—¿Por qué? ¿Por qué fuisteis al barrio de los alfareros? —preguntó uno de ellos.
—Te dije que no lo hicieras.
La recriminación de su madre, susurrada en su oído con aliento gélido le impidió escuchar la contestación, no así las siguientes preguntas:
—¿Milagros? ¿La nieta del Galeote?
—¿Por qué?
Milagros reprimió una arcada.
—¡Abre los ojos! —masculló su madre al tiempo que le propinaba un codazo en las costillas—. ¡Afronta lo que has hecho!
La muchacha descubrió su rostro para encontrarse con que se había convertido en el centro de las miradas, la de su padre entre ellas: fija, seria, hiriente.
—¿Por qué os llevó Milagros hasta los alfareros?
—Para ajustar cuentas con uno que había forzado a una mujer —contestó el mayor de los Vargas.
Incluso algunas de las mujeres que chillaban histéricas callaron de repente. ¿Una gitana violada? Aquella era la mayor de las afrentas que podían hacerles los payos. El muchacho que había contestado intuyó el malentendido que podían haber provocado sus palabras.
—No…, no se trataba de una gitana —aclaró.
Las preguntas volvieron a atropellarse. ¿Por qué? ¿Qué os podía importar si no era gitana? ¿Qué esperabais conseguir unos muchachos inexpertos? Varios de ellos, sin embargo, coincidieron en la misma cuestión.
—¿Qué mujer?
—La negra del abuelo Vega.
Milagros se sintió desfallecer. El silencio con que los gitanos acogieron la revelación se prolongó durante unos segundos en los que vio a su padre dirigirse hacia ella.
—¡Idiota caprichosa! —la insultó mostrándole unos ojos inyectados en sangre—. No eres capaz de imaginar las consecuencias de lo que has hecho.
A partir de ahí, los gitanos discutieron acaloradamente entre ellos, pero no por mucho tiempo: al cabo de unos minutos, varios de los Vargas salieron clamando venganza con las navajas ya en sus manos y acompañados por el mayor de los muchachos.
No encontraron al alfarero ni a su hijo; habían huido dejando atrás el taller abierto, frente a cuyas puertas, en un gran charco de sangre, se encontraba todavía el cadáver destrozado de Alejandro. Un par de gitanos registraron el edificio, otros tantos cogieron el cuerpo del muchacho y se encaminaron hacia el callejón de San Miguel, y el resto permaneció a pie de calle, frente a las atemorizadas miradas que provenían del resto de las casas.
Alguien entregó una tea encendida al padre de Alejandro, que entró en el taller y la lanzó sobre la leña seca que estaba preparada para unos hornos que ya no volverían a trabajar. El fuego no tardó en prender.
—¡Decidle a ese hijo de puta asesino de niños —gritó después desde el medio de la calle, diabólicamente iluminado por las lenguas de fuego que empezaban a elevarse del edificio— que no hay lugar en España en el que pueda esconderse de la venganza de los Vargas!
En cuanto los gitanos se retiraron, los alfareros se lanzaron a la calle con todo tipo de cubos y recipientes para dominar el incendio que amenazaba con propagarse a las casas colindantes; ningún alcalde, ningún justicia, ninguna ronda compareció esa noche en el barrio.
Rafael García, el Conde, sentado en una silla más alta que las de los demás miembros, en círculo a su alrededor, presidía el consejo de ancianos encargado de tratar de la muerte de Alejandro. Entre el trasiego de testigos y denunciantes que desfilaban ante la justicia gitana, el Conde paseó la mirada por el patio del corral de vecinos rebosante de gitanos pese a los hierros retorcidos que se acumulaban en él; luego la alzó hacia los pisos superiores, en cuyas barandillas, ropa tendida y tiestos de flores marchitas por delante, se acodaban otros tantos que seguían el juicio desde los pasillos corridos que se abrían al patio. Aquel era el tribunal gitano, el único que debía juzgar a sus miembros según la ley gitana. Rafael García, como representante de la comunidad, se había visto obligado a discutir con alcaides y justicias acerca de la muerte de Alejandro. El alfarero y su hijo habían huido. Los gitanos lo habían sentenciado a muerte, y la orden de ejecutarlo si alguno de ellos se topaba con él se había propagado por las diversas familias. Sin embargo, los rumores del suceso también se propagaron por Triana, y el Conde tuvo que bregar con las autoridades hasta conseguir que olvidaran el asunto; ningún payo había denunciado el altercado.
