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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (25 page)

BOOK: La reina descalza
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—Morena —le dijo entonces el abuelo—, acábate el cigarro. Y procura no moverte mucho durante la noche o tendré que pagarles la cama por buena a esos dos. Ahora canta… como lo hacías en el callejón.

Melchor mantenía fija la mirada en el techo de cañas: solo con girar sobre sí se colocaría encima de ella, pensó. Sintió el deseo: se trataba de un cuerpo joven, firme, voluptuoso. Caridad lo aceptaría, estaba seguro. Ella empezó a cantar y las tristes melodías de los esclavos llenaron los oídos de Melchor. ¡Cuánto las había añorado! Dejaría de cantar; si se abalanzaba sobre ella dejaría de hacerlo. Y a partir de entonces nada sería igual, como siempre sucedía con las mujeres. La aflicción y el dolor que rezumaba aquella música aguijonearon en el gitano otros sentimientos que consiguieron nublar su deseo. Esa mujer había sufrido tanto como él, quizá más. ¿Por qué romper el encanto? Podía esperar… ¿a qué? Melchor se sorprendió ante la situación: él, Melchor Vega, el Galeote, meditando qué hacer. ¡En verdad era especial la morena! Entonces plantó una mano en su muslo y la deslizó por él, y Caridad calló y permaneció quieta, a la espera, en tensión. Melchor lo notó en los músculos de su pierna que se endurecieron, en su respiración que cesó durante unos instantes.

—Sigue cantando, morena —le pidió levantando la mano.

No volvió a buscar su cuerpo, y no lo hizo pese al ardor que sentía cuando despertaba en la noche y se encontraba revuelto con ella, los dos abrazados para protegerse del frío, y los pechos de la mujer o sus nalgas aplastados contra él. ¿Acaso no notaba su erección? La respiración pausada y tranquila de Caridad era suficiente respuesta. Y Melchor dudaba. La empujaba para separarla de él, pero ella seguía durmiendo, todo lo más rezongaba en un idioma desconocido para el gitano. «Lucumí», le había dicho ella una mañana. Confiaba en él, dormía plácidamente y le cantaba por las noches. No podía defraudarla, volvía a concluir, sorprendido en cada una de aquellas ocasiones, antes de apartarla de su lado con vigor.

Melchor se sentía cómodo en la gitanería, con su nieta y sus parientes, y adonde su hija Ana acudía con regularidad. Fue ella la que un día corrió a advertirle de que un par de hombres se habían presentado en el callejón simulando estar interesados en unos calderos; ni siquiera a los ojos del menos avispado de los gitanos aquella pareja pasó por compradora de nada. Entre trato y trato decían que le conocían y preguntaban por él, pero nadie, que ella supiera, les había dado noticia.

Tomás incrementó la vigilancia en la gitanería. Había adoptado esa medida en cuanto se enteró de la venganza de su hermano en los bienes del Gordo, pero ahora instó a los jóvenes Vega a que aumentasen el celo. Los gitanos de la huerta de la Cartuja estaban acostumbrados a permanecer en constante estado de alerta: la gitanería era frecuentada por todo tipo de delincuentes y huidos de la justicia que buscaban refugio en ella tratando de confundirse con los miembros de una comunidad que tenía a gala el vivir de espaldas a las leyes de los payos.

—No te preocupes —le dijo sin embargo Melchor a su hermano.

—¿Cómo no voy a hacerlo? Seguro que son los hombres del Gordo.

—¿Solo dos? Tú y yo podríamos con ellos. No hay que molestar a los jóvenes, tendrán cosas que hacer.

—Ahora nos sobra el dinero… por una buena temporada. Dos de ellos acompañan a la vieja María y a tu nieta cuando salen a buscar hierbas.

—A esos págales bien —rectificó Melchor.

Tomás sonrió.

—Te veo muy tranquilo —dijo después.

—¿No debería estarlo?

