La reina descalza (13 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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—Si fray Joaquín afirma que son habanos… —empezó a decir otro de ellos.

—¡Claro que son habanos! —le interrumpió Milagros.

En ese momento, la titilante luz de la hoguera relampagueó en las facciones del último de los hombres que había hablado. Y Caridad tembló. Y el cigarro cuestionado resbaló de sus manos y cayó al suelo.

—¡Cachita! —le recriminó Milagros al tiempo que hacía ademán de agacharse para recogerlo. Sin embargo se detuvo: Caridad continuaba temblando, con la mirada baja y la respiración agitada—. ¿Qué…? —empezó a preguntar la gitana girando la cabeza hacia el hombre.

Incluso a la luz mortecina, Milagros alcanzó a ver que el hombre fruncía el ceño y se ponía en tensión, pero luego desvió su mirada hacia el fraile y se contuvo.

—¡Vámonos! —ordenó a sus compañeros.

—Pero… —se quejó uno de ellos.

—¡Vámonos!

—Cachita. —Milagros la rodeó con los brazos mientras el grupo de hombres les daban la espalda y se perdían en la multitud—. ¿Qué te sucede?

Caridad señaló la espalda del hombre. Era el alfarero de Triana.

—¿Qué pasa con ese hombre? —preguntó fray Joaquín.

Caridad se liberó con delicadeza del abrazo de la muchacha y, ya con las lágrimas corriendo por su rostro, se agachó a coger el cigarro que había quedado en el suelo. ¿Por qué siempre tenía que llorar allí, cerca del Tagarete, en San Roque?

La gitana y el religioso se miraron perplejos mientras Caridad limpiaba la tierra que se había adherido al cigarro. Cuando advirtieron que la mujer, entre sollozos, limpiaba ya una arena solo existente en su imaginación, el fraile apremió a Milagros con un gesto.

—¿Qué sucede con ese hombre? —inquirió la muchacha con ternura.

Caridad continuó acariciando el cigarro con sus largos y expertos dedos. ¿Cómo iba a contárselo? ¿Qué pensaría de ella la gitana? Milagros le había hablado de hombres en numerosas ocasiones. A sus catorce años, la muchacha no había conocido varón ni lo conocería hasta que contrajese matrimonio. «Las gitanas somos castas y luego fieles —había afirmado—. ¡No hay en todo el reino una gitana entregada a la prostitución!», se enorgulleció más tarde.

—Cuéntame, Caridad —insistió Milagros.

¿Y si la abandonaba? Su amistad era lo único que tenía en la vida y…

—¡Cuéntamelo! —le ordenó la muchacha ante el sobresalto de fray Joaquín.

Pero en esta ocasión Caridad no obedeció; permaneció con la vista fija en el cigarro que todavía mantenía en sus manos.

—¿Te hizo daño ese hombre? —inquirió con ternura fray Joaquín.

¿Le había hecho daño? Terminó asintiendo.

Y de aquella manera, pregunta a pregunta, fray Joaquín y Milagros se enteraron de la historia de la llegada de Caridad a Triana.

6

Milagros extrañaba a Caridad. Pocos días después de la carrera de gansos, el abuelo había recibido la visita de un galeote que había remado con él durante algunos años. El hombre, como todos los penados que lograban sobrevivir a la tremenda tortura de galeras, se presentó tan consumido como Melchor y, como todos los que sobrevivían, conocía los puertos y las gentes de la mar, aquellas de igual condición que ellos: traficantes, contrabandistas y todo tipo de delincuentes. Bernardo, así se llamaba el galeote, informó al abuelo de la llegada de un importante cargamento de tabaco de Virginia al puerto de Gibraltar, un peñón en la costa española que se hallaba bajo dominio inglés. Desde allí, como era usual, en barcos con bandera inglesa, veneciana, genovesa, ragusea o portuguesa, de noche, cuando el viento soplaba con fuerza, para evitar ser descubiertos por los faluchos de vigilancia españoles, el tabaco y otras mercaderías, tejidos o especias, se desembarcaban en diferentes puntos de la costa, que se extendía entre el peñón y Málaga. Bernardo ya había apalabrado un buen cargamento de tabaco de Virginia, solo necesitaba fondos con que pagarlo y mochileros para hacerse cargo de este en las playas.