Frente al consejo de ancianos, los miembros de la familia de los Vargas atacaron sin piedad a Milagros. No tenía que haber puesto en riesgo la vida de un muchacho gitano por una simple negra, la acusaron; había tratado de aprovecharse del pueblo gitano en beneficio de una paya, gritaron; no había pedido permiso a sus mayores para vengarse. ¿Y si Alejandro hubiera matado al alfarero? ¡Todos los gitanos lo habrían sufrido!
Los Carmona no encontraron argumentos para defenderla. A falta de la presencia de Melchor y de Tomás, este último de contrabando, los Vega designaron al tío Basilio, que trató de convencer a los ancianos, aunque su discurso fue decayendo en un titubeo al comprender la poca influencia que tenían los gitanos de la huerta de la Cartuja en un consejo dominado por los herreros. Los miembros de las demás familias apoyaron a los Vargas. El padre de la muchacha, en pie tras los ancianos como muchos otros hombres, presenció con serenidad un juicio que se extendió a lo largo de una tarde inacabable; la madre, incapaz de someterse a tal prueba, esperaba junto a otras mujeres de su familia, en el callejón de San Miguel, a la puerta del corral de vecinos en el que vivía el Conde y en cuyo patio se celebraba el consejo. Ana aguantó el paso de las horas con el rostro tenso y contraído, procurando esconder sus verdaderos sentimientos. Milagros permanecía confinada en su casa.
Rafael García escuchaba la opinión de quien debía de ser el último de los testigos, y lo hacía arrellanado en su silla, dibujando de vez en cuando una media sonrisa en sus labios. La nieta de Melchor, lo que el viejo más quería en el mundo. El Galeote no podría culparle. Todas las familias coincidían: ni siquiera sería él quien tendría que proponer una pena; la expulsarían, sin lugar a dudas, y con ella…
Un revuelo en la entrada que daba al patio donde se hallaban reunidos interrumpió sus pensamientos. El hombre que estaba hablando calló. La atención se centró en los dos muchachos que hacían guardia a modo de ordenanzas y que trataban de interponerse al paso de curiosos.
—¿Qué sucede? —gritó el Conde.
—La vieja María Vega, la curandera —aclaró uno de los gitanos más cercanos a la puerta—. Quiere entrar.
El Conde interrogó a los demás ancianos con la mirada. Un par de ellos contestaron con gestos de impotencia, otro incluso de temor.
—Decidle que las mujeres no pueden intervenir… —empezó a ordenar Rafael García.
Pero la vieja, enjuta y seca, ataviada con su delantal de colores, había logrado apartar a los muchachos y se hallaba ya en el interior del patio. Detrás de ella, en la puerta, la madre de Milagros asomó la cabeza.
—Rafael García —clamó la gitana interrumpiendo al Conde—, ¿qué ley de los gitanos dice que las mujeres no pueden intervenir en el consejo?
—Siempre ha sido así —replicó este.
