—¡Vuélvete a Triana!
Milagros buscó con la mirada al mosquetero que había gritado desde el patio.
—¡No vales lo que ha costado tu viaje!
—¡Aprende a bailar!
Volvió la cabeza hacia el otro costado, sin poder creer lo que oía.
—¿Esta es la gran cantante que anunciaba el cartel de la Puerta del Sol?
Sintió flaquear las piernas.
—¡Con tonadilleras como tú, estarán contentos los «chorizos» del teatro de la Cruz! —Una mujer era la que se desgañitaba señalándola por encima de la baranda de la cazuela.
Milagros creyó que iba a desplomarse y buscó a Pedro con la mirada; le había dicho que presenciaría el espectáculo, pero no lograba encontrarlo. Se le nubló la visión. Los gritos arreciaban y las lágrimas corrían por su rostro. Una mano la agarró del codo justo cuando estaba dispuesta a dejarse caer.
—¡Señores —gritó Celeste, zarandeando a Milagros para que recobrase el ánimo—, ya les hemos dicho…! ¡Señores…!
El escándalo no cesaba. Celeste interrogó con la mirada al alcalde de corte, que, junto a dos alguaciles y un escribano, permanecía sentado en el mismo tablado, en una de las esquinas, para cuidar del orden en el teatro. El alcalde suspiró porque sabía lo que pretendía la primera dama. Asintió. No había terminado de mover la cabeza cuando don José ya daba instrucciones a los músicos para que tocasen de nuevo la pieza que acababa de hundir a Milagros.
Celeste permitió que los acordes de los violines sonaran en un par de ocasiones antes de empezar a cantar. El público cambió de actitud, los hombres del patio se tranquilizaron.
—¡Tú sí que eres grande! —resonó antes de que se arrancase.
—¡Guapa!
Celeste cantó la primera estrofa. Luego, cuando le tocaba iniciar la segunda, se encaró con los mosqueteros, mientras la música se repetía, a la espera de su decisión.
—¿Esa es la clemencia que os hemos pedido durante la presentación de una nueva cómica?
Milagros, todavía agarrada del codo por Celeste, recordó la entrada de la tonadilla, un entreacto musical que no podía superar la media hora y que se ejecutaba entre el primer y segundo acto de la obra principal, aunque le habían comentado que el público iba más al teatro por las tonadillas, los entremeses y los sainetes que se sucedían entre el segundo y tercer acto, que por la obra principal. Le dijeron que muchos de ellos incluso lo abandonaban después del sainete y renunciaban al tercer acto de la comedia. Durante la presentación, la propia Celeste, después de presentar a Milagros y ensalzar unas virtudes que habían arrancado aplausos y silbidos, se había dirigido al público rogando clemencia para ella, para la nueva. «¡Solo tiene diecisiete años!», gritó levantando exclamaciones. Después varias de las cómicas habían cantado y bailado juntas para dejar el cierre a Milagros, en solitario, que se había lanzado a ello con la confianza que le proporcionaba la experiencia de sus años cantando para los sevillanos. Con todo, en momento alguno de la actuación su cuerpo llegó a acompañar a la magnífica interpretación vocal. Se lo habían advertido.
—¡Alto! —le había gritado Celeste nada más verla bailar en los ensayos—. A nosotros nos acarrearás la ruina y a ti te encarcelarán como te presentes así ante la gente.
Cuando preguntó, extrañada, le explicaron que las autoridades no permitían aquellos bailes tan extremadamente lascivos.
—La sensualidad —trató de instruirle don José, a pesar de la duda que apareció en su semblante ante el desparpajo de la gitana— debes mostrarla más… más… —buscó la palabra adecuada para ella al tiempo que sacudía una mano en el aire—, más celada…, encubierta, disimulada…, íntima. Eso es, sí: ¡íntima! Tus bailes tienen que ser sensuales porque tú lo eres, porque sale naturalmente de ti, nunca porque quieras excitar al público. Algo así como si tuvieras necesidad de esconder los favores que Dios te ha concedido y alimentar el recato para no pecar de grosería. ¿Entiendes? Pasión contenida. ¿Lo comprendes?