—Dentro de unos días saldremos en busca de una partida de tabaco —había anunciado Melchor a Caridad tras cerrar el acuerdo con Bernardo en el mesón de la Joaquina, en torno a una frasca de buen vino.

Caridad, que se hallaba en la habitación del gitano, sentada frente a un inestable tablero sobre el que continuaba elaborando cigarros con el tabaco rubio que guardaba el fraile, se limitó a asentir sin dejar de rodar su mano por encima de aquel en el que se hallaba enfrascada.

Quien sí se sorprendió fue Milagros, a la que le gustaba mirar cómo trabajaba su amiga las hojas de tabaco.

—¿Se lleva a Cachita? —inquirió a su abuelo.

—Eso he dicho. Quiero hacerme con el mejor tabaco, y ella sabe reconocerlo —le contestó este en la jerga gitana.

—¿No…, no será peligroso?

—Sí, niña. Siempre lo es —afirmó el gitano ya desde la puerta, presto a marcharse de una estancia en la que no cabían tres personas.

Los dos se miraron. «¿Acaso no lo sabías?», pareció preguntarle Melchor a su nieta, que escondió la vista avergonzada, consciente de lo siguiente que le dirían los penetrantes ojos de su abuelo: «¿Cuándo me lo has preguntado?».

Melchor no tenía problemas para conseguir mochileros y porteadores: los Vega y sus parientes de la gitanería de la huerta de la Cartuja siempre estaban dispuestos a acompañarle; se trataba de gitanos duros, temerarios y, por encima de todo, fieles. Tampoco lo tuvo con los dineros: fray Joaquín se los consiguió de inmediato. Lo que más retrasó su partida, como acostumbraba a suceder, fueron las caballerías: necesitaba animales castrados, silenciosos, dóciles y que no relinchasen en la noche al olor de una yegua. Pero la familia de los Vega se puso a ello y en pocos días, en un par de correrías por los campos de los alrededores de Sevilla, se hicieron con los suficientes.

—Cuídate, Cachita —se despidió Milagros a la hora de partir, las dos en la gitanería de la huerta de la Cartuja, algo apartadas de hombres y caballos.

Caridad se movía incómoda bajo la larga capa, masculina y oscura, con que Melchor la había vestido para esconder sus ropas coloradas. Había trocado su sombrero de paja por un chambergo negro de copa acampanada y ala ancha y caída. De su cuello colgaba un imán atado con una cuerda. Milagros alargó el brazo y sopesó la piedra. Los gitanos creían en sus poderes: contrabandistas, traficantes y ladrones de caballerías afirmaban que si aparecían las rondas de soldados, aquellos imanes originarían fuertes tormentas de polvo y arena que los ocultarían. Lo que ignoraba la gitana era que los esclavos cubanos también creían en los poderes del imán: «Cristo descendió a la tierra con el imán», aseguraban. Caridad tendría que bautizarlo y ponerle nombre, como era costumbre en su tierra.

Milagros sonrió; Caridad contestó con una mueca en su rostro sudoroso debido al implacable calor estival de Sevilla. En Cuba también apretaba, pero allí nunca llevaba tanta ropa encima.

—No te separes del abuelo —le aconsejó la gitana antes de acercarse a ella y darle un beso en la mejilla.

Caridad se mostró azorada ante la repentina muestra de afecto de la muchacha; sin embargo sus labios gruesos y carnosos se ensancharon hasta transformar aquella inicial sonrisa forzada en otra de sincero agradecimiento.