—Mientes —la anciana arrastró la voz—. Cada vez os parecéis más a los payos con los que convivís, con los que comerciáis y cuyos dineros aceptáis sin inconveniente. ¡Recordadlo todos! —gritó recorriendo parte del patio con uno de sus dedos medio estirado, anquilosado, en forma de garfio—. Las gitanas no somos como las mujeres de los payos, sumisas y obedientes; tampoco os gustaríamos entonces, ¿no es cierto? —Entre los hombres se produjeron algunos signos de asentimiento—. En los tiempos, desde que vinimos de Egipto, las mujeres gitanas han tenido voz en los asuntos del consejo, eso me contó mi madre que se lo había contado la suya, pero vosotros…, tú, Rafael García —añadió señalando al Conde con su dedo—, que actúas movido por el rencor, a ti te acuso de olvidar la tradición y la ley. ¿Cuántos habéis acudido a mí para que os cure, a vosotros o a vuestras mujeres o hijos? ¡Yo curo, tengo ese poder! Aquel que esté dispuesto a negarme la palabra ante el consejo, que lo diga.
Un rumor corrió entre los presentes. La vieja María Vega era respetada entre los gitanos. Sí, podía curar y lo hacía; todos lo sabían, todos habían buscado su ayuda. Conocía la tierra, las plantas, los árboles y los animales, las piedras, el agua y el fuego, y allí estaba: retando a los patriarcas de las familias. Los gitanos no creían en el Dios cristiano, ni en sus santos, ni en sus vírgenes ni en sus mártires, sino en su propio Dios: «Devel». Pero Devel tampoco era el Creador. La madre de todos los gitanos, anterior incluso a la propia existencia divina, era la Tierra. La Tierra: ¡mujer! La Tierra era la madre divina. Los gitanos creían en la naturaleza y en su poder, y en las curanderas y las brujas, mujeres siempre, como la tierra, en calidad de intermediarias entre el mundo de los hombres y aquel otro superior y maravilloso.
—Habla, vieja —se oyó entre los reunidos.
—Te escuchamos.
—Sí. Di lo que tengas que decir.
María frunció el ceño hacia Rafael García.
—Habla —cedió este.
—Lo que ha hecho esa niña —empezó a decir— no es más que culpa vuestra.
Los gitanos se quejaron, pero ella continuó sin hacerles caso.
—Tuya, José Carmona —añadió señalándole—, y tuya, Ana Vega —se volvió sabiendo que la madre se hallaba a su espalda—, de todos vosotros. Os habéis asentado y trabajáis como los payos, hasta os casáis por la Iglesia y bautizáis a vuestros hijos para conseguir su aprobación. ¡Algunos incluso acudís a misa! Ya pocos de vosotros, herreros de Triana, recorréis los caminos y vivís la naturaleza como siempre hicieron nuestros antepasados, como es propio de nuestra raza, comiendo de lo que naturalmente produce la tierra, bebiendo el agua de los pozos y los arroyos y durmiendo bajo el cielo con una libertad que ha sido nuestra única ley. Y con ello estáis criando niños débiles, irresponsables, igual que los de los payos, niños que ignoran la ley gitana, no porque no la conozcan, sino porque ni la viven ni la sienten.
La vieja María hizo una pausa. El silencio en el patio era absoluto. Uno de los ancianos del consejo trató de defenderse.
—¿Y qué podríamos hacer, María? La justicia detiene a quienes hacen los caminos, a quienes visten nuestros trajes y viven como lo hacían esos antepasados de los que hablas. Bien sabes que por haber nacido gitanos se nos considera gente de mal vivir. Hace solo tres años tuvimos que abandonar Triana por un bando del asistente de Sevilla que nos declaraba bandidos. ¡Tres años! ¿Quién de los aquí presentes no lo recuerda? Tuvimos que huir a los campos o refugiarnos en sagrado. ¿Os acordáis? —Un murmullo de asentimiento surgió entre los hombres—. Nos amenazaron con matar a los que poseyeran armas y con seis años de galeras y doscientos azotes a los demás…
—¿Y acaso no volvimos todos? —le interrumpió la vieja María—. ¿Qué nos han importado a nosotros las leyes de los payos! ¿Cuándo nos han afectado? Siempre las hemos sorteado. ¡Son millares los que siguen viviendo como gitanos! Y todos lo sabéis y los conocéis. Si los de Triana queréis plegaros a las leyes del rey, hacedlo, pero muchos otros no lo hacen ni lo harán nunca. Eso es precisamente lo que os digo: vivís como payos. No culpéis a los niños de las consecuencias de vuestra… —todos supieron cuál iba a ser la palabra que iba a utilizar la vieja, todos temieron oírla— cobardía.