—No, no deberías, pero parece que dormir con la morena te sienta bien —afirmó con semblante taimado.

—Tomás —dijo el abuelo pasando el brazo por uno de los hombros de su hermano y acercando su cabeza a la de él—, tiene un cuerpo capaz de saciar el furor del mejor amante.

El otro soltó una carcajada.

—Pero no le he puesto una mano encima.

Tomás se zafó de su abrazo.

—¿Qué…?

—No puedo. La veo inocente, insegura, triste, desgarrada. Cuando canta…, bueno, ya la has oído. Me gusta escucharla. Su voz me llena y me transporta a cuando éramos niños y escuchábamos cantar a los negros esclavos, ¿recuerdas? —Tomás asintió—. Los negritos de ahora ya han perdido aquellas raíces y solo pretenden blanquearse y convertirse en payos, pero mi morena, no. ¿Recuerdas a padre y madre embobados con su música y sus bailes? Luego tratábamos de imitarlos en la gitanería, ¿recuerdas? —Tomás volvió a asentir—. Creo…, creo que si yaciese con ella se desharía el hechizo. Y prefiero su voz… y su compañía.

—Pues deberías hacer algo. La gitanería es un constante rumor. Piensa que tu nieta…

—La niña sabe que no hemos hecho nada. Te lo aseguro. Lo habría notado.

Y así era. Milagros, como todos los gitanos de la huerta, supo del trato de su abuelo con el matrimonio de ancianos, que se quejaban a quien quisiera escucharles del poco dinero que les había pagado Melchor por ocupar su cama para compartirla con la morena. ¿Cuándo y dónde se había visto que una negra durmiese en una cama con patas? Milagros no logró soportar la idea de que el abuelo y Cachita… Transcurrieron tres días hasta que se decidió y fue en busca de Caridad, a la que encontró sola en la choza, trabajando el tabaco.

—¡Fornicas con mi abuelo! —le increpó desde la misma puerta de entrada.

La sonrisa con que Caridad había recibido la presencia de su amiga se desdibujó en sus labios.

—No… —acertó a defenderse.

Pero la gitana no le permitió hablar.

—No he podido dormir pensando que ahí estabais los dos: jodiendo como perros. ¡Tú, mi amiga…! En quien he confiado.

—No me ha montado.

Pero Milagros no la escuchaba.

—¿No te das cuenta? ¡Es mi abuelo!

—No me ha montado —repitió Caridad.

La muchacha frunció el ceño, todavía enardecida.

—¿No habéis…?

—No.

¿Le habría gustado que lo hiciese? Tal era la duda que asaltaba a Caridad. Le complacía el contacto con Melchor; se sentía segura y… ¿deseaba que la montase? Más allá del contacto físico, no sentía nada cuando los hombres lo hacían. ¿Sería igual con Melchor? Tan pronto como la primera noche él retiró la mano de su pierna y le pidió que cantara, Caridad volvió a sentir el hechizo que se establecía entre ambos al ritmo de sus cantos de negros, sus espíritus unidos. ¿Le gustaría que la tocase, que la montase? Quizá sí… o no. En cualquier caso, ¿qué sucedería después?

Milagros malinterpretó el silencio de su amiga.

—Perdona por haber dudado de ti, Cachita —se excusó.

No preguntó más.

Por eso Melchor pudo sostener frente a Tomás que su nieta sabía que no tenía relaciones con Caridad. No habían sido necesarias explicaciones en ninguna de las muchas ocasiones en que el gitano acudía a verla.

—Te la robo —le anunciaba a la vieja María cuando entraba en la choza en la que ella y su nieta trabajaban con las hierbas; luego tomaba del brazo a la joven haciendo caso omiso a las quejas de la curandera.

Y los dos paseaban por la ribera del río o por la vega de Triana, las más de las veces en silencio, temerosa Milagros de quebrar con sus palabras el hechizo que envolvía a su abuelo.