Milagros contestó que sí aunque ignoraba cómo hacerlo. También contestó que sí cuando le explicaron que aquellos mosqueteros y las mujeres de la cazuela, los nobles y los ricos de los aposentos, y los curas e intelectuales de la tertulia no solo esperaban una buena actuación: también pretendían lo que ahora presenciaba por parte de la primera dama. Pero en realidad no había entendido nada; sus movimientos al bailar habían sido rígidos y toscos, ella misma lo había notado, y en cuanto a lo que podían esperar de ella aquellos madrileños…
—Te quejas de la torpeza de la muchacha, ¿tú? —vio cómo replicaba Celeste con descaro a un herrero conocido por su intransigencia con las cómicas y que había vuelto a quejarse de la actuación de la gitana—. Se dice por ahí que la primera reja que forjaste no sirvió ni para proteger la virtud de tu hija.
La gente estalló en carcajadas.
—¿Estás poniendo en duda…? —trató de revolverse el hombre.
—¡Pregúntaselo al ayudante del panadero! —se le adelantó alguien desde el mismo patio—, él sabrá decirte dónde quedó la reja y dónde la virtud de la niña.
Unas nuevas risotadas acompañaron el garboso desplazamiento de Celeste a lo largo del escenario. A una señal de don José, la música aumentó de volumen cuando el herrero trató de abrirse paso a empujones y codazos entre los mosqueteros abigarrados en el patio en busca de aquel que había insultado a su hija. Uno de los alguaciles se asomó para evitar que la cosa fuera a mayores. Milagros quedó sola en el centro del escenario, con la mirada entre el herrero y Celeste, ahora en uno de los extremos. No se atrevía a volver la espalda al público, ni tampoco a andar hacia atrás para retirarse. Permanecía inmóvil como una estatua en un teatro lleno a rebosar en el primer día de comedias de la temporada.
Celeste, en la esquina, retomó la canción. La gente empezó a corear la tonada, ella volvió a callar y señaló a un hombre obeso, patizambo y descuidado de mejillas encendidas y sudorosas.
—¿Cómo podemos los cómicos pretender generosidad de quienes la agotan consigo mismos?
Antes de que la gente estallara en carcajadas, cantó de nuevo y corrió hacia donde se hallaba Milagros.
—Suéltate —la animó entre estrofa y estrofa—, puedes hacerlo.
Por un instante Milagros recordó a la vieja María y a Sagrario, la que le había dado la entrada en la posada sevillana de Bienvenido. Entonces se había superado y llegó a triunfar. ¡Era una gitana! Respiró hondo y cantó con Celeste, hasta que esta le dio un pequeño empujón hacia el público, animándola.
Miles de ojos se posaron en ella.
—¿Qué miráis? —soltó Milagros en dirección al patio. Estuvo tentada de contonear su cuerpo con voluptuosidad, pero en su lugar cruzó los brazos por delante de sus pechos con simulado recato—. ¿Acaso vuestras mujeres no os satisfacen? —El alcalde de corte dio un respingo—. ¿O quizá sois vosotros quienes no las satisfacéis a ellas?
La insinuación le granjeó los aplausos y los vítores de la cazuela de las mujeres. Milagros fingió turbación ante la retahíla de frases obscenas que surgían de boca de aquellas.
—Y ahora —gritó para hacerse oír por los mosqueteros—, ¿qué ha sido de vuestra hombría?
Tras la incitación, muchos de ellos se volvieron hacia la cazuela para discutir con las mujeres. El alcalde de corte se puso en pie y ordenó a don José que finalizase la tonada. Uno de los alguaciles se plantó en el borde del tablado y el otro, a espaldas del alcalde, susurró al escribano:
—No anote usted estas últimas palabras. —El escribano levantó la cabeza, extrañado—. La conozco. Es joven. No es mala chica, solo es nueva. Démosle una oportunidad. Usted ya sabe que el corregidor…
El funcionario entendió y cesó de escribir.