—¡Cuida tu lengua! —le advirtió el Conde.
—¿Quién me va a prohibir hablar? ¿Tú?
Ambos se desafiaron con la mirada.
—¿Qué es lo que propones para la muchacha? —inquirió otro de los ancianos del consejo rompiendo una más de las atávicas rencillas entre los Vega y los García—. ¿Qué pretendes? ¿Has pedido la palabra solo para insultarnos?
—Me llevaré a la niña a la huerta de la Cartuja para hacer de ella una gitana que conozca los secretos de la naturaleza. Ya soy vieja y necesito… todos necesitáis quien me suceda.
—Elige a otra mujer —intervino el Conde.
—Elijo a quien deseo, Rafael García. Mi abuela, una Vega, enseñó a mi madre, otra Vega, y yo, Vega, sin hijas, quiero transmitir mis conocimientos a quien lleva sangre de los Vega. La niña abandonará el callejón de San Miguel hasta que algún día vosotros mismos requiráis su presencia…, y lo haréis, os lo aseguro. Con eso, el consejo y los Vargas tienen que darse por satisfechos. Si no es así, que ninguno de vosotros cuente de nuevo conmigo.
—¡Te lo prohíbo! —se había opuesto Ana cuando Milagros, después de ver llegar a sus primos Vega con las caballerías, les preguntó por su abuelo y por Caridad, temió por ella y decidió ir en su busca. La historia del robo a manos del Gordo, así como la partida de Melchor, hizo que Milagros temiera por su amiga.
—Padre la matará si no está el abuelo —se quejó Milagros.
—No es asunto tuyo —le contestó la otra.
La muchacha apretó los puños y la sangre acudió a borbotones a su rostro. Madre e hija se retaron con la mirada.
—Sí que es asunto mío —masculló.
—¿No hemos sufrido ya bastante a causa de esa negra?
—Cachita no tuvo la culpa —arguyó Milagros—. Ella no hizo nada, no…
—Deja que sea tu padre quien decida eso —sentenció su madre.
—No.
—Milagros.
—No. —El brillo de sus ojos gitanos indicaba que no daría su brazo a torcer fácilmente.
—No me discutas.
—Iré al callejón…
Entonces fue cuando su madre se lo prohibió con un grito que resonó en la gitanería de la huerta de la Cartuja, donde ambas se encontraban, pese a lo cual, la muchacha insistió con terquedad.
—Voy a ir, madre.
—No lo harás —ordenó Ana.
—Lo haré…
No llegó a terminar la frase: su madre le cruzó la cara de una bofetada. Milagros trató de aguantar el llanto, pero fue incapaz de reprimir el temblor de su mentón. Antes de estallar, escapó en dirección a Triana. Ana ya no hizo nada para impedírselo. Se había vaciado después del arrebato; era mucha la tensión vivida desde la muerte de Alejandro. Con los brazos colgando a sus costados, sintiendo en todo su cuerpo el dolor de la bofetada que había dado a su hija, la dejó irse.
Caridad reconoció a Milagros desde lejos, en el camino que llevaba a la gitanería de la huerta de la Cartuja, cerca de donde la había encontrado Melchor la noche en que el alfarero la expulsó a patadas de su taller. Andaba descalza y volvía a vestir como una esclava, con su grisácea camisa de bayeta y su sombrero de paja. En el hatillo portaba el resto de sus escasas pertenencias, incluidas las desastradas ropas coloradas.