—Me gusta verte sonreír —afirmó Milagros, y la besó en la otra mejilla—. No es habitual en ti.

Caridad la premió ensanchando sus labios. Era cierto, reconoció para sí: había tardado en abrirse a su amiga, pero poco a poco su vida arraigaba con los gitanos, y a medida que desaparecían ansiedad y preocupaciones, fue confiándose a ella. Con todo, el verdadero causante del cambio no era otro sino Melchor. El gitano le había encargado que trabajase con el tabaco. «Ya no es necesario que acompañes a la niña y a su madre a venderlo por las calles —le dijo ante el empeño de Milagros por enseñarle a hacer algo para contribuir a su manutención—. Prefiero que seas tú quien elabore lo que ellas vendan.» Y Caridad se sintió útil y agradecida.

—Cuídate tú también —aconsejó a su amiga—. No te pelees con tu madre.

Milagros fue a replicar, pero el grito de su abuelo se lo impidió.

—¡Venga, morena, que nos vamos!

En esta ocasión fue ella la que besó a Milagros.

Tras la partida de Caridad, la muchacha se sentía sola. Desde el anuncio de su compromiso matrimonial, Caridad se había convertido en la persona que escuchaba pacientemente sus quejas. No fue capaz de seguir su consejo.

—No me casaré con Alejandro —le aseguraba a su madre, día sí día no.

—Lo harás —le contestaba esta sin siquiera mirarla.

—¿Por qué Alejandro? —insistía en otras ocasiones—, ¿por qué no…?

—Porque tu padre así lo ha decidido —repetía la madre en tono cansino.

—¡Antes me fugaré! —llegó a amenazar una mañana.

Ese día, Ana se volvió hacia su hija. Milagros presintió lo que iba a encontrarse: rasgos contraídos, serios, gélidos. Así fue.

—Tu padre ha comprometido su palabra —masculló la madre—. Cuídate mucho de que él te oiga decir eso; sería capaz de encadenarte hasta el día de la boda.

El tiempo transcurría con lentitud; madre e hija enfadadas, en permanente discusión.

Milagros ni siquiera encontró refugio entre sus amigas del callejón de San Miguel, muchas de ellas también pendientes de casarse. ¿Cómo iba a reconocer ante Rosario, María, Dolores o cualquier otra que no le gustaba el hombre que le habían buscado? Tampoco lo hacían ellas, y eso a pesar de que la mayoría, antes de conocer su destino, no habían contenido sus críticas hacia esos jóvenes que después les tocaban en suerte. Milagros no estaba exenta de culpa. ¿Cuántas veces habría llegado a burlarse de Alejandro? Ahora todas se trataban con hipocresía, con cierta distancia, como si de repente les hubieran cercenado la inocencia. No se trataba de la naturaleza o de su edad, sino simplemente de la decisión de sus padres; una palabra, un simple compromiso sellado a sus espaldas y lo que era válido la noche anterior carecía de importancia a la salida del sol. Milagros añoraba la espontaneidad de aquellas conversaciones entre muchachas, los cuchicheos, las risas, las miradas cómplices, los sueños… Incluso las disputas. La última discusión había acaecido la noche en que bailó con Pedro García. La mayoría de sus amigas se le echaron encima cuando manifestó su intención de hacerlo. Ella era una Vega, nieta de Melchor el Galeote, jamás llegaría a obtener a aquel muchacho, todas lo sabían, por lo tanto… ¿a qué entremeterse? Pero Milagros hizo caso omiso y se lanzó a bailar, hasta que su madre intervino y abofeteó al muchacho. ¿Cuál de las gitanillas del callejón no suspiraba por Pedro García, el nieto del Conde? ¡Todas lo hacían! Y sin embargo ahora, después de su compromiso, sería una grave afrenta para los Vargas que Milagros alentara a Pedro García. Alejandro tendría que salir en su defensa y tras él su padre y sus tíos; los García harían lo propio y los hombres sacarían sus navajas… Pero Milagros no podía dejar de mirar a hurtadillas al muchacho en cada ocasión en que este caminaba por el callejón de San Miguel, indolente, moviéndose despacio, como lo hacían los gitanos de raza, altanero, soberbio, arrogante. Entonces añoraba a Caridad, a la que podía hablarle con libertad de sus anhelos y desgracias. Contaban del joven que había heredado la milenaria sabiduría gitana para trabajar el hierro; que sentía cuándo había que iniciar cada uno de sus procesos, que sabía, que percibía instintivamente cuándo estaba preparado el hierro para ser forjado, templado, soldado… Tanto que hasta los ancianos le consultaban en ocasiones. Y, sin embargo, ella estaba atada a Alejandro. ¡Incluso fray Joaquín le había deseado lo mejor ante su compromiso! El fraile dio un respingo cuando Ana se lo comentó en las inmediaciones de San Jacinto. «¿Ya?», se le escapó. Y Milagros, junto a su madre, escuchó cabizbaja cómo aquella voz clara y nítida con la que entonaba sus prédicas había brotado algo quebrada a la hora de desearle parabienes.