Nobles, ricos y religiosos se divirtieron con la pelea y el cruce de acusaciones entre mosqueteros y mujeres. Poco a poco, a falta de música, los ánimos se fueron calmando y el público volvió a centrar su atención en las dos mujeres que permanecían quietas en el escenario.
—¡Mi esposo no sabría qué hacer contigo, gitana! —resonó en el teatro.
—¡El mío se acobardaría!
Retornaron las risas y unos aplausos que fueron en aumento cuando la mayoría de los mosqueteros, complacidos por la fiesta y el escándalo, se sumaron a ellos.
—¡Hermosa! —piropeó a Milagros alguien desde el patio.
El domingo de resurrección de 1752, fecha de inicio de la temporada teatral, a partir de las tres de la tarde, Pedro García presenciaba la función inaugural de su esposa confundido entre los mosqueteros, callado, sin significarse, reprimiendo la ira ante los abucheos. Luego fue en su busca. Un par de soldados de guardia le impidieron el acceso por la entrada de la calle del Lobo.
—Ni esposos ni nadie —le espetó uno de ellos.
—Tampoco puedes quedarte ahí parado esperando; está prohibido que la gente se congregue a la salida de los cómicos —le soltó el otro después.
Pedro esperó más allá de la esquina, junto a un grupo de curiosos. Vio salir la silla de manos de Celeste y sonrió mientras los muchos admiradores de la primera dama se arremolinaban alrededor de ella y entorpecían su paso. Él la poseería en solo una hora. Ya habían concertado una cita, como tantas otras que habían mantenido desde su llegada a Madrid. Las gentes siguieron acosando a las demás cómicas y al final, cuando las calles empezaban a despejarse, hizo su aparición Milagros.
La gitana pareció sorprenderse de la luz solar que todavía iluminaba. Dudó. Paseó una mirada cansina a lo largo de la calle del Lobo hasta reconocer a su esposo, hacia el que se encaminó con andares resignados y rostro inexpresivo.
—¡Anímate! —la recibió Pedro—. Es la primera vez.
Ella frunció la boca por toda respuesta.
—Mañana lo harás mejor.
—El alcalde me ha llamado la atención por el desplante.
—No hagas caso —la animó él.
—Don José también lo ha hecho.
—¡Maldito viejo!
—Abrázame —imploró ella abriendo tímidamente los brazos.
Pedro asintió levemente, se acercó y la estrechó con fuerza.
—¡Milagros —gritó alguien que pasaba por su lado—, yo sí que sabría qué hacer contigo!
Un coro de risas acompañó la insolencia al tiempo que Milagros afirmaba su abrazo para impedir que Pedro se abalanzase sobre él.
—Déjalos —le rogó al tiempo que le acariciaba la mejilla para que se centrase en ella y no en el grupo de hombres del que había surgido la ofensa—. No nos busquemos problemas. Vamos a casa, por favor.
Ella misma le empujó con delicadeza y continuó haciéndolo a lo largo de la manzana que los separaba de la calle de las Huertas; desde allí hasta su casa tan solo quedaban unos pasos, que Milagros aprovechó para buscar el contacto de su esposo. Necesitaba su cariño. Los nervios, el teatro a rebosar de gente malcarada, las prisas, los gritos, el alcalde, la gran ciudad… Solo disponía de un par de horas antes de reunirse con Marina y otras cómicas para estudiar la nueva obra, un par de horas en las que deseaba estar con los suyos e incluso… ¿por qué no? Tenía tiempo. El suficiente como para olvidarlo todo y sentir dentro de ella la fuerza de su hombre, su vigor, su empuje.
