderlo en uno de los hachones.

«¿Eres tú el que vas a domar a la potrilla?», pensó Milagros mientras lo veía andar obediente hacia una de las antorchas. Lo hacía como los gitanos, con lentitud, erguido cuan grande era, pero no sería capaz de domar un borriquillo. Ella… Buscó a su madre con la mirada: palmeaba detrás de uno de los guitarristas, distraída, animando el baile. ¡Ella quería un hombre!

Milagros no consiguió librarse de Alejandro durante el resto de la noche. Compartieron el cigarro. «¿No tienes otro para ti?», se quejó ella. Pero su padre solo le había regalado uno. Y bebieron. Buen vino, del mucho que había traído el conde para animar la fiesta. La gitana volvió a bailar, una alegre seguidilla cantada por las mujeres con voz viva. Lo hizo con otros jóvenes, entre ellos un esforzado Alejandro.

—Nunca te he oído cantar —le dijo este una vez finalizado el baile.

Milagros notó que la cabeza le daba vueltas: el vino, el tabaco, la fiesta…

—Será que no te has fijado lo suficiente —mintió con la voz pastosa—. ¿Ese es el interés que tienes en mí?

Lo cierto era que nunca se había arrancado a cantar pese a que su padre la incitaba a hacerlo; lo hacía a coro, disimulando su tribulación por no hacerlo bien, entre las voces de las demás mujeres. «No te preocupes —la tranquilizaba su madre—, baila, enamora con tu cuerpo, ya cantarás.»

Alejandro acusó aquel nuevo desplante.

—Yo… —balbució.

Milagros lo vio bajar la mirada al suelo. Un gitano nunca escondía sus ojos. La imagen de Caridad le vino a la mente. El mareo se sumó a la turbación frente a quien estaba llamado a ser su esposo.

—¡Ese mentón! —gritó—. ¡Arriba!

Sin embargo Alejandro volvió a dirigirse a ella con timidez.

—Sí que tengo interés en ti. Claro que sí. —Hablaba igual que Caridad cuando llegó al callejón, mirando al suelo—. Haría cualquier cosa por ti, lo que fuera…

Milagros lo observó, pensativa; ¿cualquier cosa?

—Hay un ceramista en Triana… —le soltó ella sin pensar.

Milagros lo había hablado con su madre, exacerbada, encendida, después de que entre fray Joaquín y ella misma hubieran logrado sonsacar a Caridad, a base de mil preguntas contestadas entre sollozos, qué era lo que había sucedido con el alfarero.

—No es asunto de los gitanos —la interrumpió Ana.

—¡Pero madre!

—Milagros, ya tenemos muchos problemas. Las autoridades nos persiguen. ¡No nos metas en más líos! Sabes que tenemos prohibido hasta vestir como lo hacemos; podrían detenernos solo por nuestros trajes.

La muchacha abrió las manos y mostró su falda azul en gesto de incomprensión.

—No —le aclaró Ana—. Aquí en Triana, en Sevilla, gozamos de la protección de algunos principales y compramos el silencio de alcaldes y justicias, pero fuera de Sevilla nos detienen. Y nos mandan a galeras solo por ser gitanos, por andar los caminos, por forjar calderos, reparar aperos o herrar caballos y mulos. Somos una raza perseguida desde hace muchos años; nos tienen por maleantes solo por ser diferentes. Si Caridad fuera gitana… ¡entonces no lo dudes! Pero no debemos buscarnos esos problemas. Tu padre nunca lo consentiría…

—Padre odia a Caridad.

—Es posible, sin embargo eso no quita que no sea gitana. No es de los nuestros. Lo siento por ella… En verdad lo siento —insistió la madre ante la desesperación de su hija—. Milagros, soy una mujer y puedo imaginar mejor que tú el calvario por el que pasó la negra, pero no podemos hacer nada, de verdad.

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