Melchor también le pedía que bailase allí donde sonaban unas palmas, la invitaba a vino, la sorprendía con Caridad cuando las dos se escondían a fumar al anochecer y se sumaba a ellas —«yo no dispongo de los cigarros del fraile», se burlaba—, o la acompañaba a coger hierbas con la vieja gitana.

—Estas no curarían a nadie —rezongaba en esas ocasiones la curandera—. ¡Fuera de aquí! —gritaba al gitano espantándolo con las manos—. Esto es cosa de mujeres.

Y Melchor guiñaba un ojo a su nieta y se separaba unos pasos hasta situarse junto a los gitanos que Tomás había dispuesto que vigilaran a las mujeres y que ya conocían el mal carácter de la curandera; pero transcurría un rato y Melchor volvía a acercarse a Milagros.

Fue al regreso de uno de esos paseos cuando se enteraron de la noticia de la muerte del joven Dionisio Vega.

Existía en Triana un lugar que Melchor aborrecía; allí acudían, mezclados en tropel, el dolor, el sufrimiento, la impotencia, el rencor, el olor a muerte, ¡el odio a la humanidad entera! Incluso cuando andaba por Sevilla, cerca de la Torre del Oro, con el ancho Guadalquivir por medio, el gitano giraba el rostro hacia las murallas de la ciudad para no verlo. Sin embargo, aquel anochecer de primavera, tras el dramático entierro del joven Dionisio Vega, un impulso irreprimible le llevó a encaminarse a él.

Dionisio no tendría dieciséis años. Entre los constantes alaridos de dolor de las mujeres de la gitanería y del callejón de San Miguel, todas reunidas para rendir el último adiós al muchacho, Melchor no podía dejar de recordar la viveza e inteligencia de sus penetrantes ojos oscuros y su rostro siempre risueño. Era nieto del tío Basilio, que sobrellevaba la situación con entereza, intentando en todo momento no cruzar su mirada con la de Melchor. Cuando, al final de la ceremonia, Melchor se dirigió a su pariente, este aceptó su pésame y por primera vez a lo largo del día se enfrentó a él. Basilio nada le dijo porque la acusación flotaba en la gitanería: «Es culpa tuya, Melchor».

Y lo era. Aquellos dos hombres enviados por el Gordo de los que le había hablado su hija Ana desaparecieron. Quizá porque vieron a Melchor siempre acompañado, quizá al comprobar las medidas de seguridad. El caso es que con el transcurso del tiempo, la vigilancia ordenada por Tomás acabó. ¿Cómo pudieron pensar que el Gordo olvidaría la afrenta? Llegó la primavera y un día el joven Dionisio, junto a dos amigos, abandonó la huerta de la Cartuja y se internó en la fértil vega de Triana en busca de alguna gallina fácil de hurtar o de algún desecho de hierro que vender a los herreros. Dos hombres salieron a su paso. Los muchachos llevaban escrito que eran gitanos en su tez oscura, en sus ropas de colores y en los abalorios que colgaban de cuellos y orejas. No medió palabra antes de que uno de los hombres atravesase el corazón de Dionisio con un espadín. Luego, aquel mismo se dirigió a los restantes.

—Decidle al cobarde del Galeote que el Fajado no perdona. Decidle también que deje de esconderse entre los suyos como una mujer asustada.