«Caridad, te necesito», susurró la muchacha para sus adentros.

¡No estaba atenta! Más allá del grupo de muchachas, entretenida con la condesa, Ana la traspasó con la mirada. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué dudaba? «¡Está distraída!», pensó la madre cuando Milagros soltó la delicada y blanca mano que le había tendido la hija de la condesa y simuló un ataque de tos. Milagros no lograba recordar qué era lo que le había augurado la última ocasión en que le dijo la buenaventura. La condesita y las dos amigas que rodeaban a la gitana se apartaron con una mueca de aversión ante la expectoración con que la muchacha trataba de ganar tiempo.

—¿Te encuentras bien, hija? —acudió la madre en su ayuda. Solo Milagros reparó en la dureza de su tono—. Perdone, excelencia —se disculpó con la condesa dirigiéndose al grupo de muchachas—, la niña me tose últimamente. Vamos a ver, preciosa —añadió tras sustituir a su hija y agarrar sin contemplaciones la mano de la joven.

El frufrú de la ahuecada falda de seda de la condesa se escuchó con nitidez en el gran salón cuando decidió acercarse con curiosidad, las dos amigas de la condesita cerraron el círculo y Milagros se apartó unos pasos. Desde allí, obligándose a toser de vez en cuando, escuchó cómo su madre embaucaba con habilidad a la condesita y a sus dos amigas.

¿Hombres? ¡Príncipes serían los que se casarían con ellas! Dineros, ¿cómo iban a faltar? Hijos y felicidad. Algún problema, alguna enfermedad, ¿por qué no?, pero nada que no lograsen superar con devoción y la ayuda de Jesucristo y Nuestra Señora. Con la mano en la boca y la cantinela de su madre en los oídos, Milagros desvió su atención hacia la camarera de la condesa, plantada junto a las puertas de acceso al salón, controlando que ninguna gitana echase mano a algún objeto; más tarde, en las cocinas, también tendrían que leerle la mano a ella. Luego volvió la mirada hacia el grupo de mujeres: su madre, descalza, de tez oscura, casi negra, ataviada con sus ropas de colores y sus abalorios de plata en la cintura; grandes aros colgando de sus orejas y collares y pulseras tintineando a medida que gesticulaba y afirmaba con pasión el futuro de aquellas mujeres blancas como la leche, ataviadas con vestidos de seda de faldas ahuecadas, todas ellas adornadas con infinidad de bordados, lazos, volantes, cintas… ¡Cuánto lujo había en aquellas vestiduras, en los muebles y jarrones, en los espejos y relojes, en los sillones de brazos dorados, en los cuadros, en los refulgentes objetos de plata que se acomodaban por doquier!

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