Aquel anhelo que cosquilleaba en su espalda se vio interrumpido por Bartola y la niña, con las que se toparon nada más volver la esquina de la calle del Amor de Dios. La vieja gitana vigilaba a María mientras esta jugaba. Pedro agarró a la pequeña y la alzó por encima de su cabeza, donde la zarandeó durante un buen rato ante la tierna mirada de su madre. Su hombre parecía contento, quizá había sido un acierto venir a Madrid. Luego, entre risas, Pedro entregó la niña a su madre.
—Debo irme —le anunció.
—Pero… Yo… Pensaba… Sube con nosotras, por favor.
—Mujer —la atajó él—, tengo negocios que atender.
—¿Qué nego…?
Las facciones de su esposo se tensaron un solo instante y Milagros calló.
—Cuida de la niña —dijo él a modo de despedida.
«¿Qué negocios?», se preguntó Milagros con la mirada fija en la espalda que se alejaba. ¿Cómo podía Pedro hacer negocios si no tenían dinero?
Pedro García suspiró por el placer que le producían las yemas de los dedos que se deslizaban por su espalda. Desnudo, satisfecho tras la cópula, permanecía tumbado boca abajo en la cama de Celeste.
—No lo habría hecho por ninguna otra cómica —susurró en ese momento la primera dama, atusándose el cabello rubio—, aunque en verdad tampoco lo he hecho por ella sino por ti. No quiero que la despidan.
—Mujer —la interrumpió el gitano—, has ayudado a Milagros para poder seguir disfrutando conmigo. En verdad, lo has hecho por ti.
Ella, sentada a su lado, le propinó un sonoro manotazo en las nalgas.
—¡Engreído! —le recriminó antes de volver a corretear con los dedos por su espinazo—. Dispongo de cuantos hombres pueda desear.
—¿Y alguno de ellos te ha proporcionado el mismo placer?
Celeste no contestó.
—Al final se ha defendido bien tu gitanilla… —comentó en cambio.
—Es lista. Aprenderá. Sabe provocar, excitar el deseo.
—Ya lo he visto, pero tiene que andarse con tiento, no vaya a ser que el alcalde o alguno de los censores la denuncie.
—¿No es esa diversión la que se pretende? —inquirió Pedro antes de emitir un prolongado gemido cuando ella empezó a acariciarle la nuca.
Celeste, también desnuda, se sentó a horcajadas sobre la espalda del gitano para continuar masajeando hombros y cuello.
—Esa es la diversión que se ha pretendido en el teatro, en las fiestas y hasta en las iglesias cuando las nobles señoras o las doncellas flirtean con sus amantes mientras simulan escuchar misa; es la historia de la humanidad. Las comedias están mal vistas por los curas… aunque muchos de ellos acuden a verlas. El rey y sus consejeros las permiten porque consideran que así el pueblo se divierte, y si se divierte y está alegre y en paz, tendría mucho que perder si se rebelase contra la autoridad. ¿Entiendes? —preguntó al tiempo que apretaba las manos sobre sus hombros. El gitano asintió en un murmullo—. Es solo una forma más de tener bajo cuerda a sus súbditos. Pero no debemos excedernos: hay que encontrar el equilibrio entre lo que piden las autoridades y lo que están dispuestos a permitir religiosos y censores. Todas las obras, incluidos sainetes, entremeses y tonadillas, tienen primero que obtener la licencia del juez eclesiástico de la villa. Después pasan a la Sala de Alcaldes donde las vuelven a censurar. Y aun después, el alcalde del teatro controla la interpretación sobre el tablado. Solo el interés de las autoridades por divertir al pueblo y los muchos dineros que se obtienen de los teatros con destino a los hospitales nos permiten ciertas licencias que en otro caso jamás podríamos tomarnos en esta España de inquisidores, curas, frailes, monjas y beatas. Lo más importante para una cómica es saber cuál es ese equilibrio: si te quedas corta, te abuchean y te insultan; si te pasas, te cortan las alas. ¿Has entendido, pajarillo mío?