«Que deje de esconderse como una mujer asustada.» Las palabras de los muchachos, mil veces repetidas desde que se presentaron en la gitanería con el cadáver de Dionisio, se clavaban como agujas candentes en el cerebro de Melchor mientras muchos de los gitanos escondían la mirada a su paso. «¡Piensan lo mismo!», se torturaba Melchor. Y tenían razón: se había escondido como un cobarde, como una mujer. ¿Se había vuelto viejo? ¿Se había vuelto como Antonio, que por una insignificante moneda le había cedido su preciada cama para que durmiera con la morena? Durante los tres días que se prolongó el velatorio, con las mujeres aullando sin cesar, rasgándose los vestidos y arañándose brazos y rostros, Melchor permaneció apartado incluso de Milagros y Ana, que eran incapaces de esconder su mirada de recriminación; llegó a creer ver una mueca de desprecio en el rostro de su propia hija. Tampoco tuvo el valor de sumarse a las partidas de gitanos que, infructuosamente, salieron en busca de los hombres del Gordo. Mientras tanto se atormentó hasta la saciedad con la misma cuestión: ¿acaso se había convertido ya en alguien como el viejo Antonio, un cobarde capaz de causar la muerte de muchachos como Dionisio? ¡Hasta su propia hija trataba de evitarle!

Presenció el entierro, en un descampado cercano, encogido entre los demás gitanos. Vio cómo el padre del muchacho, acompañado del tío Basilio, ponía sobre los inertes brazos de Dionisio una vieja guitarra. Luego, con voz desgarrada, dirigiéndose al cuerpo sin vida de su hijo, clamó:

—Toca, hijo, y si he actuado mal, que tu música me ensordezca; si por el contrario he actuado correctamente, estate quieto y seré absuelto.

En un silencio estremecedor, Basilio y su hijo esperaron unos instantes. Luego, en cuanto dieron la espalda al cadáver, los demás hombres lo enterraron junto a su guitarra. Cuando la tierra cubrió por completo el sencillo ataúd de pino, la madre de Dionisio se dirigió a la cabecera y amontonó cuidadosamente los escasos objetos personales del muerto: una camisa vieja, una manta, una navaja, un pequeño cuerno plateado que en su infancia había lucido al cuello para espantar el mal de ojo y un viejo sombrero de dos picos que el muchacho adoraba y que la madre besó con ternura. Después prendió fuego a la pila.

En el momento en que las llamas empezaban a extinguirse y los gitanos a retirarse, Melchor se adelantó hasta la hoguera. Muchos se detuvieron y volvieron la cabeza para ver cómo el Galeote se desprendía de su chaquetilla de seda azul celeste, extraía la bolsa con sus dineros, que guardó en su faja, y arrojaba la prenda al fuego. Luego ofreció su mano al tío Basilio y el mismo cielo vino a sentenciar su delito.

El dolor, la angustia y la culpa dirigieron sus pasos por la orilla trianera del Guadalquivir. ¡Necesitaba estar allí!

—¿Adónde va? —preguntó en un susurro Milagros a su madre.

Las dos mujeres, y Caridad con ellas, se apresuraron a seguirle tan pronto como Melchor, con una mueca de resignación, inclinó la cabeza frente a Basilio y se perdió en dirección a Triana. Lo hacían a distancia, procurando que no las descubriese, sin llegar a imaginar que Melchor no se hubiera percatado de su presencia aunque caminaran a su lado.

—Creo que lo sé —contestó Ana.

No dijo más hasta que el abuelo superó el puente de barcas y, tras recorrer la ribera, se detuvo frente a la iglesia de la antigua universidad de Mareantes, donde se enseñaba a los niños las cosas de la mar y se atendía a los marineros enfermos.

—Era ahí —susurró la madre, atenta a la silueta del abuelo recortada contra las últimas luces del día.

—¿Qué pasa ahí? —inquirió Milagros, con Caridad a su espalda.

Ana tardó en responder.

—Esa es la iglesia de la Virgen del Buen Aire, la de los mareantes. Fíjate… —empezó a decirle a su hija, luego se corrigió ante la presencia de Caridad—: fijaos en la puerta principal. ¿Veis el balcón corrido abierto al río que está sobre ella? —Milagros asintió, Caridad no dijo nada—. Desde ese balcón, los días de precepto, se decía la misa a los barcos que estaban en el río; de esa manera los marineros ni siquiera tenían que desembarcar…

—Ni tampoco los galeotes. —Milagros terminó la frase por ella.

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